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Authors: Arnaldur Indridason

Las Marismas (3 page)

BOOK: Las Marismas
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En una reunión celebrada aquella misma mañana, los policías que se ocupaban de la investigación habían estudiado las posibilidades del caso. Una de las teorías era que Holberg había sido asesinado sin ningún motivo y que el asesino había estado vagando por el barrio durante algún tiempo, quizás incluso algunos días. Un delincuente al acecho, en busca de un lugar para robar. Seguramente había llamado a la puerta de Holberg para averiguar si había alguien en casa y había perdido los nervios cuando su propietario le abrió la puerta. El mensaje que dejó sería sólo para despistar a la policía. No se les ocurría otra explicación.

El mismo día que se descubrió el cadáver de Holberg, la policía recibió un comunicado de los inquilinos de un piso de Stigahlíd en el que denunciaban que un hombre joven, vestido con una chaqueta militar verde, había atacado a dos mujeres, dos hermanas gemelas. Entró en el rellano y llamó a su puerta. Cuando le abrieron, se metió dentro del piso a la fuerza, cerró la puerta de golpe y les exigió dinero. Las hermanas se negaron, y entonces le pegó un puñetazo en la cara a una de ellas y tiró a la otra al suelo de un empujón. Antes de salir corriendo le dio una patada.

Una voz les hablaba por el interfono. Sigurdur Óli se presentó. Se oyó un zumbido y abrieron la puerta. La escalera estaba mal iluminada y olía a sucio. Cuando llegaron al segundo piso, una de las mujeres les esperaba en la puerta.

—¿Lo habéis atrapado? —les preguntó.

—Me temo que no —respondio Sigurdur Óli sacudiendo la cabeza—, pero queríamos hablar contigo acerca de…

—¿Lo han atrapado? —se oyó decir a alguien desde dentro de la vivienda.

Al momento apareció una réplica exacta de la mujer que estaba hablando con ellos. Tendrían aproximadamente unos setenta años, pelo gris, entrada en carnes; ambas vestían falda negra y jersey rojo. En sus caras redondas era evidente la expectación.

—No —dijo Erlendur—, aún no.

—Era un desgraciado, el pobre —dijo la primera mujer.

Se llamaba Fjóla. Los invitó a entrar.

—No le tengas compasión —repuso la segunda mujer, y cerró la puerta. Se llamaba Birna—. Era un bruto con cara de pocos amigos y te pegó en la cara. Vaya inútil, ¡uf!

Se sentaron en el salón con las dos mujeres, observaron a una y a otra, y luego intercambiaron miradas entre ellos. El piso era pequeño. Sigurdur Óli se fijó en que había dos dormitorios, uno al lado del otro, y una pequeña cocina contigua al salón.

—Hemos leído vuestra declaración —dijo Sigurdur Óli, que la había ojeado en el coche de camino al piso de las hermanas—. La cuestión es si nos podéis dar más información sobre el hombre que os atacó.

—¿Hombre? —dijo Fjóla—. Más bien era un chico.

—Lo bastante mayor para atacarnos a nosotras —aclaró Birna—. Lo bastante mayor para eso. Me tiró al suelo y me dio una patada.

—No tenemos dinero —añadio Fjóla.

—No guardamos dinero aquí —insistió Birna—, se lo dijimos.

—Pero no nos creyó.

—Y nos atacó.

—Estaba excitado.

—Y tan malhablado. Lo que nos llegó a llamar…

—Y esa horrible chaqueta. Como un soldado.

—También las botas, altas y negras, de las que se atan por delante.

—De todas maneras no estropeó nada.

—No, salió corriendo.

—¿Y no se llevó nada? —preguntó Erlendur.

—Parecía estar fuera de sí —dijo Fjóla intentando por todos los medios encontrar algo positivo en el comportamiento de su atacante—. No estropeó nada ni se llevó nada. Sólo nos atacó cuando supo que no teníamos dinero. Pobrecillo.

—Drogado perdido —dijo Birna con desprecio, y se dirigió a su hermana—: ¿Pobrecillo? A veces parece que estás mal de la cabeza. Estaba drogado perdido. Lo vi en sus ojos, duros y brillantes. Y además estaba sudando.

—¿Sudando? —preguntó Erlendur.

—El sudor le goteaba por la cara.

—Era la lluvia —dijo Fjóla.

—No. Y también temblaba.

—La lluvia —repitió Fjóla, y Birna la miró con reproche.

—Te golpeó en la cara, querida Fjóla, eso no es nada bueno.

—¿Todavía te duele donde te dio la patada? —preguntó Fjóla.

A Erlendur le pareció ver una mirada de triunfo en sus ojos.

Aún era temprano cuando Erlendur y Sigurdur Óli llegaron a la casa de Holberg, en la calle Nordurmyri. Los vecinos del primero y el segundo piso estaban esperándolos. La policía había tomado declaración al matrimonio del primer piso, padres de los dos niños, pero Erlendur quería hablar personalmente con ellos. Arriba vivía un piloto de aviación que dijo haber llegado de Boston al mediodía, el día que mataron a Holberg, y que se había echado a dormir por la tarde y no se había despertado hasta que la policía llamó a su puerta.

Empezaron por el piloto. Tenía unos cuarenta años, vivía solo y su vivienda era como un contenedor de basuras. Ropa por todas partes, dos maletas sobre un sofá de cuero, bolsas de plástico de las tiendas duty free del aeropuerto por el suelo, botellas de vino sobre las mesas y latas de cerveza vacías por todos los rincones. El piloto los recibió sin afeitar y en camiseta de tirantes y pantalón corto. Los miró fijamente un momento antes de darse la vuelta, sin mediar palabra, e ir andando delante de ellos hasta el salón, donde se sentó en un sillón. Ellos se quedaron de pie ya que no encontraron dónde sentarse. Erlendur miró a su alrededor y pensó que con este piloto ni siquiera entraría en un simulador de vuelo.

Por alguna razón el hombre empezó a explicar que estaba en medio de una separación matrimonial que tal vez podría convertirse en un asunto policial. La muy zorra le había engañado mientras él estaba de viaje. Un día llegó de Oslo, esa deprimente ciudad, añadió, donde había estado con un antiguo compañero de colegio. Erlendur y Sigurdur Óli se preguntaban qué había sido más deprimente, que su mujer lo engañara o tener que pasar una noche en Oslo.

—Venimos por el asesinato que ocurrió aquí, en el sótano —dijo Erlendur, e interrumpió así la balbuceante verborrea del piloto.

—¿Habéis estado en Oslo? —preguntó el piloto.

—No —dijo Erlendur—, pero no venimos para hablar de Oslo.

El piloto le miró y luego observó a Sigurdur Óli; de repente parecía despejarse.

—A ese hombre no le conocía de nada —explicó—. Compré este agujero hace cuatro meses; según tengo entendido, llevaba vacío mucho tiempo. A él le vi algunas veces por aquí, por la calle. Parecía normal.

—¿Normal? —preguntó Erlendur.

—Quiero decir que era agradable hablar con él.

—¿De qué hablaste con él?

—Más que nada, de aviación. Le interesaba la aviación.

—¿Qué le interesaba de la aviación?

—Los aviones —dijo el piloto, y abrió una lata de cerveza que sacó de una bolsa de plástico—. Los destinos —siguió después de tomarse un trago de cerveza—. Las azafatas —añadio, y soltó un eructo—. Preguntó mucho por las azafatas. Ya sabéis.

—No, no sabemos —dijo Erlendur.

—Cuando pernoctamos en el extranjero.

—Ah, sí.

—Que qué hacemos, si las azafatas están animadas y cosas así. Había oído que las estancias en el extranjero solían ser muy movidas.

—¿Cuándo le viste por última vez? —preguntó Sigurdur Óli.

El piloto se quedó pensativo. No se acordaba.

—Hace algunos días —dijo al fin.

—¿Sabes si recibió visitas últimamente? —preguntó Erlendur.

—No, suelo pasar mucho tiempo fuera de casa.

—¿Has visto a alguien merodeando por aquí, por el barrio, alguien que pareciera estar buscando algo o simplemente paseando sin rumbo fijo?

—No.

—¿Alguien que llevaba una chaqueta militar de color verde?

—No.

—¿Un hombre joven con botas militares?

—No. ¿Llevaba botas militares? ¿Sabéis quién lo hizo?

—No —dijo Erlendur, y volcó una lata medio llena de cerveza cuando se dio la vuelta para salir del piso.

La mujer iba a llevar a los niños con su madre unos días y estaba preparada para salir. No quería que los pequeños se quedaran en casa después de lo que había pasado. El hombre asentía con la cabeza. Era lo mejor. Evidentemente les había afectado. Habían comprado la vivienda cuatro años atrás y estaban a gusto en ella. Un buen barrio para vivir. También para los niños. Éstos estaban de pie al lado de su madre.

—Fue tremendo encontrarlo así —dijo el hombre con la voz entrecortada, como susurrando. Miró a sus hijos—. Les hemos dicho que el hombre estaba dormido —añadio—, pero…

—Sabemos que estaba muerto —dijo el niño mayor.

—Muerto —dijo el pequeño. El matrimonio sonrió desconcertado.

—Se lo han tomado muy bien —aseguró la mujer, y acarició la mejilla del mayor.

—Holberg me caía bien —explicó el hombre—. Conversábamos algunas veces, aquí en la calle. Había vivido en esta casa mucho tiempo y hablábamos sobre el jardín, sobre mantenimiento y cosas así, lo habitual cuando hablas con un vecino.

—Pero no teníamos mucha relación —dijo la mujer—. Me parecía mejor así. Mejor mantener la intimidad.

No habían notado nada fuera de lo normal y no habían visto a nadie con chaqueta militar verde merodeando por los alrededores. La mujer estaba impaciente por marcharse con los niños.

—¿Recibía Holberg muchas visitas habitualmente? —preguntó Sigurdur Óli.

—Nunca lo vi con nadie —dijo la mujer.

—Parecía sentirse un poco solo —añadio el hombre.

—Su casa apestaba —dijo el niño mayor.

—Apestaba —repitió el pequeño.

—En el sótano había humedad —dijo el hombre justificando a los niños.

—A veces la humedad sube hasta aquí —siguió la mujer.

—Se lo habíamos comentado —aseguró el hombre.

—Dijo que lo iba a mirar —repuso ella.

—Hace dos años de eso —aclaró él.

Capítulo 4

El matrimonio del barrio de Gardabaer miró a Erlendur con angustia. Su hija pequeña había desaparecido. No sabían nada de ella desde hacía tres días. Nada, desde la boda. Le dijeron que había desaparecido durante la celebración. Su hijita pequeña. Erlendur se imaginaba una pequeña niña rubia hasta que se enteró de que tenía veintitrés años y que estudiaba psicología en la universidad.

—¿De la boda? —preguntó Erlendur, y miró a su alrededor en el enorme y lujoso salón; tenía el tamaño de una planta entera del edificio donde él vivía.

—¡De su propia boda! —dijo el hombre, como si todavía no entendiera lo que había pasado—. ¡La chica se escapó de su propia boda!

La mujer se sonó en un pañuelo arrugado.

Era mediodía. Erlendur había tardado una media hora en llegar desde Reikiavik hasta Gardabaer, a causa de las obras que se encontró en el camino; además le costó lo suyo dar con el gran chalé de la familia. Desde la calle no se veía, oculto en medio de un gran jardín donde crecían varios tipos de árboles, algunos de hasta seis metros de altura. El matrimonio le esperaba con una angustia evidente.

Erlendur sabía que esto era una pérdida de tiempo y que tenía otros asuntos más importantes que resolver; pero ya que su ex mujer le había pedido que le hiciera este favor decidio complacerla, a pesar de que apenas se habían hablado durante dos décadas.

La mujer llevaba un elegante traje chaqueta de color verde claro y el hombre, un traje negro. Él decía estar muy preocupado por su hija, aunque tenía el convencimiento de que antes o después volvería a aparecer por casa sana y salva. Quería hablar con la policía sin que se pusiera en marcha un equipo de búsqueda o de rescate ni que saliera ningún aviso en los medios.

—Simplemente se esfumó —dijo la mujer.

Tenían la edad de Erlendur, unos cincuenta años. Los dos se dedicaban al comercio, importaban artículos para niños y eso les proporcionaba gozar de una buena situación económica. Nuevos ricos. El paso del tiempo les había tratado con benevolencia. Erlendur se fijó en dos automóviles nuevos aparcados delante del doble garaje. Los dos pulidos y brillantes.

La mujer se armó de valor y empezó a contarle toda la historia. Había ocurrido hacía tres días, el sábado. ¡Dios mío, qué deprisa pasaba el tiempo! Era un día precioso. Les casó ese cura tan conocido.

—Horrible —dijo el marido—. Vino corriendo, soltó un rollo y luego desapareció rápidamente con su cartera. No entiendo cómo puede ser tan famoso.

La mujer no dejó que nada alterara la belleza de la boda.

—¡Un día grandioso! Soleado, un precioso tiempo otoñal. Seguramente había unas cien personas en la iglesia. Tiene tantísimos amigos. Es una chica muy popular. Hicimos la fiesta aquí, en Gardabaer. ¿Cómo se llama el sitio? Siempre se me olvida.

—Gardaholt —puntualizó el marido.

—Es un sitio tremendamente agradable. Llenamos. La sala, quiero decir. Recibió tantísimos regalos. Luego cuando… cuando…

—Tenían que bailar el primer vals —siguió el hombre cuando la mujer se puso a llorar—, y el tonto del novio estaba completamente solo en la pista de baile. Nosotros llamamos a Dísa Rós, pero ella no aparecía. Empezamos a buscarla, pero era como si se la hubiera tragado la tierra.

—¿Dísa Rós? —dijo Erlendur.

—Luego se descubrió que había cogido el coche de bodas…

—¿Coche de bodas?

—¡Ay, sí! Ese cochazo decorado con flores y lazos que les llevó desde la iglesia como se llame, y se largó de la boda. De repente. Sin explicaciones.

—¡De su propia boda! —exclamó la mujer.

—¿Y vosotros no sabéis la razón?

—Evidentemente ha cambiado de idea —dijo la mujer—. Se habrá arrepentido de todo.

—Pero ¿por qué? —inquirió Erlendur.

—¿La encontrarás? —preguntó el hombre—. No se ha puesto en contacto con nosotros y, como ves, estamos muy preocupados. La fiesta fue un fracaso total. La boda, reventada. No sabemos qué hacer. Y nuestra pequeña, desaparecida.

—Y… el coche de bodas, ¿lo han encontrado?

—Sí, en la calle Gardastraeti —dijo el hombre.

—¿Se sabe por qué estaba allí?

—No. Ella no conoce a nadie allí. Tenía su ropa en el coche. Su ropa de calle.

Erlendur vaciló.

—¿Tenía la ropa de calle en el coche de bodas? —dijo finalmente, y se preguntó si sería culpa suya que esta conversación hubiese llegado a un nivel tan bajo.

—Se quitó el vestido de novia y se puso la ropa de calle, que parece que guardaba en el coche —respondio la mujer.

—¿Crees que la podrás encontrar? —preguntó el marido—. Hemos hablado con todos sus conocidos, pero nadie sabe nada. No sabemos qué hacer. Aquí tengo una fotografía de ella.

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