Authors: Concha Alós
—¡ Qué suerte tener ese pelo!
—…Esos ojos…
—…Esas piernas…
Era una letanía larga que le caía encima como la lluvia fresca. Pétalos de rosa, hojas de mirto. Crema en el cuello, en las piernas, en el vientre… Crema y toallas mojadas con agua caliente. Cera virgen que le quitaba el vello. Líquidos ácidos que hacían lagrimear al peluquero y a ella, y que le teñían el pelo del último color de moda. El de la temporada.
La ventana daba a un paisaje lleno de sol. El aire estaba limpio, transparente. Allí mismo estaba la playa, la larga playa llena de alga. Cuando estallaba el temporal, toda la orilla quedaba cubierta de maderos, de pedazos de corcho, de restos de embarcaciones y algún animal muerto.
—¡Un desierto lleno de sol! —murmuró.
Arrastraba la bata de Archibald y, al atravesar la puerta de su cuarto, pisó el cordón con que se la sujetaba a la cintura y dio un traspié. Había recorrido todo el piso, sin saber exactamente lo que hacía ni lo que buscaba.
Reconoció de pronto aquella nerviosidad que la llevaba de una habitación a otra, a mirar por la ventana, por todas las ventanas de la casa. Era la de su niñez, cuando su madre había salido para muchas horas sin que ella supiera cuándo volvería.
—EOLA, BOA, BOLA.
La voz es indecisa, lenta, abrupta. El ceño sombrío, sosegado y fijo como la mirada de una serpiente.
—Boomay
—No, booma, no. Bota.
—Bota.
—Eso, bota. Sigue.
Daniel Sánchez, el Monegro. Podía ser un oso o uno de aquellos grandes monos que se exhiben en los zoos. Como aquel que tuvieron entre barrotes en el paseo de la Muralla, bajo la catedral, y que las beatas hicieron quitar. Firmaron entre todas una denuncia dirigida al Gobernador Civil, en la que decían que el mono se pasaba todo el día haciendo indecencias y que era un mal ejemplo para los niños.
—Bota, boa, be, ba, bi, bo, bu.
Se acerca el momento de acabar la clase. Hay una fatiga aburrida en la cabeza de Asunción Molino, la maestra, en sus ojos y en su espalda, un poco encorvada. Va señalando las letras con un lápiz grueso, azul por un lado, rojo por el otro.
—Bi, bo, ba… Toooma.
—No. Toooma, no. Bota.
—Bota.
—Eso, bota. Sigue.
La lámpara de carburo que hay sobre la mesa de la maestra refleja sobre la pared, detrás de ella, un círculo azulado que se encoge y se extiende crepitante. La cabeza de Asunción Molino es allí una sombra movible, poderosa, grande.
—Bola, boa, bola.
—Bien. Sigue.
La otra lámpara, también de carburo, está enganchada en un alambre prendido de una viga. Ilumina los pupitres, los pequeños pupitres donde se sientan los adultos. A ratos oscila y los días de mucho viento se apaga continuamente.
Los adultos. No son de la isla. Gente de la Meseta y del Sur que huye de su tierra de hambre. Se agarran a cualquier trabajo: trajinan alga, levantan paredes o echan alquitrán caliente en la carretera. Ahora en Son Bauló, desde que empezaron el camino que llevará hasta Cala Ratjada, han acudido como moscas. Los isleños les llaman forasteros.
—Ba,be, bi, bo.
Daniel Sánchez guarda vacas, derriba árboles, cava la tierra y, en ocasiones, guía un camión sin matrícula. Los domingos, desde que en la carretera de Son Real se descubrió la necrópolis de la Edad de bronce, y a la gente del pueblo le dio por decir que allí debía de haber onzas de oro enterradas, cava infatigable en la Punta de los Fenicios. Golpea lenta-, constante y duramente la tierra y las piedras, como si golpeara un dragón enterrado vivo o a un hombre odioso muerto por él.
—Bi, bo, ba, booma.
—No. Booma, no. Bota.
—Bota.
—Eso, bota.
—Ba, be, bi, bo, bu.
En los pupitres hay doce adultos. Doce analfabetos. Barba cerrada, piel oscura quemada por los aires y el sol. Alguno de ellos trabaja en las huertas de alrededor. Los demás pican piedra en la carretera de Son Real. Una carretera que llevará al morro más alejado de la bahía.
—Bi, bo, ba, be.
Doce analfabetos. Ninguno de la isla. Con su castellano apocopado y pobre, lleno de sonidos guturales. Los sábados beben vino hasta volverse tontos. Desde los eriales de la meseta, desde las tierras secas del sur, donde hay acequias árabes ignoradas, anegadas y malditas, vienen hasta la costa como una gran mancha que avanzara inanimada y ciega.
—Bola, boa, bola.
Daniel Sánchez empezó a aprender la cartilla el curso pasado. Apareció en Son Bauló, a fines del invierno, solitario y taciturno. Es el único de todos los forasteros que no ha traído nadie de su familia ni habla nunca de su pueblo.
—Be, bo, bi, be.
—Muy bien.
La expresión del hombre es inmóvil y sombría. Con maderos que todo el mundo habría juzgado inútiles se ha construido una cabaña junto al Torrente, en un lugar tranquilo y alejado, donde las aguas del invierno han formado un remanso quieta lleno de ranas, un lago, como dicen en el pueblo, un lago verdoso con un fondo de algas y una vegetación inmóvil y resbaladiza. Cada vez que la maestra, dando un paseo, ha cruzado la loma del Torrente, ha podido verlo a través de los pinos, en la puerta de su cabaña, leyendo con ferocidad infatigable, estudiando la lección, con la cara pegada a la cartilla sobada, abarquillada por los bordes. Ha podido verlo escribir en su cuaderno infantil de páginas rayadas.
—Ba, be, bi, bo, bu.
«Si un hombre de naturaleza superior se ocupara de nuestra educación, quién sabe lo que podríamos llegar a ser.» La cita le viene a la cabeza a Asunción Molino, y una mueca irónica, cruel, como un hilo de sonrisa, le cruza la boca, aunque su cara siga pareciendo severa y salpicada de todas las sombras que la lámpara de carburo, libre e inquieta, da a las superficies y a los rostros.
Asunción Molino hace diez años que es maestra. Ya no es aquella muchacha ingenua que creía que la educación lo podía todo. En cambio, ha empezado a tener una certeza absoluta y casi fatal de que los destinos de los hombres están ya marcados. Cree que los seres humanos se abocan a un fin o a otro según su cuna, su medio, su herencia biológica, sus glándulas… Suspira fatigada:
—¿Por qué no fuiste a la escuela de pequeño, Daniel?
Una profunda sorpresa en los ojos inmóviles. Los atraviesa una chispa y, después, miden a la maestra de pies a cabeza. Esta mujer que le enseña a leer lo ha llamado por su nombre y le ha hecho una pregunta. Le choca esto e inmediatamente, instintivamente, se pone en guardia contra el asalto, como si la luz de un relámpago le revelara algo inesperado, un hombre agazapado junto a un árbol o una bestia al acecho.
—Mi padre me necesitaba.
Cuando Asunción Molino llegó a Son Bauló de supernumeraria, pensó en las monjas que iban al Congo. Ella también haría apostolado. Hizo sacrificios por los niños y daba clase a los jornaleros sin cobrar nada. Se guisaba su propia comida y vivía en las ruinosas habitaciones que el Gobierno le había destinado al darle aquella plaza. En invierno pasaba frío, y un día de junio, al abrir una ventana, le cayó un lagarto vivo dentro de la blusa. Casi le dio un ataque de asco. Al curso siguiente, nombrada ya maestra en propiedad, se instaló en la Residencia.
La Residencia, exceptuando los meses de verano siempre estaba vacía y en invierno le cobraban un precio especial. Aun así seguía siendo cara para su sueldo. Pero era tentador y cómodo encontrar la comida hecha al acabar el trabajo con los niños y también lo era disponer en la habitación de agua caliente y poder proporcionarse una estufa de petróleo. Empezó a cobrar las clases de los adultos y a comerciar con artículos escolares.
—¿Y a qué ayudabas a tu padre?
—Acarreábamos.
La mira de frente, cortante.
—Ya.
A Daniel Sánchez no le gusta hablar. Cuando una persona le hace preguntas, siente algo molesto que le invade. Se diría que es vergüenza. Puede ser también timidez o miedo, aunque él no sabe si es alguno de estos sentimientos ni se lo ha preguntado nunca. Mira a la maestra descubriendo de pronto que es una mujer. Pero una mujer que a él no le gusta. Es pálida, cargada de espaldas. Debe de saberlo todo, todas las cosas que los demás ignoran. Es una mujer, pero no inspira nada. Ningún deseo. No es como las bañistas del verano, con los muslos al aire y riendo cuando el agua las toca.
—Mañana estudiarás esta lección: tapa, topa, tipa.
Asunción Molino señala con su lápiz la página, la marca con una pequeña cruz de color azul.
—Ahora ve a tu sitio, copia las sumas y las restas de la pizarra y las haces.
—Sí, señora.
Daniel Sánchez, musculoso, grande, con la chaqueta a punto de estallarle. Una chaqueta arrugada, corta de manga, que le oprime porque debajo de ella debe de ir abrigado con una camiseta de felpa gorda o dos jerseis viejos. Va hacia su pupitre. Se sienta, el asiento cruje. Saca de su bolsillo una libreta arrugada, arrollada sobre sí misma como un tubo. Chupa su lápiz corto, gastado, crispa violentamente los dedos sobre él y se pone a copiar con ferocidad las sumas y restas de la pizarra.
La maestra piensa que dentro de un rato estará en su cuarto. En la escuela hace frío y el carburo apesta. Añora el calor de la estufa en el cuarto del hotel, la cena y, después, en la cama, la confortable luz sobre la novela que tiene comenzada.
—A ver, Fulgencio. Aquí. Lee.
El mar, ahogadamente, brama fuera, Fulgencio Trujillo tiene el dedo pulgar de la mano derecha amputado. Pero puede mover lo que le queda de él para ayudarse en el trabajo. En realidad, se ha acostumbrado a tenerlo así, más corto, sin la falange de arriba, y dice que no le hace ninguna falta. La maestra procura no mirárselo. Le impresiona y le causa un poco de asco.
El olor del carburo durante estas dos horas de clase nocturna acaba dándole la impresión de que lleva una pomada impregnándole las fosas nasales, una pomada que le produce un picor efervescente y áspero.
—Ma, me, mi, mo, mu.
—Mi mamá me mima.
A la maestra le entra una somnolencia súbita y los párpados se le cierran sobre los ojos. Doce analfabetos, doce hombres barbudos, sin afeitar, sentados en unos bancos de niño, hechos para los niños. Se los imagina con una soga que los trenza a todos, cuello con cuello. Uno contra otro. Y ella dice a alguien que no reconoce:
—Ya pueden echarlos al mar. Ahora duermen y será fácil.
Y añade:
—De todas formas; para qué han de seguir viviendo. No tienen salvación.
Era feliz. Archibald Strokmeyer había llegado a un momento de su vida pleno de felicidad, de profunda compenetración consigo mismo. De paz. Quedaban lejos los días de su primera juventud, cuando andaba con el bolsillo vacío, ardiente el sexo, paseando, vagabundeando por los tenderetes de libros, por los barrios de fulanas. Ingresar en la sociedad de los adultos cuesta un precio: sangre, jirones de uno mismo. En las sociedades primitivas todo el simbolismo de la entrada en el mundo viril se hace con un sacrificio espectacular al que acuden las tribus enteras. Hay sangre, suplicio, y el muchacho debe dominar el dolor, aguantar la crueldad del rito. Después ya es un hombre y tiene todos los derechos de los hombres. Pero en nuestra sociedad no hay ningún hecho externo que señale esta entrada en el mundo de los adultos. La lucha es sorda y solitaria. Una desgarradora convicción de que el dinero lo puede casi todo, invade al individuo consciente cuando esta lucha ha terminado. Pero para Archibald Strokmeyer, aquello hacía años que había ocurrido y ahora el porvenir era suyo. El presente, su tiempo, le pertenecía.
El sol entraba por la ancha ventana dando un vivo color a las tostadas, a la porcelana de las tazas, a la tetera. El zumo de naranja, contenido en una jarra alargada de grueso vidrio, era espeso, sangriento. Junto a la jarra con el zumo habían dejado el paquete que él acaba de abrir. Cuatro tomos nuevos con las cubiertas de cartón plastificado, brillantes: Filosofía de las religiones politeístas de Asia. Los había traído el recadero desde Palma. Todas las semanas llegaban libros por correo. Los que él pedía.
Archibald bebió un sorbo de zumo de naranja. Estaba fresco y un poco ácido. Al pasar por la garganta producía una sensación agradable. La misma que una bocanada de aire cuando hemos estado mucho rato en una habitación cerrada, con las estufas encendidas a toda marcha y un fogón en el que hubiera, friéndose, una asadura de insoportable y fuerte olor a entraña de cordero. Se acabó el zumo del vaso. Después, hojeó las páginas de uno de los tomos. Buscó los grabados. Leyó los pies de imprenta de cada volumen. Al levantar los ojos para coger la jarra, se tropezó con la mirada de Sibila. Una mirada acusadora que le recordó extrañamente un cono de metal muy bruñido, cegador. Archibald tuvo un pequeño sobresalto:
—¿Qué te ocurre, querida? ¿No estás bien?
La voz de Sibila estaba llena de rencor. Era baja, firme, como la de alguien que anuncia algo pensado, meditando durante largo tiempo. Una idea madura e irrevocable.
—No quiero vivir aquí. Quiero ir a la ciudad.
La ciudad. Por la cabeza de Archibald pasaron imágenes confusas, rápidas: barbudos, haraposos y hambrientos habitantes de la ciudad. Gente con la cara angustiada corriendo hacia el autobús, haciendo cola en una panadería, aplastada por una manifestación sembrada de pancartas ininteligibles… Recordó la espesa nube flotando, años atrás, sobre la inmensidad de las casas, cuando él se trasladaba todos los días en bicicleta hasta el centro. Vivía con su familia en la montaña, en un suburbio de la ciudad, subido en una colina, e iba desde allí hasta sus estudios apresurados, y luego al oscuro taller donde estaba empleado, una habitación que olía espesamente a tinta, a papeles amontonados, a excrementos de gato. La espesa nube flotando, tapando el sol. Su padre —bajaban los dos juntos, cada uno hacia su trabajo— decía: «¿Ves? ¿Ves esa niebla? Eso es lo que han sudado, lo que han respirado los puercos ciudadanos esta noche. Esa nube son las enfermedades, el olor, lo podrido de cada uno de ellos. Nosotros vamos a envolvernos en esa niebla. No veremos el sol. No tendremos aire propio hasta que volvamos a casa».
—¿A la ciudad? ¿Te has vuelto loca?
Sibila, ceñuda. Una cara blanca de óvalo redondeado, dos ojos verdes amparados ahora por las cejas, bajadas violentamente en medio de la nariz, saliendo todo ello de la cabeza rodeada de cabello, del cuello alto del jersey negro, ceñido. Dos ojos verdes, destacando de la cara como una confabulación, un truco, como la envoltura negra de una cabeza parlante, o los zancos escondidos debajo de la giganta del Corpus. Archibald se quedó mirándola con sorpresa. Le daba la impresión de que había estado mucho tiempo sin verla y de pronto descubría una mujer cambiada por el tiempo, distinta.