Las once mil vergas (12 page)

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Authors: Guillaume Apollinaire

Tags: #Relato, #Erótico

BOOK: Las once mil vergas
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—¡Tienes razón! —exclamó Mony y, echando a la enfermera encima de una camilla, la trabajó perezosamente y mientras copulaban, charlaban de temas galantes y remotos. Parecía un decamerón que estaba rodeado de apestados.

—Mujer encantadora —decía Mony— cambiemos nuestra fe con nuestras almas.

—Sí —decía ella—, nos casaremos después de la guerra y llenaremos el mundo con el eco de nuestras crueldades.

—De acuerdo —dijo Mony—, pero que sean crueldades legales.

—Quizás tengas razón —dijo la enfermera—, no hay nada tan dulce como cumplir lo permitido.

En esto, entraron en trance, se estrecharon, se mordieron y gozaron profundamente.

En este momento, oyeron un gran griterío, el ejército ruso, derrotado, huía desordenadamente ante las tropas japonesas.

Se oían los gritos horribles de los heridos, el fragor de la artillería, el rodar siniestro de los furgones y las detonaciones de los fusiles.

La tienda fue bruscamente abierta y un grupo de japoneses la invadió. Mony y la enfermera apenas tuvieron tiempo de componer sus vestidos.

Un oficial japonés se adelantó hacia el príncipe Vibescu.

—¡Sois mi prisionero! —le dijo, pero, de un pistoletazo, Mony le dejó tieso, muerto; luego, ante los estupefactos japoneses, rompió su espada en las rodillas.

Entonces se adelantó otro oficial japonés, los soldados rodearon a Mony que aceptó su cautiverio y, cuando salió de la tienda en compañía del diminuto oficial nipón, vio a lo lejos, en la llanura, a los fugitivos rezagados que intentaban penosamente unirse al ejército ruso en retirada.

Capítulo VIII

Prisionero bajo palabra, Mony quedó libre para ir y venir dentro del campamento japonés. Buscó en vano a Cornaboeux. En sus idas y venidas observó que era vigilado por el oficial que le había hecho prisionero. Quiso hacerse amigo suyo y lo consiguió. Era un sintoísta bastante sibarita que le contaba cosas admirables sobre la mujer que había dejado en el Japón.

—Es risueña y encantadora —decía— y la adoro como adoro a Trinidad Ameno-Mino-Kanussi-No-Kami. Es fecunda como Issagui e Isanami, creadores de la tierra y generadores de los hombres, y bella como Amaterassu, hija de los dioses y del mismo sol. Esperándome, piensa en mí y hace vibrar las trece cuerdas de su kô-tô de madera de Polonia imperial o toca el siô de diecisiete tubos.

—Y vos —preguntó Mony—, ¿nunca habéis tenido ganas de fornicar desde que estáis en el frente?

—Yo —dijo el oficial— cuando el deseo me apremia, ¡me masturbo contempladno grabados obscenos! Y extendió ante Mony unos libritos llenos de grabados en madera de una obscenidad sorprendente. Uno de esos libros mostraba a las mujeres haciendo el amor con toda clase de animales: gatos, pájaros, tigres, perros, peces, e incluso pulpos repugnantes que enlazaban con sus tentáculos llenos de ventosas los cuerpos de histéricas japonesitas.

“Todos nuestros oficiales y todos nuestros soldados —dijo el oficial— tienen libros de este tipo. Pueden prescindir de las mujeres y masturbarse contemplando estos dibujos priápicos.”

Mony iba a visitar a menudo a los heridos rusos. Allí encontraba a la enfermera polaca que le había dado clases de crueldad en la tienda de Fedor.

Entre los heridos se encontraba un capitán originario de Arkangel. Su herida no era de extrema gravedad y Mony charlaba a menudo con él, sentado en la cabecera de su cama.

Un día, el herido, que se llamaba Katache, tendió a Mony una carta rogándole que la leyera. La carta decía que la mujer de Katache le engañaba con un tratante en pieles.

—La adoro —dijo el capitán—, amo a esta mujer más que a mí mismo y sufro terriblemente al saberla de otro, pero soy feliz, horriblemente feliz.

—¿Cómo conciliáis estos dos sentimientos? —preguntó Mony—, son contradictorios.

—Se confunden en mí —dijo Katache— no concibo en absoluto la voluptuosidad sin el dolor.

—¿Sois masoquista, pues? —preguntó Mony, vivamente interesado.

—¡Si le llamáis así! —asintió el oficial—, el masoquismo, por otra parte, está plenamente de acuerdo con los principios de la religión cristiana. Mirad, ya que os interesáis por mí, voy a contaros mi vida.

—De acuerdo —dijo Mony con diligencia—, pero bebed antes esta limonada para refrescaros la garganta.

El capitán Katache empezó así:

—Nací en 1874 en Arkangel y, desde mi más tierna edad, experimentaba una alegría amarga cada vez que me castigaban. Todas las desgracias que se abatieron sobre nuestra familia desarrollaron esta facultad de gozar con los infortunios y la agudizaron.

Esto seguramente procedía de un exceso de cariño. Asesinaron a mi padre y recuerdo que contando quince años en aquel momento, a causa de esa muerte experimenté mi primer éxtasis. La conmoción y el espanto me hicieron eyacular. Mi madre se volvió loca y, cuando iba a visitarla al asilo, me masturbaba mientras la oía contar extravagancias inmundas, pues creía haberse convertido en water, señor, y describía los imaginarios culos que defecaban en ella. El día que se figuró que estaba completamente llena, fue preciso encerrarla. Se volvió peligrosa y pedía a voces que vinieran los poceros para vaciarla. Yo la escuchaba con pesar. Ella me reconocía.

Hijo mío —decía— ya no quieres a tu madre, te vas a otros lavabos. Siéntate encima mío y caga a gusto.

¿Dónde se puede cagar mejor que en el seno de su madre ?

Además, hijo mío, no lo olvides, la hoya está llena. Ayer un comerciante de cerveza que vino a cagar en mí tenía cólico. Estoy desbordada, ya no puedo más. Es absolutamente imprescindible hacer venir a los poceros.

Creedlo, señor, estaba profundamente asqueado y también apenado, pues adoraba a mi madre, pero al mismo tiempo sentía un placer indecible al oír estas palabras inmundas. Sí, señor, gozaba y me masturbaba.

Me alistaron en el ejército y gracias a mis influencias pude permanecer en el norte. Frecuentaba a la familia de un pastor protestante establecido en Arkangel; era un inglés y tenía una hija tan maravillosa que mis descripciones no la mostrarían ni la mitad de lo bella que era en realidad. Un día estábamos bailando en una fiesta familiar y, después del vals, Florence colocó, como por azar, su mano entre mis muslos preguntándome:

—¿La tiene dura?

Se dio cuenta de que yo estaba en un estado de erección terrible; pero sonrió diciéndome:

—Yo también estoy completamente mojada, pero no es en su honor. He gozado por Dyre.

Y se fue zalameramente hacia Dyre Kissird, que era un viajante noruego. Bromearon un instante, luego, como la orquesta había atacado una danza, partieron abrazados mirándose amorosamente. Yo sufría el martirio. Los celos me mordían el corazón. Y si Florénce era deseable, la deseé aún más cuando supe que ella no me amaba. Descargué viéndola bailar con mi rival. Me los imaginaba uno en brazos del otro y tuve que girarme para que nadie viera mis lágrimas.

Entonces, empujado por el demonio de la concupiscencia y de los celos, me juré que debía hacerla mi esposa. Es extraña, esta Florénce, habla cuatro lenguas: francés, alemán, ruso e inglés, pero en realidad, no conoce ninguna y la jerga que emplea tiene un sabor de salvajismo. Yo mismo hablo muy bien el francés y conozco a fondo la literatura francesa, especialmente a los poetas de finales del siglo XIX. Hacía versos que llamaba simbolistas para Florénce, que reflejaban simplemente mi tristeza.

La anémona ha florecido en el nombre de Arkangel

Cuando los ángeles lloran por tener angeleces.

Y el nombre de Florénce ha suspirado concluir

Los juramentos vertiginosos en los peldaños de la escalera.

Voces blancas cantando en el nombre de Arkangel

Han modulado a menudo nanas a Florénce

Cuyas flores, de retorno, cubren con profunda ansiedad

Los techos y las paredes que rezuman con el deshielo.

¡Oh Florénce! ¡Oh Arkangel!

La una: bahía de laureles, pero la otra: hierba angélica

Las mujeres, por turno, se apoyan en los pretiles.

Y llenan los pozos negros con flores y reliquias

¡Dos reliquias de arcángel y de flores de Arkangel!
8

La vida de cuartel en el norte de Rusia está llena de diversiones en época de paz. La caza y las obligaciones mundanas se reparten la vida del militar. La caza tenía muy pocos atractivos para mí y mis ocupaciones mundanas quedan resumidas en estas pocas palabras: conseguir a Florénce a quien amo y que no me ama. Fue una dura labor. Sufrí mil veces la muerte, pues Florénce me detestaba cada vez más, se burlaba de mí y flirteaba con cazadores de osos polares, con comerciantes escandinavos e, incluso, un día que una miserable compañía francesa de opereta llegó a nuestras lejanas brumas para hacer varias actuaciones, sorprendí a Florence, durante una aurora boreal, patinando cogida de la mano del tenor, un chivo repugnante, nacido en Carcassonne.

Pero yo era rico, señor, y mis solicitudes no dejaban indiferente al padre de Florence, con la que me casé por fin.

Partimos hacia Francia y, en el camino, ella no permitió que la besara siquiera. Llegamos a Niza en febrero, durante el carnaval.

Alquilamos una villa y, un día en que había guerra de flores, Florence me comunicó que había decidido perder su virginidad aquella misma noche. Creí que mi amor iba a ser recompensado. ¡Ay! empezaba mi calvario voluptuoso.

Florence añadió que no era yo el escogido para cumplir esa función.

“Es usted demasiado ridículo —dijo— y no sabría hacerlo. Quiero un francés, los franceses son galantes y expertos en el amor. Yo misma escogeré a mi ensanchador durante la fiesta.”

Habituado a la obediencia, incliné la cabeza. Fuimos a la batalla de flores. Un joven con acento nizardo o monegasco miró a Florence. Ella volvió la cabeza sonriendo. Yo sufría más de lo que se sufre en cualquiera de los círculos del infierno de Dante.

Durante la batalla de flores, lo volvimos a ver. Estaba solo en un coche adornado con profusión de flores exóticas. Nosotros estábamos en un Victoria que le volvía loco a uno, pues Florence había querido que estuviera enteramente adornado con nardos.

Cuando el coche del joven cruzaba junto al nuestro, arrojaba flores a Florence que le miraba amorosamente mientras le arrojaba manojos de nardos.

Una vez, excitada, arrojó muy fuerte un ramillete cuyos tallos y flores, blandos y viscosos, dejaron una mancha sobre el traje de franela del guapo. Inmediatamente Florence se disculpó y, apeándose sin ceremonias, subió al coche del joven.

Era un joven nizardo enriquecido en el comercio de aceite de oliva que le había dejado su padre.

Próspero, éste era el nombre del joven, recibió a mi mujer sin ceremonias y, al final de la batalla, su coche tuvo el primer premio y el mío el segundo. La banda tocaba. Vi como mi mujer ondeaba la banderola ganada por mi rival, al que besaba en la boca.

Por la noche, ella exigió cenar conmigo y con Próspero, al que condujo a nuestra villa. La noche era exquisita y yo sufría.

Mi mujer nos hizo entrar a los dos en el dormitorio, yo triste hasta la muerte y Próspero muy asombrado y un poco molesto por su buena fortuna.

Ella me señaló un sillón diciendo:

—Va a asistir a una clase de voluptuosidad, trate de aprovechar.

Luego pidió a Próspero que la desnudara: él lo hizo con una cierta gracia.

Florence era encantadora. Su carne firme, y más llena de lo que parecía, palpitaba bajo la mano del nizardo. El se desnudó también y su miembro estaba erecto. Me di cuenta con alegría que no era más grande que el mío. Era incluso más pequeño y delgado. Era en suma una auténtica verga de virgo. Los dos eran encantadores; ella, bien peinada, con los ojos chispeantes de deseo, rosada en su camisón de encajes.

Próspero le chupó los pechos, que destacaban como arrulladoras palomas y, pasando la mano bajo el camisón, la masturbó un poquito mientras ella se entretenía mamando el miembro que dejaba escapar de vez en cuando y que entonces iba a restallar contra el vientre del joven. Yo lloraba en mi sillón. De golpe, Próspero tomó a mi mujer en brazos y le levantó el camisón por detrás; su bonito culo regordete apareció lleno de hoyuelos.

Próspero le dio una azotaina mientras ella reía; sobre este trasero las rosas se mezclaron con los lises. Al poco ella se puso seria y dijo:

—Tómame.

El la llevó a la cama y oí el grito de dolor que lanzó mi mujer, cuando el himen desgarrado dejó paso libre al miembro de su vencedor.

Ya no me hacían el menor caso. Yo sollozaba, gozando de mi dolor a pesar de todo; sin poder aguantarme, saqué rápidamente mi miembro y me masturbé en su honor.

Ellos fornicaron una decena de veces. Luego mi mujer, como si se diera cuenta de mi presencia, me dijo:

—Ven a ver, mi querido marido, el buen trabajo que ha hecho Próspero.

Me acerqué a la cama, el miembro al aire, y viendo que mi verga era más grande que la de Próspero, le despreció. Me másturbó diciendo:

—Próspero, su verga no vale nada, pues la de mi marido, que es un idiota, es más grande que la suya. Usted me ha engañado. Mi marido me vengará. André —ese era yo— azota a este hombre hasta que sangre.

Me arrojé sobre él y, empuñando un látigo para perros que estaba encima de la mesita de noche, le fustigué con toda la fuerza que me daban mis celos. Le azoté mucho rato. Yo era el más fuerte y al final mi mujer tuvo piedad de él. Le hizo vestirse y le despachó con un adiós definitivo.

Cuando se hubo marchado, creí que se habían acabado mis desgracias. ¡Ay! me dijo:

—André, déme su verga.

Me másturbó, pero no permitió que la tocara. Enseguida, llamó a su perro, un bello danés, que másturbó un instante. Cuando su miembro puntiagudo estuvo erecto, hizo montar al perro encima suyo, ordenándome que ayudara a la bestia cuya lengua colgaba y que jadeaba de voluptuosidad.

Sufría tanto que me desmayé al eyacular. Cuando volví en mí, Florence me llamaba a gritos. El pene del perro, una vez dentro, ya no quería salir. Los dos, mi mujer y el animal, hacía media hora que se forzaban infructuosamente, sin conseguir desengancharse. Una nudosidad retenía el miembro de! danés dentro de la estrecha vagina de mi mujer. Utilicé agua fría y rápidamente les devolví la libertad. Desde ese día mi mujer perdió las ganas de hacer el amor con perros. Para recompensar mis servicios, me másturbó y luego me envió a acostar a mi habitación.

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