Las Marismas (20 page)

Read Las Marismas Online

Authors: Arnaldur Indridason

BOOK: Las Marismas
4.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Menudas tonterías dice esta mujer —murmuró Erlendur para sí, y apagó el móvil.

Atravesó Reikiavik tan deprisa como pudo, pasó por Hafnarfjordur y tomó la autovía de Keflavík. Había mucho tráfico y la visibilidad era mala, pero se arriesgó a derrapar entre los coches e incluso pasó por encima de una rotonda para adelantar. Hizo caso omiso de los semáforos y llegó a Keflavík en media hora. Le salvó el pirulo de luz azul, que hacía poco les habían dado a los investigadores de la policía, para que los pusieran en el techo de sus vehículos en caso de necesidad. Cuando se lo dieron, Erlendur no pudo contener la risa. Había visto esas luces en una serie televisiva americana y consideraba que era una tontería utilizar semejante artilugio en Reikiavik.

Delante de la casa de Elín había dos coches de la policía cuando Erlendur llegó. Elín le esperaba dentro con tres agentes. Dijo que el hombre había desaparecido en la oscuridad momentos antes de que llegaran. Había señalado a los agentes el lugar exacto donde el hombre había estado apostado y la dirección en que había desaparecido, pero no pudieron encontrarle. Los agentes estaban confusos, ya que Elín se negaba a decirles quién era ese hombre y por qué era peligroso; por lo visto, lo único que había hecho era estar de pie bajo la lluvia mirando la casa. Cuando llegó Erlendur le asediaron a preguntas; éste les contó que el hombre estaba vinculado con un asesinato ocurrido en Reikiavik. Les pidió que le avisaran si encontraban a alguien que se ajustara a la descripción de Elín.

Elín estaba bastante alterada y Erlendur pensó que lo mejor sería librarla de los agentes cuanto antes. No le costó mucho trabajo conseguir que se marcharan. Murmuraban que tenían cosas más importantes que hacer, en lugar de satisfacer los antojos de una vieja. Aunque tuvieron la deferencia de procurar que Elín no les oyera.

—Te juro que era él quien estaba aquí fuera —dijo Elín cuando se quedó a solas con Erlendur—. No sé cómo puede ser, pero estoy segura de que era él.

Erlendur la miró fijamente, la escuchaba con atención y sabía que lo decía muy en serio. Sin embargo, era consciente de que ella había estado sometida a mucha tensión últimamente.

—Es imposible, Elín. Holberg está muerto. Vi su cadáver en el tanatorio. —Después de pensarlo un instante añadio—: Vi su corazón.

Elín le miró.

—¿Sería de color negro? —preguntó, y Erlendur recordó que el forense había comentado que no podía saber si se trataba del corazón de un hombre bueno o malo.

—El forense dijo que habría podido llegar a los cien años —explicó Erlendur.

—Creerás que soy una tonta —repuso Elín—. Creerás que me lo estoy imaginando todo. Que estoy tratando de llamar la atención para…

—Holberg está muerto —la interrumpió Erlendur—. ¿ Qué quieres que crea?

—Entonces era alguien que podría ser su hermano gemelo.

—Descríbemelo mejor.

Elín se levantó, se fue hacia la ventana y señaló fuera.

—Estaba ahí, al lado del caminito entre las casas que lleva a la calle. Se quedó ahí inmóvil, mirando mis ventanas. No sé si me vio. Intenté ocultarme de su vista. Estaba leyendo y cuando empezó a oscurecer me levanté para encender las luces. Eché un vistazo por la ventana y fue entonces cuando le vi. Llevaba la cabeza descubierta y no parecía importarle que la lluvia le fuese empapando. De alguna manera, tenía aspecto de estar ausente, ¿entiendes lo que quiero decir?

Elín se quedó pensativa un momento.

—Tenía el pelo negro y rondaría los cuarenta años. Estatura media.

—Elín —dijo Erlendur—. Fuera está oscuro. Llueve. Apenas se ve a través del cristal de la ventana empañado. El caminito está sin iluminar. Usas gafas. ¿Me estás diciendo que…?

—Empezaba a oscurecer y no corrí enseguida a telefonearte. Primero le observé bien, tanto desde esta ventana como desde la de la cocina. Tardé un rato en darme cuenta de que era Holberg, o alguien igual que él. Es verdad que el camino no está iluminado, pero a esta hora hay bastante tráfico y cada vez que pasaba un coche los faros iluminaban al hombre, de manera que vi su cara con mucha claridad.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Era igual que Holberg cuando era más joven —dijo Elín—. No como ese viejo de la fotografía de los periódicos.

—¿Viste a Holberg de joven?

—Sí, le vi. Un día llamaron a Kolbrún inesperadamente para que asistiera a un interrogatorio policial. Le dijeron que necesitaban más información sobre algunos detalles. Todo era una maldita mentira. Se ocupaba del caso una tal Marion Briem. ¡Vaya nombre! ¡Marion Briem! Bueno, le dijeron a Kolbrún que fuera a Reikiavik. Me pidio que la acompañara y así lo hice. Tenía que estar allí a una hora concreta, creo que era por la mañana. Cuando llegamos nos recibió esa Marion y nos llevó a una habitación. Llevábamos ya un buen rato allí dentro cuando se abrió la puerta y entró Holberg. Marion estaba en la puerta detrás de él.

Elín se calló.

—¿Y qué pasó? —preguntó Erlendur.

—Mi hermana sufrió un ataque de nervios. Holberg sonreía y hacía algo con la lengua, y Kolbrún se agarró a mí como si se ahogara. No podía respirar. Holberg empezó a reírse y a Kolbrún le dio un ataque. Puso los ojos en blanco, le salía espuma por la boca y se cayó al suelo. Marion sacó a Holberg de allí y ésa fue la primera y la única vez que vi a ese animal. Te puedo asegurar que no me olvidaré de su cara mientras viva.

—¿Y has vuelto a ver esa misma cara al otro lado de tu ventana esta noche?

Elín asintió con la cabeza.

—Me asusté mucho, tengo que reconocerlo. Claro que entiendo que no puede ser el mismo Holberg, pero era alguien igual que él.

Erlendur se preguntaba si debía contarle a Elín lo que había estado rondándole por la cabeza últimamente. Se preguntaba hasta dónde podría contarle y también si lo que iba a decirle era producto de su imaginación o tenía algo que ver con la realidad. Se quedaron en silencio mientras Erlendur lo pensaba detenidamente. Era ya de noche y se acordaba de Eva Lind. Volvió a sentir el dolor en el pecho y se frotó con la mano, como si eso fuera a hacerlo desaparecer.

—¿Te pasa algo? —preguntó Elín.

—Hemos estado investigando una cosa recientemente, aunque no sé si tiene algún fundamento —dijo Erlendur—. Lo que ha pasado hoy aquí quizá refuerce esa posibilidad. El caso es que si existe otra víctima de Holberg, es decir, si Holberg violó a alguna otra mujer aparte de Kolbrún, cabe la posibilidad de que esa mujer tuviera un hijo suyo, tal como le pasó a Kolbrún. He estado pensando en esa posibilidad por la nota que encontramos junto al cadáver. Si existe otra mujer, puede haber dado a luz a un niño. Hoy ese niño podría tener alrededor de cuarenta años, si es que la violación tuvo lugar antes de 1964. A lo mejor, ese niño ha estado aquí delante de tu casa esta noche.

Elín le miró fijamente, estupefacta.

—¿Hijo de Holberg? ¿Sería posible?

—Dices que se le parecía muchísimo.

—Sí, pero…

—Sólo me lo pregunto. En todo este asunto hay un eslabón perdido y pienso que ese hombre bien podría ser el eslabón que buscamos.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué viene aquí?

—¿No te parece evidente?

—¿Qué es evidente?

—Eres la tía de su hermana —dijo Erlendur, y vio cómo la cara de Elín se llenaba de asombro al darse cuenta del significado de sus palabras.

—Audur era su hermana —suspiró—. Pero ¿cómo sabe de mi existencia? ¿Cómo sabe dónde vivo? ¿Cómo relaciona a Holberg conmigo? No se ha escrito nada sobre su pasado en la prensa, nada sobre las violaciones, ni se ha mencionado que tuvo una hija. Nadie sabía nada de Audur. ¿Cómo se ha enterado este hombre de todo eso?

—Tal vez nos lo explique cuando le encontremos.

—¿Crees que podría ser el asesino de Holberg?

—Me estás preguntando si mató a su padre —contestó Erlendur.

Elín reflexionó un momento.

—¡Dios mío! —exclamó después.

—No sé —dijo Erlendur—. Si vuelves a verlo ahí fuera llámame enseguida.

Elín se había levantado y ahora miraba por la ventana como si esperara ver al hombre de nuevo.

—Sé que me puse algo histérica cuando te llamé y te hablé de Holberg. Fue porque en ese momento me parecía que tenía que ser él. Me asustó verlo ahí. Pero en realidad no sentía miedo. Más bien estaba enfadada. Había algo en ese hombre, algo en su postura, en cómo bajaba la cabeza… Había una especie de tristeza en él, un dolor. Tuve la impresión de que no se encontraba bien. ¿Sabes si tenía alguna relación con su padre?

—Realmente ni siquiera sé si ese hombre existe —respondio Erlendur—. Lo que tú viste refuerza una teoría, eso es todo. No tenemos nada que indique la existencia de un hijo. No había ninguna foto de primera comunión en casa de Holberg, si te refieres a eso. Por otro lado, sabemos que Holberg recibió unas llamadas días antes de morir y que esas llamadas lo alteraron. No sabemos más.

Erlendur echó mano a su móvil y pidio a Elín que le disculpara un momento.

—¿Algo nuevo? —preguntó cuando Sigurdur Óli contestó.

—¿En qué diablos nos has metido? —gritó Sigurdur Óli sin disimular su enfado—. Llegaron hasta la cloaca y estaba todo lleno de bichos asquerosos, millones de pequeños y repulsivos insectos debajo del maldito suelo. ¡Es asqueroso! ¿Dónde demonios estás?

—En Keflavík. ¿Hay señales de Grétar?

—No, ninguna maldita señal de ningún condenado Grétar —dijo Sigurdur Óli, y apagó el móvil.

—Hay otra cosa más, Erlendur —anunció Elín—. Lo acabo de descubrir ahora mismo, cuando hablamos del parentesco con Audur. Ahora veo claramente que yo tenía razón. No lo entendí en aquel momento, pero el hombre tenía una expresión que pensaba que no volvería a ver jamás. Era una expresión del pasado que no he logrado olvidar.

—¿Qué era? —preguntó Erlendur.

—Por eso no sentí miedo de ese hombre.

—¿Qué expresión tenía?

—No me di cuenta en aquel preciso instante, pero de alguna forma me recordaba a Audur. Sí, había algo en él que me recordaba a Audur.

Capítulo 29

Sigurdur Óli colocó el móvil en la funda y volvió a la casa. Había estado dentro, junto a los trabajadores, en el momento en que por fin consiguieron romper la placa del suelo, de donde salió un hedor tan fuerte y nauseabundo que le dieron arcadas. Salió corriendo con todos los demás, pensando en si llegaría a tiempo de alcanzar el exterior antes de vomitar. Cuando entraron de nuevo, se habían puesto gafas protectoras y mascarillas, pero aun así notaban el terrible olor apestoso.

El hombre de la taladradora agrandó el agujero que había abierto encima de la tubería de la cloaca rota. El trabajo era más fácil ahora que había logrado reventar la placa. Sigurdur Óli no se podía ni imaginar cuánto tiempo había pasado desde que se rompió la tubería. Le parecía que los excrementos habían ido acumulándose en un área grande, debajo del suelo. Subió una especie de vaho por el agujero. Iluminó aquel horror con una linterna. Al parecer, los cimientos se habían hundido por lo menos medio metro a partir de la placa del suelo.

El horror era como una balsa viva, cubierta por pequeños insectos negros. Se sobresaltó cuando vio una sombra que cruzaba la luz de la linterna.

—¡Cuidado! —gritó al tiempo que salía del sótano a paso rápido—. ¡Hay ratas en este infierno! Tapad el agujero y llamad a una empresa de desinfección. ¡Lo dejamos! ¡Lo dejamos ahora mismo!

Nadie protestó. Alguien tapó el agujero del suelo con una lona y en un momento el sótano se quedó vacío. Sigurdur Óli se quitó la mascarilla en cuanto salió fuera e inhaló intensamente el aire limpio. Los demás hicieron lo mismo.

Durante el viaje de vuelta a Reikiavik, Erlendur tuvo noticia de las actividades en Las Marismas. Habían ido allí los empleados de una empresa de desinfección y los trabajos no seguirían hasta el día siguiente, cuando todo bicho viviente hubiera sido eliminado de los cimientos. Sigurdur Óli se había ido a su casa y salía de la ducha cuando Erlendur le llamó para informarse. Elinborg también se había marchado. Habían dejado una guardia alrededor de la casa de Holberg. Dos coches policiales se quedarían toda la noche mientras se realizaba la desinfección.

Cuando Erlendur volvió a casa, Eva Lind le recibió en la puerta. Eran casi las diez de la noche. La novia ya no estaba. Antes de irse le había dicho a Eva Lind que quería hablar con su marido para ver cómo estaba. No tenía muy claro si debía contarle la verdadera razón de su huida de la boda. Eva Lind había estado animándola para que le dijera la verdad y trató de convencerla de que no valía la pena proteger al sinvergüenza de su padre.

Se sentaron en el salón. Erlendur le explicó a su hija los pormenores de la investigación criminal, hasta dónde le había llevado y lo que le preocupaba. Hablar de ello le ayudaba a aclarar sus ideas y a tener una imagen más clara de lo acontecido en los últimos días. Se lo contó casi todo, la forma en que encontraron el cadáver en el sótano, el mal olor en la vivienda, la nota, la fotografía que había en el escritorio, la pornografía en el ordenador, el epitafio de la lápida, le habló de Kolbrún y su hermana Elín, de Audur y su muerte, del sueño que le venía atosigando, de Ellidi en la cárcel y de la desaparición de Grétar. También le habló de Marion Briem, de la búsqueda de alguna otra víctima de Holberg y del hombre misterioso plantado delante de la casa de Elín. Procuraba contarlo con coherencia y exponer algunas teorías y opiniones propias, habló y habló hasta que ya no pudo seguir.

Sin embargo, no le contó a Eva Lind que al cadáver de la niña le faltaba el cerebro. Todavía no podía entender por qué.

Eva Lind escuchó sin interrumpirle y advirtió que su padre se frotaba el pecho mientras hablaba. Sintió cómo le afectaba todo lo relacionado con Holberg. Notó en él una especie de rendición que no le había detectado nunca antes. Notó también su cansancio cuando le habló de la niña pequeña. Poco a poco parecía encerrarse en sí mismo, su voz perdio fuerza y estaba como ausente.

—¿Audur es la niña a la que te referías cuando me gritabas esta mañana? —preguntó Eva Lind.

—Audur era, no sé, una especie de regalo de Dios para su madre —dijo Erlendur—. Amada más allá de la tumba y de la muerte. Perdóname si te he tratado mal. No era mi intención, pero cuando veo como malgastas tu vida, tu dejadez y tu falta de respeto hacia ti misma, todo el destrozo, y luego veo un pequeño ataúd blanco salir de su tumba, dejo de entender el propósito de las cosas y tengo ganas de…

Other books

Turn Right At Orion by Mitchell Begelman
Lord of Regrets by Sabrina Darby
The Edge of Lost by Kristina McMorris
Lethal Exposure by Kevin J. Anderson, Doug Beason
Son of Our Blood by Barton, Kathi S.
Groom Wanted by Debra Ullrick
Fireman Dad by Betsy St. Amant
The Wish Stealers by Trivas, Tracy