Authors: Arnaldur Indridason
—¿De los hospitales?
—La gente se muere en los hospitales. Le hacen la autopsia. Se estudian órganos vitales. No todo se vuelve a colocar en el cuerpo; pensando en la enseñanza, algunas cosas se conservan en formalina, y antiguamente se depositaban en la Ciudad de Tarros.
—¿Por qué me cuentas eso?
—Hay una posibilidad de que ese cerebro no haya desaparecido del todo.
—¿No?
—Puede que esté en alguna ciudad de tarros. Las muestras que se guardan, por ejemplo para enseñanza, están todas registradas y clasificadas. Si buscas ese cerebro, es posible que aún lo conserven.
—Nunca había oído nada de eso hasta ahora. ¿Se extraen los órganos sin permiso o se consulta primero a los familiares? ¿Cómo va eso?
El médico se encogió de hombros.
—La verdad es que no lo sé. Supongo que hay de todo. Los órganos son sumamente importantes para la enseñanza. Los hospitales universitarios de todo el mundo tienen grandes colecciones de órganos. También he oído que algunos médicos, sobre todo los que se dedican a la investigación, tienen su colección particular. Pero eso es sólo algo que he oído.
—¿Son coleccionistas de órganos?
—Sí.
—¿Qué ha sido de esa… Ciudad de Tarros? ¿Ya no existe?
—No lo sé.
—¿Crees que el cerebro pudo ir a parar allí? ¿Que lo guardaron en formalina?
—Es posible. ¿Habéis desenterrado a la niña?
—Quizá sea una equivocación —suspiró Erlendur—. Quizá todo este asunto sea una gran equivocación.
Elinborg encontró a Klara, la hermana de Grétar. Sin embargo, la búsqueda de la otra víctima, la mujer de Húsavík, no había dado ningún resultado. La reacción de las mujeres había sido siempre la misma: primero habían expresado una sorpresa sincera y luego un gran interés. Elinborg había tenido que estar alerta para que no le sacaran detalles del asunto. Sabía que, aunque ella y los demás policías que buscaban a la mujer insistían en que el caso era muy delicado y que era preciso no hacer comentarios, no se podrían evitar las habladurías que correrían de boca en boca.
Klara vivía en un ordenado piso de un edificio del barrio de Breidholt. Recibió a Elinborg en la puerta. Era una mujer de cincuenta y tantos años, delgada, morena, vestida con pantalones téjanos y jersey azul. Estaba fumando un cigarrillo.
—¿Habéis hablado con mi madre? —preguntó cuando Elinborg se hubo presentado y estaba ya dentro de la vivienda.
Era una mujer agradable.
—Sí, lo hizo Erlendur, mi compañero.
—Ella me dijo que Grétar no se encontraba bien —explicó Klara mientras llevaba a Elinborg hasta el salón y la invitaba a sentarse en el sofá—. Siempre sale con esos comentarios que no se entienden.
Elinborg no le contestó.
—Hoy tengo el día libre —dijo Klara para explicar por qué estaba en casa en horas de trabajo, fumando.
Contó que hacía turnos en una agencia de viajes. El marido estaba trabajando, los dos hijos ya fuera del nido; la hija estudiaba medicina, contó orgullosa. Apenas había apagado el cigarrillo cuando encendio otro. Elinborg tosió discretamente, pero Klara no advirtió la insinuación.
—Leí algo sobre Holberg en los periódicos —añadio Klara—. Mamá me dijo que el hombre le había preguntado por Grétar. Éramos hermanastros. Mamá se olvidó de contarle eso. Grétar y yo tenemos la misma madre, pero nuestros padres han fallecido.
—Eso no lo sabíamos —dijo Elinborg.
—¿Quieres ver los trastos que me llevé de casa de Grétar?
—Sí, eso sería interesante —contestó Elinborg.
—Vivía en un agujero asqueroso. ¿Lo habéis encontrado?
Klara miró a Elinborg mientras inhalaba el humo hasta lo más profundo de sus pulmones.
—No lo hemos encontrado —dijo Elinborg—, y en realidad no lo estamos buscando. —Volvió a toser discretamente—. Hace más de un cuarto de siglo que desapareció, así que…
—No tengo ni idea de lo que pasó —interrumpió Klara, y exhaló una espesa nube de humo—. No teníamos mucho contacto. Él era algo mayor que yo, egoísta y antipático. No se le podía sacar palabra, maltrataba a nuestra madre y nos robaba a las dos si tenía ocasión. Luego se mudó de casa.
—¿Así que no conoces a Holberg? —preguntó Elinborg.
—No.
—¿Ni a Ellidi? —añadio.
—¿Qué Ellidi?
—No tiene importancia.
—No sé con quién andaba Grétar. Cuando desapareció, una tal Marion se puso en contacto conmigo y me llevó a su casa. Un agujero asqueroso. Una habitación que apestaba plagada de basura por el suelo, incluidos restos de carne de cordero y puré de patatas que, obviamente, había estado comiendo.
—¿Marion? —preguntó Elinborg. No llevaba suficiente tiempo trabajando en la policía para reconocer ese nombre.
—Sí, ése era su nombre.
—¿Recuerdas haber visto una cámara de fotos entre los trastos de tu hermano?
—Sí, era lo único decente que había en la habitación. Me la llevé pero nunca la he utilizado. La policía pensaba que era robada y eso no me gustaba. La guardé en el trastero, aquí en el sótano. ¿Quieres verla? ¿Has venido por eso?
—Sí, me gustaría verla —dijo Elinborg.
Klara se levantó. Pidio a Elinborg que esperara un momento y fue a la cocina. Volvió con un llavero en la mano. Bajaron las escaleras hasta el sótano y llegaron a un pasillo. Klara encendio una luz y abrió la puerta de uno de los varios trasteros del pasillo. El cuarto estaba lleno de todo tipo de cosas: tumbonas, sacos de dormir, equipos de esquí, bártulos de acampada… Elinborg suspiró. Le llamó la atención un aparato de masajes para los pies y una máquina Sodastream para preparar bebidas con gas.
—Lo tenía todo guardado en una caja —dijo Klara cuando consiguió abrirse camino entre tanto cachivache y llegar a la mitad del trastero. Una vez allí, se agachó y cogió una pequeña caja de cartón de color marrón—. Creo que lo metí todo aquí dentro. El pobre hombre no tenía prácticamente nada, salvo la cámara de fotos.
Abrió la caja e iba a sacar las cosas del interior cuando Elinborg la detuvo.
—No saques nada de la caja —le dijo, y extendio las manos para cogerla—. No sabemos qué importancia puede tener para nosotros su contenido —añadió a modo de explicación.
Klara le entregó la caja con cara de disgusto y Elinborg la abrió. Dentro había tres libros arrugados —ediciones de bolsillo—, una navaja pequeña, algunas monedas y una cámara de fotos Kodak Instamatic, de esas compactas que se regalaban en Navidad y para la confirmación hacía años. No era exactamente un aparato de calidad para un hombre que tenía un gran interés por la fotografía, pero sin duda le habría sido útil. No parecía haber carretes de fotos en la caja (Erlendur le había pedido especialmente que mirara si Grétar había dejado algún carrete por revelar). Elinborg cogió la cámara con un pañuelo y le dio la vuelta. No tenía carrete dentro. En la caja tampoco había fotografías.
—También hay todo tipo de cubetas y líquidos —dijo Klara, y señaló un rincón del trastero—. Creo que solía revelar él mismo sus fotografías. También hay algo de papel fotográfico. Supongo que estará ya estropeado, ¿no crees? Para tirar.
—Más vale que me lo lleve también —dijo Elinborg, y Klara volvió a introducirse entre los trastos.
—¿Sabes si guardaba algún carrete de fotos o recuerdas haber visto alguno en su habitación? —preguntó Elinborg.
—No, no vi ninguno —respondio Klara agachándose para coger las cubetas.
—¿Sabes dónde guardaba sus fotografías?
—No.
—¿Sabes qué motivos tenía para fotografiar?
—Supongo que lo hacía porque le gustaba —dijo Klara.
—Me refiero a qué motivos fotografiaba —repuso Elinborg—. ¿Viste alguna de sus fotos?
—No, nunca me enseñó nada. Como te dije antes, teníamos muy poca relación. No sé nada de sus fotos. Grétar era un maldito inútil —añadio encogiéndose de hombros como para quitar trascendencia a sus palabras.
—Me gustaría llevarme la caja —dijo Elinborg—. Espero que no te importe. Te la devolverán pronto.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Klara demostrando por primera vez cierto interés por la visita de la policía y las preguntas sobre su hermano—. ¿Es que sabéis dónde está Grétar?
—No, no lo sabemos —contestó Elinborg procurando eliminar cualquier duda—. No hay nada nuevo en este caso. Nada.
Los nombres de las dos mujeres que estuvieron con Kolbrún la noche en que Holberg la violó, aparecían en los archivos de la policía. Erlendur había empezado a buscarlas y, aunque las dos eran de Keflavík, ninguna seguía viviendo allí.
Una de ellas se había casado con un soldado de la base americana, poco después de los hechos, y ahora vivía en Estados Unidos. La otra se fue a vivir a Stykkishólmur cinco años después y allí seguía censada. Erlendur se preguntó si valía la pena perder todo un día para viajar a Stykkishólmur en vez de hablar con la mujer por teléfono.
Erlendur, que hablaba poco inglés, pidio a Sigurdur Óli que llamara por teléfono a la que vivía en Estados Unidos. Sigurdur Óli logró hablar con el marido, que le dijo que su mujer había fallecido quince años atrás a causa de un cáncer. Estaba enterrada en América.
Erlendur decidio llamar a Stykkishólmur y sin mayores dificultades pudo hablar con la mujer. Primero llamó a su casa, donde le dijeron que estaba en el trabajo. Era enfermera del hospital.
La mujer escuchó el motivo de la llamada de Erlendur y luego le anunció que desgraciadamente no podía ayudarle. No pudo ayudar a la policía cuando sucedió todo y nada había cambiado desde entonces.
—Pensamos que Holberg fue asesinado —explicó Erlendur— y que tiene que ver con lo que sucedio en Keflavík.
—Lo vi en las noticias de la televisión —dijo la voz del teléfono.
La mujer se llamaba Agnes y Erlendur intentaba formarse una idea sobre su aspecto basándose en su voz. Se imaginaba una mujer enérgica y decidida, de sesenta y pocos años, algo entrada en carnes, ya que la respiración era pesada. Luego, cuando oyó que Agnes tosía con la típica tos de una fumadora, su imagen mental cambió por completo. Ahora la veía delgada, con la piel amarillenta y arrugada. Tosía regularmente, con una tos fea y traqueteante.
—¿Te acuerdas de aquella noche en Keflavík? —le preguntó.
—Me fui a casa antes que ellas —dijo Agnes.
—Con vosotras había tres hombres.
—Yo me fui a casa con un hombre que se llamaba Grétar. Os lo dije hace tiempo. Me resulta muy desagradable hablar de eso.
—Para mí, esa información de que te fueras a casa con Grétar es nueva —dijo Erlendur hojeando las páginas del informe que tenía delante.
—Ya lo dije cuando me lo preguntaron hace todos esos años.
Volvió a toser, intentando ocultarlo.
—Perdona. Nunca he sido capaz de dejar los malditos cigarrillos. Era un desgraciado, ese pobre Grétar. Nunca más volví a verlo.
—¿Cómo os conocisteis Kolbrún y tú?
—Trabajábamos juntas. Eso fue antes de que yo empezara a estudiar enfermería. Las dos trabajábamos en una tienda en Keflavík. Una tienda que hace mucho tiempo que cerró. Aquélla fue la primera y única vez que salimos juntas, como podrás entender.
—¿Creíste a Kolbrún cuando habló de violación?
—No supe nada de eso hasta que un día los de la policía aparecieron por mi casa y empezaron a hacerme preguntas acerca de aquella noche. No creo que ella hubiese mentido sobre semejante asunto. Kolbrún se preocupaba mucho de su reputación. Era muy honrada en todo lo que hacía, pero le faltaba carácter. Era delicada y de aspecto enfermizo. Una personalidad débil. Quizá no esté bien decirlo, pero no era divertida, si entiendes lo que quiero decir. Su compañía era un poco aburrida.
Agnes se quedó callada y Erlendur esperó a que siguiera.
—No le gustaba mucho salir a divertirse y esa noche casi tuve que obligarla a ir conmigo y con mi amiga Helga, que en paz descanse. Helga murió en América, como puede que ya sepáis. Kolbrún era tan reservada y solitaria, y yo quería hacer algo por ella. Se mostró dispuesta a ir al baile y luego nos acompañó a casa de Helga, pero enseguida quiso irse a la suya. Sin embargo, yo me fui antes, así que realmente no sé qué ocurrió. No vino a trabajar el lunes. Recuerdo que la llamé por teléfono pero no contestó. Unos días más tarde llegaron los de la policía para preguntar sobre Kolbrún. No sabía qué creer. No había notado nada fuera de lo normal en cuanto a ella y Holberg. Él era un hombre más bien simpático, si mal no recuerdo. Me sorprendio mucho que la policía hablara de violación.
—Un hombre atractivo —dijo Erlendur—. Creo que le han descrito como un mujeriego.
—Recuerdo que había venido a la tienda.
—¿Quién? ¿Holberg?
—Sí, Holberg. Supongo que fue por eso por lo que se sentaron a nuestra mesa en el baile esa noche. Nos dijo que era contable en Reikiavik, pero eso sería mentira, ¿no es así?
—Todos trabajaban para una compañía portuaria. ¿Qué clase de tienda era?
—Una boutique. Vendíamos ropa de mujer. También ropa interior.
—¿Y él vino a la tienda?
—Sí, el día anterior. Un viernes. Por aquel entonces me costaba recordar y sin embargo ahora me acuerdo. Dijo que estaba buscando algo para su mujer. Fui yo quien le atendió y cuando nos encontramos en el baile se comportó como si nos conociéramos.
—¿Tuviste algún contacto con Kolbrún después de los hechos? ¿Hablaste con ella sobre lo que había pasado?
—Nunca volvió a la tienda y yo, como ya he dicho, no supe nada hasta que vosotros empezasteis a hacer preguntas. No la conocía tan bien. Intenté llamarla en varias ocasiones cuando vi que no venía a trabajar, y me acerqué hasta su casa, pero no estaba. No quería entrometerme demasiado en su vida. Era muy introvertida y misteriosa. Luego, un día, su hermana vino a la tienda para decir que Kolbrún ya no volvería al trabajo. Unos años más tarde me enteré de que había muerto. Por entonces yo ya vivía aquí, en Stykkishólmur. Me dijeron que se suicidó. ¿Es eso verdad?
—Murió —dijo Erlendur, y cortésmente le dio las gracias a Agnes por la conversación.
De pronto empezó a pensar en Sveinn, un hombre sobre el que había leído varias cosas. Había sobrevivido a un temporal en la meseta de Mosfell. El sufrimiento y la muerte de sus compañeros no le afectaron. Era el que iba mejor equipado y el único que logró llegar hasta un poblado. Lo primero que hizo después de ser atendido en una casa particular fue ponerse los patines e ir a patinar a un lago cercano, simplemente para divertirse.