Authors: Arnaldur Indridason
Erlendur hizo una llamada a la casa particular de un jefe de departamento del Registro Civil. Sabía que ahí se guardaban todos los certificados de defunción desde el año 1916. En el edificio del Registro no había ni un alma, habían cerrado hacía algunas horas. Unos treinta minutos más tarde llegó el jefe de departamento con su coche y saludó a Erlendur con un brevísimo apretón de manos. Tecleó los números de la alarma antirrobos y abrió la puerta del edificio con una tarjeta especial. Erlendur le explicó la razón de su llamada, pero sin entrar en detalles.
Echaron un vistazo a todos los certificados de defunción del año 1968. Encontraron dos con el nombre de Audur. Uno de ellos era el de una niña de poco menos de cuatro años. En el censo encontraron sin problemas el nombre del médico que había firmado el certificado de defunción. Vivía en Reikiavik. El nombre de la madre de la niña también figuraba en el certificado. La hallaron fácilmente. Su último domicilio registrado correspondía a Keflavík, a principios de los años ochenta. La mujer se llamaba Kolbrún. La buscaron entre los certificados de defunción y dieron con ella. Había fallecido en 1971, tres años después que su hija.
La niña había muerto por un tumor cerebral maligno.
La madre se había suicidado.
El novio recibió a Erlendur en su despacho. Era delegado de marketing y calidad en una empresa mayorista que importaba de Estados Unidos cereales para el desayuno. Erlendur, que no había comido cereales norteamericanos en su vida, se preguntaba al sentarse en el despacho cuál sería el trabajo de un delegado de marketing y calidad en una empresa mayorista. Sin embargo, no se lo preguntó. El novio llevaba una camisa roja, bien planchada, y gruesos tirantes. Se había remangado como si necesitara todas sus fuerzas para desarrollar con excelencia su trabajo en defensa de la calidad. Era de altura media, algo rellenito y lucía una pequeña barba alrededor de la boca, de labios gruesos. Se llamaba Viggo.
—No sé nada de Dísa —se apresuró a decir al sentarse frente a Erlendur.
—¿Le dijiste algo que…?
—Eso es lo que todos creen —contestó el novio—. Todos creen que fue culpa mía. Eso es lo peor. Lo peor de toda esta historia. No lo soporto.
—¿Notaste algo extraño en su manera de comportarse antes de desaparecer? ¿Algo que indicase que estaba nerviosa?
—Todo el mundo se estaba divirtiendo. Una boda, ya sabes lo que quiero decir.
—No.
—¿Nunca has estado en una boda?
—Una vez. Hace mucho tiempo.
—Nosotros teníamos que bailar el primer baile. Se habían pronunciado los discursos y las amigas de ella habían montado algunos numeritos divertidos. Había llegado el acordeonista y nosotros teníamos que bailar el primer baile. Yo estaba sentado a la mesa y todos fueron a buscar a Dísa, pero había desaparecido.
—¿Dónde la viste por última vez?
—Estaba sentada a mi lado y dijo que iba al lavabo.
—¿Le dijiste algo que la hiciese enfadar?
—En absoluto. Le di un beso y le dije que se diera prisa.
—¿Cuánto tiempo pasó desde que se fue al lavabo hasta que empezasteis a buscarla?
—¡Uf! No lo sé. Me senté con mis amigos, luego salí fuera para fumar, todos los que querían fumar tenían que salir fuera, charlé con gente al salir y al entrar. Luego volví a sentarme a la mesa, llegó el acordeonista y vino a hablar conmigo sobre el baile. Acordamos lo que tenía que tocar. Hablé con alguien más, quizá pasó una media hora, no lo sé.
—¿Y en ese tiempo no la viste?
—No. Fue un desastre total. Todo el mundo me miraba a mí como si fuera culpable.
—¿Tú qué crees que le puede haber pasado?
—La he buscado en todas partes. He hablado con todas sus amigas y familiares, y nadie sabe nada o no lo quiere decir.
—¿Piensas que alguien no te dice la verdad?
—En algún sitio estará.
—¿Sabías que dejó un mensaje?
—No. ¿Qué mensaje? ¿Qué quieres decir?
—Colgó un mensaje en una especie de árbol de los mensajes. Decía: «Él es horrible. ¿Qué he hecho?». ¿Lo entiendes?
—Él es horrible… —repitió Viggo—. ¿Y a quién se refiere?
—Esperaba que fueras tú.
—¿Yo? —exclamó Viggo muy nervioso—. Yo no le he hecho nada, nada en absoluto. Nunca. No, no se refiere a mí. Es imposible que se refiera a mí.
—El coche que se llevó apareció en Gardastraeti. ¿Te dice algo sobre…?
—No conoce a nadie en Gardastraeti. ¿Vais a anunciar su desaparición por la radio?
—Creo que su familia prefiere darle tiempo para que vuelva por su cuenta.
—¿Y si no lo hace?
—Entonces ya veremos. —Erlendur vaciló—. Yo pensaba que seguramente se pondría en contacto contigo —dijo—. Para hacerte saber que está bien.
—Eso es lo que creía yo también —repuso el delegado de marketing y calidad—. Nos hemos casado, aunque sólo sea eso.
Se quedó callado.
—Espera, ¿estás insinuando que todo podría haber sido culpa mía y que no me habla porque le hice algo? ¡Esto es una mierda! ¿Sabes qué sentí al llegar al trabajo el lunes? Todos mis compañeros estuvieron en la boda. ¡Mi jefe vino a la boda! ¿Y tú piensas que fue culpa mía? ¡Mierda! Todos creen que fue culpa mía.
—Mujeres —dijo Erlendur, y se levantó.
Qué complicado era manejar la calidad.
Erlendur acababa de llegar a su despacho cuando sonó el teléfono. Reconoció la voz enseguida aunque llevaba mucho tiempo sin oírla. Todavía era clara y fuerte, a pesar de que su propietaria estaba ya entrada en años. Erlendur conocía a Marion Briem desde hacía casi treinta años y su relación no siempre había sido fácil.
—Acabo de regresar de la casa de verano —dijo la voz— y no supe las noticias hasta llegar a casa.
—¿Hablas de Holberg? —preguntó Erlendur.
—¿Habéis estudiado los informes sobre él?
—Sé que Sigurdur Óli estaba buscando algo en el ordenador, pero no sé nada más. ¿A qué informes te refieres?
—Me pregunto si están en los ordenadores. Tal vez se tiraron. ¿Hay alguna regla sobre la caducidad de los informes? ¿Se destruyen?
—¿Adonde quieres llegar?
—Holberg no era un ciudadano de primera —dijo Marion Briem.
—¿Cómo?
—Todo indica que era un violador.
—¿Todo indica…?
—Fue denunciado por violación, pero nunca le juzgaron. Eso ocurrió en 1963. Deberíais mirar vuestros informes.
—¿Quién le denunció?
—Una mujer llamada Kolbrún. Vivía en…
—¿Keflavík?
—Sí, ¿sabes algo acerca de ella?
—Encontramos una fotografía en el escritorio de Holberg. Era como si la hubiera escondido. La foto era de la lápida de una niña llamada Audur y fue tomada en un cementerio que aún no hemos identificado. Desperté a un majadero del Registro Civil y encontramos el nombre de Kolbrún en el certificado de defunción. Era la madre de la niña. Ha fallecido.
Marion no dijo nada.
—¿Marion?
—¿Y eso qué te dice? —preguntó la voz del teléfono.
Erlendur se quedó pensativo.
—Me imagino que si Holberg violó a la madre puede ser el padre de la niña y que eso explica que haya guardado la fotografía en su escritorio. La niña tenía cuatro años cuando murió, nació en 1964.
—Nunca juzgaron a Holberg —dijo Marion Briem—. El caso fue desestimado por falta de pruebas.
—¿Se lo había inventado la mujer?
—Me parece poco probable, pero seguramente no se podía demostrar. Supongo que nunca es fácil para una mujer denunciar una violación. Puedes imaginarte lo que tuvo que haber sufrido esta señora hace casi cuarenta años. Si hoy ya es bastante difícil dar la cara y denunciar un hecho así, entonces tuvo que ser mucho más duro. No lo habría hecho sin tener una razón. Tal vez la fotografía fuera una especie de demostración de paternidad. ¿Por qué la escondería Holberg en su escritorio? Las fechas coinciden. La violación ocurrió en 1963. Dices que Audur nació al año siguiente y que murió a los cuatro años. Kolbrún entierra a su hijita. Holberg está de alguna manera implicado en el asunto. Quizás él mismo hizo la foto. No sé con qué intención. Tal vez no tenga importancia.
—Seguro que no asistió al entierro, pero es posible que luego fuera al cementerio y fotografiara la lápida. ¿Es eso lo que quieres decir?
—Hay otra posibilidad.
—¿Sí?
—Tal vez Kolbrún sacó la fotografía y se la envió.
Erlendur se quedó pensativo un momento.
—Pero ¿para qué? Si él la violó, ¿por qué le envió ella la fotografía?
—Es un misterio.
—¿Sabes si el certificado de defunción menciona la causa de la muerte de Audur? —preguntó Marion Briem—. ¿Cómo murió la niña? ¿Sufrió un accidente?
—Pone que fue por un tumor cerebral. ¿Crees que es importante?
—¿Le hicieron la autopsia?
—Seguramente. El nombre del médico figura en el certificado.
—¿Y la madre?
—Muerte repentina en su domicilio.
—¿Suicidio?
—Sí.
—Ya no vienes a verme —dijo Marion Briem después de una breve pausa.
—Trabajo —argumentó Erlendur—. Maldito, asqueroso trabajo.
Por la mañana llovía, y camino de Keflavík los coches intentaban esquivar el agua acumulada en los baches. La lluvia era tan intensa que los conductores apenas veían a través de los cristales de los vehículos, que, además, eran sacudidos por el furioso viento del este. Los limpia-parabrisas trabajaban a toda velocidad para intentar barrer el aguacero de los cristales y Erlendur se agarraba con tanta fuerza al volante que los nudillos se le volvieron blancos. Le parecía ver las luces rojas de un coche un poco más adelante e intentaba seguirlo lo mejor que podía.
Erlendur iba solo. Después de hablar con la hermana de Kolbrún por teléfono, había pensado que sería lo mejor. La hermana figuraba en el certificado como el familiar más próximo. No se había mostrado muy dispuesta a ayudar y se había negado rotundamente a ver a Erlendur. Los periódicos habían publicado una fotografía del muerto y su nombre. Erlendur le preguntó si lo había visto e iba a añadir si se acordaba de él cuando ella le colgó en mitad de la frase. Entonces decidió ir a Keflavík y comprobar cómo reaccionaba ella al verle ante su puerta. Prefería no tener que hacer que la policía la obligara a presentarse en comisaría.
Erlendur había dormido mal la noche anterior. Estaba preocupado por Eva Lind y temía que se hubiese metido en algún lío. Cuando llamaba a su teléfono móvil, siempre le contestaba una voz mecánica, diciendo que estaba apagado o fuera de cobertura. Erlendur se acordaba pocas veces de sus sueños, pero al despertar aquella mañana tuvo una sensación desagradable y los retazos de una pesadilla cruzaron por su lente antes de desaparecer por completo.
Tenían muy poca información acerca de Kolbrún. Había nacido en 1934 y denunció a Holberg por violación el 23 de noviembre de 1963. Antes de salir para Keflavík, Sigurdur Óli había leído el contenido de la denuncia, en la que figuraban datos sacados de un informe policial que describía los hechos. Sigurdur Óli lo había encontrado en los archivos de la policía siguiendo las indicaciones de Marion Briem.
Kolbrún tenía treinta años cuando tuvo a su hija Audur. La violación había ocurrido nueve meses antes. Según la declaración de Kolbrún, los hechos sucedieron de la siguiente manera: había conocido a Holberg en la sala de fiestas Krossmn, que entonces estaba entre los pueblos de Keflavík y Njardvík. Era un sábado por la noche. No lo conocía ni lo había visto antes. Ella estaba con dos amigas, y Holberg y dos amigos suyos estuvieron bailando con ellas. Cuando la sala de fiestas cerró, decidieron ir todos a casa de una de las amigas de Kolbrún y tomar allí unas copas. Poco después, Kolbrún decidio irse a su casa. Holberg se ofreció para acompañarla, así iría más segura. Ella aceptó. Ninguno de los dos había bebido más de la cuenta. Kolbrún dijo que había bebido dos vasitos de vodka y algún refresco en la sala de fiestas. Holberg no había bebido nada esa noche. Le había dicho a Kolbrún que estaba tomando medicamentos por una infección en el oído. Junto con la denuncia había un certificado médico que lo confirmaba.
Holberg le preguntó si tenía teléfono, quería llamar a un taxi para ir a Reikiavik. Ella vaciló un momento, pero luego le indicó dónde estaba el teléfono. Él entró en el salón; mientras, ella se quedó en el recibidor quitándose el abrigo y luego se fue a la cocina para beber un vaso de agua. No oyó cuándo el dejó de hablar por teléfono, ni siquiera podía estar segura de que verdaderamente hubiera hablado. Sólo notó, de repente, que estaba detrás de ella cuando bebía agua en la cocina.
Se asustó, se le cayó el vaso al fregadero y el agua salpicó la mesa. Soltó un grito cuando sus manos le apretaron los pechos. Se zafó como pudo y corrió hasta el fondo de la cocina.
—¿Qué haces? —le preguntó ella.
—Vamos a divertirnos un ratito —le contesto él, y se quedó de pie delante de ella.
Alto, buen cuerpo, manos fuertes y dedos largos.
—Quiero que te vayas —dijo ella con determinación—. ¡Ahora! Vete, por favor.
—No, vamos a divertirnos un poco —repitió el.
Se acercó un paso y ella extendio las manos para detenerlo.
—¡No te acerques! —le gritó—. ¡Llamaré a la policía!
De pronto se sintió muy sola e indefensa con ese hombre que había dejado entrar en su casa y que ahora la tenía acorralada con las manos detrás de la espalda e intentaba besarla. Luchó contra él, pero no le sirvió de nada. Intentó convencerle hablando con él, pero su impotencia iba en aumento.
Erlendur se sobresaltó cuando un camión tocó el claxon, lo adelantó en medio de un terrible estruendo y lo inundó de agua. Dio un golpe de volante y derrapó. La parte trasera del coche se fue hacia un lado y por un momento Erlendur pensó que iba a perder el control y a salir de la carretera dando vueltas de campana. Disminuyó la velocidad bruscamente y logró mantenerse sobre el asfalto, no sin maldecir al camionero, que ya había desaparecido bajo la lluvia.
Veinte minutos más tarde llegó a una pequeña vivienda de madera en la parte vieja de Keflavík. La casa era blanca, estaba rodeada por una valla y tenía un jardín bien cuidado.
La hermana de Kolbrún se llamaba Elín y era algunos años mayor que ella. Estaba jubilada. Cuando Erlendur llamó al timbre, Elín estaba en el recibidor de la casa, a punto de salir. Le miró sorprendida. Era bajita y delgada, de mirada dura, pómulos altos y arrugas alrededor de la boca.