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Authors: Concha Alós

Las hogueras (3 page)

BOOK: Las hogueras
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—¿Qué dices?

—Digo eso. Que no quiero vivir ni un día más en este maldito pueblo. Si nos quedamos un mes, sólo un mes, no sé lo que va a pasarme. Creo que me volveré loca.

Sí. Era como un dibujo que se ha afirmado y de pronto es demasiado duro. Los trazos se han destacado demasiado. El lápiz ha insistido excesivamente en cada una de las rayas. Eso era lo que había ocurrido con Sibila: sus rasgos, el rictus de la boca, el arco de las cejas y… podía ser, ¿por qué no?, también su espíritu. Se acordó de aquella muchacha delgada, aventurera y medrosa que conoció en París: Sibila. Le conmovió entonces el contraste entre la realidad de su vida y lo que ella imaginaba ser. Le sedujo su belleza, su fragilidad de mineral precioso sobre el raso de un estuche abierto.

—No quiero vivir aquí.

La voz de Archibald se hizo apasionada, vehemente :

—Pero óyeme. Te gustaba. ¿No decías que te gustaba? Te consulté antes de comprar la casa. Te entusiasmó la idea.

Sí, era increíble de tan hermoso cuando él le dijo: «¿Ves? Será tuyo, será mío. Nuestro. ¿Comprendes?… ¿Qué te parece?» Ella lo besaba, lo abrazaba, riendo, llorando, agradecida, deslumbrada. Llegaba de los brazos de Rosso, aquel cubano que traficaba en joyas y la empleaba para su negocio. Temblaba cada vez que alguien la miraba por la calle con cierta insistencia, pensando que aquella persona que se fijaba en ella podía ser muy bien un policía. Las perlas, los brillantes, un diamante tallado, gigantesco… Rosso se lo arrancaba todo cuando llegaban al hotel: «Anda, paloma, desnúdate y quítate eso, que no es tuyo».

Había pasado mucho miedo. Y Rosso era un bruto, un grosero. Estaba harta de él, de pasar miedo, de viajar. De andar enloquecida de un avión a otro, de comer en hoteles. Estaba fatigada. La había comprado Archibald con su dinero, con su paz, como años atrás pudo comprarla otro cualquiera por un panecillo caliente.

—Sí, me gustaba —pronunció ahora en voz baja, lentamente. Se quedó callada, luego repitió:

—Sí, me gustaba, pero ahora me aburro.

Los libros. La motora. Hablar con los pescadores. Caminar, pescar, leer, estudiar, escribir… Archibald estuvo pensando en todas las cosas que le interesaban a él. Las estuvo buscando en su cabeza, enumerándolas como si las contara con los dedos. Él no sabía lo que era aburrirse, nunca había experimentado el sentimiento desolado de no tener nada que hacer. Miró a Sibila. No había dejado de tener los ojos fijos en ella, pero su pensamiento había estado unos segundos muy lejos de allí. La última frase parecía flotar como el sonido de una campana después de ésta haber sonado.

—…me aburro.

Sibila había sido una muchacha perezosa, un poco indiferente a todo lo que no fuera su propia belleza. Cuando llegaron a Son Bauló para instalarse en la casa recién acabada, Sibila decía alegremente, sincera: «¡Qué felicidad!… Ahora podré dormir todo lo que quiera».

Los primeros meses, aunque dejó el fanatismo del cuidado de su cuerpo, la servidumbre de su arpegio personal, no sólo durmió sino que también comió cuanto quiso, olvidando la austera frivolidad a que había estado sujeta. Se revolcó por la arena y la hierba como un animalito que ha pasado toda la vida absurdamente encerrado sobre un suelo de ladrillos y conoce por primera vez la arena, la tierra, la corteza de los árboles y el crecer de la hierba… Tomaba sol, nadaba, daba largas caminatas revelándose que dentro de ella había una vena ignorada de actividad, de fuerza…; disfrutaba descubriendo rincones desconocidos, fotografiando a la gente del pueblo. Por allí andaba su álbum a medio pegar.

—Deberías hacer alguna cosa. Distraerte.

—¿Qué puedo hacer? Aquí, en este pueblo, no hay nada que hacer.

Archibald tuvo esa clase de asombro que debe de invadir a un químico que trabaja con elementos conocidos, medidos, calculados y de pronto se encuentra con una reacción que él no esperaba ni podía prever. Sentía un invencible sentimiento de frustración cuando contemplaba sus libros alineados en los estantes, sabiendo que nunca, nunca, aunque viviera noventa años, podría acabar de leerlos. Jamás podría enterarse de todas las experiencias que sus autores habían volcado en ellos a manos llenas. Pensaba que leer era una actividad superior a cualquier otra. Era, en cierta manera, como vivir muchas vidas al mismo tiempo. La vida de los otros, la propia. Cuando salía a pescar, a coger los peces, al aire intacto, al mar desierto, gozaba de su vida, de su propio poder, pero le dolía, con un dolor casi animal, no poder gozar de todo aquello y al mismo tiempo estar leyendo, agarrar toda la experiencia de los otros: la de los sabios, los filósofos, los novelistas.

—Lee, escucha música, nada, pesca, camina.

—No me interesa nada de eso. Ya lo he probado. Me cansa. Me aburre.

Archibald tuvo un ataque de ira sorda. Se contuvo. Miró los vasos de naranjada a medio beber, el té que se había enfriado, las tostadas, la mantequilla en el plato de cristal, en forma de pequeñas conchas de mar, la mermelada verde, fresca, color de melocotón; a Sibila: una desconocida que se había incrustado de pronto en su plenitud, en su felicidad.

Sobre la mesa permanecían los cuatro tomos nuevos: Filosofía de tas religiones politeístas de Asia, En realidad, le interesaba más zambullirse en el pensamiento del autor de aquellos cuatro tomos que dar vueltas en torno al aburrimiento y descontento de Sibila. Era la verdad y se la confesaba a sí mismo. Le fastidiaba esta súbita salida en escena del «yo» mezquino y hastiado de su mujer. Nadie lo había llamado.

Sibila extendía ahora, aparentemente calmada, mantequilla sobre una tostada. Archibald se quitó las gafas, sacó de su bolsillo una pequeña gamuza y las estuvo limpiando:

—Puedes llamar a la maestra del pueblo. Que te ayude a perfeccionar tu castellano. Aprende mallorquín conversando con la gente del pueblo. Verás como cuando empieces a hacer alguna cosa te interesas por ella.

Sibila sé encogió de hombros y mordió una tostada. Tenía los dientes grandes y brillantes, bonitos. Sus mejillas y su cara estaban, sin embargo, demasiado llenas. Se había convertido, desde hacía algún tiempo, en una mujer glotona y estaba un poco gorda.

—Llama a la maestra. Le pagaremos. Da clase de algo con ella.

Archibald remachaba el clavo y Sibila entendía muy bien lo que quería decirle: «De aquí no nos iremos. Tenemos que vivir en Son Bauló porque yo lo deseo. Si quieres que el tiempo te resulte más agradable, búscate algo que te entretenga». Ni siquiera pensaba insistir. Sabía que era inútil. «Llamar a la maestra.» No había hablado nunca con ella, pero la había visto algunas veces paseando solitaria entre las matas de manzanilla que se crían entre las rocas, junto al mar, remando en una barca podrida, vieja. Conversando con el cura. Mansurrona, pálida.

—Hazla llamar. Te distraerá. Ya verás.

Abrió el segundo tomo. Comprobó la fecha de impresión. Le dio vueltas al libro entre sus manos. Levantó la sobrecubierta, miró los lomos. Cada dibujo, cada letra tenían para él un gran interés, le despertaban dentro de sí algo parecido a la emoción. Religiones politeístas de Asia. Siempre le había interesado el tema. Estaba satisfecho de haber encontrado el libro. Pasó su lengua rosada, limpia, y fina como la de un gato, por sus labios. A lo lejos, con el ruido manso de las olas, se oía un cuerno. Una caracola agujereada que rugía porque había llegado la barca del pescado. El patrón Garrit avisaba a los posibles compradores. Los peces estarían saltando aún en las redes, convulsos en el fondo de la barca. El sonido del cuerno era triste. Contrastaba con el vivo sol y la hermosa mañana sin viento. La sirvienta, Raimunda, entró en el comedor, sonriente:

—¿Quieren pescado para comer?

Una explicación simple del politeísmo podría ser la de la pequeñez del intelecto del hombre y la fuerza de su temor. Para el primitivo habitante de la Tierra, muchas eran las amenazas que le atenazaban: el rayo, el viento, las lluvias, la sequía, el sol ardoroso. Los grandes animales, la noche… Se sentía temeroso y desamparado ante tal cúmulo de enemigos superiores a él…

Sibila se había recostado en la silla. Miraba por la ventana a lo lejos, más allá de la Punta de los Fenicios, con aire de no ver nada. Con una rebeldía latente, metida entre las cenizas de su conciencia. Unas cenizas calientes, un poco rosadas. Había oído la pregunta de la criada, pero ella no se preocupaba del gobierno de la casa. Las órdenes las daba su marido, el trabajo lo hacía Raimunda. Por eso no contestó a la pregunta. En realidad, ni siquiera iba dirigida a ella.

—Lo digo porque habrá que ir a buscarlo a la barca antes de que se acabe. El patrón Garrit está tocando.

Fuerzas, por lo demás, caprichosas, imprevistas, arbitrarias, ya que el hombre no podía dominarlas ni preverlas. Por ello, e imponentes sus débiles recursos defensivos, tenía que acogerse instintivamente a intuidas e imaginadas potestades —autodefensa psicológica— del mismo rango y características de las que le amenazaban. Y no una, todopoderosa, indivisa, ya que la mente primitiva no podía forjarse entidades abstractas de vastas dimensiones, sino múltiples, tantas como enemigos le rodeaban…

Archibald levantó la cabeza distraído. Miró a Raimunda que aguardaba de pie, con su sonrisa de espera, con sus dientes todos iguales, demasiado iguales, postizos.

—¡ Ah, sí! Puedes traer pescado. Toma dinero.

4

La mujer que se va acercando a la Punta de los Fenicios lleva una cesta en el brazo. Sobre el vestido, descolorido, gastado, una chaqueta de hombre. Tiene las piernas ágiles y camina de prisa al mismo tiempo que va mirando hacia los lados como un pequeño gorrión. El viento le echa los cabellos hacia la cara y alguna ráfaga le llena la boca de arena. Las olas forman un estrépito que mata los graznidos de las gaviotas y los lamentos de alguna rama de pino medio desgajada que gime a cada vaivén como una puerta abierta y olvidada en medio de un huracán. Una puerta a la que pronto va a arrancar de cuajo un último golpe del viento.

Cuando la mujer está muy cerca de la Punta de los Fenicios y oye los golpes del pico piensa: «Ese Monegro debe de estar cavando desde el amanecer. Acabará encontrando algo».

La carretera que llevará a Arta, a Cala Ratjada —una nueva y ancha carretera para los grandes autobuses repletos de turistas— tenía que pasar junto a la Punta de los Fenicios. Parece ser que era más fácil y más económico construirla por allí. No había montañas que agujerear ni tenían que talar apenas árboles. Pero al rascar la tierra aparecieron unas grandes losas, redondas, macizas, y debajo los esqueletos. Entonces desviaron la carretera, la gente del pueblo decía que debajo de las losas se encontró oro y un gran cofre lleno de alhajas.

El perro, que está echado al abrigo de la tierra amontonada que el hombre saca de las tumbas, al oír unos pasos que se acercan se levanta y ladra con unos ladridos cortos y desganados. Mira a su dueño.

—Quieta… ela… uuus… saaa.

Después, mueve el rabo y se echa de nuevo donde estaba, con la expresión vigilante, sin dejar de mirar a la mujer que llega. Es un perro pequeño, de color incierto, lanudo, que tiene en un ojo una de esas excrecencias amarillas que se llaman cataratas.

—Buen día.

Daniel no se para. Sigue dándole al pico. Contesta al saludo de la mujer con un gruñido y ella sigue camino adelante. Cuando desaparece por la senda que lleva al Mas de la Menuda, Daniel se endereza, abandona el pico en el suelo y se contempla las palmas de las grandes manos duras, renegridas.

Nadie se lo tomó en serio. Los demás, los que trabajaron con él, paseaban calaveras de un lado a otro, y se gastaban bromas poniendo manos de muerto entre el pan. Tampoco aquellos sujetos que se presentaron meses después en coche parecieron darle importancia al hallazgo. Cogían los cráneos sopesándolos. Los estudiaban dándoles vueltas entre las manos y pasándoselos de uno a otro. También metieron unos pedazos de hierro medio deshecho, que encontraron entre la tierra, dentro de un líquido blancuzco. Parafina dijeron que era. Pero la gente del pueblo afirmó que además habían encontrado oro. Oro y alhajas.

Picaban piedra con el sol encima. A ratos, cuando el sol era menos caliente, cantaban como una cuerda de presos que conservaba dentro de las secas gargantas un misterioso destello de alegría. De cuando en cuando echaban abajo un pino y si las rocas eran demasiado grandes hacían estallar barrenos. Picaban piedra, silenciosos a ratos, renegando otros. Con la esperanza del mediodía por la mañana —a mediodía se sacan las fiambreras y la bota de vino, se come y se puede dormir un poco a la sombra de la apisonadora o bajo un árbol—, esperando la tarde, el fin de la jornada… Trabajaban cuando de pronto el pico de uno de ellos tropezó con algo que le pareció raro. Se paró y miró. Cogió la tierra entre sus manos. Eran huesos, huesos de persona. Un esqueleto con tierra pegada a los costillares. Todos dejaron el trabajo para agruparse y mirar: «¡Coño! ¡Qué tío más largo!»

El Monegro respira hondo y contempla un momento las olas. Son altas, poderosas, blancas. Es decir, sus crestas son muy blancas, pero el agua que las forma está tan turbia o más que la del Torrente cuando baja lleno después de las primeras lluvias del otoño. Daniel escupe en sus manos y se mete de nuevo en la zanja. La tierra removida, suelta, le tapa los tobillos. Está fría y él siente su humedad sobre la piel recalando sus alpargatas, sus calcetines. Es una tierra blanda, suelta, negra, mezclada con piedrecitas pequeñas y pedazos de arcilla, con huesos. Tierra de muertos. Húmeda, bien alimentada.

Antes del alba encontraron al tío Blas. Estaba junto al regueral, tieso y frío de la serena.

La madre de Daniel, legañosa, borrachona, lloriqueando de miedo, le decía: «Vete, hijo, vete. No nos pierdas. Vete monte abajo. Tira la navaja. Tírala en una poza.»

El tío Blas tenía los ojos abiertos y de la boca le rezumaba un líquido negro. El agua que corría por la acequia era clara y limpia. Se veían a través de ella las piedrecitas del fondo.

Su madre tuvo la culpa de que él escapase tan pronto; si no, todo el dinero que guardaba el tío Blas enterrado bajo el álamo hubiera sido para él. Pero su madre lo hizo huir y entonces la gente comenzó, a sospechar. Y lo persiguieron.

Del pueblo llega el tañido de las campanas. Tocan a misa.

Hay tres monjas que cuidan la iglesia y los días de cutio enseñan a leer a los párvulos —Sor Margarita, Sor Sebastiana, Sor Adela— tres monjas que también saben poner inyecciones. Sor Sebastiana es la más vieja, la que toca la campana avisando que la misa va a empezar. Tiene muchos años y está sorda. Sólo sirve para tirar temblorosamente de la cuerda de las campanas y plisar paños de altar con un plisado antiguo que ella sabe hacer sin mirar, moviendo rápidamente sus dedos, amarillos.

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