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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (23 page)

BOOK: Las partículas elementales
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«Pareció sorprenderle de verdad que yo no hubiera llevado otro texto. Sentía muchísimo decepcionarle, me habría gustado ser su querido amigo y que me llevara a bailar, que me invitara a whiskies en el Pont-Royal. Al salir, en la acera, tuve un momento de intensa desesperación. Pasaban mujeres por el bulevar Saint-Germain, la tarde era cálida y comprendí que nunca llegaría a ser escritor; también comprendí que me importaba tres leches. Pero, entonces, ¿qué? El sexo ya me costaba la mitad del sueldo, era incomprensible que Anne todavía no se hubiera dado cuenta de nada. Podía inscribirme en el Frente Nacional, pero ¿para qué iba a comer
choucroute
con unos imbéciles? De todos modos las mujeres de derechas no existen, y follan con paracaidistas. El texto era absurdo, lo tiré en la primera papelera que encontré. Tenía que conservar mi postura de «izquierda humanista», era mi única oportunidad, tenía la íntima certeza. Me senté en la terraza del Escurial. Tenía el pene caliente, dolorido, hinchado. Me tomé dos cervezas y luego volví andando a casa. Al cruzar el Sena, me acordé de Adjila. Era una magrebí de mi clase de segundo, muy guapa, muy elegante. Buena alumna, seria, adelantada un año. Tenía una cara inteligente y dulce, nada burlona; quería sacar buenas notas, era evidente. Esas chicas viven a menudo entre brutos y asesinos, basta con ser un poco amable con ellas. Empecé a creérmelo otra vez. Estuve hablando con ella durante las dos semanas siguientes, la sacaba a la pizarra. Ella respondía a mis miradas, no parecía ver nada raro. Tenía que darme prisa, ya estábamos a principios de junio. Cuando volvía a sentarse, veía su culito de molde embutido en los vaqueros. Me gustaba tanto que dejé a las putas. Imaginaba mi polla penetrando en la suavidad de su larga melena negra; incluso me hice una paja sobre uno de sus trabajos.

»El viernes 11 de junio llegó con una faldita negra; las clases acababan a las seis. Ella estaba sentada en la primera fila. Cuando cruzó las piernas debajo de la mesa, me faltó un pelo para desmayarme. Ella estaba al lado de una rubia gorda que se fue en cuanto sonó el timbre. Me levanté y puse la mano sobre su carpeta. Ella se quedó sentada, no parecía tener la menor prisa. Salieron todos los alumnos y el aula se quedó en silencio. Yo tenía su carpeta en la mano, hasta podía leer algunas palabras: “
Remember
… el infierno…” Me senté a su lado, volví a dejar la carpeta en la mesa, pero no conseguí hablarle. Estuvimos así, en silencio, durante un minuto por lo menos. Varias veces miré sus grandes ojos negros; pero también veía sus menores gestos, la más mínima palpitación de sus pechos. Estaba medio vuelta hacia mí y entreabrió las piernas. No recuerdo haber hecho el siguiente gesto, tengo la impresión de que fue un acto semivoluntario. Un instante después, sentí su muslo bajo la palma de mi mano izquierda, las imágenes se confundieron, volví a ver a Caroline Yessayan y casi me muero de vergüenza. El mismo error, exactamente el mismo error al cabo de veinte años. Como con Caroline Yessayan veinte años antes, pasaron unos segundos antes de que ella hiciera algo; se había sonrojado un poco. Luego, con mucha suavidad, me apartó la mano; pero no se levantó, no hizo el menor movimiento para irse. A través de la ventana enrejada vi a una chica atravesar el patio y apresurarse hacia la estación. Con la mano derecha, me bajé la cremallera de la bragueta. Ella abrió los ojos de par en par y me miró el sexo. De sus ojos emanaban vibraciones cálidas, me podría haber corrido sólo con la fuerza de su mirada, y a la vez era consciente de que ella tenía que esbozar algún gesto para convertirse en cómplice. Mi mano derecha se acercó a la suya, pero no pudo llegar hasta el final: con un gesto implorante, me cogí el pene y se lo ofrecí. Ella estalló en carcajadas; creo que yo también me reí, a la vez que empezaba a masturbarme. Seguí riendo y sacudiéndomela mientras ella recogía sus cosas y se levantaba para irse. En el umbral de la puerta se volvió para mirarme por última vez; yo eyaculé y no vi nada más. Sólo oí el ruido de la puerta al cerrarse, de sus pasos que se alejaban. Estaba atontado, como bajo el efecto de un gigantesco golpe de gong. Aun así, logré llamar a Azoulay desde la estación. No recuerdo en absoluto el regreso en tren, el viaje en metro; me recibió a las ocho. Yo no podía dejar de temblar; él me puso una inyección calmante de inmediato.

»Pasé tres noches en Sainte-Anne, después me transfirieron a una clínica psiquiátrica del Ministerio de Educación, en Verrières-le-Buisson. Azoulay estaba visiblemente preocupado; aquel año, los periodistas empezaban a hablar mucho de la pedofilia, parecía que se habían pasado la contraseña: “Hay que presionar a los pedófilos, Emile.” Todo por odio a los viejos, por odio y asco de la vejez; y se estaba convirtiendo en una causa nacional. La chica tenía quince años, yo era profesor, había abusado de mi autoridad sobre ella; y además era magrebí. En resumen, el expediente ideal para una expulsión seguida de linchamiento. Al cabo de quince días, Azoulay empezó a relajarse un poco; estábamos llegando al fin de curso y era obvio que la chica no había dicho nada. El informe iba a ser más clásico. Un profesor depresivo, un poco suicida, que necesita reconstruir su psique… Lo sorprendente de la historia es que el liceo de Meaux no era especialmente duro; pero él arguyó traumas de la primera infancia reavivados por el regreso al liceo; en fin, que se las arregló muy bien.

»Me quedé en la clínica un poco más de seis meses; mi padre fue a verme varias veces; tenía un aspecto cada vez más benévolo y cansado. Yo estaba tan atiborrado de neurolépticos que no sentía el menor deseo sexual; pero de vez en cuando las enfermeras me cogían en brazos. Me apretaba contra ellas y me quedaba quieto uno o dos minutos; luego volvía a tumbarme. Eso me sentaba tan bien que el psiquiatra jefe les había aconsejado que aceptaran si no tenían mayores inconvenientes. Sospechaba que Azoulay no se lo había contado todo; pero tenía muchos casos más graves, esquizofrénicos y pacientes con delirios peligrosos, y poco tiempo para ocuparse de mí; yo tenía un médico de cabecera; para él eso era lo fundamental.

»Ya no era cuestión de seguir en la enseñanza, claro, pero a principios de 1991 el Ministerio de Educación me colocó en la comisión de programas de francés. Perdía las horas lectivas y las vacaciones escolares, pero el sueldo se mantenía. Poco después me divorcié de Anne. Nos pusimos de acuerdo en una fórmula típica para la pensión alimenticia y la custodia alternada; de todos modos los abogados no te dejan elección, es casi un contrato tipo. Éramos los primeros de la cola, el juez leía a toda velocidad, y todo el divorcio duró menos de un cuarto de hora. Salimos juntos a la escalinata del Palacio de Justicia, era un poco más de mediodía. Estábamos a principios de marzo, yo acababa de cumplir treinta y cinco años; sabía que la primera parte de mi vida había terminado.

Bruno se interrumpió. Ya era completamente de noche; ni él ni Christiane se habían vestido. Él alzó la mirada hacia ella. Ella hizo entonces algo sorprendente: se acercó, le pasó los brazos en torno al cuello y le besó en ambas mejillas.

—Los años siguientes fueron parecidos —continuó Bruno en voz baja—. Me hice un implante de pelo; salió bien, el cirujano era amigo de mi padre. Seguí yendo al Gymnase Club. En vacaciones probé con Nouvelles Frontières, otra vez el Club Méditerranée y otros clubs de vacaciones. Tuve algunas aventuras, bueno, muy pocas; en conjunto, las mujeres de mi edad no tienen muchas ganas de follar. Claro que fingen lo contrario, y es cierto que a veces les gustaría volver a sentir una emoción, una pasión, un deseo; pero yo no estaba en condiciones de provocar nada de eso. Nunca había conocido a una mujer como tú.

Ni siquiera creía que una mujer como tú pudiera existir.

—Hace falta… —dijo ella con voz un poco alterada—, hace falta un poco de generosidad, hace falta que alguien dé el primer paso. De haber sido yo esa magrebí, no sé cómo habría reaccionado. Pero estoy segura de que en ti ya había algo conmovedor. Creo, bueno, me parece que habría accedido a complacerte. — Se tumbó de nuevo, puso la cabeza entre los muslos de Bruno, le lamió un poco el glande—. Me gustaría comer algo… —dijo de pronto—. Son las dos de la madrugada, pero en París es posible, ¿no?

—Claro.

—¿Te la chupo ahora o prefieres que te haga una paja en el taxi?

—No, ahora.

15

LA HIPÓTESIS MACMILLAN

Encontraron un taxi, fueron a Les Halles y cenaron en una cervecería abierta toda la noche. De entrante, Bruno pidió pinchos de arenque. Se dijo que desde ese momento podía pasar cualquier cosa; pero enseguida se dio cuenta de que estaba exagerando. Sí, su cerebro hervía de posibilidades: podía identificarse con una rata de campo, un salero o un campo de energía; en la práctica, no obstante, su cuerpo seguía un proceso de lenta destrucción; y lo mismo pasaba con el cuerpo de Christiane. A pesar del regreso alternativo de las noches, habría una conciencia individual hasta el final en sus cuerpos separados. En cualquier caso, los pinchos de arenque no eran una solución; pero tampoco una lubina al hinojo habría arreglado nada. Christiane guardaba un silencio perplejo y más bien misterioso. Compartieron una
choucroute royal
con salchichas artesanas de Montbéliard. En el estado de agradable relajación del hombre al que acaban de mamársela con afecto y voluptuosidad, Bruno tuvo un rápido recuerdo para sus preocupaciones profesionales, que podían resumirse así: ¿qué importancia hay que darle a Paul Valéry en las clases de francés de la rama de ciencias? Cuando terminó la
choucroute
, y después de pedir queso de Munster, se sintió bastante inclinado a contestar: «Ninguna.»

—No sirvo para nada —dijo Bruno con resignación—. Soy incapaz hasta de criar cerdos. No tengo ni idea de cómo se hacen las salchichas, los tenedores o los teléfonos portátiles. Soy incapaz de producir cualquiera de los objetos que me rodean, los que uso o los que me como; ni siquiera soy capaz de entender su proceso de producción.

Si la industria se bloqueara, si desaparecieran los ingenieros y los técnicos especializados, yo sería incapaz de volver a poner en marcha una sola rueda. Estoy fuera del complejo económico-industrial, y ni siquiera podría asegurar mi propia supervivencia: no sabría alimentarme, vestirme o protegerme de la intemperie; mis competencias técnicas son ligeramente inferiores a las del hombre de Neardenthal. Dependo por completo de la sociedad que me rodea, pero yo soy para ella poco menos que inútil; todo lo que sé hacer es producir dudosos comentarios sobre objetos culturales anticuados. Sin embargo gano un sueldo, incluso un buen sueldo, muy superior a la media. La mayor parte de la gente que me rodea está en el mismo caso. En el fondo, la única persona útil que conozco es mi hermano.

—¿Qué ha hecho de extraordinario?

Bruno lo pensó; le dio unas cuantas vueltas al queso en el plato en busca de una respuesta que pudiera impresionarla.

—Ha creado vacas nuevas. Bueno, es un ejemplo, pero sé que sus trabajos han permitido el nacimiento de vacas genéticamente modificadas, con una producción de leche mejorada y una calidad nutritiva superior. Ha cambiado el mundo. Yo no he hecho nada, no he creado nada; no le he aportado al mundo absolutamente nada.

—Pero no has hecho daño… —El rostro de Christiane se ensombreció; terminó rápidamente su helado. En julio de 1976 había pasado quince días en la propiedad de Di Meola en las colinas de Ventoux, la misma a la que Bruno había ido el año anterior con Annabelle y Michel. Cuando le contó a Bruno ese verano, los dos se quedaron maravillados por la coincidencia; inmediatamente después, ella sintió una intensa amargura. Pensó que si se hubieran conocido en 1976, cuando él tenía veinte años y ella dieciséis, su vida podría haber sido completamente diferente. Ésta fue la primera señal que la avisó de que se estaba enamorando.

—Es una coincidencia —continuó Christiane—, pero en el fondo no es pasmosa. Los idiotas de mis padres formaban parte de ese medio libertario y un poco beatnik de los años cincuenta con el que solía andar tu madre. Hasta es posible que se conozcan, pero no tengo ningunas ganas de averiguarlo. Desprecio a esa gente, incluso la odio. Representan el mal, trajeron el mal, y hablo con conocimiento de causa. Me acuerdo muy bien de ese verano del 76. Di Meola murió quince días después de mi llegada; tenía un cáncer generalizado, y parecía que ya nada le interesaba de verdad. Aun así intentó ligar conmigo, yo estaba bastante bien entonces; pero no insistió, creo que estaba empezando a sufrir físicamente. Llevaba veinte años haciéndose pasar por un viejo sabio y hablando de la iniciación espiritual, etc., para tirarse a las chicas. Hay que reconocer que interpretó el papel hasta el final. Quince días después de que yo llegara tomó veneno, algo muy suave, que hacía efecto en varias horas; luego recibió a todos los que estaban en la propiedad y le dedicó unos minutos a cada uno, tipo «muerte de Sócrates», ¿sabes? Habló de Platón, de las Upanishads, de Lao-Tse, en fin, del circo de siempre. También habló mucho de Aldous Huxley, recordaba cómo se conocieron, las cosas que se habían dicho; puede que lo adornara un poco, pero el hombre se estaba muriendo. Cuando me llegó el turno estaba bastante impresionada, pero él sólo me pidió que me desabrochara la blusa. Me miró el pecho; luego intentó decir algo pero yo no lo entendí bien, ya le costaba trabajo hablar. De pronto se enderezó en el sillón y tendió las manos hacia mí. Le dejé hacer. Apoyó un momento la cabeza entre mis pechos y luego se dejó caer otra vez en el sillón. Le temblaban mucho las manos. Me hizo una señal con la cabeza para que me fuera. Yo no vi en su mirada ninguna iniciación espiritual, ninguna sabiduría; sólo vi miedo.

»Murió al caer la noche. Había pedido que hicieran una pira funeraria en lo alto de la colina. Todos recogimos leña, y empezó la ceremonia. David prendió fuego a la pira de su padre, tenía un resplandor extraño en los ojos. Yo no sabía nada de él, salvo que era músico de rock; iba con unos tipos bastante inquietantes, unos motoristas norteamericanos tatuados y vestidos de cuero. Yo estaba con una amiga, y cuando se hacía de noche no nos sentíamos muy tranquilas.

«Varios hombres que tocaban el tam tam se sentaron delante del fuego y empezaron a golpear con un ritmo grave. Los participantes empezaron a bailar, el fuego calentaba mucho, y como de costumbre la gente empezó a quitarse la ropa. En principio, para una cremación hacen falta incienso y sándalo. Nosotros sólo habíamos recogido leña caída, probablemente mezclada con hierbas locales, tomillo, romero, ajedrea; de hecho, al cabo de media hora, olía exactamente igual que una barbacoa. Fue un amigo de David el que lo dijo, un tipo grueso con chaleco de cuero y el pelo largo, grasiento; le faltaban varios dientes delanteros. Otro, que iba de hippie, explicó que en muchas tribus primitivas comerse al jefe desaparecido era un rito de unión de la mayor importancia. El desdentado inclinó la cabeza y empezó a reírse; David se acercó y empezó a discutir con ellos; estaba desnudo, y a la luz de las llamas tenía un cuerpo magnífico; creo que hacía musculación. Sentí que las cosas podían degenerar gravemente y fui a acostarme a toda velocidad.

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