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Authors: Alfred Bester

Las Estrellas mi destino (10 page)

BOOK: Las Estrellas mi destino
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Foyle le contó lo del Nomad y el Vorga, su odio y sus planes. No le dijo a Jisbella nada sobre su rostro ni los veinte millones en lingotes de platino que esperaban en los asteroides.

—¿Qué le pasó al Nomad? —preguntó Jisbella— ¿Fue lo que suponía ese hombre, Dagenham? ¿Fue destruido por un corsario de los Satélites Exteriores?

—No lo sé, yo. No puedo recordar, muchacha.

—Probablemente la explosión te borró la memoria. Shock. Y el estar náufrago durante seis meses no te ayudó. ¿Te fijaste si había algo que valiese la pena recuperar en el Nomad?

—No.

—¿Mencionó algo Dagenham?

—No —mintió Foyle.

—Entonces debe de haber alguna otra razón para meterte en la Gouffre Martel. Debe de haber alguna cosa que deseen recuperar del Nomad.

—Sí, Jiz.

—Pero fuiste un tonto al tratar de volar el Vorga de aquella forma. Eres como un animal salvaje que trata de castigar a la trampa que le hizo daño. El acero no está vivo. No piensa. No puedes castigar al Vorga.

—No sé lo que quieres decir, muchacha. El Vorga me abandonó.

—Uno tiene que castigar al cerebro, Gully. Al cerebro que coloca la trampa. Averigua quién iba a bordo del Vorga. Entérate de quién dio la orden de abandonarte. Castígalo a él.

—Sí. ¿Cómo?

—Aprende a pensar, Gully. La cabeza que supo imaginar cómo poner en marcha el Nomad y cómo fabricar una bomba tiene que ser capaz también de hacer eso. Pero ya no más bombas; en vez de eso, cerebro. Localiza a un miembro de la tripulación del Vorga. Él te dirá quién estaba a bordo. Persíguelos. Averigua quién dio la orden. Luego castígalo. Pero te llevará tiempo, Gully... tiempo y dinero, más de lo que tienes.

—Tengo toda una vida, yo.

Murmuraron durante horas a través de la Cadena de los Susurros, oyéndose sus voces débiles pero cercanas. Tan sólo había un punto especial en cada celda en el que se podía oír al otro, y era por esto por lo que había pasado tanto tiempo antes de que descubriesen el milagro. Pero ahora recuperaban el tiempo perdido. Y Jisbella educaba a Foyle.

—Si es que alguna vez escapamos de la Gouffre Martel, Gully, tendremos que hacerlo juntos; y no puedo confiar en un compañero analfabeto.

—¿Quién es analfabeto?

—Tú —contestó firmemente Jisbella—. Tengo que hablar en cloaca contigo la mitad del tiempo, yo.

—Puedo leer y escribir.

—Y eso es casi todo... lo cual quiere decir que aparte de tu energía física, eres casi inútil.

—Habla con sentido, tú —dijo irritado.

—Hablo con sentido, yo. ¿Para qué sirve el escoplo más fuerte del mundo si está embotado? Tenemos que aguzar tu ingenio, Gully. Hay que educarte, muchacho, eso es todo.

Se sometió. Se dio cuenta de que ella tenía razón. Necesitaría estar entrenado no sólo para la huida, sino también para la búsqueda del Vorga. Jisbella era la hija de un arquitecto, y había recibido una buena educación. Se la pasó a Foyle, condimentada con la cínica experiencia de cinco años en los bajos fondos. Ocasionalmente él se rebelaba contra el duro trabajo, y entonces había peleas susurradas, pero al fin le pedía excusas y se sometía de nuevo. A veces Jisbella se cansaba de enseñarle, y entonces simplemente charlaban en la oscuridad, compartiendo sueños.

—Creo que nos estamos enamorando, Gully.

—También yo lo creo, Jiz.

—Soy un trasto viejo, Gully. De ciento cinco años de edad. ¿Cómo eres tú?

—Monstruoso.

—¿Cuán monstruoso?

—Mi cara.

—Lo haces sonar como algo romántico. ¿Es una de esas excitantes cicatrices que hacen atractivo al hombre?

—No, lo verás cuando nos encontremos, nosotros. Eso está mal, ¿no, Jiz? He de decir tan sólo: cuando nos encontremos. Punto.

—Buen chico.

—Nos encontraremos algún día, ¿no es así, Jiz?

—Espero que pronto, Gully —la lejana voz de Jisbella se hizo segura y realista—. Pero tenemos que dejar de esperar y comenzar a trabajar. Tenemos que planear y prepararnos.

Entre los bajos fondos, Jisbella había adquirido una gran cantidad de información acerca de la Gouffre Martel. Nadie había logrado jauntear jamás fuera de los hospitales caverna, pero durante décadas el bajo mundo había estado recolectando y ensamblando información acerca de los mismos. Era de esos datos de los que Jisbella había obtenido su conclusión acerca de la Cadena de los Susurros que los unía. Era basándose en esta información sobre lo que comenzó a discutir la huida.

—Podemos lograrlo, Gully. No dudes de eso ni por un minuto. Debe haber docenas de puntos muertos en su sistema de seguridad.

—Nadie los ha encontrado antes.

—Nadie ha trabajado antes en equipo. Reuniremos la información que tiene cada uno y lo lograremos.

Ya no trastabillaba al ir y volver de Aseos. Palpaba las paredes del corredor, se fijaba en las puertas, estudiaba su contextura, contaba, escuchaba, deducía e informaba. Hizo una nota mental de cada paso hacia los corrales de Aseos y se la pasó a Jiz. Las preguntas que susurraba a los hombres que lo rodeaban en las salas de duchas y cepillado tenían ahora un objetivo. Juntos, Foyle y Jisbella construyeron un cuadro de la rutina de la Gouffre Martel y su sistema de seguridad.

Una mañana, al regresar de Aseos, fue detenido cuando iba a volver a introducirse en su celda.

—Siga en la fila, Foyle.

—Esto es Norte—111. Sé muy bien ya dónde tengo que detenerme.

—Siga caminando.

—Pero... —estaba aterrorizado—. ¿Me van a cambiar?

—Tiene visita.

Lo llevaron hasta el final del corredor Norte, donde se encontraba con los otros tres corredores principales que formaban la gran cruz del hospital. En el centro de la cruz estaban las oficinas administrativas, los talleres de manutención, los dispensarios y las instalaciones industriales. Foyle fue metido en una habitación, tan oscura como su celda. Cerraron la puerta tras él. Se dio cuenta de una débil silueta brillando en la oscuridad. No era más que el fantasma de una imagen con un cuerpo borroso y un cráneo de calavera. Dos discos oscuros en el rostro de esa calavera eran o las cuencas de los ojos o las gafas infrarrojas.

—Buenos días —dijo Saúl Dagenham.

—¿Usted? —exclamó Foyle.

—Yo. Tenemos cinco minutos. Siéntese. Hay una silla detrás de usted.

Foyle palpó la silla y se sentó lentamente.

—¿Lo está pasando bien? —inquirió Dagenham.

—¿Qué es lo que desea, Dagenham?

—Veo que ha habido un cambio —dijo secamente Dagenham—. La última vez que hablamos, su parte del diálogo consistió enteramente en «Váyase al infierno».

—Váyase al infierno, Dagenham, si eso lo hace sentirse mejor.

—Ha mejorado su agudeza; y también su forma de hablar. Ha cambiado —dijo Dagenham—. Ha cambiado demasiado y demasiado rápido. No me gusta. ¿Qué es lo que le ha pasado?

—He estado yendo a la escuela nocturna.

—Ya ha ido diez meses a esa escuela nocturna.

—¡Diez meses! —hizo eco asombrado Foyle—. ¿Tanto tiempo?

—Diez meses sin vista y sin oído. Diez meses solitario. Tendría que estar deshecho.

—Oh, estoy deshecho, de verdad.

—Tendría que estar aullando. Tenía razón: es atípico. A este ritmo nos va a llevar demasiado tiempo. No podemos esperar. Me gustaría hacerle una nueva oferta.

—Hágala.

—El diez por ciento de los lingotes del Nomad. Dos millones.

—¡Dos millones! —exclamó Foyle— ¿Por qué no los ofreció en la otra ocasión?

—Porque no conocía su calibre. ¿Acepta?

—Casi. Aún no.

—¿Qué más hay?

—Me sacarán de la Gouffre Martel.

—Naturalmente.

—Y también a alguien más.

—Eso puede arreglarse —la voz de Dagenham se hizo más cortante—. ¿Algo más?

—Se me permitirá el acceso a los archivos de Presteign.

—De ningún modo. ¿Está loco? Sea razonable.

—Los archivos de sus líneas espaciales.

—¿Para qué?

—Para una lista del personal a bordo de una de sus naves.

—Oh —Dangenham recuperó su ánimo—. Puedo arreglar eso. ¿Algo más?

—No.

—Entonces estamos de acuerdo —Dagenham estaba contento. El fantasmal foco de luz se alzó de su silla—. Lo sacaremos en seis horas. Comenzaremos a arreglar las cosas para su amigo de inmediato. Es una pena que hayamos perdido todo este tiempo, pero nadie puede imaginarse lo que piensa, Foyle.

—¿Por qué no mandaron a un telépata para que me trabajase?

—¿Un telépata? Sea razonable, Foyle. No llegan a diez los telépatas completos que hay en todos los Planetas Interiores. Su tiempo está planificado para los próximos diez años. No pudimos persuadir a ninguno de ellos para que interrumpiese su trabajo a ningún precio.

—Le pido excusas, Dagenham. Creí que no sabía llevar bien a cabo su trabajo.

—Casi ha herido mis sentimientos.

—Ahora sé que está mintiendo.

—Me halaga.

—Podría haber contratado a un telépata. Por una parte de veinte millones podría haber contratado fácilmente a cualquiera.

—El gobierno nunca dejaría que...

—No todos ellos trabajan para el gobierno. Hay algo demasiado importante en esto como para que lo averigüe un telépata.

La mancha luminosa saltó a través de la habitación y asió a Foyle.

—¿Qué es lo que sabe, Foyle? ¿Qué es lo que está encubriendo? ¿Para quién trabaja? —Las manos de Dagenham temblaban—. ¡Cristo! Qué tonto he sido. Naturalmente que es usted poco usual. No es un espacionauta normal. Le he preguntado una cosa: ¿para quién trabaja?

Foyle se sacó las manos de Dagenham de encima.

—Para nadie —dijo—. Para nadie que no sea yo mismo.

—Nadie, ¿eh? ¿Ni siquiera su amigo de la Gouffre Martel a quien tiene tantos deseos de rescatar? Por Dios, casi me engañó, Foyle. Dígale al Capitán Y'ang-Yeovil que lo felicito. Tiene un equipo mejor del que creía.

—Nunca oí hablar de ese Y'ang-Yeovil.

—Usted y su colega se van a pudrir aquí dentro. No hay trato. Se quedarán aquí. Haré que lo trasladen a la peor celda del hospital. Lo hundiré en el fondo de la Gouffre Martel. Haré... ¡Guarda, aquí! ¡G...!

Foyle asió la garganta de Dagenham, lo echó al suelo, y golpeó su cabeza contra las losas. Dagenham se agitó una vez y se quedó quieto. Foyle le arrancó los anteojos del rostro y se los puso. La vista le regresó en un suave tono rojo, y aparecieron luces y sombras.

Estaba en una pequeña habitación de visitas, con una mesa y dos sillas. Foyle le sacó la chaqueta a Dagenham y se la colocó con dos tirones que abrieron las costuras de los hombros. El ancho sombrero de Dagenham estaba sobre la mesa. Foyle se lo encasquetó en la cabeza y bajó el ala sobre su rostro.

En paredes opuestas había dos puertas. Foyle abrió una rendija en una de ellas. Llevaba al corredor Norte. La cerró, saltó a través de la habitación y probó la otra. Se abría a un laberinto a prueba de jaunteo. Atravesó la puerta y se metió en él. Sin un guía que lo llevase a través del laberinto se perdió inmediatamente. Empezó a correr a lo largo de los giros y vueltas y se encontró de regreso en la sala de visitas. Dagenham estaba tratando de incorporarse. Foyle regresó al laberinto. Corrió. Llegó a una puerta cerrada y la abrió de un tirón. Le reveló un amplio taller iluminado por luz normal. Dos técnicos que trabajaban en una bancada de maquinaria levantaron la vista sorprendidos.

Foyle aferró un martillo, saltó sobre ellos como un cavernícola y los derribó. Tras él escuchó a Dagenham gritando en la distancia. Miró a su alrededor, perdido, temiendo descubrir que estaba atrapado en un callejón sin salida. El taller tenía forma de L. Foyle dio la vuelta al ángulo, atravesó la entrada de otro laberinto a prueba de jaunteo y se perdió de nuevo. El sistema de alarma de la Gouffre Martel comenzó a sonar. Foyle golpeó las paredes del laberinto con el martillo, destrozó los delgados paneles de plástico y se halló en el corredor Sur, iluminado por infrarrojos, del cuadrante femenino.

Dos mujeres guardas llegaron por el corredor, corriendo a toda prisa. Foyle hizo girar su martillo y las derribó. Estaba cerca del inicio del corredor. Ante él se extendía una larga perspectiva de puertas de celdas, cada una de las cuales tenía un número incandescente. En lo alto, el corredor estaba iluminado por globos rojos. Foyle se alzó de puntillas y le dio un golpe al globo que estaba sobre él. Rompió a martillazos el portalámparas y golpeó el cable. Todo el corredor quedó a oscuras... hasta para los que llevaban anteojos.

—Nos iguala a todos; todos a oscuras ahora —jadeó Foyle; y corrió a lo largo del corredor, palpando la pared mientras lo hacía, contando las puertas de las celdas. Jisbella le había descrito con todo detalle el cuadrante Sur. Estaba contando su camino hacia Sur—900. Tropezó con una figura, otra guardia. Foyle la golpeó con su martillo. Ella chilló y se desplomó. Las pacientes comenzaron a aullar. Foyle perdió la cuenta, corrió y se detuvo.

—¡Jiz! —rugió.

Oyó su voz. Se encontró con otra guardia, la eliminó, corrió, localizó la celda de Jisbella.

—Gully, por Dios... —se oía apagadamente su voz.

—Échate atrás, muchacha. Atrás —golpeó tres veces con el martillo contra la puerta y la hundió. Entró en el interior y chocó contra un cuerpo.

—¿Jiz? —jadeó—. Excúsame... pasaba por aquí y me dije, le haré una visita.

—Gully, en el nombre de...

—Sí. ¿No es una rara forma de encontrarnos? Ven. Afuera, chica. ¡Afuera! — la arrastró fuera de la celda—. No podemos tratar de largarnos a través de las oficinas. Allí no me aprecian. ¿En qué dirección están vuestras cuadras de aseos?

—Gully, estás loco.

—Todo el cuadrante está a oscuras. Destrocé el cable de la luz. Tenemos la mitad de una posibilidad. Vamos, muchacha. Vamos.

Le dio un empujón, y ella lo guió a lo largo de los pasadizos hasta las salas automatizadas en las que se hallaban las cuadras de Aseos femeninos. Mientras manos mecánicas les sacaban los uniformes, los enjabonaban, enjuagaban, rociaban y desinfectaban, Foyle tanteó en busca del panel de cristal de la ventana de observación médica. Lo encontró, hizo volar el martillo y lo hizo pedazos.

—Pasa, Jiz.

La tiró a través de la ventana y la siguió. Los dos estaban desnudos, cubiertos de jabón, cortados y sangrantes. Foyle resbaló y chocó a través de la oscuridad, buscando la puerta por la que entraban los enfermeros.

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