El día siguiente por la noche, supliqué a mi mujer que me dejara cumplir mis deberes de esposo.
—Te adoro —le decía— nadie te ama como yo, soy tu esclavo. Haz lo que quieras de mí.
Estaba desnuda y deliciosa. Sus cabellos estaban extendidos sobre la cama, las fresas de sus senos me atraían y yo lloraba. Me sacó el miembro y lentamente, a pequeñas sacudidas, me masturbó. Luego llamó, y una doncella que había contratado en Niza acudió en camisón, pues ya se había acostado. Mi mujer me hizo sentar otra vez en el sillón, y asistí a los retozos de dos tríbadas que gozaron enfebrecidamente, resoplando, babeando. Se lamieron como gatitas, se masturbaron la una con el muslo de la otra, y yo veía el culo de la joven Ninette, grande y firme, alzarse encima de mi mujer cuyos ojos nadaban en voluptuosidad.
Quise acercarme a ellas, pero Florence y Ninette se burlaron de mí y me masturbaron, luego se hundieron de nuevo en sus voluptuosidades contra natura.
El día siguiente, mi mujer no llamó a Ninette, pero un oficial de cazadores alpinos vino a hacerme sufrir. Su miembro era enorme y negruzco. Era grosero, me insultaba y me golpeaba.
Cuando hubo fornicado con mi mujer, me ordenó acercarme a la cama y, cogiendo la correa del perro, me cruzó el rostro. ¡Ay! una risotada de mi mujer me volvió a producir esa áspera voluptuosidad que ya había experimentado en otras ocasiones.
Me dejé desnudar por el cruel soldado que tenía necesidad de azotar a alguien para excitarse.
Cuando quedé desnudo, el alpino me insultó, me llamó:
cornudo, cabrón, animal con cuernos
y, alzando la correa, la abatió sobre mi trasero; los primeros golpes fueron crueles. Pero vi que mi mujer gozaba con mi sufrimiento, su placer se transmitió a mi persona. Yo mismo gozaba sufriendo.
Cada golpe caía sobre las nalgas como una voluptuosidad algo violenta. El primer escozor quedaba convertido inmediatamente en caricia exquisita y mi miembro se endurecía. Al poco rato los golpes me habían arrancado la piel, y la sangre que brotaba de mis nalgas me enardecía de una manera extraña. Aumentó mucho mis goces.
El dedo de mi mujer se agitaba en el musgo que adornaba su bonito coño. Con la otra mano, masturbaba a mi verdugo. Inesperadamente, los golpes se hicieron más rápidos y sentí que el momento de mi espasmo se aproximaba. Mi cerebro se entusiasmó; los mártires con que se honra la iglesia deben tener momentos como éste.
Me levanté, ensangrentado y con el miembro erecto, y me abalancé sobre mi mujer.
Ni ella ni su amante pudieron impedírmelo. Caí en los brazos de mi esposa y sólo tocar con mi miembro los pelos adorados de su coño, descargué lanzando horribles alaridos.
Pero inmediatamente el alpino me arrancó de mi puesto; mi mujer, encarnada por la rabia, dijo que era preciso castigarme.
Tomó unos alfileres y me los hundió en la carne, uno a uno, con voluptuosidad. Yo lanzaba unos gritos de dolor terribles. Cualquiera hubiera tenido piedad de mí. Pero mi indigna mujer se acostó en la roja cama y, con las piernas abiertas, estiró a su amante por su enorme verga de asno, luego, separando los pelos y los labios del coño, se hundió el miembro hasta los testículos, mientras que su amante le mordía los senos y yo rodaba por el suelo como un loco, clavándome aún más esas dolorosas agujas.
Me desperté en brazos de la bella Ninette, que, inclinada sobre mí, me arrancaba los alfileres. Oí como mi mujer, en la habitación de al lado, gritaba y blasfemaba mientras gozaba en brazos del oficial. El dolor que me producían las agujas que me arrancaba Ninette y el que me causaban los goces de mi mujer me produjeron una erección atroz.
Ninette, ya lo he dicho, estaba inclinada sobre mí, la agarré por la barba del coño y noté que la grieta estaba húmeda debajo de mi dedo.
Pero por desgracia la puerta se abrió en este momento y entró un horrible
botcha
, es decir, un peón de albañil piamontés.
Era el amante de Ninette, y se enfureció. Levantó las faldas a su querida y empezó a pegarle delante de mí. Luego desabrochó su cinturón de cuero y la azotó con él. Ella gritaba.
—No he hecho el amor con mi señor.
—Por eso —dijo el albañil, que la agarraba por los pelos del culo.
Ninette se defendía en vano. Su macizo culo moreno se estremecía bajo los golpes de la correa que silbaba y cortaba el aire como una serpiente que se abalanza sobre una presa. Al poco rato tuvo el trasero al rojo. Esos castigos debían gustarle, pues se giró y, agarrando a su amante por la bragueta, le bajó los pantalones y sacó una verga y unos testículos que debían pesar al menos tres kilos y medio en total.
El puerco la tenía tan dura como un cerdo. Se acostó sobre Ninette que cruzó sus piernas finas y vigorosas sobre la espalda del obrero. Vi como el enorme miembro entraba en un coño peludo que lo tragó como una pastilla y lo vomitó como un pistón. Tardaron mucho en llegar al espasmo y sus gritos se mezclaban con los de mi mujer.
Cuando hubieron acabado, el
botcha
, que era pelirrojo, se levantó y, viendo que me masturbaba, me insultó y, volviendo a empuñar la correa, me fustigó por todas partes. La correa me hacía un daño terrible, pues ya estaba muy débil y no tenía suficientes fuerzas para sentir la voluptuosidad. La hebilla me entraba cruelmente en las carnes. Yo gritaba:
—¡Piedad!
Pero en este momento, mi mujer entró con su amante y, como un organillo tocaba un vals bajo nuestras ventanas, las dos parejas descompuestas empezaron a bailar encima de mi cuerpo, aplastándome los testículos, la nariz y haciéndome sangrar por todas partes.
Caí enfermo. Fui vengado pues el
botcha
cayó de un andamio partiéndose el cráneo y el oficial alpino, habiendo insultado a uno de sus compañeros, fue muerto en duelo por éste.
Una orden de Su Majestad me llamó para el servicio en Extremo Oriente y abandoné a mi mujer que sigue engañándome…
Así fue como Katache terminó su relato. Había inflamado a Mony y a la enfermera polaca, que había entrado hacia el final de la historia y la escuchaba, estremeciéndose de voluptuosidad contenida.
El príncipe y la enfermera se abalanzaron sobre el desgraciado herido, le destaparon y, agarrando las astas de las banderas rusas que habían sido capturadas en la última batalla y yacían desparramadas en el suelo, empezaron a golpear al desgraciado cuyo trasero se estremecía a cada golpe. Deliraba:
—¡Oh! mi querida Florence, ¿es tu mano divina la que me golpea? Me provocas una erección… Cada golpe me hace gozar… No te olvides de masturbarme… ¡Oh! es bueno. Golpeas demasiado fuerte en los hombros… ¡Oh! este golpe me ha hecho sangrar… Mi sangre se derrama para ti… mi esposa… mi tórtola… mi mosquita querida…
La puta de la enfermera pegaba como nunca se ha pegado. El culo del desgraciado se alzaba, lívido y manchado de sangre pálida en varias zonas. El corazón de Mony se hizo un nudo, reconoció su crueldad, su furor se volvió contra la indigna enfermera. Le levantó las faldas y empezó a golpearla. Ella cayó al suelo, meneando sus ancas de puerca que un lunar hacía destacar aún más.
El golpeó con todas sus fuerzas, dejando brotar la sangre de la carne satinada.
Ella se giró, gritando como una poseída. Entonces el bastón de Mony se abatió sobre el vientre, haciendo un ruido sordo.
Tuvo una idea genial y, cogiendo del suelo el otro bastón, el que había soltado la enfermedad, empezó a tocar el tambor sobre el vientre desnudo de la polaca. Los ras seguían a los
fias
con rapidez vertiginosa y ni el pequeño Bara, de gloriosa memoria, redobló tan bien el toque de carga en el puente de Arcóle.
Al final, el vientre estalló; Mony seguía golpeando y, fuera de la enfermería, los soldados japoneses se reunían creyendo que tocaban generala. Las cornetas tocaron alerta en todo el campamento. Todos los regimientos estaban formados, y bien les fue, pues los rusos acababan de iniciar la ofensiva y avanzaban hacia el campamento japonés. Sin los redobles del príncipe Mony Vibescu, el campamento japonés habría caído. Esta fue además la victoria decisiva de los nipones. Debida a un rumano sádico.
De improviso, varios enfermeros trayendo heridos entraron en la sala. Vieron al príncipe apaleando el vientre abierto de la polaca Vieron al herido ensangrentado y desnudo sobre la cama.
Se abalanzaron sobre el príncipe, le ataron y se lo llevaron.
Un consejo de guerra le condenó a muerte por flagelación y nada pudo ablandar a los jueces japoneses. Una solicitud de gracia al Mikado no obtuvo ningún éxito.
El príncipe Vibescu tomó valientemente sus disposiciones y se preparó a morir como un verdadero hospodar hereditario de Rumania.
Llegó el día de la ejecución, el príncipe Vibescu se confesó, comulgó, hizo su testamento y escribió a sus padres. Poco después introdujeron a una niñita de doce años en su celda. Se sorprendió, pero viendo que les dejaban solos, empezó a sobarla.
Era encantadora y le contó en rumano que era de Bucarest y había sido capturada por los japoneses en la retaguardia del ejército ruso donde sus padres se dedicaban al comercio.
Le habían preguntado si quería ser desvirgada por un condenado a muerte rumano y ella había aceptado.
Mony le levantó las faldas y le chupó su coño regordete donde aún no había pelo, luego le dio una suave azotaina mientras ella le masturbaba. Luego puso la cabeza de su miembro entre las piernas infantiles de la pequeña rumana, pero no podía entrar. Ella le secundaba con todas sus fuerzas, pegando culadas y ofreciendo al príncipe para que los besara sus pechitos redondos como mandarinas. En un ataque de furor erótico él consiguió que su miembro penetrara por fin en la niñita, destrozando por fin esta virginidad, derramando sangre inocente.
Entonces Mony se levantó y, como no tenía nada que esperar de la justicia humana, estranguló a la niña tras hundirle los ojos, mientras ella lanzaba gritos espantosos.
Los soldados japoneses entraron entonces y le hicieron salir. Un heraldo leyó la sentencia en el patio de la prisión, que era una antigua pagoda china de maravillosa arquitectura.
La sentencia era breve: el condenado debía recibir un vergajazo por parte de cada hombre que componía el ejército japonés acampado en ese lugar. Este ejército constaba de once mil unidades.
Y mientras el heraldo leía, el príncipe rememoró su agitada vida. Las mujeres de Bucarest, el vicecónsul de Servia, París, el asesinato en el coche-cama, la japonesita de Port-Arthur, todo esto se confundía en su memoria.
Un hecho se precisó. Se acordó del bulevar Malesherbes; Culculine con un vestido primaveral trotaba hacia la Madeleine y él, Mony, le decía:
—Si no hago el amor veinte veces seguidas, que las once mil vírgenes u once mil vergas me castiguen.
No había fornicado veinte veces seguidas, y había llegado el día en que once mil vergas iban a castigarle.
Había llegado hasta aquí en su sueño cuando los soldados le zarandearon y le condujeron ante sus verdugos.
Los once mil japoneses estaban alineados en dos filas, cara a cara. Cada hombre empuñaba una baqueta flexible. Desnudaron a Mony, luego tuvo que andar por ese cruel camino ribeteado de verdugos. Los primeros golpes solamente le hicieron estremecerse. Caían sobre una piel satinada y dejaban marcas rojo obscuro. Soportó estoicamente los mil primeros golpes, luego cayó bañado en sangre, con el miembro erecto.
Entonces le colocaron encima de una camilla y el lúgubre desfile, marcado por los secos golpes de las baquetas que golpeaban sobre una carne hinchada y sangrante continuó. Al poco rato su miembro ya no pudo retener por más tiempo el chorro espermático y, levantándose varias veces, escupió su líquido blancuzco a la cara de los soldados que pegaron con más fuerza sobre este pingajo humano.
Al diezmilésimo golpe, Mony entregó su alma. El sol estaba radiante. Los trinos de los pájaros manchues hacían más alegre la rozagante mañana. La sentencia se ejecutó y los últimos soldados dieron su baquetazo sobre un pingajo informe, una especie de carne de salchicha donde ya no se distinguía nada, salvo el rostro que había sido cuidadosamente respetado y donde los ojos vidriosos completamente abiertos parecían contemplar la majestad divina en el más allá.
En ese momento un convoy de prisioneros rusos pasó cerca del lugar de la ejecución. Lo hicieron parar para impresionar a los moscovitas.
Pero resonó un grito seguido de otros dos. Tres prisioneros se lanzaron y, como no estaban atados, se precipitaron sobre el cuerpo del torturado que acababa de recibir el undécimo mil vergajazo. Se postraron de rodillas y besaron con devoción, llorando a lágrima viva, la cabeza ensangrentada de Mony.
Los soldados japoneses, estupefactos por un momento, se dieron cuenta inmediatamente de que si uno de los prisioneros era un hombre, un coloso incluso, los otros dos eran unas bellas mujeres disfrazadas de soldado. Eran, en efecto, Cornaboeux, Culculine y Alexine, que habían sido capturados tras el desastre del ejército ruso.
Primero los japoneses respetaron su dolor, luego, atraídos por las dos mujeres, empezaron a sobarlas. Dejaron a Cornaboeux arrodillado junto al cadáver de su señor y les quitaron los pantalones a Culculine y a Alexine que se debatieron en vano.
Sus bellos culos blancos y bulliciosos de parisina aparecieron enseguida ante los ojos maravillados de los soldados. Estos empezaron a fustigar suavemente y sin rabia estos encantadores traseros que se meneaban como lunas borrachas y, cuando las bonitas muchachas intentaban levantarse, se vislumbraban debajo los pelos de sus gatos que contemplaban a la tropa con la boca abierta.
Los golpes cortaban el aire y, cayendo de lleno, pero no demasiado fuerte, marcaban por un instante los culos carnosos y firmes de las parisinas, pero inmediatamente se borraban las marcas para volver a aparecer en el lugar donde la verga acababa de golpear de nuevo.
Cuando estuvieron convenientemente excitadas, dos oficiales japoneses las condujeron a una tienda y, en ella, copularon una decena de veces como corresponde a hombres hambrientos por una larga abstinencia.
Estos oficiales japoneses eran caballeros de grandes familias. Habían hecho espionaje en Francia y conocían París. Culculine y Alexine no tuvieron grandes dificultades para hacerles prometer que les entregarían el cuerpo del principe Vibescu, que hicieron pasar por su primo, al tiempo que se presentaban como hermanas.