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Authors: Arnaldur Indridason

Las Marismas (7 page)

BOOK: Las Marismas
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Rúnar soltó el rastrillo, dispuesto a marcharse. Erlendur le detuvo y le acorraló junto a la pared de la casa. Se miraron a los ojos.

—Te dio una prueba —dijo Erlendur—. La única prueba que tenía. Estaba segura de que Holberg habría dejado un rastro en esa prueba.

—No me dio nada —siseó Rúnar—. Déjame en paz.

—Te dio las bragas.

—Eso es mentira.

—Tendrían que haberte despedido entonces —dijo Erlendur—. Maldito, despreciable canalla.

Caminaba lentamente hacia atrás, con cara de asco, alejándose de Rúnar, un anciano apoyado en la pared de la casa.

—Yo sólo quería que se enterara de lo que podía esperar si llevaba este asunto más lejos —dijo con voz de pito—. Le estaba haciendo un favor. En los tribunales se ríen de esta clase de historias.

Erlendur se dio la vuelta y se marchó pensando que, si existía Dios, cómo era posible que permitiera que un hombre como Rúnar viviese tanto tiempo y en cambio dejase morir a una niña inocente de cuatro años.

Tenía la intención de volver a casa de la hermana de Kolbrún, pero decidio pasar primero por la biblioteca de Keflavík. Paseó entre las estanterías ojeando los lomos de los libros hasta que encontró la Biblia. Erlendur conocía bastante bien la palabra de Dios. Abrió el libro buscando los Salmos de David y encontró el número 64. Ahí estaba la frase grabada en la lápida: Guarda mi vida del temor al enemigo.

Había estado en lo cierto. La frase era la continuación de la primera línea del salmo. Volvió a leerla unas cuantas veces, luego pasó la mano por encima de las páginas y la repitió en voz baja.

La primera línea del salmo era una invocación a Dios y, al leerla, a Erlendur le pareció oír la silenciosa llamada de la mujer a través de los tiempos.

Escucha, ¡oh, Dios!, la voz de mi gemido.

Capítulo 11

Erlendur aparcó delante de la pequeña casa de tejado de hierro ondulado y apagó el motor. Se quedó sentado dentro del coche para terminar de fumar su cigarrillo. Estaba intentando fumar menos y había llegado a quedarse en cinco cigarrillos algunos días, cuando todo iba bien. Éste era el número ocho y aún no eran las tres de la tarde.

Salió del coche, subió los peldaños hasta la casa y llamó al timbre. Esperó un buen rato sin que nadie abriera. Volvió a llamar, pero con el mismo resultado. Miró por la ventanita de la puerta y dentro de la casa vio el abrigo verde, el paraguas y las botas de agua. Llamó por tercera vez intentando guarecerse de la lluvia mientras esperaba. De pronto se abrió la puerta. Elín le miraba fijamente.

—¡Déjame en paz de una vez! ¿Me oyes? ¡Lárgate de aquí! ¡Vete!

Iba a cerrar la puerta de golpe, pero Erlendur logró poner finalmente el pie.

—No todos somos igual que Rúnar —le dijo—. Yo sé que a tu hermana no la trataron como se merecía. He estado hablando con Rúnar. Lo que hizo es imperdonable, pero ya no se puede remediar. Ahora es un anciano desgraciado que nunca será capaz de ver nada malo en su actitud de entonces.

—¡Déjame tranquila!

—Tengo que hablar contigo. Si no lo logro de esta manera, tendré que hacer que te lleven a comisaría para interrogarte. Preferiría evitarlo. —Sacó de su bolsillo la fotografía del cementerio y se la enseñó a través de la puerta entreabierta—. Encontré esta foto en casa de Holberg —le dijo.

Elín no contestó. Pasó un largo rato. Erlendur mantenía la foto en el estrecho resquicio entre la puerta y el marco, pero no podía ver a la mujer que empujaba la puerta desde dentro. Poco a poco notó que disminuía la presión sobre su pie, hasta que Elín le quitó la foto de la mano. Se abrió la puerta. La mujer se fue hacia dentro de la casa con la foto en la mano. Erlendur entró y cerró con cuidado.

Elín pasó a un pequeño salón. Por un momento, Erlendur dudó si debía quitarse los zapatos mojados. Luego decidio restregarlos en un felpudo y seguir a Elín; pasó por delante de una pequeña y ordenada cocina y de una habitación de trabajo. En las paredes del salón colgaban algunos cuadros, así como bordados enmarcados. En un rincón había un órgano electrónico.

—¿Reconoces esta fotografía? —preguntó Erlendur cautelosamente.

—Nunca la había visto —dijo la mujer.

—¿Mantuvo tu hermana alguna relación con Holberg después de… los hechos?

—Ninguna, que yo sepa. Ninguna. Ya te puedes imaginar.

—¿Se hicieron pruebas de sangre para averiguar si él era el padre?

—¿Para qué?

—Eso habría reforzado lo que declaró tu hermana de que realmente se trataba de una violación.

Levantó la vista de la fotografía y se quedó un rato mirando a Erlendur antes de decir:

—Los policías sois todos iguales. No sabéis hacer vuestro trabajo.

—¿No?

—¿No te has informado del caso?

—Más o menos, o eso creía.

—Holberg nunca negó que hubieran tenido relaciones sexuales. Era muy listo. Lo que nunca admitió fue que hubiera habido una violación. Dijo que todo había sido con el consentimiento de mi hermana. Dijo que se le había insinuado y que le había invitado a su casa. Ésa era su defensa. Que Kolbrún se había acostado con él por su propia voluntad. Se hizo el inocente. Se hizo el inocente, el gran bastardo.

—Pero…

—Lo único que tenía mi hermana eran unas bragas rotas —siguió diciendo Elín—. No tenía magulladuras. No era fuerte y no pudo defenderse mucho. Me dijo que se quedó paralizada de miedo cuando él empezó los tocamientos en la cocina. Luego la obligó a ir al dormitorio y ahí la violó. Dos veces. La mantuvo sujeta debajo de él, tocándola y diciéndole cosas obscenas hasta que estuvo preparado para volver a empezar. Tardó tres días en acumular bastante valor para ir a la comisaría a denunciarlo, y tener que someterse a una revisión médica no mejoró las cosas. Ella nunca entendio por qué la atacó. Se sentía culpable de haberle animado de alguna manera. Pensaba que tal vez en casa de su amiga después de que la sala de fiestas cerrara había dicho o hecho algo que despertó el deseo de Holberg. Se sentía culpable. Supongo que eso es una reacción frecuente.

Elín se quedó callada un rato.

—Cuando por fin se decidio, se topó con Rúnar. Yo la habría acompañado, pero le daba tanta vergüenza que no explicó a nadie lo que le había pasado hasta un tiempo después. Holberg la amenazaba. Le dijo que si lo denunciaba volvería a por ella. Cuando por fin fue a la policía pensaba que allí encontraría refugio. Que con eso se salvaría. Que la policía cuidaría de ella. Cuando Rúnar la mandó de vuelta a casa, después de humillarla y quedarse con sus bragas, vino a buscarme a mí.

—Nunca se encontraron las bragas —dijo Erlendur—. Rúnar negó…

—Kolbrún me dijo que se las había entregado y, que yo sepa, mi hermana nunca mentía. No sé qué pretendía ese hombre. Lo veo algunas veces por el pueblo, en el colmado o en la pescadería. Una vez le grité. No pude controlarme. Tuve la impresión de que eso le divertía. Sonreía. Kolbrún me habló una vez de esa sonrisa suya. Rúnar dijo que no había recibido ningunas bragas y que la declaración de Kolbrún había sido tan confusa que incluso llegó a pensar que estaba ebria. Por eso la envió a casa.

—Finalmente se llevó una reprimenda que no tuvo demasiadas consecuencias —dijo Erlendur—. Rúnar era amonestado constantemente. Dentro del cuerpo de policía era visto como un verdugo, pero alguien lo protegió hasta que se hizo imposible cubrirle las espaldas por más tiempo y tuvieron que echarlo.

—No existía ningún motivo de denuncia, es lo que dijeron. Rúnar tenía razón cuando le dijo a Kolbrún que debía olvidar el asunto. Claro que ella dudó mucho tiempo, demasiado tiempo. Fue lo bastante tonta para limpiar el piso de arriba abajo, incluidas las sábanas. De ese modo eliminó todas las pistas. Guardó las bragas. A pesar de todo guardó esa prueba. Como si eso fuera suficiente. Como si bastara sólo con decir la verdad. Quiso borrar todo de su vida a fuerza de lavadas. No quería vivir con las evidencias que se lo recordaban. Y como dije antes, no tenía magulladuras. Sólo tenía un labio partido y un poco de sangre en un ojo.

—¿Se recuperó?

—Nunca. Mi hermana era una mujer muy sensible. Tenía un alma delicada y era presa fácil para los que la querían mal. Como Holberg. Como Rúnar. Los dos se dieron cuenta y se ensañaron con ella, cada uno a su manera. Devoraron la presa.

Bajó la vista.

—Animales —añadio.

Erlendur esperó un rato antes de hablar.

—¿Cómo reaccionó cuando descubrió que estaba embarazada? —preguntó.

—Con mucha serenidad, o eso pensé yo. Enseguida tomó la decisión de alegrarse por el nacimiento de su bebé. Quería muchísimo a Audur. Se querían mucho las dos y mi hermana cuidaba muy bien de su hija. Hizo todo lo posible por ella. Pobrecita, bendita niña.

—¿Así que Holberg sabía que era el padre de la pequeña?

—Claro que lo sabía, aunque juró que no era suya. Lo negó rotundamente. Dijo que no era suya. Acusó a mi hermana de promiscua.

—¿Así que no tenían ninguna relación, ni con la hija ni…?

—¡Relación! Nunca. ¿Cómo se te ocurre? Eso era imposible.

—¿Y Kolbrún no le envió la fotografía?

—No. No puedo imaginar algo así. Habría sido imposible.

—Entonces fue él quien hizo la fotografía. O alguien que conocía la historia, y luego se la envió. Tal vez vio la esquela en los periódicos. ¿Salieron esquelas en la prensa?

—Sí, hubo esquelas y yo misma escribí una pequeña nota en su memoria. Quizá la leyó.

—¿Audur está enterrada aquí, en Keflavík?

—No. Somos de Sandgerdi y cerca de allí hay un pequeño cementerio. Kolbrún quiso que la enterraran allí. Era pleno invierno. Costó mucho cavar la tumba.

—En el certificado de defunción dice que murió de un tumor cerebral.

—Ése es el diagnóstico que le dieron a mi hermana cuando murió la niña. Simplemente murió. Se nos murió, pobrecilla, y no pudimos hacer nada por ella. Con tres años y pico.

Elín levantó la vista de la fotografía y miró a Erlendur.

—Simplemente se murió.

La casa estaba a oscuras y las palabras pasaban por las sombras llenas de interrogantes y tristeza. Elín se levantó despacio y encendio una lámpara de luz tenue de paso hacia la cocina. Erlendur la oyó abrir un grifo, llenar algún recipiente, abrir un bote. Poco después le llegó el aroma del café. Se levantó y observó los cuadros de las paredes. Había dibujos y pinturas. Un dibujo hecho por un niño encerrado en un delgado marco negro. Por fin encontró lo que buscaba. Eran dos fotografías, posiblemente tomadas con un año de diferencia. Dos fotografías de Audur.

La fotografía más antigua estaba hecha por un profesional en un estudio. Era en blanco y negro. La niña tendría aproximadamente un año y estaba sentada sobre un cojín, llevaba su mejor vestido, un lazo en el pelo y un sonajero en una mano. Miraba al fotógrafo con una sonrisa que revelaba cuatro pequeños dientes. La otra fotografía era de la misma niña a los tres años más o menos. Erlendur suponía que ésta la había hecho la madre. Era en color. La niña estaba entre unos arbustos y bañada por la luz solar. Llevaba un jersey rojo y una pequeña falda, calcetines blancos y zapatos negros. Miraba a la cámara con cara seria. Tal vez se había negado a sonreír.

—Kolbrún nunca se recuperó —dijo Elín mientras entraba en el salón.

Erlendur se enderezó.

—Seguramente no hay nada peor que perder a un hijo —aseguró él, y aceptó una taza de café.

Elín se sentó en el sofá y Erlendur se acomodó frente a ella sorbiendo su café.

—Si quieres fumar no hay ningún problema —dijo ella.

—Estoy intentando dejarlo —explicó Erlendur, procurando que no pareciera una excusa, mientras pensaba en el dolor que sentía en el pecho.

Sacó el paquete del bolsillo y encendió un cigarrillo. El noveno del día. Ella le acercó un cenicero.

—No —dijo ella—, probablemente no hay nada peor. Afortunadamente la lucha mortal fue breve. Empezó a tener dolores de cabeza. El médico que la examinó dijo que era migraña infantil. Le recetó unas pastillas que no le hicieron ningún efecto. No era un buen médico. Kolbrún me contó que había notado que olía a alcohol y que no se fiaba de él. Luego todo pasó muy deprisa. La niña se puso peor. Alguien habló de un carcinoma en la piel que el médico debería haber notado. Manchas. Los del hospital las llamaron «manchas de café». La mayoría las tenía en los sobacos. Finalmente la enviaron al hospital, aquí, en Keflavík. Allí llegaron a la conclusión de que se trataba de una especie de tumor en el sistema nervioso. Resultó ser un tumor cerebral. Todo eso duró seis meses.

Elín se calló.

—Como te dije, Kolbrún nunca fue la misma después —suspiró—. Supongo que nadie puede recuperarse de tanta desgracia.

—¿Le hicieron la autopsia a Audur? —preguntó Erlendur, imaginándose el pequeño cuerpo de la niña encima de una camilla de acero inoxidable, bajo la luz de los fluorescentes y con un corte en forma de Y en el pecho.

—Kolbrún se negó rotundamente —dijo Elín—, pero no la escucharon. Se trastornó cuando se enteró de que le habían hecho la autopsia. Se volvió loca de dolor y no hubo quien la calmara. Claro, después de perder a su hija, no podía ni pensar que habían abierto el cuerpo de su niña. Estaba muerta y ya nada podía remediarlo. La autopsia confirmó el diagnóstico. Le encontraron un tumor maligno en el cerebro.

—¿Y tu hermana?

—Kolbrún se suicidó tres años más tarde. Se hundió en una depresión muy fuerte y estaba en manos de médicos. Pasó algún tiempo internada en un psiquiátrico en Reikiavik, pero luego volvió a Keflavík. Yo hice lo que pude para cuidar de ella, pero era como si se hubiera apagado. No le quedaban ganas de vivir. A pesar de las circunstancias en que la había concebido, Audur le había dado felicidad. Pero Audur ya no estaba.

Elín miró a Erlendur.

—Seguramente te estarás preguntando cómo lo hizo.

Erlendur no contestó.

—Se metió en la bañera y se cortó las venas de las dos muñecas. Había comprado hojas de afeitar por primera vez en su vida.

Elín volvió a callarse, estaban los dos en la penumbra del salón.

—¿Sabes lo que me viene a la mente cuando pienso en el suicidio? No es la sangre en el cuarto de baño. Ni mi hermana sumergida en el agua rojiza. Ni los cortes. Lo que me viene a la mente es Kolbrún comprando hojas de afeitar. Buscando calderilla en su monedero para pagar unas hojas de afeitar. Contando las monedas.

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