Las hogueras (5 page)

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Authors: Concha Alós

BOOK: Las hogueras
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—Si te arreglas, eres una presumida.

—Si no te arreglas, una sucia.

—Si sales, eres mundana.

—Si no sales, un hurón.

—La gente habla de todo.

—Ya se sabe.

A doña Pepa, que debe de tener cerca de setenta años, pero no confiesa más que cuarenta y cinco, le gusta presumir. Siempre anda muy empolvada y compuesta. Es coja, con una cojera aparatosa e inquietante. Cuando vivía en Palma, quiso apearse de un tranvía en marcha y cayó. Se había roto la cabeza del fémur. Ahora lleva un clavo en el hueso. La Compañía de tranvías tenía que haberla indemnizado, pero fallaron las formalidades burocráticas, pues doña Pepa no pudo conseguir un documento: la fe de vida de su marido, que se negó en redondo a presentarse en el Ayuntamiento para que el oportuno empleado pudiera atestiguar que aún vivía.

—Sí, porque hasta al Señor lo criticaron.

—¿A qué señor? ¿Al señor Archibald?

—¡Ca, mujer!… Al Señor. A Dios.

—Bueno. Pero a Cristo no sólo lo criticaron. Le hicieron además unas cuantas cabronadas que ya, ya.

—¡Mujer!

Raimunda ríe. Le gusta reír. Sibila todavía no ha averiguado qué es lo que le gusta más a Raimunda, si reír o llorar. A veces, en la conversación, hace una pausa. Su interlocutor fija los ojos en ella, esperando. Ella suelta una pequeña y alegre carcajada que no viene a cuento. Se ha detenido para respirar y reír. Se ríe simplemente, por el gusto de reírse. Llorar también le gusta. Llora contando sus cosas. Su vida, como dice ella. Llora escuchando los seriales de la radio y las penas de los demás.

—Perdone, doña Pepa.

Doña Pepa, que parece una boya borracha un día de mar picada, lleva el pelo teñido de color de zanahoria, marchito, mortecino, no olvida nunca sus gloriosos tiempos de esposa de un empleado de Obras Públicas.

—Ya está perdonada. Pero no olvide que no soporto las palabras de mal gusto.

Eran buenos tiempos aquellos, cuando un kilo de pan valía una peseta y dos una docena de huevos, y ella cobraba de su marido un sueldo fijo el día treinta de cada mes. Recibía visitas y visitaba a las familias de los compañeros de su marido. Era un mundo refinado de eufemismos y chismes a media voz. Las palabras tenían un valor. Un mundo almibarado los envolvía a todos mientras comían melindros con chocolate.

—Es de pésima educación emplear esas palabras en la conversación.

—Sí, ya lo comprendo, pero ¿qué quiere usted que yo le haga? Me sale así. Una ha oído decir siempre las cosas por su nombre y sin querer…

Sibila, sentada en un sillón junto a los cristales, con una luz baja a su lado, había hojeado los Vogue. Las antiguas revistas de modas donde estaba ella: con traje de noche, con traje de chaqueta, de perfil, jugando al tenis… Había fumado hasta sentir irritada la garganta. Intentó estudiar unas lecciones de Historia que le había marcado, para hoy, la mestra. Inútil. No podía hacer nada. Los Vogue, de haberlos mirado tantas veces, ya no los veía. El fumar no le daba ningún alivio. Y leer, estudiar… Ponerse a leer cualquier cosa y volarle la cabeza hacia el recuerdo y la quimera era todo la misma cosa. Se lo había confesado a sí misma muchas veces. No sabía leer.

Al final subió al segundo piso y en su cuarto de baño, con la cara muy cerca del espejo, apretó durante un buen rato las espinillas. Puntos negros que salían vermiformes de unos cuantos poros abiertos, junto a la nariz y en la barbilla. Le gustaba mucho apretarlos, hacerlos salir. La distraía. Al poco rato se había sentido como mareada y había bajado de nuevo a la sala de costura. Raimunda y doña Pepa la divertían a veces. Ponían la radio a todo trapo y oían, comentándolos, los consejos radiofónicos de cocina o belleza. Hablaban, criticando o haciéndose confidencias. De todas formas, estaba ociosa hasta las seis y media. A esa hora llegaría la maestra a explicarle uno de sus rollos y le traería algún libro para que lo leyera. Un libro que ella dejaría dormir junto a los otros.

—Señora, cuando quiera podemos probar.

Le arreglaban los vestidos. No cabía en ninguno de ellos.

Se había pasado meses sin vestirse. Por la mañana se ponía unos pantalones y un jersey, y así iba todo el día. La otra tarde quiso ver cómo le sentaban. No pudo ponérselos. Los hubiera hecho estallar. Ella se veía en el espejo la cara congestionada y rabiosa asomando por el agujero del escote. Se lo arrancó hecha una furia y sacó los otros, los que estaban colgados aún de sus perchas. Los lanzó todos por el aire, los pisoteó, escupió sobre ellos… La túnica de lentejuelas se quedó extrañamente colgada de la lámpara de la habitación. En uno de los rayos del sol de bronce que hacía de lámpara.

—¿Qué le parece?

El color del vestido es azul turquí y los hilvanes marcando la nueva forma son blancos. Doña Pepa se bambolea al andar como una vieja barcaza de arrastre. Tiene la boca llena de alfileres.

—¿Qué le parece?

Los sobacos y toda la humanidad de doña Pepa huelen a agrio. Sibila ladea la cara para no sentir el hedor.

Xam olía siempre a perfume bueno. Decían que era homosexual. Era delicado, hermoso, elegante. Cuando le probaba los modelos, sabía halagarla con frases agradables:

—Tu cadera es maravillosa para este fruncido.

—¿Ves, Sibila? Una escultura eres. Una preciosidad.

Xam llevaba los párpados ligeramente pintados de gris. El espejo de la vestidora la reflejaba a ella rubia, sin un milímetro de grasa, y detrás a aquel ser magnífico, un artista, moviendo sus manos largas y haciendo vibrar los párpados con admiración ante la imagen de Sibila. Le daba consejos:

—Con este traje debes ponerte aquellos zapatos de piel de guante. Ordenaremos al peluquero que rice las puntas de tu melena. Unos ligeros rizos, como la primera Gracia de la Primavera, de Boticelli. ¿Entiendes?

—Perfecto, querida, perfecto.

Olor agrio a sudor. Sudor que se ha hecho viejo en la carne y en las ropas. Olor a grasa que se funde y sale por los agujeros invisibles de la piel. Oliendo como un trozo de tocino que hierve en una olla esperando que alguien eche unos garbanzos para la comida del mediodía.

Sibila, que se ha quitada los pantalones para probarse, se contempla con una irreprimible mueca de desagrado. Las nuevas costuras que marca ahora el algodón de hilvanar tienen casi dos centímetros más que las antiguas. Está gorda.

La tela es azul turquí y los hilvanes blancos.

Cuando se quita el vestido, se mira. Hay vello en sus piernas, un vello claro y largo. Su cabello está también descuidado. En la raíz hay una banda ancha y oscura que ella no se ha cuidado de hacer teñir.

El espejo con marco de plata, ovalado, siempre junto a ella. Mientras comía, viéndose masticar, ensayando sonrisas encantadoras. Sobre la mesita de noche, al lado de su cama. Al despertar lo consultaba: estaba hermosa como una leona medio dormida con su gran cabellera extendida y abundante.

—Tú serás reina de belleza —había dicho su padre.

Y una noche el jurado aquel, compuesto de hombres vestidos de etiqueta, solemnes y con los ojos chispeantes, dijeron que ella era la más bonita.

Montones de flores, flores amontonadas. Ramos de rosas para la Reina. El corazón se fatigaba de tanto latir viendo la admiración que todos sentían cuando ella iba bajando la escalera con su blanco vestido, su corona de nardos y aquella banda verde que decía con letras de plata: «Reina de la belleza».

Doña Pepa cosía. La máquina de coser volaba sobre la tela azul turquí. Raimunda ayudaba en la costura y hablaba con doña Pepa. Ella no hacía nada. Los Vogue pesaban sobre su falda. En ellos, Sibila: sonriendo, de frente, de perfil… Ella, ella, ella… Vogue, páginas satinadas y seductoras.

—Una vez, cuando yo era señora, nos invitaron, a mi marido y a mí a almorzar en una casa y nos dieron ratas de agua para comer. Por cierto, muy bien guisadas.

—¿Ratas de agua? ¿Y cómo son las ratas de agua?

—Tienen el mismo sabor que las ancas de rana.

—Yo no podría comérmelas. Me darían asco— dijo Raimunda arrugando la nariz.

—A mí, mamá me acostumbró a comer de todo. Siempre se lo he agradecido. Es muy útil para andar por el mundo comer de todo.

—Sí, es verdad. Pero, también dicen que a buen hambre no hay pan duro.

Y Raimunda vuelve a reír con una larga carcajada fresca.

—¿Ve? Eso también es verdad.

Dentro de poco merendarían. Llegaría la maestra y darían la clase. Cenaría. Iría a dormir, y mañana comenzaría un nuevo día para aburrirse. Eso era su vida. Nadie sabía dónde habían ido a parar aquellas locas noches con gusto de champaña en los labios. Luces suaves, terciopelo. Y a la mañana, con el aliento pesado, volver a amar viendo la admiración, la locura, la pasión en los ojos del hombre. Todos los deseos. Fuego, furia, besos… Hoteles de primera, colchas de raso, sábanas de hilo, hileras de timbres junto a la cama para llamar al limpiabotas, a la camarera, al mozo… Todo había venido a parar en esto. Su marido no la miraba ni le hacía caso. Y no había ningún otro hombre. No existía.

—A mí lo que más me gusta es el café.

—Yo me emborracharía con café y Anís del Mono.

7

Todos dormían.

El faro de Alcanada brillaba a intervalos iguales —parpadeo, luz, dos parpadeos, luz…—. Toda la costa estaba salpicada de pequeños resplandores, débiles, moribundos, amarillos o rojos, y el pueblo estaba negro. En el bar de Mostaxet hacía un buen rato que se había apagado la luz del carburero que a última hora, cuando se iban los clientes, se trasladaba al primer piso donde dormían Juan Mostaxet y su mujer. Todo el mundo descansaba menos él, que estaba enfermo. Se encontraba mal. Muy mal.

Archibald, con la cara contraída y la mano en el bajo vientre, veía desde la ventana de su cuarto el gran espacio negro y vacío donde estaba el pueblo, la playa, el mar.

Los libros formaban una ringlera de color en las estanterías y en su mesa de trabajo, con un orden preciso y primoroso, estaban las cuartillas, los bolígrafos y un libro abierto, de páginas brillantes preparado tal vez para una larga velada. La casa también dormía. Sólo hacía dos horas que Sibila había estado en la habitación.

«—Los personajes de la tragedia se caracterizan por sus obsesiones. Fíjate en Electra. El odio la domina, condiciona su vida. Toda su existencia la supedita a aquel sentimiento, más fuerte que ella, que no se apaga hasta que logra hacer morir a Clitemnestra.»

—¿Quién era Clitemnestra?»

Las indiferentes preguntas de Sibila siempre lo cogían desprevenido. Eran como una traición que indigna y que sorprende.

«—¿No tienes idea de Electra? ¿No sabes nada de Electra?»

La ignorancia de Sibila. El espíritu de Sibila cuando él la conoció. Algo blando e informe como un puñado de harina recién amasada, a la que, cuando apretamos el dedo, le imprimimos nuestras huellas dactilares, que quedan allí marcadas, claras, visibles. Algo que se puede manejar, darle una forma, que se ha de cocer para que la forma no sea pasajera y quede. Sacarlo por último del horno, con un olor vivo, penetrante, de pan recién hecho y exclamar: «He aquí mi obra».

Pero Sibila era un pozo de desidia, de falta de curiosidad. Excepto ella misma, nada le interesaba. Su persona había sido planteada por Sibila como fin absoluto y se hundía cada día más y más en su propio egoísmo. Era un caso de enajenación como otro cualquiera.

Al principio de llegar a Son Bauló, Sibila sintió interés por el paisaje del pueblo y sus gentes. Hacía fotografías y daba largos paseos. Hablaba a menudo con Archibald de las vacías casas de los veraneantes, de algún sillón de mimbre olvidado y deshecho por la lluvia y la intemperie en una terraza y de aquellos curiosos y grandes cantos sujetando las puertas, protegiéndolas de los ataques de la tramontana. Se apasionaba por las viejas mujeres forasteras vestidas de negro, que se alimentaban casi exclusivamente con pan y tomate y al medio día despiojaban a sus nietos, abundantes y movedizos como una gusanera. Pero todo aquello había dejado de llamarle la atención. Ahora le cansaba, le aburría. Archibald olvidó, al proponerse hacer de Sibila un ser apasionado por la vida y la historia de las cosas, que las personas tienen algunas diferencias con la arcilla, con la harina mojada y manoseada.

«—¿No sabes nada de Electra?»

Sibila negó con la cabeza, inexpresiva, estúpidamente. Archibald se sumergió de nuevo en la lectura, después de añadir distraído:

«—Deberías leer la tragedia griega. Te aseguro que vale la pena.»

Sibila, sosegadamente, dijo que sí con la cabeza y volvió a bostezar. Miraba los troncos que se estaban quemando en la chimenea, dos abajo y uno arriba, y las llamas que se repartían por ellos, vivaces y pequeñas. Tenía sueño.

Archibald anotó en una cuartilla: Si hay dioses, tú, que eres justo, serás premiado, si no ¿para qué afligirnos? Se quedó mirando lo escrito y comentó:

«—Otra duda… La historia de las religiones es una historia de dudas.»

—¿Qué?»

Archibald levantó la voz, como si su mujer fuera sorda:

«—Que los griegos también tenían sus dudas religiosas.»

—¡Ah!

Al poco rato Sibila se había ido a descansar y aún no hacía una hora que sus pasos dejaron de oírse cuando comenzó el dolor. Primero, débil. Después, más fuerte. Luego, insoportable.

Un vago malestar le había invadido dos o tres semanas atrás, tal vez un mes, pero él no le había dado importancia. Empezó con unas ligeras molestias. Ganas de orinar que no podía satisfacer. Un escozor fuerte, insoportable, cuando verificaba una de las innumerables y escasas micciones. Un fuerte peso en el bajo vientre.

Archibald tenía miedo. Le aterraba la enfermedad, el dolor físico. Pensó en su padre. Había muerto de cáncer en el estómago. Murió consumido, rabioso. Cada una de las veces que el dolor se le despertaba, chillaba enloquecido: «Archibald, hijo mío, ya están aquí los perros. Me muerden. Van a acabar conmigo». Y aquel hombre tan animoso, tan luchador, se convirtió en una bestia aterrada, cuya máxima ambición era no sentir su cuerpo. No sentirse vivir. Cada día necesitaba una mayor dosis de morfina. Drogas, medicinas, médicos. Archibald tuvo que buscar todo esto. Necesitó dinero. Así fue como se decidió a continuar el negocio que había comenzado al lado de su padre, un negocio que le repugnaba y que consideraba inmoral. Su padre murió y él continuó luchando. Con la convicción de que el dinero lo podía casi todo, pero con un escepticismo profundo, con la arraigada creencia de que el hombre tiene marcado el más cruel y trágico de los destinos, del que nadie escapa: el dolor, la muerte.

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