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Authors: Arnaldur Indridason

Las Marismas (21 page)

BOOK: Las Marismas
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Erlendur se calló.

—… darme de bofetadas —terminó la frase Eva Lind.

Erlendur se encogió de hombros.

—No sé qué me gustaría hacer. Quizá lo mejor es no hacer nada. Quizá lo mejor es dejar que la vida siga su curso. Olvidarse de todo. Empezar a hacer algo más sensato. ¿Por qué tengo que seguir con todo eso? ¿Con toda esa porquería? Hablar con gente como Ellidi. Llegar a un acuerdo con mierdas como Eddi. Ver lo que divierte a hombres como Holberg. Leer informes sobre violaciones. Escarbar cloacas llenas de insectos y porquería. Desenterrar pequeños ataúdes.

Erlendur se frotaba el pecho cada vez más fuerte.

—Uno piensa que no le va a afectar. Uno se cree lo bastante fuerte para aguantarlo todo. Uno piensa que se blinda con los años y que puede ver la suciedad a distancia, como si no fuera con uno, y conservar de esa manera su salud mental. Pero la verdad es que no hay distancia. No hay blindaje. Nadie es lo bastante fuerte. El horror te persigue como un espíritu maligno que se instala en tu mente y no te deja en paz hasta que te parece que esa suciedad es la vida misma, y te olvidas de cómo vive la gente normal. Así son las cosas. Como un mal espíritu que se ha evadido y alborota en tu cabeza hasta que finalmente te convierte en un inútil.

Erlendur suspiró pesadamente.

—Esto son las malditas marismas.

Se calló y Eva Lind le acompañó en su silencio.

Así pasó un rato hasta que Eva Lind se levantó, se sentó al lado de su padre y le abrazó con fuerza. Escuchó cómo latía rítmicamente su corazón, con el tictac tranquilizador de un reloj, hasta que se quedó dormida con una leve sonrisa en los labios.

Capítulo 30

El equipo de técnicos e inspectores se volvió a dar cita en la casa de Holberg a las nueve de la mañana del día siguiente. El día amaneció oscuro, el cielo cubierto, y seguía lloviendo. Habían dicho por la radio que el caudal de las precipitaciones en Reikiavik, en el mes de octubre, se acercaba al récord de 1926.

La cloaca estaba limpia y ya no había nada que se moviese por los cimientos. El agujero de la placa del suelo había sido ampliado y tenía un tamaño suficientemente grande para que pudieran bajar por él dos hombres a la vez. Los dueños de la casa estaban reunidos a la puerta de la entrada del sótano. Habían conseguido encontrar un fontanero que esperaba el permiso de la policía para reparar la tubería de la cloaca.

Pronto se hizo evidente que el espacio alrededor de la tubería del váter era relativamente pequeño. Medía unos tres metros cuadrados y estaba cerrado porque allí el terreno prácticamente no se había hundido. La tubería se había roto en el mismo lugar que la otra vez. Se distinguía la antigua reparación, la grava era diferente debajo de la tubería que alrededor de ella. Los técnicos hablaban entre ellos sobre la conveniencia de agrandar aún más el agujero y limpiar toda la grava de los cimientos, hasta poder ver debajo de la placa entera. Después de una breve discusión, llegaron a la conclusión de que la placa podría romperse si se suprimía todo el apoyo que la sostenía por debajo y decidieron utilizar otro método más seguro y más técnico: hacer pequeños agujeros en la placa aquí y allá y después introducir una microcámara que llegase hasta los cimientos.

«Por algo son técnicos», pensó Sigurdur Óli.

Observó cómo empezaban a hacer agujeros en el suelo y colocaban dos pantallas televisivas conectadas con las dos cámaras. Las cámaras tenían forma de tubos, con una luz en la parte delantera, se introducían por los agujeros y se manejaban con un mando a distancia. Los técnicos perforaron el suelo allí donde pensaron que estaba hueco, luego introdujeron las cámaras por el agujero y conectaron las dos pantallas. La imagen que apareció era en blanco y negro y se veía muy borrosa, pensó Sigurdur Óli, que tenía en su casa un televisor alemán de seis mil euros.

Erlendur llegó al sótano al mismo tiempo que empezaba la búsqueda con las cámaras. Poco después apareció Elinborg. Sigurdur Óli observó que Erlendur se había afeitado y llevaba un traje limpio que hasta parecía recién planchado.

—¿Algo nuevo? —preguntó Erlendur, y encendio un cigarrillo.

—Van a buscar con las cámaras —dijo Sigurdur Óli—. Podemos seguir la búsqueda a través de la pantalla.

—¿Nada junto a la cloaca? —continuó Erlendur, inhalando humo.

—Insectos y ratas, nada más.

—¡Qué peste más asquerosa que hay aquí! —dijo Elinborg sacando un pequeño pañuelo perfumado de su bolso.

Erlendur le ofreció un cigarrillo que ella declinó.

—Holberg pudo haber utilizado el agujero que hizo el fontanero para enterrar a Grétar —expuso Erlendur—. Vería el hueco que se había formado debajo de la placa y pudo remover la grava hasta hacer el sitio para colocar el cuerpo.

Estuvieron atentos delante de las pantallas, aunque no se aclararon mucho con lo que vieron. Un pequeño rayo de luz se movía arriba y abajo y hacia los lados. A veces les parecía ver la placa del suelo y otras veces les parecía ver grava. El hundimiento del terreno era desigual. En algunos sitios estaba pegado a la placa y en otros había un hueco de unos ochenta centímetros.

Fueron siguiendo las imágenes un buen rato. En el sótano había mucho ruido, ya que se iban perforando nuevos agujeros, uno tras otro. Erlendur perdió pronto la paciencia y salió a la calle. Elinborg le siguió y, finalmente, también Sigurdur Óli. Se sentaron todos dentro del coche de Erlendur. Les había dado una cumplida explicación acerca de su desaparición la noche anterior y ahora era la ocasión de comentarlo entre ellos.

—Eso concuerda bastante con la nota que encontramos junto al cadáver. Y si el hombre que vio Elín en Keflavík se parece tanto a Holberg como ella dice, podría ser cierta la teoría de que tuvo otro hijo.

—Ese otro hijo no tiene necesariamente que ser el fruto de una violación —terció Sigurdur Óli—. En realidad no tenemos nada que lo indique, salvo que Ellidi dijo que sabía de otra víctima. Eso es todo. Y Ellidi es un idiota, claro está.

—Ninguno de los conocidos de Holberg con quienes hemos hablado ha mencionado ningún hijo —añadio Elinborg.

—Pero nadie lo conocía bien —dijo Sigurdur Óli—. Ésa es la verdad. Era un solitario, veía a algunos compañeros de trabajo, coleccionaba pornografía de internet, e iba con gente como Ellidi y Grétar. Pero nadie sabía nada sobre ese hombre.

—¿Publicamos un anuncio de búsqueda del hombre desconocido? —propuso Elinborg en tono gracioso—. Podemos utilizar una fotografía de Holberg cuando era joven o preparar un retrato que se le parezca y enviarlo a la prensa.

—Lo que yo pienso —dijo Erlendur sin escuchar las bromas de Elinborg— es lo siguiente: si existe un hijo de Holberg, ¿cómo es que sabe de la existencia de Elín, la tía de Audur? ¿No sabrá entonces que Audur era su hermana? Si conoce a Elín, supongo que también estará al corriente de la existencia de Kolbrún y de la violación, y no entiendo cómo. La prensa no ha publicado nada sobre la investigación. ¿De dónde saca la información?

—¿No le sacaría la información a Holberg antes de matarlo? —preguntó Sigurdur Óli—. ¿Os parece probable?

—Quizá se la sacó a la fuerza —repuso Elinborg.

—Primero, no sabemos si existe ese hombre —dijo Erlendur—. Elín estaba muy alterada. Pero, en el caso de que exista, no sabemos si fue él quien mató a Holberg. Tampoco sabemos si conocía la existencia de su padre, ni si nació como consecuencia de una violación. Ellidi dice que, antes de Kolbrún, hubo otra mujer que sufrió lo mismo o tal vez algo peor. Si de esa violación nació un niño, dudo que la madre hubiera tenido mucho interés en hablarle de su padre. Nunca denunció nada a la policía. En nuestros archivos no hay nada sobre otras violaciones cometidas por Holberg. Tenemos que encontrar a esa mujer, si es que existe…

—Y en lugar de eso, estamos reventando cimientos para encontrar a un hombre que lo más seguro es que no tenga nada que ver con el asunto —dijo Sigurdur Óli.

—¿Qué mierda de sentido del humor es ésa? —exclamó Erlendur elevando la voz de repente—. ¿Habrá alguna manera de sacaros una maldita frase que no sea para mearse de risa?

—Es posible que Grétar no esté aquí mezclado con los cimientos —insistió Elinborg.

—¿Cómo? —dijo Erlendur.

—¿Quieres decir que puede ser que esté vivo? —preguntó Sigurdur Óli.

—Me imagino que él lo sabía todo sobre Holberg —respondio Elinborg—. Se había enterado de lo de la hija porque, si no, no hubiese fotografiado su tumba. Seguro que sabía también cómo fue concebida. Si Holberg tenía otro hijo, también lo habría descubierto.

Erlendur y Sigurdur Óli la miraron con interés.

—Tal vez Grétar sigue entre nosotros —continuó Elinborg—, y está en contacto con el hijo. Ésa sería una explicación de cómo el hijo conoce a Elín y a Audur.

—Pero Grétar desapareció hace veinticinco años y nadie ha vuelto a saber de él —dijo Sigurdur Óli.

—Que haya desaparecido no significa que esté muerto —repuso Elinborg.

—Así que… —empezó a decir Erlendur, pero Elinborg le interrumpió:

—Pienso que no debemos excluir ninguna posibilidad. ¿Por qué no contar con la probabilidad de que Grétar siga vivo? Nunca se encontró su cadáver. Podría haberse ido al extranjero. Quizá le bastó con marcharse a otro lugar del país. Nadie se entrometía en su vida. Nadie lo echaba de menos.

—No recuerdo nada parecido —dijo Erlendur.

—¿Parecido a qué? —preguntó Sigurdur Óli.

—A que un hombre desaparecido reaparezca en escena veinticinco años después. Las desapariciones en este país suelen ser siempre definitivas. Nunca regresa nadie después de veinticinco años.

Nunca.

Capítulo 31

Erlendur los dejó en Las Marismas y se fue a ver al forense. El médico estaba terminando de examinar a Holberg y cuando llegó Erlendur tapó el cadáver. Los restos mortales de Audur no estaban a la vista.

—¿Has encontrado el cerebro de la niña? —preguntó el forense cuando Erlendur entró.

—No —dijo Erlendur.

—He hablado con una catedrática, una vieja amiga mía de la universidad. Le expliqué el caso (espero que eso no sea un problema) y se sorprendió de nuestro pequeño descubrimiento. ¿Has leído la novela de Laxnes?

—¿Sobre Nabucodonosor? Sí, me ha venido a la mente últimamente —dijo Erlendur.

—¿No se llama Luja, la novela? Hace mucho que la leí, pero recuerdo que trata sobre unos estudiantes de medicina que roban un cadáver y llenan el ataúd de piedras, que es la manera más sencilla de camuflar el robo. Antiguamente, tal como se explica en la novela, salvo que la familia lo prohibiera, a la gente que se moría en los hospitales se les solía hacer la autopsia y los resultados se utilizaban para la enseñanza. Algunas veces se sustraían muestras, cualquier cosa, desde cerebros hasta pequeñas porciones de tejido. Luego se cerraba todo y el muerto se enterraba con honores. Ahora todo es diferente. Se necesita de antemano el permiso de los familiares para hacer una autopsia y no se extraen muestras para la enseñanza ni para investigación, salvo en contadas ocasiones y con ciertas condiciones. Creo que ya no se roba nada.

—¿Crees?

El forense se encogió de hombros.

—No estamos hablando de donación de órganos, ¿verdad? —dijo Erlendur.

—No, todo lo contrario. La gente normalmente está dispuesta a hacer donación cuando se trata de salvar vidas.

—¿Y dónde puede haber una colección de órganos?

—Hay miles de muestras en esta misma casa —explicó el forense—. La mayor parte pertenecen a la llamada Colección Dungal. Ésa es la mayor colección de órganos del país.

—¿Me la puedes enseñar? ¿Tienes un registro donde se explique la procedencia de las muestras?

—Todo está perfectamente registrado. Me tomé la libertad de buscar nuestra muestra particular, pero no la encontré —dijo el forense.

—Entonces, ¿dónde puede estar?

—Tendrás que hablar con la catedrática, a ver qué te dice. Creo que hay algunos registros en la universidad.

—¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Sabías ya todo esto cuando descubriste que faltaba el cerebro? —preguntó Erlendur.

—Habla con la catedrática y luego vuelve aquí. Supongo que ya te he contado demasiado.

—¿Los registros de la colección están en la misma universidad?

—Sí, según creo —dijo el forense.

Apuntó el nombre de la catedrática y se lo entregó a Erlendur.

—¿Así que conoces la Ciudad de Tarros? —preguntó Erlendur.

—Llamaron Ciudad de Tarros a una de las habitaciones de aquí. Pero ya está cerrada. No me preguntes qué fue de los tarros porque no tengo ni idea.

—¿Te incomoda hablar de esto?

—Déjalo ya.

—¿Cómo dices?

—Déjalo.

La catedrática, presidenta del departamento de medicina de la Universidad de Islandia, se llamaba Hanna. Se quedó mirando a Erlendur desde el otro lado de la mesa como si fuera un microbio al que había que eliminar del despacho cuanto antes. Era algo más joven que él, muy resolutiva, de respuesta rápida, y daba la impresión de que no soportaba las tonterías o las pérdidas innecesarias de tiempo. Cuando Erlendur empezó a dar largas explicaciones sobre la razón de su visita a su despacho le dijo que fuera al grano. Erlendur disimuló una sonrisa. Ella le había caído bien enseguida, a pesar de que sabía que iban a pelearse como el perro y el gato antes de que terminase la reunión. Vestía traje chaqueta oscuro, era algo gruesa, iba sin maquillaje, tenía el pelo corto, de color rubio, las manos fuertes y la cara seria. A Erlendur le habría gustado verla sonreír. No tuvo esa suerte.

La había interrumpido en medio de una clase. Sin pensarlo, había llamado a la puerta del aula preguntando por ella. La catedrática abrió la puerta y le pidió que por favor esperara hasta que terminara la clase. Erlendur se quedó en el pasillo, como un niño castigado, hasta que la puerta se abrió de nuevo, quince minutos más tarde. Hanna salió y, caminando a paso rápido delante de Erlendur, le indicó que la siguiera. Le costó alcanzarla. Iba deprisa y parecía dar dos pasos por cada uno que daba él.

—No logro entender qué es lo que la policía de investigación criminal quiere de mí —dijo Hanna mientras caminaba, volviendo la cabeza para ver si Erlendur la seguía.

—Eso lo sabrás a su hora —repuso Erlendur con la respiración entrecortada.

—Eso espero —añadio Hanna, y le invitó a entrar en su despacho.

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