Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
Vemos cómo la tarea fenomenológica que Husserl se fijará más adelante está ligada, en lo más profundo de sus posibilidades y de sus imposibilidades, al destino de la filosofía occidental, tal como se estableció desde el siglo XIX. En efecto, intenta anclar los derechos y los límites de una lógica formal en una reflexión de tipo trascendental y, por otra parte, ligar la subjetividad trascendental con el horizonte implícito de los contenidos empíricos, que sólo ella tiene la posibilidad de constituir, de mantener y de abrir por medio de explicaciones infinitas. Pero quizá no escapa al peligro que amenaza, antes aun de la fenomenología, a toda empresa dialéctica y la hace oscilar siempre de grado o por fuerza en una antropología. Sin duda, no es posible dar un valor trascendental a los contenidos empíricos ni desplazarlos del lado de una subjetividad constituyente sin dar lugar, cuando menos silenciosamente, a una antropología, es decir, a un modo de pensamiento en el que los límites de derecho del conocimiento (y, en consecuencia, de todo saber empírico) son, a la vez, las formas concretas de la existencia, tal como se dan precisamente en este mismo saber empírico.
Las consecuencias más lejanas, y para nosotros más difíciles de rodear, del acontecimiento fundamental que sobrevino a la
episteme
occidental hacia fines del siglo XVIII, pueden resumirse así: negativamente, el dominio de las formas puras del conocimiento se aisla, tomando a la vez autonomía y soberanía con respecto a todo saber empírico, haciendo nacer y renacer indefinidamente el proyecto de formalizar lo concreto y de constituir, a despecho de todo, ciencias puras; positivamente, los dominios empíricos se ligan a reflexiones sobre la subjetividad, el ser humano y la finitud, tomando el valor y la función de la filosofía, lo mismo que de reducción de la filosofía o de antifilosofía.
He aquí que hemos llegado mucho más allá del acontecimiento histórico que tratábamos de situar —mucho más allá de los límites cronológicos de esta ruptura que parte en su profundidad a la
episteme
del mundo occidental y aisla, para nosotros, el comienzo de una cierta manera
moderna
de conocer las empiricidades. Pues el pensamiento que nos es contemporáneo y con el cual, a querer o no, pensamos, se encuentra dominado aún en gran medida por la imposibilidad, que salió a luz a fines del siglo XVIII, de fundar las síntesis en el espacio de la representación y por la obligación correlativa, simultánea, pero también dividida contra sí misma, de abrir el campo trascendental de la subjetividad y de constituir, a la inversa, más allá del objeto, esos "semitrascendentales" que son para nosotros la Vida, el Trabajo, el Lenguaje. Para hacer surgir esta obligación y esta imposibilidad en la severidad de su irrupción histórica, es necesaria hacer correr el análisis todo a lo largo del pensamiento que encuentra su fuente en una oquedad semejante; es necesario que el propósito redoble apresuradamente el destino o la propensión del pensamiento moderno para alcanzar por fin su punto de retorno: esta claridad actual, aún pálida pero quizá decisiva, que nos permite, si no rodear por completo, cuando menos sí dominar por fragmentos y adueñarnos un poco de lo que, de este pensamiento formado en el umbral de la época moderna, llega aún hasta nosotros, nos reviste y sirve de suelo continuo a nuestro discurso. Sin embargo, la otra mitad del acontecimiento —la más importante, sin duda, pues concierne en su ser mismo, en su raíz, a las positividades a las que se aferran nuestros conocimientos empíricos— quedó en suspenso y es la que es necesario analizar ahora. En una primera fase —la que se extiende cronológicamente de 1775 a 1795 y cuya configuración puede dibujarse a través de las obras de Smith, Jussieu y Wilkins—, los conceptos de trabajo, de organismo y de sistema gramatical fueron introducidos —o reintro-ducidos con un status especial— en el análisis de las representaciones y en el espacio tabular en el cual se desplegaba éste hasta ahora. Sin duda alguna, su función no era aún más que la de autorizar este análisis, permitir el establecimiento de las identidades y las diferencias y proporcionar el útil —como la medida cualitativa— para un ordenamiento. Pero ni el trabajo, ni el sistema gramatical, ni la organización viva podían ser definidos o asegurados por el simple juego de la representación que se descompone, se analiza, se recompone y así se representa a sí misma en una pura duplicación; el espacio del análisis no podía, pues, dejar de perder su autonomía. De ahora en adelante, el cuadro, que ha dejado de ser el lugar de todos los órdenes posibles, la matriz de todas las relaciones, la forma de distribución de todos los seres en su individualidad singular, no forma ya sino una pequeña película superficial para el saber; las vecindades que manifiesta, las identidades elementales que circunscribe y cuya repetición muestra, las semejanzas que desata al exponerlas, las constancias que permite recorrer no son sino los efectos de ciertas síntesis, organizaciones o sistemas que se asientan mucho más allá de todas las reparticiones que pueden ordenarse a partir de lo visible. El orden que se da a la mirada, con el cuadriculado permanente de sus distinciones, no es más que un centelleo superficial por encima de una profundidad.
El espacio del saber occidental está ahora listo para oscilar: la
taxinomia
cuya gran capa universal se exponía en correlación con la posibilidad de una
mathesis
y que constituía el tiempo fuerte del saber —a la vez su primera posibilidad y el término de su perfección— va a ordenarse en una verticalidad oscura: ésta definirá la ley de las semejanzas, prescribirá las vecindades y las discontinuidades, fundará las disposiciones perceptibles y hará desplazarse todos los grandes desarrollos horizontales de la
taxinomia
hacia la región, un tanto accesoria, de las consecuencias. Así, la cultura europea se inventa una profundidad en la que no se tratará ya de las identidades, de los caracteres distintivos, de los cuadros permanentes con todos sus caminos y recorridos posibles, sino de las grandes fuerzas ocultas desarrolladas a partir de su núcleo primitivo e inaccesible, sino del origen, de la causalidad y de la historia. De ahora en adelante, las cosas no llegarán ya a la representación a no ser desde el fondo de este espesor replegado en sí mismo, quizá revueltas y más sombrías por su oscuridad, pero anudadas con fuerza a sí mismas, reunidas o separadas, agrupadas sin recurso por el vigor que se oculta allá abajo, en este fondo. Las figuras visibles —sus lazos, los blancos que las aislan y recortan su perfil— sólo se ofrecen a nuestra mirada ya compuestas del todo, ya articuladas en esta noche subterránea que las fomenta con el tiempo.
Así, pues —y se trata de la otra fase del acontecimiento—, el saber cambia de naturaleza y de forma en su positividad. Sería falso —
y
, sobre todo, insuficiente— el atribuir esta mutación al descubrimiento de objetos aún desconocidos, como el sistema gramatical del sánscrito o la relación, en lo vivo, entre las disposiciones anatómicas y los planes funcionales o aun el papel económico del capital. Tampoco sería más exacto el imaginar que la gramática general se ha convertido en filología, la historia natural en biología y el análisis de las riquezas en economía política, porque todos estos modos de conocimiento han rectificado sus métodos, se han acercado más a su objeto, han racionalizado sus conceptos, elegido mejores modelos de formalización —en breve, se han desprendido de su prehistoria por una especie de autoanálisis de la razón misma. Lo que ha cambiado a fines del siglo y ha sufrido una alteración irreparable es el saber mismo como modo de ser previo e indiviso entre el sujeto que conoce y el objeto del conocimiento; si se ha iniciado el estudio del costo de la producción y si ya no se utiliza la situación ideal y primitiva del trueque para analizar la formación del valor, es porque en el nivel arqueológico el cambio ha sido sustituido como figura fundamental en el espacio del saber por la producción, haciendo aparecer por un lado nuevos objetos cognoscibles (como el capital) y prescribiendo, por el otro, nuevos conceptos y nuevos métodos (como el análisis de las formas de producción). De igual modo, si se estudia, a partir de Cuvier, la organización interna de los seres vivos y si se utiliza, para hacerlo, los métodos de la anatomía comparada, es porque la Vida, como forma fundamental del saber, ha hecho aparecer nuevos objetos (como la relación del carácter con la función) y nuevos métodos (como la investigación de las analogías). Por último, si Grimm y Bopp tratan de definir las leyes de alternancia vocálica o de mutación de las consonantes, es porque el Discurso como modo del saber ha sido remplazado por el Lenguaje que define los objetos, hasta entonces no aparentes (familias de lenguas en las que los sistemas gramaticales son análogos), y prescribe métodos que hasta entonces no se habían empleado (análisis de las reglas de transformación de las consonantes y de las vocales). La producción, la vida y el lenguaje: no hace falta buscar objetos que serían impuestos, como por su propio peso y bajo el efecto de una insistencia autónoma, desde el exterior a un conocimiento que por mucho tiempo los hubiera descuidado; tampoco es necesario ver conceptos construidos poco a poco, gracias a métodos nuevos, a través del progreso de las ciencias que van hacia su racionalidad propia. Son modos fundamentales del saber que sostienen en su unidad sin fisura la correlación secundaria y derivada de las ciencias y de las técnicas nuevas con objetos inéditos. La constitución de estos modos fundamentales sin duda ha huido lejos en el espesor de las capas arqueológicas; sin embargo, se pueden descubrir algunos signos de ella a través de las obras de Ricardo, por lo que respecta a la economía, de Cuvier en la biología y de Bopp en la filología.
En el análisis de Adam Smith, el trabajo debe su privilegio al poder que se le había reconocido de establecer una medida constante entre los valores de las cosas; permitía equiparar en el cambio objetos necesarios cuyo peso y medida, por otra parte, habían estado expuestos al cambio o sometidos a una relatividad esencial. Pero sólo pudo asumir tal papel al precio de una condición: era necesario suponer que la cantidad de trabajo indispensable para producir una cosa fuera igual a la cantidad de trabajo que esta cosa, a su vez, podía comprar en el proceso del cambio. Ahora bien, ¿cómo justificar esta identidad, cómo fundarla a no ser sobre una cierta asimilación, admitida en la sombra más que aclarada, entre el trabajo como actividad de producción y el trabajo como mercancía que se puede comprar y vender? En este segundo caso, no puede ser utilizado como medida constante, ya que "está sujeto a tantas fluctuaciones como experimenten los bienes que con él se comparen".
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En Adam Smith, esta confusión se origina en la precedencia que se otorga a la representación : toda mercancía representa un cierto trabajo y todo trabajo puede representar una cierta cantidad de mercancía. La actividad de los hombres y el valor de las cosas se comunican en el elemento transparente de la representación. Y justo allí encuentra el análisis de Ricardo su lugar y la razón de su importancia decisiva. No es el primero en otorgar un lugar importante al trabajo en el juego de la economía; pero hace estallar la unidad de la noción y distingue, por primera vez y de manera radical, esta fuerza, este esfuerzo, este tiempo del obrero que se compran y se venden, y esta actividad que está en el origen del valor de las cosas. Se tendrá pues, por un lado, el trabajo que ofrecen los obreros, que aceptan o piden los empresarios y que es retribuido por los salarios; por el otro, se tendrá el trabajo que extrae los metales, produce los bienes, fabrica los objetos, transporta las mercancías y forma así valores intercambiables que antes de él no existían y que no habrían aparecido sin él.
Es verdad que, tanto para Ricardo como para Smith, el trabajo bien puede medir la equivalencia de las mercancías que pasan por el circuito de cambios: "En las etapas iniciales de la sociedad, el valor de cambio de dichos bienes, o la regla que determina qué cantidad de uno debe darse en cambio por otro, depende casi exclusivamente de la cantidad comparativa de trabajo empleada en cada uno".
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Pero la diferencia entre Smith y Ricardo se encuentra en esto: para el primero, el trabajo, por ser analizable en días de subsistencia, puede servir de unidad común a todas las otras mercancías (de las que forman parte los bienes necesarios para la subsistencia); para el segundo, la cantidad de trabajo permite fijar el valor de una cosa, no sólo porque ésta sea representable en unidades de trabajo, sino en primer lugar y fundamentalmente porque el trabajo, como actividad de producción, es "la fuente de todo valor". Éste no puede ser ya definido, como en la época clásica, a partir del sistema total de las equivalencias y de la capacidad que pueden tener las mercancías para representarse unas a otras. El valor ha dejado de ser un signo y se ha convertido en un producto. Si las cosas valen lo que el trabajo que se les ha consagrado o, cuando menos, si su valor está en proporción con este trabajo, no es porque el trabajo sea un valor fijo, constante y cambiable en todo tiempo y lugar, sino porque todo valor, sea el que fuere, tiene su origen en el trabajo. Y la mejor prueba de ello es que el valor de las cosas aumenta con la cantidad de trabajo que ha de consagrárseles si se quiere producirlas; pero no cambia con el aumento o la reducción de los salarios por los que se cambia el trabajo como cualquier otra mercancía.³Los valores, circulando por los mercados y cambiándose unos por otros, tienen aún un poder de representación. Pero toman tal poder, por otra parte, de ese trabajo más primitivo y más radical que cualquier representación y que, en consecuencia, no puede ser definido por el cambio. En tanto que, para el pensamiento clásico, el comercio y el cambio sirven de fondo insuperable al análisis de las riquezas (aun en Adam Smith en quien la división del trabajo es impuesta por los criterios de trueque), a partir de Ricardo, la posibilidad del cambio se funda en el trabajo; y de ahora en adelante, la teoría de la producción deberá preceder siempre a la de la circulación.
De allí, tres consecuencias que es necesario retener. La primera es la instauración de una serie causal que tiene una forma radicalmente nueva. En el siglo XVIII no se ignoraba —lejos de ello— el juego de las determinaciones económicas: se explicaba cómo podía la moneda huir o afluir, los precios subir o bajar, la producción aumentar, estancarse o disminuir; pero todos estos movimientos se definían a partir de un espacio en cuadro en el que los valores podían representarse unos a otros; los precios aumentaban cuando los elementos representantes crecían con mayor rapidez que los elementos representados; la producción disminuía cuando los instrumentos de representación disminuían en relación con las cosas por representar, etc. Se trataba siempre de una causalidad circular y de superficie, ya que no concernía nunca sino a los poderes recíprocos del analizante y lo analizado. A partir de Ricardo, el trabajo, desplazado en relación con la representación e instalándose en una región en la que ya no tiene lugar, se organiza de acuerdo con una causalidad que le es propia. La. cantidad de trabajo necesario para la fabricación de una cosa (para su recolección o para su transporte) y que determina su valor, depende de las formas de producción: ésta se modificará de acuerdo con el grado de división en el trabajo, la cantidad y naturaleza de los útiles, el capital del que dispone el empresario y la cantidad que haya invertido en la instalación de su fábrica; en algunos casos, la producción será costosa; en otros, lo será menos.
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Pero como, en todos los casos, este costo (salarios, capital e ingresos, ganancias) es determinado por el trabajo ya hecho y aplicado a esta nueva producción, vemos surgir una gran serie lineal y homogénea que es la de la producción. Todo trabajo tiene un resultado que, en una u otra forma, se aplica a un nuevo trabajo cuyo costo define; y a su vez este nuevo trabajo entra en la formación de un valor, etc. Esta acumulación en serie rompe, por vez primera, con las determinaciones recíprocas que jugaban solas en el análisis clásico de las riquezas. Introduce por este hecho mismo la posibilidad de un tiempo histórico continuo, aun si de hecho, como veremos, Ricardo no piensa en la evolución futura sino en la forma de una disminución y, en el caso extremo, de una suspensión total de la historia. En el nivel de las condiciones de posibilidad del pensamiento, Ricardo, al disociar la formación y la representatividad del valor, ha permitido la articulación de la economía sobre la historia. Las "riquezas", en vez de distribuirse en un cuadro y de constituir por ello un sistema de equivalencias, se organizan y se acumulan en una cadena temporal: todo valor se determina no según los instrumentos que permiten analizarlo, sino de acuerdo con las condiciones de producción que lo han hecho nacer; y aún más allá, esas condiciones son determinadas por la cantidad de trabajo aplicada a su producción. Aun antes de que la reflexión económica se ligue a la historia de los acontecimientos o de las sociedades en un discurso explícito, la historicidad ha penetrado, y por mucho tiempo sin duda, él modo de ser de la economía. Ésta no está ya ligada, en su positividad, a un espacio simultáneo de diferencias y de identidades, sino al tiempo de producciones sucesivas.