Las Marismas (22 page)

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Authors: Arnaldur Indridason

BOOK: Las Marismas
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Cuando Erlendur la puso al corriente de su misión, se quedó pensativa durante un largo rato. Él logró captar su atención cuando le contó lo de Audur, su madre y la autopsia, el diagnóstico y el cerebro desaparecido.

—¿Dónde dijiste que fue ingresada la niña? —dijo por fin.

—En el hospital de Keflavík. ¿Cómo conseguís órganos para la enseñanza?

Hanna miró fijamente a Erlendur.

—No entiendo lo que quieres decir.

—Utilizáis órganos con fines didácticos —explicó Erlendur—. Muestras biológicas, creo que lo llamáis. No soy ningún especialista, pero mi pregunta es: ¿cómo los conseguís?

—Creo que sobre eso no tengo por qué darte ninguna explicación —dijo Hanna, y empezó a hojear algunos papeles que estaban sobre su escritorio, como para demostrar que estaba demasiado ocupada para hablar con él.

—Es muy importante para nosotros saber si ese cerebro aún existe. Posiblemente figurará en vuestro registro. Fue investigado en su tiempo, pero luego no fue devuelto a su sitio. Seguramente eso tiene una explicación sencilla. Supongo que se necesitaba tiempo para investigar el tumor y había que enterrar el cadáver. La universidad y los hospitales son los lugares idóneos donde depositar los órganos. Puedes quedarte sentada ahí, tiesa como un palillo, pero en ese caso yo haría varias cosas que os incomodarían, tanto a ti como a la universidad y a los hospitales. Es asombroso lo que uno puede llegar a contar con la prensa, a pesar de lo pesados que son.

Hanna se quedó mirando a Erlendur, que le sostuvo la mirada.

—El que no llora… —dijo finalmente.

—… no mama —terminó Erlendur.

—Como te puedes imaginar, no tengo autoridad para decir nada sobre eso. Es un asunto bastante delicado.

—No lo estoy investigando como una causa criminal —dijo Erlendur—. Ni siquiera sé si se trata de un robo de órganos. Lo que vosotros hagáis con los muertos no es asunto mío, siempre que se mantenga dentro de unos límites.

Hanna mostraba expresión de enfado.

—No cabe duda de que puedo justificar mi petición, si eso es lo que necesita la medicina para ponerse manos a la obra, pero el caso es que me hace falta encontrar un órgano determinado de una determinada persona para que se vuelva a investigar. Si se pudiera hacer un seguimiento de ese órgano desde que fue extraído hasta el día de hoy, os estaría muy agradecido. Seria una información privada, sólo para mí.

—¿Como que información privada?

—No me interesa ir más lejos. Necesitamos disponer del órgano si puede ser. Lo que me pregunto es si no habría sido suficiente tomar una muestra, si hay alguna razón para que fuera preciso extraer el órgano entero.

—Está claro que no conozco este caso particular del que me hablas. Pero hoy hay reglas más estrictas que las que había antiguamente respecto a las autopsias —dijo Hanna después de alguna vacilación—. Si lo que refieres ocurrió en los años setenta, no digo que no hubiera podido suceder como dices. Según tú, le hicieron la autopsia a la niña en contra de la voluntad de la madre. No creo que fuera un caso único. Hoy se pide autorización a los familiares en cuanto fallece una persona. Creo que puedo afirmar que siempre se acatan las decisiones de la familia, salvo en situaciones totalmente excepcionales. Quizás eso es lo que pasó en este caso. La muerte de un niño es lo más terrible. No se puede describir el tremendo dolor que la pérdida de un niño causa en su familia y la pregunta sobre la autopsia se hace difícil en esas circunstancias.

Hanna se quedó callada un rato y luego siguió:

—Tenemos algunos datos registrados en ordenadores y otros en unos almacenes de archivos que hay aquí en el edificio. Los registros son bastante minuciosos. La mayor colección de órganos que poseen los hospitales está en el tanatorio de la calle Barónsstígur. Ten en cuenta que la enseñanza de la medicina se hace principalmente en los hospitales y no tanto aquí en la universidad. La fuente del aprendizaje está en los hospitales.

—El forense no quiso enseñarme la colección de órganos —explicó Erlendur—. Quería que primero hablara contigo. ¿Es que la universidad tiene la última palabra en este asunto?

—Ven —dijo Hanna sin responder a su pregunta—. Miremos qué hay en los ordenadores.

Erlendur la siguió hasta una amplia habitación. Hanna abrió la puerta con una llave, al tiempo que tecleaba un código en el aparato de alarma fijado en la pared, al lado de la puerta. Encendió un ordenador que había sobre un escritorio; mientras, Erlendur echó una mirada a su alrededor. La habitación no tenía ventanas y, adosados a las paredes, había numerosos ficheros. Hanna le pidió el nombre y el día de la defunción de Audur, e introdujo los datos en el ordenador.

—No está aquí—dijo pensativa, observando la pantalla—. Sólo hay registros desde 1984. Estamos informatizando toda la información disponible desde que se fundó el departamento de medicina, pero no hemos llegado todavía más atrás de esa fecha.

—Entonces habrá que buscar en los ficheros —concluyó Erlendur.

—Ahora no tengo tiempo —repuso Hanna mirando su reloj—. Ya tendría que estar en clase.

Se levantó, echó un vistazo a algunos ficheros y leyó rápidamente las indicaciones que figuraban en los cajones. Abrió algunos cajones y miró varios documentos, pero luego volvió a cerrarlos. Erlendur tenía la sensación de que los papeles estaban clasificados alfabéticamente, pero no sabía de qué trataban.

—¿Guardáis los informes médicos aquí? —preguntó.

Hanna suspiró.

—No me digas que vienes de la Administración de Informática o algo parecido —dijo Hanna cerrando con un golpe más fuerte de lo necesario uno de los cajones.

—Sólo era una pregunta —contestó Erlendur.

Hanna extrajo uno de los documentos de un archivo y lo leyó.

—Aquí hay algo sobre muestras. 1968. Hay algunos nombres. Nada que te pueda interesar. —Volvió a colocar el documento en el fichero, cerró el cajón y abrió otro—. Aquí hay más —añadio—. Espera, aquí está el nombre de la niña, Audur, y el de su madre. Lo tenemos.

Hanna leyó el documento rápidamente.

—Un órgano extirpado —dijo como hablando consigo misma—. Extraído en el hospital de Keflavík. Permiso de la familia… en blanco. No pone nada sobre el paradero del órgano.

Hanna cerró la carpeta.

—Ya no existe.

—¿Puedo verlo? —preguntó Erlendur sin intentar disimular su entusiasmo.

—No ganarás nada con ello —respondio Hanna poniendo la carpeta en el fichero y cerrando el cajón—. Ya te he dicho todo lo que necesitas saber.

—¿Qué es lo que pone? ¿Qué pretendes esconder?

—Nada —dijo Hanna—. Ahora debo ir a dar la clase.

—Entonces tendré que volver más tarde con una orden de registro, y más vale que ese informe siga en su sitio —repuso Erlendur yendo hacia la puerta.

Hanna le seguía con la mirada.

—¿Me prometes que esta información no llegará más lejos? —preguntó ella cuando Erlendur ya salía.

—Eso ya te lo he dicho. Esa información es sólo para mí.

—Bueno, míralo entonces —dijo Hanna, y volvió a abrir el fichero.

Erlendur cerró la puerta, cogió la carpeta y empezó a leer el informe. Hanna encendió un cigarrillo mientras esperaba a que Erlendur terminara de leer. Hizo caso omiso del letrero que decía que no se podía fumar dentro de la habitación. Rápidamente el aire se cargó de humo.

—¿Quién es Eydal?

—Uno de nuestros mejores científicos.

—¿Qué era lo que no querías que viera? ¿No quieres que hable con ese hombre?

Hanna no respondió.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Erlendur.

Hanna suspiró.

—Tengo entendido que él mismo guarda algunos de esos órganos —dijo finalmente.

—¿Ese hombre colecciona órganos? —inquinó Erlendur.

—Guarda algunos órganos. Una pequeña colección.

—¿Colección de órganos?

—No sé nada más.

—Entonces es posible que Eydal tenga el cerebro —dijo Erlendur—. Aquí pone que él cogió una muestra de Audur para investigar. ¿No será eso un asunto delicado para vuestra profesión?

—Es uno de nuestros mejores científicos —repitió Hanna entre dientes.

—Guarda en un estante de su casa el cerebro de una niña de cuatro años —gritó Erlendur.

—No te pido que entiendas el trabajo de un científico —dijo ella.

—¿Y qué es lo que tengo que entender?

—No debería haber dejado que entraras aquí —susurró Hanna.

—Eso lo he oído antes —dijo Erlendur.

Capítulo 32

Elinborg encontró a la mujer de Húsavík.

Le faltaban por investigar dos nombres de su lista y dejó a Sigurdur Óli con los técnicos en Las Marismas. La primera de las dos reaccionó como tantas otras que Elinborg había entrevistado. Sorpresa inicial, algo exagerada y que parecía ensayada. Probablemente ya se había enterado de la historia por otro lado. Dijo que había estado esperando la visita de la policía. La segunda mujer y última de la lista se negó a hablar con Elinborg. Ni siquiera quería dejarla entrar en su casa. Dijo no saber de qué estaba hablando y que no podía ayudarla.

Pero Elinborg no dejó de notar cierta vacilación en sus respuestas. Parecía necesitada de fuerza para decir lo que quería y le faltaba espontaneidad. Se comportó como si hubiera estado esperando la visita de la policía pero, al contrario de las demás mujeres, no quería saber nada acerca del caso. Quería quitarse a Elinborg de encima cuanto antes.

Elinborg intuía que había encontrado a la mujer que buscaban. Volvió a hojear sus papeles. El nombre de la mujer era Katrín y era jefa de sección de la Biblioteca de Reikiavik. Estaba casada. Su marido era el gerente de una importante agencia de publicidad. Tendría unos sesenta años. Tres hijos, todos varones, nacidos entre 1958 y 1962. Se había mudado de Húsavík en el 62 y había vivido en Reikiavik desde entonces.

Elinborg volvió a llamar al timbre.

—Creo que deberías hablar conmigo —dijo cuando la puerta se abrió de nuevo.

Katrín la miró fijamente.

—No puedo ayudaros en nada —contestó en un tono brusco—. Sé de qué se trata. He recibido unas llamadas horribles. Pero no sé nada sobre ninguna violación. Espero que te baste con eso y que me dejes en paz.

Iba a cerrar la puerta.

—Es posible que a mí me baste con eso, pero a un hombre llamado Erlendur, que está investigando el asesinato de Holberg, no le va a bastar. La próxima vez que abras la puerta será él quien estará aquí en mi lugar y no le podrás echar. Él no admite que nadie le cierre la puerta en sus narices. Puede hacer que te lleven a la comisaría si es preciso.

—Déjame tranquila, por favor —dijo Katrín, y cerró la puerta.

«Ojalá pudiera», pensó Elinborg. Sacó el móvil y llamó a Erlendur, que en ese momento volvía de la universidad. Elinborg le explicó la situación y él dijo que estaría allí en diez minutos.

Cuando llegó no vio a Elinborg por ninguna parte, pero reconoció su coche aparcado delante de la casa. Era una casa grande del barrio de Vogar, dos plantas y un garaje doble. Llamó al timbre y para su sorpresa le abrió Elinborg.

—Creo que he encontrado a la mujer —dijo en voz baja, e hizo entrar a Erlendur—. Salió a buscarme aquí fuera hace un momento y se disculpó por su brusquedad. Dijo que prefiere hablar con nosotros aquí que en comisaría. Conocía la historia de la violación y nos esperaba.

Elinborg entró en la casa delante de Erlendur y fue directamente a un salón donde les aguardaba Katrín. La mujer saludó a Erlendur con un apretón de manos intentando sonreír, pero sin lograrlo del todo. Iba vestida con gusto, llevaba una falda gris y una blusa blanca. Su espesa melena rubia le llegaba hasta los hombros. Era alta, de piernas estilizadas y hombros estrechos. Su atractiva cara denotaba preocupación.

Erlendur miró a su alrededor. Había gran cantidad de libros dispuestos en varios muebles con estantes y puertas de cristal. Al lado de una de las librerías había un bonito escritorio; en medio del salón, un tresillo de cuero, antiguo, pero bien conservado, y en un rincón, una mesa auxiliar. Cuadros en las paredes. Pequeñas acuarelas con bonitos marcos, fotografías de la familia. Erlendur observó detenidamente estas últimas. Todas eran antiguas. Los tres chicos con sus padres. Las últimas estaban hechas en sus primeras comuniones. No parecía que se hubieran graduado, ni casado.

—Queremos buscar algo más pequeño —dijo Katrín como disculpándose cuando vio que Erlendur estudiaba el entorno—. Esta casa ya se ha vuelto demasiado grande para nosotros.

Erlendur asintió con la cabeza.

—¿Está tu marido en casa?

—Albert no llegará hasta más tarde. Está en el extranjero. Esperaba poder hablar de esto antes de que él llegara.

—¿Nos sentamos? —dijo Elinborg.

Katrín se disculpó y les invitó a sentarse. Se acomodó sola en el sofá y Elinborg y Erlendur en los sillones, frente a ella.

—¿Qué es exactamente lo que queréis de mí? —preguntó Katrín mirando a uno y a otra—. No sé dónde entro yo en este asunto. El hombre está muerto. A mí no me concierne.

—Holberg era un violador —dijo Erlendur—. Tuvo una hija con una mujer del sur después de haberla violado. Cuando empezamos a investigar su vida, averiguamos que antes había violado a otra mujer, una mujer de Húsavík, de una edad parecida a la de la segunda victima. Es posible que violara a más mujeres, pero no lo sabemos. Necesitamos encontrar a la víctima de Húsavík. A Holberg le mataron en su domicilio, y algunos indicios nos hacen pensar que la explicación del asesinato está relacionada con su desagradable pasado.

Erlendur y Elinborg advirtieron que ese discurso no parecía impresionar a Katrín. No reaccionó cuando hablaron sobre las violaciones de Holberg, ni cuando hablaron sobre la hija que tuvo, y tampoco hizo ninguna pregunta.

Erlendur tomó la palabra.

—Esta historia no parece impresionarte —dijo.

—No —repuso Katrín—. ¿Por qué tendría que impresionarme?

—¿Qué puedes decirnos sobre Holberg? —preguntó Erlendur después de un corto silencio.

—Le reconocí enseguida cuando vi las fotografías en la prensa —contestó Katrín. El tono de desafío parecía haber desaparecido de su voz, sus palabras eran susurros—. Sin embargo, había cambiado mucho —añadio.

—La fotografía que se publicó es de nuestros archivos —dijo Elinborg—. Era de un carnet de conducir que había renovado recientemente. Era camionero. Conducía por todo el país.

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