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Authors: Arnaldur Indridason

Las Marismas (6 page)

BOOK: Las Marismas
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—Creí haberte dicho por teléfono que no quería tener nada que ver contigo ni con la policía —dijo con enfado cuando Erlendur se hubo presentado.

—Ya lo sé —contestó Erlendur—, pero…

—Te voy a pedir que me dejes en paz —dijo Elín—. No tendrías que haberte molestado en venir hasta aquí.

Salió fuera y cerró la puerta. Bajó los tres escalones que había delante de la entrada, abrió la cancela del jardín y se fue calle abajo. Dejó abierta la puerta del jardín para hacer saber a Erlendur que lo quería fuera de allí. Ni siquiera le miró. Erlendur se quedó de pie en las escaleras y la vio alejarse.

—Sabes que Holberg ha muerto —le gritó Erlendur.

Ella no contestó.

—Lo asesinaron en su domicilio. Eso ya lo sabes.

Erlendur había salido a la calle e iba andando despacio detrás de Elín. Ella llevaba un paraguas negro para protegerse de la lluvia. Erlendur sólo llevaba un sombrero. Elín aligeró el paso y él intentó alcanzarla acelerando el suyo. No sabía qué decirle para llamar su atención y conseguir que le escuchara. Tampoco sabía por qué la mujer reaccionaba de aquella manera.

—Quería preguntarte sobre Audur —dijo.

La mujer se paró en seco y fue hacia él con cara de enojo.

—Tú, poli inútil y de poca monta —siseó entre dientes—. No la nombres siquiera. ¿Cómo te atreves? Después de todo lo que le hicisteis. ¡Desaparece! ¡Desaparece en este mismo momento! ¡Poli inútil!

Miraba a Erlendur con odio en los ojos, pero él no bajó la vista.

—¿Después de todo lo que le hicimos? —preguntó—. ¿A quién?

—¡Fuera! —gritó la mujer, se dio la vuelta y dejó a Erlendur plantado donde estaba.

No tenía ganas de seguir detrás de ella, así que se quedó mirando cómo se alejaba bajo la lluvia, algo encorvada con su abrigo verde y unas botas de goma que le llegaban por encima del tobillo. Pensativo, volvió hasta su coche, que estaba aparcado delante de la casa de Elín. Subió al vehículo, encendio un cigarrillo, bajó la ventanilla y puso el motor en marcha. Dio marcha atrás y salió lentamente del aparcamiento, puso la primera y pasó por delante de la casa.

Inhaló el humo y volvió a notar ese ligero dolor en el pecho. No era nada nuevo. Erlendur estaba preocupado por esa pequeña molestia desde hacía casi un año. Un dolor tenue que le molestaba al despertarse por las mañanas, pero que solía desaparecer rápido después de levantarse. El colchón de su cama no era bueno. A veces, cuando estaba mucho rato acostado, le dolía todo el cuerpo.

Inhaló un poco más de humo.

Ojalá fuera el colchón.

El móvil sonó dentro de su bolsillo en el momento en que apagaba el cigarrillo. Era el jefe del departamento técnico, que le comunicó que habían logrado descifrar la frase de la lápida y habían encontrado su origen en la palabra de Dios.

—Es un fragmento del salmo 64 de David —dijo el jefe.

—Bien —repuso Erlendur.

—Guarda mi vida del temor al enemigo.

—¿Qué?

—En la lápida pone: «Guarda mi vida del temor al enemigo». Es de los salmos de David.

—Guarda mi vida del temor al enemigo.

—¿Sirve eso de ayuda?

—No tengo ni idea.

—Había dos huellas dactilares en la foto.

—Sí, Sigurdur Óli ya me lo había dicho.

—Una es del fallecido, pero la otra no la tenemos en nuestros registros. Es poco clara. Seguramente es una huella muy antigua.

—¿Sabéis con qué tipo de cámara fue tomada la fotografía? —preguntó Erlendur.

—Es imposible de decir. Pero creo que no era una cámara demasiado buena.

Capítulo 9

Sigurdur Óli dejó el coche en un aparcamiento de la empresa Transportes de Islandia, donde creía que no iba a molestar a nadie. Allí había camiones aparcados en fila, algunos estaban cargándolos, otros se marchaban y otros llegaban e iban marcha atrás hacia el almacén de la empresa. Un fuerte olor a gasolina y gasóleo inundaba el aire poco a poco mientras los motores emitían un ruido ensordecedor. Empleados y clientes discurrían apresurados por el aparcamiento y los almacenes.

El servicio meteorológico había predicho más lluvia para los próximos días. Sigurdur Óli se protegió de la lluvia con su abrigo, poniéndoselo por encima de la cabeza mientras cruzaba corriendo el aparcamiento hacia el almacén. Le indicaron que debía hablar con un capataz, que estaba sentado dentro de un cubículo de cristal repasando papeles; parecía muy ocupado.

El capataz era un hombre gordo que llevaba un anorak azul, abrochado con un solo botón encima de la barriga, y tenía una colilla de cigarro entre los dedos. Había oído lo de la muerte de Holberg y confesó haber tratado bastante con él. Lo describió como un hombre formal, un buen conductor que había trabajado durante años y conocía todos los rincones de la red de carreteras del país. Dijo que era reservado, que nunca hablaba de su vida privada, que no tenía amigos íntimos en esa empresa. No sabía a qué se había dedicado antes de entrar en la empresa, por su manera de hablar creía que siempre había sido camionero. Soltero y sin hijos, según parecía. Nunca hablaba de su familia

—Ya lo creo —dijo el capataz como para terminar la conversación; sacó un pequeño encendedor de su bolsillo y encendio la colilla del cigarro—. Maldito final, puf, puf.

—¿Con quiénes se relacionaba aquí? —preguntó Sigurdur Óli intentando no respirar el maloliente humo del cigarro.

—Puedes hablar con Hilmar y con Gauji, supongo que ellos fueron los que más lo conocían. Hilmar está aquí fuera. Es del este del país, de Reydarfjordur, y Holberg le dejó dormir en su casa algunas veces, cuando tenía que pernoctar en Reikiavik. Los conductores tienen que cumplir ciertas normas de descanso, y entonces necesitan un sitio para dormir aquí en la ciudad.

—¿Sabes por casualidad si durmió en casa de Holberg el último fin de semana?

—No, estaba trabajando en el este. Pero tal vez el anterior sí.

—¿Se te ocurre alguien que pudiera querer hacerle daño a Holberg? ¿Algunas disputas aquí en el trabajo, o…?

—No, puf, nada de eso, puf, puf. —El hombre tenía dificultades para mantener el cigarro encendido—. Habla con, puf, Hilmar, amigo. Quizás él te pueda ayudar.

Sigurdur Óli encontró a Hilmar según las indicaciones del capataz. Estaba de pie en la puerta del almacén, observando cómo descargaban un camión. Era un hombre de unos dos metros de altura, complexión fuerte, pelirrojo, con barba y dos brazos fuertes y peludos que salían de su camiseta de manga corta. Parecía tener unos cincuenta años. Unos tirantes azules y viejos aguantaban sus tejanos gastados. Una pequeña elevadora de horquilla estaba descargando el camión. Otro camión se acercaba marcha atrás a la puerta de al lado, con el ruido correspondiente. Al mismo tiempo dos camioneros tocaban el claxon y gritaban por la ventanilla.

Sigurdur Óli se acercó a Hilmar y le tocó el hombro, pero el camionero no se dio cuenta. Le tocó más fuerte y finalmente Hilmar se volvió hacia él. Vio que Sigurdur Óli le hablaba, pero no le oía y le miraba con ojos vacíos. Sigurdur Óli subió la voz y le pareció ver alguna chispa de entendimiento en los ojos de Hilmar, aunque resultó ser una equivocación. Hilmar se limitó a sacudir la cabeza y a señalarse los oídos.

Sigurdur Óli no se daba por vencido: se puso de puntillas y gritó a todo pulmón. En ese momento, el aparcamiento se quedó en silencio de golpe y sus palabras retumbaron entre las paredes del enorme almacén:

—¿DORMISTE CON HOLBERG?

Capítulo 10

Estaba recogiendo las hojas secas de su jardín cuando apareció Erlendur. No levantó la vista hasta que Erlendur llevaba ya un buen rato observando cómo trabajaba, con los movimientos lentos de un hombre anciano. Se limpió una gota que le caía de la nariz. No parecía importarle la lluvia ni que las hojas estuvieran todas pegadas y costara manejarlas. No se daba ninguna prisa, las rascaba con el rastrillo e intentó formar algunos montones. Aún vivía en Keflavík, en el mismo sitio donde había nacido.

Erlendur había pedido a Elinborg que consiguiera información sobre él y ella había desenterrado lo más importante que tenían sobre el anciano del jardín, su hoja de servicios como policía, las observaciones que se habían hecho sobre su comportamiento y su manera de trabajar. Las observaciones abarcaban muchos años y eran bastantes, entre ellas las que se hicieron sobre la denuncia de Kolbrún y la amonestación que le costó la dirección de aquel asunto. Erlendur recibió la información mientras estaba comiendo en Keflavík. Se le pasó por la cabeza dejar la visita hasta el día siguiente, pero cambió de opinión cuando pensó que tendría que volver a echarse a la carretera un día más con esa lluvia torrencial.

El hombre llevaba una chaqueta verde y una gorra de béisbol. Las manos, blancas y huesudas, manejaban el rastrillo. Era alto y seguramente había sido más fuerte e imponente en otros tiempos, pero ahora era viejo, estaba marchito y le colgaba una gota de la nariz. Erlendur miraba cómo trabajaba torpemente en el jardín, detrás de la casa. El hombre no levantó la vista de las hojas secas y no prestó ninguna atención a Erlendur. Así pasó un buen rato, hasta que Erlendur decidio hacerse notar.

—¿Por qué la hermana no quiere hablar conmigo? —dijo, y vio cómo el viejo se sobresaltaba.

—¿Qué? ¿Qué ha sido eso? —Levantó la vista—. ¿Y tú quién eres?

—¿Cómo recibisteis a Kolbrún cuando os trajo la denuncia? —le preguntó Erlendur.

El viejo se limpió la gota de la nariz y miró fijamente a ese desconocido que estaba en su jardín.

—¿Te conozco? —preguntó a su vez—. ¿De qué me hablas? ¿Quién eres?

—Me llamo Erlendur. Estoy investigando el asesinato en Reikiavik de un hombre llamado Holberg. Lo denunciaron por violación hace cuarenta años. Tú llevaste el caso. La mujer a la que violó se llamaba Kolbrún. Ha fallecido. Su hermana no quiere hablar con la policía por razones que intento averiguar. Me dijo: «Después de todo lo que le hicisteis…». Ahora quiero saber qué fue lo que le hicimos.

El hombre miró fijamente a Erlendur sin decir nada.

—¿Qué le hicimos? —repitió Erlendur.

—No me acuerdo… ¿Qué derecho tienes tú? ¿Qué atrevimiento es éste? —Le temblaba ligeramente la voz—. Sal de mi jardín o llamo a la policía.

—Mira, Rúnar, yo soy la policía. Y no tengo tiempo para aguantar tonterías.

El hombre se quedó pensativo.

—¿Son ésos los nuevos procedimientos? ¿Atacar a la gente con insinuaciones y malas maneras?

—Menos mal que mencionas procedimientos y malas maneras —dijo Erlendur—. Te pusieron una vez ocho denuncias por patochadas en el trabajo, brutalidad entre ellas. No sé a quién tuviste que hacer favores para mantenerte en tu puesto, pero no le harías un servicio lo bastante grande, ya que al final saliste del cuerpo sin honor. Despedido…

—¡Cállate! —dijo el hombre, y miró a su alrededor—. ¿Cómo te atreves…?

—Por acoso sexual, varias veces.

Las blancas y huesudas manos del anciano apretaron el rastrillo con tanta fuerza que debajo de la piel estirada se le veían todos los huesos.

La boca se le contrajo con una mueca de odio y mantuvo los ojos entreabiertos. Camino de Keflavík, y mientras la información de Elinborg le quemaba el cerebro como si fuera corriente eléctrica, Erlendur se había cuestionado si realmente se podía acusar a este hombre por lo que hizo en otra vida, cuando era otro hombre, en otros tiempos. Erlendur llevaba suficiente tiempo en el cuerpo de policía para recordar las historias que se contaban sobre él y los problemas que causó. Se acordaba de Rúnar. Se había encontrado con él dos o tres veces hacía muchos años, pero ahora era ya tan viejo y decrépito que le costó relacionar a aquel hombre con el anciano del jardín. Aún se contaban algunas historias sobre Rúnar dentro del cuerpo. Erlendur había leído una vez que el pasado era otro mundo y así lo creía. Entendía que los tiempos cambiaban y los hombres también. Pero no estaba dispuesto a borrar el pasado.

Estaban de pie en el jardín, frente a frente.

—¿Qué me dices de Kolbrún? —preguntó Erlendur.

—¡Lárgate!

—Primero me cuentas lo de Kolbrún.

—¡Era una maldita puta! —dijo el hombre de repente entre dientes—. Y ya está, ahí lo tienes, lárgate. Todo lo que dijo sobre mí eran podridas mentiras. No hubo ninguna violación de mierda. ¡Mintió!

Erlendur vislumbraba a Kolbrún sentada, hacía cuarenta años, delante de este hombre denunciando una violación. Trataba de imaginar cómo se había armado de valor para decidir ir a la policía y explicar lo que le había pasado, el miedo que había vivido y que quería olvidar como si no hubiera ocurrido nada. Como si sólo hubiera sido una pesadilla y ella siguiese siendo la misma de antes. Pero nunca sería la misma de antes. Estaba sucia. La habían atacado y la habían forzado…

—Vino tres días después de los hechos y acusó al hombre de violación —le dijo el viejo a Erlendur—. No era muy convincente.

—Y tú la echaste —continuó Erlendur.

—Estaba mintiendo.

—Y te reíste de ella, la ridiculizaste y le dijiste que lo olvidara. Pero ella no lo olvidó, ¿verdad?

El viejo miraba a Erlendur con odio.

—Se fue a Reikiavik, ¿no? —dijo Erlendur.

—Nunca condenaron a Holberg.

—¿Y gracias a quién?

Erlendur se imaginaba a Kolbrún discutiendo con Rúnar en el despacho. ¡Discutir con ese hombre! Discutir sobre lo que ella había tenido que soportar. Intentar convencerle de que decía la verdad, como si él fuera el juez supremo en este caso.

Ella necesitaba todas sus fuerzas cuando le detallaba los sucesos de esa noche. Intentaba contarlo ordenadamente, pero era demasiado terrible. No podía describirlo. No podía describir lo que para ella era imposible de contar, asqueroso, espantoso. De alguna manera pudo acabar su entrecortado relato. ¿Era eso una sonrisa? No podía entender por qué el policía estaba sonriendo. Sería su imaginación. Luego, él empezó a interrogarla acerca de los detalles.

—Explícame exactamente lo que pasó.

Ella le miró y titubeando volvió a empezar su relato.

—No, eso ya lo has dicho. Explícame detalladamente qué pasó. Llevarías bragas. ¿Cómo te las quitó? ¿Qué hizo para penetrarte?

¿Lo decía en serio? Se le ocurrió preguntar si había alguna mujer policía con quien poder hablar.

—No… Si quieres denunciar a ese hombre por violación, tendrás que ser más precisa, ¿entiendes? ¿Habías coqueteado con él de manera que pudiera pensar que estabas dispuesta a jugar?

¿Dispuesta a jugar?

Le dijo en voz muy baja que no había hecho nada en absoluto.

—Tienes que hablar más alto. ¿Cómo te quitó las bragas?

Estaba segura de que eso era una sonrisa. Le hacía las preguntas bruscamente, ponía en duda lo que decía, era grosero, algunas de las preguntas eran ofensivas, obscenas. Intentó hacerla confesar que la culpable de la violación era ella, que había querido tener relaciones con el hombre y que luego había cambiado de opinión, cuando ya era demasiado tarde. ¿Entiendes? Demasiado tarde para dar marcha atrás. No se puede ir a una sala de fiestas, coquetear con un hombre y luego dar marcha atrás. Eso no se hace.

Finalmente, ella se puso a llorar, abrió el bolso, sacó una bolsita de plástico y se la entregó. Él abrió la bolsita y extrajo unas bragas, rotas…

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