Las intermitencias de la muerte (3 page)

BOOK: Las intermitencias de la muerte
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Tampoco los directores y administradores de los hospitales, tanto los del estado como los privados, tardaron mucho en llamar a la puerta del ministerio del ramo, el de sanidad, para expresar ante los servicios competentes sus inquietudes y sus ansias, las cuales, por extraño que parezca, casi siempre tenían más que ver con cuestiones logísticas que propiamente sanitarias. Afirmaban que el corriente proceso rotativo de enfermos entrados, enfermos curados y enfermos muertos había sufrido, por decirlo así, un cortocircuito o, si queremos hablar con términos menos técnicos, un embotellamiento como el de los coches, y cuya causa radicaba en la permanencia indefinida de un número cada vez mayor de internados que, por la gravedad de sus enfermedades o de los accidentes de que fueron víctimas, ya habrían pasado, en circunstancias normales, a otra vida. La situación es difícil, argumentaban, ya empezamos a colocar a enfermos en los pasillos, o sea, más de lo que era habitual, y todo indica que en menos de una semana nos toparemos no sólo con la escasez de camas, sino también, estando repletos los pasillos y las salas, sin saber, por falta de espacio y dificultades de maniobra, dónde colocar las que todavía estén disponibles. Es cierto que hay una manera de resolver el problema, concluían los responsables hospitalarios, aunque ésta quizá ofenda de pasada el juramento hipocrático, la decisión, en caso de ser tomada, no podrá ser ni médica ni administrativa, sino política. Como a buen entendedor siempre le ha bastado con media palabra, el ministro de sanidad, tras haber consultado con el primer ministro, dio salida al siguiente despacho, Considerando la imparable sobreocupación de internos que ya comienza a perjudicar seriamente el hasta ahora excelente funcionamiento de nuestro sistema hospitalario y que es la directa consecuencia del creciente número de personas ingresadas en estado de vida suspendida y que así se mantendrán por tiempo indefinido, sin ninguna posibilidad de cura o de simple mejoría, por lo menos hasta que la investigación médica alcance las nuevas metas que se ha propuesto, el gobierno aconseja y recomienda a las direcciones y administraciones de los hospitales que, tras un análisis riguroso, caso por caso, del perfil clínico de los enfermos que se encuentren en esa situación, y confirmándose la irreversibilidad de los respectivos procesos mórbidos, sean entregados a los cuidados de las familias, asumiendo los establecimientos de salud la responsabilidad de asegurarles a los enfermos, sin reserva, todos los tratamientos y exámenes que sus médicos de cabecera todavía juzguen necesarios o aconsejables. Se fundamenta esta decisión del gobierno en una premisa fácil y admisible por todas las personas, la de que a un paciente en tal estado, permanentemente al borde de un fallecimiento que permanentemente le viene siendo negado, deberá serle poco menos que indiferente, incluso en algún momento de lucidez, el lugar donde se encuentre, ya sea en el seno cariñoso de su familia o en la congestionada sala de un hospital, puesto que ni aquí ni allí conseguirá morir, como tampoco allí ni aquí podrá recuperar la salud. El gobierno quiere aprovechar esta oportunidad para informar a la población de que prosiguen a ritmo acelerado los trabajos de investigación que, así lo espera y confía, nos conducirán a un conocimiento satisfactorio de las causas, hasta este momento todavía misteriosas, de la súbita desaparición de la muerte. Igualmente informa que una nutrida comisión interdisciplinaria, incluyendo representantes de las diversas religiones en vigor y filósofos de las diversas escuelas en actividad, que en estos asuntos siempre tienen una palabra que decir, está encargada de la delicada tarea de reflexionar sobre lo que será un futuro sin muerte, al mismo tiempo que intentará elaborar una previsión plausible de los nuevos problemas que la sociedad tendrá que encarar, el principal de los cuales algunos han resumido en esta cruel pregunta, Qué vamos a hacer con los viejos, si ya no está ahí la muerte para cortarles el exceso de veleidades macrobias.

Los hogares para la tercera y cuarta edad, esas benefactoras instituciones creadas en atención a la tranquilidad de las familias que no tienen tiempo ni paciencia para limpiar los mocos, atender los esfínteres fatigados y levantarse de noche para poner la bacinilla, tampoco tardarán, tal como ya lo habían hecho los hospitales y las funerarias, en dar con la cabeza en el muro de las lamentaciones. Haciendo justicia a quien se debe, tenemos que reconocer que la incertidumbre en que se encuentran divididos, es decir, continuar o no continuar recibiendo huéspedes, era una de las más angustiantes que podrían desafiar los esfuerzos equitativos y el talento planificador de cualquier gestor de recursos humanos. Principalmente porque el resultado final, y esto es lo que caracteriza los auténticos dilemas, siempre iba a ser el mismo. Habituados hasta ahora, tal como sus quejosos colegas de la inyección intravenosa y de la corona de flores con cinta morada, a la seguridad resultante de la continua e imparable rotación de vidas y muertes, unas que venían entrando, otras que iban saliendo, los hogares de la tercera y cuarta edad no querían ni pensar en un futuro de trabajo en que los objetos de sus cuidados no mudarían nunca de cara y de cuerpo, salvo para exhibirlos más lamentables cada día que pasase, más decadentes, más tristemente descompuestos, el rostro encogido, arruga tras arruga, igual que una pasa de uva, los miembros trémulos y dubitativos, como un barco que inútilmente anduviese en busca de la brújula que había caído en el mar. Un nuevo huésped siempre era motivo de regocijo para los hogares del feliz ocaso, tenía un nombre que iba a ser necesario retener en la memoria, hábitos propios traídos del mundo exterior, manías que eran sólo suyas, como un cierto funcionario retirado que todos los días tenía que lavar a fondo el cepillo de dientes porque no soportaba ver restos de pasta dentífrica, o aquella anciana que dibujaba árboles genealógicos de su familia y nunca acertaba con los nombres que deberían colgar de las ramas. Durante algunas semanas, hasta que la rutina nivelase la atención debida a los internados, él sería el nuevo, el benjamín del grupo, y lo sería por última vez en su vida, aunque durase tanto como la eternidad, esta que, como del sol suele decirse, brilla para todos los habitantes de este país afortunado, nosotros que veremos extinguirse el astro del día y seguiremos vivos, nadie sabe cómo ni por qué. Ahora, sin embargo, el nuevo huésped, excepto si ocupa alguna vacante que todavía existiera y que redondea el presupuesto del hogar, es alguien cuyo destino se conoce de antemano, no lo veremos salir de aquí para morir en casa o en el hospital, como sucedía en los viejos tiempos, mientras otros huéspedes cerraban con llave apresuradamente la puerta de sus habitaciones, para que la muerte no entrara y se los llevara también a ellos, ya sabemos que todo esto son cosas de un pasado que no volverá, pero alguien del gobierno tendrá que pensar en nuestra suerte, a nosotros, empresario, gerente y empleados de los hogares del feliz ocaso, el destino que se nos presenta es que no haya nadie que nos recoja cuando llegue la hora en que tengamos que bajar los brazos, mire que ni siquiera somos señores de lo que de alguna manera también era nuestro, al menos por el trabajo que nos costó durante años y años, aquí deberá sobreentenderse que los empleados han tomado la palabra, lo que queremos decir es que no habrá sitio para estos que somos en los hogares del feliz ocaso, salvo si despedimos a unos cuantos huéspedes, al gobierno se le había ocurrido la misma idea cuando aquel debate sobre la plétora de los hospitales, que la familia reasuma sus obligaciones, dijeron, pero para eso sería necesario que todavía se encontrase en ella a alguien con suficiente tino en la cabeza y bastante energía en el resto del cuerpo, dones cuyo plazo de validez, como sabemos por experiencia propia y por el panorama que el mundo ofrece, tienen la duración de un suspiro si lo comparamos con esta eternidad recientemente inaugurada, el remedio, salvo opinión más experta, sería multiplicar los hogares del feliz ocaso, no como hasta ahora, aprovechando viviendas y palacetes que tuvieron tiempos mejores, sino construyendo de raíz grandes edificios, con la forma de un pentágono, por ejemplo, de una torre de babel, de un laberinto de cnosos, primero barrios, después ciudades, después metrópolis, o, usando palabras más crudas, cementerios de vivos en donde la fatal e irrenunciable vejez sería cuidada como Dios quisiera, hasta no se sabe cuándo, pues sus días no tendrán fin, el problema es peliagudo, y sentimos que es nuestro deber llamar la atención de quien por derecho corresponda, porque, con el paso del tiempo, no sólo habrá más personas de edad en los hogares del feliz ocaso, sino que también será necesaria cada vez más gente para ocuparse de ellos, resultando que el romboide de las edades dará rápidamente una vuelta de pies a cabeza, una masa gigantesca de viejos en la parte de arriba, siempre creciendo, engullendo como una serpiente pitón a las nuevas generaciones, las cuales, a su vez, convertidas en su mayoría en personal de asistencia y administración de los hogares del feliz ocaso, después de haber empleado la mayor parte de su vida cuidando vejestorios de todas las edades, ya sean las normales, ya sean las matusalénicas, multitudes de padres, abuelos, bisabuelos, trisabuelos, tetrabuelos, pentabuelos, hexabuelos, y por ahí, ad infinitum, se unirán, una tras otra, como hojas que se desprenden de los árboles y caen sobre las hojas de los otoños pretéritos, mais oü sont les neiges d'antan, al hormiguero interminable de los que, poco a poco, consumirán la vida perdiendo los dientes y el pelo, de las legiones de los de la mala vista y mal oído, de los herniados, de los bronquíticos, de los que se fracturaron el cuello del fémur, de los parapléjicos, de los caquécticos, ahora inmortales, que no son capaces ni de retener la baba que les chorrea por la barbilla, ustedes, señores que nos gobiernan, quizá no nos quieran creer, pero lo que se nos viene encima es la peor de las pesadillas que alguna vez un ser humano pudo haber soñado, ni siquiera en las oscuras cavernas, cuando todo era terror y temblor, se vería una cosa igual, lo decimos nosotros que tenemos la experiencia del primer hogar del feliz ocaso, es cierto que entonces todo era muy pequeño, pero para alguna cosa nos ha de servir la imaginación, si quiere que le hablemos con franqueza, con el corazón en la mano, antes la muerte, señor primer ministro, antes la muerte que semejante suerte.

Una terrible amenaza que se avecina pondrá en peligro la supervivencia de nuestra industria, es lo que declaró ante los medios de comunicación social el presidente de la federación de compañías de seguros, refiriéndose a los muchos miles de cartas que, más o menos con idénticas palabras, como si las hubiesen copiado de un modelo único, estaban entrando en los últimos días en las empresas conteniendo una orden de cancelación inmediata de las pólizas de seguros de vida de los respectivos signatarios. Afirmaban éstos que, teniendo en cuenta el hecho público y notorio de que la muerte había puesto fin a sus días, era absurdo, por no decir simplemente estúpido, seguir pagando unas primas altísimas que sólo servirían, sin ninguna especie de contrapartida, para enriquecer todavía más a las compañías. No estoy para atar perros con longanizas, se desahogaba, en posdata, un asegurado especialmente irritado.

Algunos iban más lejos, reclamaban la devolución de las cuantías ya abonadas, pero eso se notaba enseguida que era nada más que un intento, a ver si colaba. A la inevitable pregunta de los periodistas sobre qué pensaban hacer las compañías de seguros para contrarrestar la salva de artillería pesada que de pronto se les vino encima, el presidente de la federación respondió que, aunque los asesores jurídicos estuvieran, en este preciso momento, estudiando con toda atención la letra pequeña de las pólizas en busca de cualquier posibilidad interpretativa que permitiese, siempre dentro de la más estricta legalidad, claro está, imponer a los asegurados heréticos, incluso contra su voluntad, la obligación de pagar mientras estuvieran vivos, es decir, sempiternamente, lo más probable sería que se llegase a un pacto de consenso, un acuerdo entre caballeros, que consistiría en la inclusión de una breve cláusula en las pólizas, tanto para la rectificación de ahora como para la vigencia futura, en que quedaría establecida la edad de ochenta años para muerte obligatoria, obviamente en sentido figurado, se apresuró a añadir el presidente, sonriendo con indulgencia. De esta manera, las compañías cobrarían los premios en la más perfecta normalidad hasta la fecha en que el feliz asegurado cumpliera su octogésimo aniversario, momento en que, puesto que se había convertido en alguien virtualmente muerto, se procedería al cobro del montante íntegro del seguro, que le sería puntualmente satisfecho. Todavía habría que añadir, y esto no es lo menos interesante, que, en el caso de que así lo deseen, los clientes podrán renovar su contrato por otros ochenta años, al final de los cuales, para los efectos debidos, se registraría un segundo óbito, repitiéndose el procedimiento anterior y así sucesivamente. Se oyeron murmullos de admiración y algún conato de aplauso entre los periodistas rápidos en cálculo actuarial, que el presidente agradeció con una inclinación de cabeza. Estratégica y tácticamente, la jugada había sido perfecta, hasta el punto de que al día siguiente comenzaron a llegar cartas a las compañías de seguros dando por nulas y sin efectos las primeras. Todos los asegurados se declaraban dispuestos a aceptar el pacto entre caballeros que se había sugerido, gracias al que se puede decir, sin exageración, que éste ha sido uno de esos rarísimos casos en que nadie pierde y todos ganan. Sobre todo las compañías de seguros, salvadas por los pelos de la catástrofe. Se espera que en las próximas elecciones el presidente de la federación sea reelegido en el cargo que tan brillantemente desempeña.

3

De la primera reunión de la comisión interdisciplinaria se puede decir de todo menos que haya transcurrido bien. La culpa, si el pesado término tiene aquí cabida, la tuvo el dramático memorando que los hogares del feliz ocaso entregaron al gobierno, en especial esa conminatoria frase que remataba, Antes la muerte, señor primer ministro, antes la muerte que tal suerte. Cuando los filósofos, divididos, como siempre, en pesimistas y optimistas, unos carrancudos, otros risueños, se disponían a recomenzar por milésima vez la agotadora disputa del vaso del que no se sabe si está medio lleno o medio vacío, disputa que, transferida para la cuestión que los había congregado, se acabaría reduciendo, con toda probabilidad, a un mero inventario de las ventajas o desventajas de estar muerto o de vivir para siempre, los delegados de las religiones se presentaron formando un frente unido común con el que aspiraban a establecer el debate en el único terreno dialéctico que les interesaba, es decir, la aceptación explícita de que la muerte era absolutamente fundamental para la realización del reino de dios y que, por tanto, cualquier discusión sobre un futuro sin muerte sería absurda además de blasfema, porque implicaría presuponer, inevitablemente, un dios ausente, por no decir desaparecido. No se trataba de una actitud nueva, el propio cardenal ya apuntó con el dedo el busilis que supondría esta versión teológica de la cuadratura del círculo cuando, en su conversación telefónica con el primer ministro, admitió, bien es verdad que con palabras mucho menos claras, que si se acabara la muerte no podría haber resurrección, y que sin resurrección no tendría sentido que hubiera iglesia. Así pues, siendo éste, pública y notoriamente, el único instrumento de labor de que Dios parece disponer en la tierra para labrar los caminos que deberán conducir a su reino, la conclusión obvia e irrebatible es que toda la historia santa termina inevitablemente en un callejón sin salida. Este ácido argumento salió de la boca del filósofo pesimista de más edad, que no contento añadió a continuación, Las religiones, todas, por más vueltas que le demos, no tienen otra justificación para existir que no sea la muerte, la necesitan como pan para la boca. Los delegados de las religiones no se tomaron la molestia de protestar. Al contrario, uno de ellos, reputado integrante del sector católico, dijo, Tiene razón, señor filósofo, justo para eso existimos, para que las personas se pasen toda la vida con el miedo colgado al cuello y, cuando les llegue su hora, acojan la muerte como una liberación, El paraíso, Paraíso o infierno, o cosa ninguna, lo que pase después de la muerte nos importa mucho menos de lo que generalmente se cree, la religión, señor filósofo, es un asunto de la tierra, no tiene nada que ver con el cielo, No es eso lo que nos han habituado a oír, Algo tendríamos que decir para hacer atractiva la mercancía, Eso quiere decir que en realidad no creen en la vida eterna, Hacemos como que sí.

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