“¡Mira, Mony!”, exclamó Culculine. El príncipe besó a las dos mujeres y les preguntó por sus aventuras.
—Ahí va —dijo Culculine— pero tú también nos contarás lo que te ha sucedido.
Después de la noche fatal en que los asaltantes nos dejaron medio muertos junto al cadáver de uno de ellos al que yo había cortado el miembro con mis dientes en un instante de goce loco, me desperté rodeada de médicos. Me habían encontrado con un cuchillo plantado en mis nalgas. Alexine fue cuidada en su casa y no tuvimos ninguna noticia tuya. Pero nos enteramos, cuando pudimos salir, que habías vuelto a Servia. El suceso había causado un enorme escándalo, a su retorno mi explorador me dejó y el senador de Alexine no quiso mantenerla más.
Nuestra estrella empezaba a declinar en París. Estalló la guerra entre Rusia y Japón. El chulo de mis amigas organizaba una expedición de mujeres para servir en las cantinas burdeles que acompañan al ejército ruso; nos contrataron y aquí nos tienes.
A continuación Mony contó lo que le había sucedido, omitiendo lo que había pasado en el Orient-Express. Presentó a Cornaboeux a las dos mujeres sentadas, pero sin decir que era el desvalijador que había plantado su cuchillo en las nalgas de Culculine.
Todos estos relatos ocasionaron un gran consumo de bebidas; la sala se había llenado de oficiales con gorra que cantaban a voz en grito mientras acariciaban a las camareras.
—Salgamos —dijo Mony.
Culculine y Alexine les siguieron y los cinco militares salieron de los atrincheramientos y se dirigieron hacia la tienda de Fedor.
La noche había caído, estrellada. Mony tuvo un antojo al pasar ante el vagón del generalísimo: hizo quitar el pantalón a Alexine, cuyas grandes nalgas parecían estar incómodas en él y, mientras los otros continuaban su camino, manoseó el soberbio culo, semejante a un pálido rostro bajo la pálida luna, luego sacando su verga bravia, la frotó un instante en la raya del culo, picoteando a veces el orificio, luego al oír un seco toque de corneta acompañado de redobles de tambor, se decidió de golpe. El miembro descendió entre las nalgas frescas y se introdujo en un valle que conducía al coño. Las manos del joven, por delante, revolvían el vellocino y excitaban el clítoris. Fue y vino, labrando con la reja de su arado el surco de Alexine, que gozaba removiendo su culo lunar al que la luna allá arriba parecía sonreír mientras lo admiraba. De golpe empezaron las llamadas monótonas de los centinelas; sus gritos se repetían a través de la noche. Alexine y Mony gozaban silenciosamente y cuando eyacularon, casi al mismo tiempo y suspirando profundamente, un obús desgarró el aire y fue a matar a varios soldados que dormían en una trinchera. Murieron quejándose como niños que llaman a su madre. Mony y Alexine, rápidamente compuestos, corrieron a la tienda de Fedor.
Allí, encontraron a Cornaboeux desbraguetado, arrodillado ante Culculine que, sin pantalones, le mostraba el culo. El decía:
—No, no se nota nada; nadie diría que te han pegado una cuchillada ahí dentro.
Luego, levantándose, la enculó gritando frases rusas que había aprendido.
Entonces Fedor se colocó ante ella y le introdujo su miembro en el coño. Se hubiera dicho que Culculine era un precioso muchacho al que estaban enculando mientras que él ensartaba su cola en una mujer. En efecto, estaba vestida de hombre y el miembro de Fedor parecía pertenecerle. Pero sus nalgas eran demasiado grandes para que esta idea pudiera subsistir por mucho tiempo. Del mismo modo, su talle delgado y la combadura de su pecho desmentían que fuera un muchacho. El trío se agitaba cadenciosamente y Alexine se acercó para juguetar con los tres testículos de Fedor.
En ese momento un soldado preguntó en voz alta, fuera de la tienda, por el príncipe Vibescu.
Mony salió; el militar era un enviado del general Munin que requería a Mony inmediatamente.
Siguió al soldado, llegaron hasta un furgón al que Mony subió mientras el soldado anunciaba:
“El príncipe Vibescu”.
El interior del furgón parecía un tocador, pero un tocador oriental. Allí reinaba un lujo descabellado y el general Munin, un coloso de cincuenta años, recibió a Mony con gran gentileza.
Le mostró, descuidadamente tendida en un sofá, una bella mujer de una veintena de años.
Era una circasiana, su mujer:
—Príncipe Vibescu —dijo el general—, mi esposa, que hoy ha oído hablar de vuestra hazaña y quiere felicitaros. Por otra parte, está encinta de tres meses y un antojo de preñada la impulsa irresistiblemente a querer acostarse con vos. ¡Aquí está! Cumplid con vuestro deber. Yo me satisfaré de otra manera.
Sin replicar, Mony se desnudó y empezó a hacer lo mismo con la bella Haidyn que parecía hallarse en un estado de extraordinaria excitación. Mordía a Mony mientras éste la desnudaba. Estaba admirablemente bien hecha y su embarazo aún no se notaba. Sus senos moldeados por las Gracias se alzaban redondos como balas de cañón.
Su cuerpo era flexible, lleno y esbelto. Había una desproporción tan bella entre la rotundidad de su culo y la delgadez de su talle que Mony sintió alzarse su miembro como un abeto noruego.
Ella se lo cogió mientras él manoseaba los muslos que eran gruesos hacia lo alto y se adelgazaban hacia la rodilla.
Cuando quedó desnuda, él se subió encima y la ensartó relinchando como un semental mientras que ella cerraba los ojos, saboreando una felicidad infinita.
Mientras tanto, el general Munin había hecho entrar a un muchachito chino, muy lindo y atemorizado.
Sus ojos oblicuos vueltos hacia la pareja que hacía el amor no paraban de parpadear.
El general le desnudó y le chupó su colita que apenas alcanzaba el tamaño de una yuyuba.
A continuación lo giró y le dio una azotaina en su culito flaco y amarillo. Cogió su enorme sable y se lo colocó cerca.
Luego enculó al muchachito, que debía conocer esta manera de civilizar Manchuria, pues meneaba su cuerpecito de esponja china de forma muy experimentada.
El general decía:
—Goza mucho, mi Haidyn, yo también estoy gozando.
Y su verga salía casi por entero del cuerpo del chinito para volver a entrar inmediatamente. Cuando llegó al límite de sus goces, tomó el sable y, con los dientes apretados, sin dejar de culear, le cortó la cabeza al chinito cuyos últimos espasmos le llevaron al paroxismo, mientras la sangre brotaba del cuello como el agua de una fuente.
Después de eso el general desenculó y se limpió la cola con su pañuelo. Luego limpió su sable y, agarrando la cabeza del pequeño decapitado, la enseñó a Mony y a Haidyn que ya habían cambiado de posición.
La circasiana cabalgaba con rabia sobre Mony. Sus pechos bailoteaban y su culo se alzaba frenéticamente. Las manos de Mony palpaban esas grandes y maravillosas nalgas.
—Mirad como sonríe amablemente el chinito —dijo el general.
La cabeza mostraba una horrible mueca, pero su aspecto redobló la rabia erótica de los dos fornicadores que culearon con muchísimo más ardor.
El general soltó la cabeza, luego, tomando a su mujer por las caderas, le introdujo su miembro en el culo. El goce de Mony aumentó. Las dos vergas, separadas apenas por un estrecho tabique, chocaban de frente aumentando los goces de la joven que mordía a Mony y se ondulaba como una víbora. La triple descarga tuvo lugar simultáneamente. El trío se separó y el general, tan pronto se puso en pie, blandió su sable gritando:
—Ahora, príncipe Vibescu, debéis morir, ¡habéis visto demasiado!
Pero Mony le desarmó sin ninguna dificultad.
A continuación le ató de pies y manos y le acostó en un rincón del furgón, junto al cadáver del chinito. Luego, continuó hasta la mañana sus deleitosas fornicaciones con la generala. Cuando la dejó, estaba fatigada y dormida. El general también dormía, atado de pies y manos.
Mony fue a la tienda de Fedor: allí también se había copulado durante toda la noche. Alexine, Culculine, Fedor y Cornaboeux dormían desnudos y en confusión sobre-unos mantos. El semen se pegaba a los pelos de las mujeres y los miembros de los hombres pendían lamentablemente.
Mony les dejó dormir y empezó a errar por el campamento. Se esperaba un próximo combate con los japoneses. Los soldados se equipaban o comían. Los de caballería cuidaban a sus caballos.
Un cosaco que tenía frío en las manos se las calentaba en el coño de su yegua. La bestia relinchaba dulcemente; de golpe, el cosaco, enardecido, subió a una silla colocada detrás de su bestia y sacando una enorme verga larga como un asta de lanza, la hizo penetrar con gran delicia en la vulva animal que segregaba un jugo caballar muy afrodisíaco, pues el bruto humano descargó tres veces con grandes movimientos de culo antes de desencoñar.
Un oficial que se dio cuenta de este acto bestial se aproximó al soldado con Mony. Le reprochó vivamente el haberse dejado arrastrar por la pasión:
—Amigo mío —le dijo—, la masturbación es una virtud militar.
Todo buen soldado debe saber que en tiempo de guerra el onanismo es el único acto amoroso permitido. Masturbaos, pero no toquéis ni las mujeres ni las bestias.
Además, la masturbación es muy encomiable, pues permite a los hombres y a las mujeres acostumbrarse a su próxima y definitiva separación. Las costumbres, el espíritu, los vestidos y los gustos de los dos sexos se diferencian cada vez más. Hora es ya de darse cuenta y me parece necesario, si se quiere sobresalir en la tierra, tener en cuenta esta ley natural que se impondrá pronto.
El oficial se alejó, dejando que un pensativo Mony alcanzara la tienda de Fedor.
De golpe el príncipe percibió un extraño rumor, se hubiera dicho que un grupo de lloronas irlandesas se lamentaban por un muerto desconocido.
Al aproximarse el ruido se modificó, se hizo rítmico con golpes secos como si un director de orquesta loco golpeara con su batuta sobre su atril mientras la orquesta tocaba en sordina.
El príncipe corrió más deprisa y un extraño espectáculo se ofreció ante sus ojos. Un grupo de soldados al mando de un oficial azotaban, por turno, con largas baquetas flexibles, la espalda de unos condenados desnudos de cintura para arriba.
Mony, cuyo grado era superior al del que mandaba a los sayones, quiso tomar el mando. Trajeron a un nuevo culpable. Era un bello muchacho tártaro que casi no hablaba el ruso. El príncipe le hizo desnudar completamente, luego los soldados le fustigaron de tal manera que el frío de la mañana le azotaba al mismo tiempo que las vergas que le cruzaban todo el cuerpo.
Permanecía impasible y esta calma irritó a Mony; dijo unas palabras al oído de Cornaboeux que trajo inmediatamente a una camarera del bar. Era una cantinera regordeta cuyas ancas y cuyo pecho rellenaban indecentemente el uniforme que la apretaba. Esta bella y gorda muchacha llegó, estorbada por su traje y marcando el paso de la oca.
—Está indecente, hija mía —le dijo Mony—; cuando se es una mujer como usted, una no se viste de hombre; cien vergajazos para enseñárselo.
La desgraciada temblaba con todos sus miembros, pero, a un gesto de Mony, los soldados le arrancaron la ropa.
Su desnudez contrastaba singularmente con la del tártaro.
El era muy alto, de rostro demacrado, con los ojos pequeños, astutos y tranquilos; sus miembros tenían esa delgadez que se le supone a Juan el Bautista, tras haber hecho un rato de langosta. Sus brazos, su pecho y sus piernas de halcón eran velludos; su pene circunciso iba tomando consistencia a causa de la fustigación y el glande estaba púrpura, del color de los vómitos de un borracho.
La cantinera, bello espécimen de alemana de Brunswick, era pesada de ancas; parecía una robusta yegua luxemburguesa soltada entre los sementales. Los cabellos rubio estopa la poetizaban bastante y las niñas renanas no debían ser de otra manera.
Unos pelos rubios muy claros le colgaban hasta la mitad de los muslos. Estas greñas cubrían completamente una mota muy abombada. Esta mujer respiraba una robusta salud y todos los soldados sintieron que sus miembros viriles se ponían por sí mismos en presenten-armas.
Mony pidió un knut, que le trajeron. Lo puso en la mano del tártaro.
—Puerco caporal —le gritó— si quieres conservar entera la piel, no te preocupes de la de esta puta.
El tártaro, sin contestar, examinó como un experto el instrumento de tortura compuesto de tiras de cuero a las que habían enganchado limadura de hierro.
La mujer lloraba y pedía gracia en alemán. Su blanco y rosado cuerpo temblaba. Mony la obligó a arrodillarse, luego, de un puntapié, la forzó a levantar el culazo. El tártaro agitó primero el knut en el aire, luego, levantando el brazo hasta muy arriba, iba a golpear, cuando la desgraciada kellnerina, que temblaba con todos sus miembros, dejó escapar un sonoro pedo que hizo reír a todos los asistentes y el knut cayó. Mony, con una verga en la mano, le cruzó el rostro diciéndole:
—Idiota, te he dicho que golpees, y no que rías.
A continuación, le entregó la verga ordenándole que primero fustigara con ella a la alemana para irla acostumbrando. El tártaro empezó a golpear con regularidad. Su miembro colocado detrás del culazo de la víctima se había endurecido, pero, a pesar de su concupiscencia, su brazo caía rítmicamente, la verga era muy flexible, los golpes silbaban en el aire, luego caían secamente sobre la piel tensa que se iba rayando.
El tártaro era un artista y los golpes que daba se unían para formar un dibujo caligráfico.
En la base de la espalda, encima de las nalgas, la palabra puta apareció claramente al cabo de poco tiempo.
Se aplaudió calurosamente mientras los gritos de la alemana se hacían cada vez más roncos. Su culo se agitaba por un instante a cada vergajazo, luego se levantaba; las apretadas nalgas se iban separando; entonces se vislumbraba el ojo del culo y debajo, el coño, abierto y húmedo.
Poco a poco, pareció acostumbrarse a los golpes. A cada chasqueo de la verga, la espalda se levantaba débilmente, el culo se entreabría y el coño bostezaba de satisfacción como si un goce imprevisto se apoderara de ella.
Pronto perdió el equilibrio, como sofocada por el goce, y Mony, en ese momento, detuvo la mano del tártaro.
Le devolvió el knut y el hombre, muy excitado, loco de deseo, empezó a azotar la espalda de la alemana con esta cruel arma. Cada golpe dejaba varias marcas sangrantes y profundas pues, en vez de levantar el knut después de haberlo abatido, el tártaro lo atraía hacia él de manera que las limaduras adheridas a las tiras arrastraban trozos de piel y de carne, que enseguida caían por todas partes, manchando con gotitas sangrientas los uniformes de la soldadesca.