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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (22 page)

BOOK: Las partículas elementales
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Cuando despertaron, el sol descendía entre los edificios; eran casi las siete. Bruno abrió una botella de vino blanco. Nunca le había contado a nadie los años que siguieron a su regreso de Dijon. Iba a hacerlo ahora.

—En el curso de 1989, a Anne le dieron un puesto en el liceo Condorcet. Alquilamos un apartamento en la rue Rodier, tres habitaciones, bastante oscuro. Victor iba al parvulario y yo tenía los días libres. Entonces empecé a ir de putas. Había varios salones de masaje tailandés en el barrio: el New Bangkok, el Lotus d’or, el Maï Lin; las chicas eran amables y sonrientes, y la cosa funcionaba. En la misma época empecé a consultar a un psiquiatra; ya no lo recuerdo muy bien, creo que llevaba barba…, pero a lo mejor lo confundo con alguien que vi en una película. Empecé a contarle mi adolescencia; también le hablaba mucho de los salones de masaje; me daba cuenta de que él me despreciaba, y eso me sentaba bien. De todos modos, cambié en enero. El nuevo no estaba mal, tenía la consulta cerca de Strasbourg-Saint-Denis, al salir podía darme una vuelta por los
peep-shows
. Se llamaba Azoulay, siempre tenía
París Match
en la sala de espera; en resumen, daba la impresión de ser buen médico. Mi caso no le interesaba mucho, pero no se lo reprocho: es verdad que era tremendamente banal, yo era sólo un imbécil frustrado que estaba envejeciendo y ya no deseaba a su mujer. Por la misma época, le citaron como experto en el proceso de un grupo de adolescentes satanistas que habían cortado en pedazos a una retrasada mental y luego la habían devorado: para eso hacían falta más cojones. Al final de cada sesión me aconsejaba que hiciera deporte, estaba obsesionado con eso; hay que decir que él empezaba a tener un poco de barriga. Bueno, las sesiones eran agradables, pero un poco sosas; lo único que le reanimaba era el tema de las relaciones con mis padres. A principios de febrero tuve una anécdota interesante que contarle. Ocurrió en la sala de espera del Maï Lin; al entrar me senté al lado de un tipo cuya cara me recordaba algo; pero muy vagamente, era justo una impresión borrosa. Luego le hicieron pasar, y yo entré justo después. Las cabinas de masaje estaban separadas por una cortina de plástico; sólo había dos, así que no tenía más remedio que estar al lado del tipo. Cuando la chica empezó a frotarme el bajo vientre con el pecho untado de jabón, tuve una iluminación: el tipo de la cabina de al lado, al que le estaban haciendo un
body body
, era mi padre. Había envejecido, parecía un jubilado de verdad, pero era él, no cabía la menor duda. En ese momento le oí correrse con un ruidito de vesícula que se vacía. Cuando yo me corrí, esperé unos minutos antes de vestirme; no tenía ganas de encontrármelo en la entrada. Pero el día que le conté la historia al psiquiatra, cuando regresé a casa, llamé al viejo por teléfono. Pareció sorprendido de oírme, y más bien contento. Sí, se había jubilado, había vendido todas sus acciones en la clínica de Cannes; en los últimos años había perdido bastante dinero, pero no le iba tan mal, otros estaban peor que él. Dijimos que nos veríamos uno de aquellos días; pero no pudimos hacerlo enseguida.

»A primeros de marzo, me llamaron de la inspección académica. A una profesora le habían dado la baja por maternidad antes de la fecha prevista, había un puesto libre hasta el final del año escolar, era en el liceo de Meaux. Dudé un poco, tenía muy malos recuerdos de Meaux; lo pensé tres horas, y luego me di cuenta de que me daba igual. Puede que la vejez sea eso; las reacciones emocionales se embotan, hay pocos rencores y pocas alegrías; uno se preocupa sobre todo por el funcionamiento de sus órganos, por su precario equilibrio. Lo primero que me sorprendió al bajar del tren, y luego al atravesar la ciudad, fueron su pequeñez y su fealdad…, su absoluta falta de interés. De niño, cuando llegaba a Meaux los domingos por la tarde, tenía la impresión de entrar en un inmenso infierno. Pero no, aquello era un infierno muy pequeñito que carecía del menor rasgo distintivo. Las casas, las calles…, todo aquello no me recordaba nada; incluso habían modernizado el liceo. Visité los edificios del internado, cerrado y transformado en museo de historia local. En aquellas salas otros chicos me habían pegado y humillado; habían disfrutado escupiéndome y meándose encima de mí; me habían metido la cabeza en una taza llena de mierda; pero no sentía ninguna emoción, más bien una ligera tristeza…, una tristeza muy, muy general. “Ni siquiera Dios puede hacer que lo que una vez fue deje de ser”, afirma en alguna parte no sé qué autor católico; pero al ver lo que quedaba de mi infancia en Meaux, la cosa no parecía tan difícil.

»Paseé por la ciudad durante varias horas; incluso volví al Bar de la Plage. Me acordaba de Caroline Yessayan, de Patricia Hohweiller; pero la verdad es que nunca las había olvidado; no había nada en las calles que me las recordara de un modo especial. Me crucé con muchos jóvenes, muchos inmigrantes; sobre todo negros, muchos más que cuando yo era adolescente; aquello sí era un cambio. Luego me presenté en el liceo. Al director le pareció divertido que yo fuera un antiguo alumno, quiso buscar mi expediente, pero yo me puse a hablar de otra cosa y conseguí evitarlo. Tenía tres clases: una de segundo, una de primero A y otra de primero S. La peor, me di cuenta enseguida, iba a ser la de primero A: había tres tíos y treinta chicas. Treinta chicas de dieciséis años. Rubias, morenas, pelirrojas. Francesas, magrebíes, asiáticas…, todas deliciosas, todas deseables. Y todas follaban, era evidente, follaban, cambiaban de chico, disfrutaban de su juventud; yo pasaba todos los días por delante de la máquina de preservativos y ellas no se cortaban, los compraban delante de mí.

»Lo que lo desencadenó todo es que yo empecé a decirme que a lo mejor tenía una oportunidad. Tenía que haber muchas hijas de divorciados, encontraría una que estuviera buscando una figura paterna. Podía funcionar, estaba seguro de que podía funcionar. Pero hacía falta un padre viril, protector, de hombros anchos. Me dejé crecer la barba y me matriculé en el Gymnase Club. La barba sólo fue un éxito a medias, no crecía espesa y me daba un aspecto sospechoso, a lo Salman Rushdie; por el contrario, los músculos respondían bien, en pocas semanas desarrollé deltoides y pectorales de lo más decentes. El problema, el nuevo problema, era mi pene. Ahora parecerá una locura, pero en los años setenta nadie se preocupaba realmente por el tamaño del sexo masculino; durante la adolescencia tuve todos los complejos físicos posibles menos ése. No sé quién empezó a hablar del tema, seguramente los pederastas; bueno, las novelas policíacas norteamericanas también abordan el tema; por el contrario, está totalmente ausente en Sartre. Sea como fuere, en las duchas del Gymnase Club me di cuenta de que tenía la polla muy pequeña. Lo comprobé en casa: 12 centímetros, todo lo más 13 o 14 estirando al máximo el centímetro de pliegue en la base de la polla. Había descubierto una nueva fuente de angustias; y ahí no había nada que hacer, era una desventaja radical, definitiva. Fue entonces cuando empecé a odiar a los negros. Bueno, no había muchos en el liceo; la mayoría iban al liceo técnico Pierre-de- Courbetin, el mismo sitio donde el ilustre Defrance hacía
striptease
filosófico y lamía culos a favor de los jóvenes. En mi clase de primero A había sólo uno, un tipo macizo al que llamaban Ben. Siempre llevaba gorra y zapatillas Nike, y estoy seguro de que tenía una polla enorme. Obviamente, todas las chicas caían de rodillas ante aquel zambo; y yo intentando que estudiaran a Mallarmé; no tenía sentido. Así debería acabar la civilización occidental, me decía con amargura: prosternándose otra vez delante de las grandes pollas, como el babuino
hamadryas
. Adopté la costumbre de ir a clase sin calzoncillos. El negro salía justo con la que yo habría elegido: monísima, muy rubia, cara infantil, preciosos pechos de manzana. Llegaban a clase cogidos de la mano. Durante los ejercicios, yo siempre cerraba las ventanas; las chicas tenían calor, se quitaban los suéters, la camiseta se les pegaba al pecho; yo me hacía pajas parapetado detrás de mi mesa. Todavía recuerdo el día en que les di para comentar una frase de
El mundo de Guermantes
:“La pureza de una sangre por la que desde hacía generaciones sólo corría lo más grande de la historia de Francia había despojado su manera de ser de todo lo que las gentes del pueblo llaman ‘maneras’, otorgándole la más perfecta sencillez.»

»Yo miraba a Ben: se rascaba la cabeza, se rascaba los cojones, masticaba chicle. ¿Qué demonios podía entender aquel mono enorme? ¿Y qué demonios podían entender todos los demás? Hasta a mí empezaba a costarme trabajo entender qué quería decir Proust
exactamente.
Esas decenas de páginas sobre la pureza de la sangre, la nobleza del genio en relación con la nobleza de la raza, el medio específico de los grandes profesores de medicina…, todo aquello me parecía una verdadera cagada. Era evidente que vivíamos en un mundo simplificado. La duquesa de Guermantes tenía mucha menos
pasta
que Snoop Doggy Dog; Snoop Doggy Dog tenía menos
pasta
que Bill Gates, pero las chicas se
mojaban
más por él. Dos parámetros, eso era todo. Claro, se podía escribir una novela proustiana
jet se
t donde se enfrentaran la fama y la riqueza, que pusiera en escena los contrastes entre la celebridad de masas y una celebridad más confidencial, para uso y disfrute de los
happy few.
; pero no tendría el menor interés. La fama cultural sólo era un mediocre sucedáneo de la verdadera gloria, la gloria en los medios de comunicación; y ésta, vinculada a la industria del entretenimiento, acumulaba más dinero que cualquier otra actividad humana. ¿Qué eran un banquero, un ministro o un empresario frente a un actor de cine o una rock star? Financiera y sexualmente, y desde todos los puntos de vista, cero. Las estrategias de distinción que Proust había descrito con tanta sutileza no tenían ningún sentido en la actualidad. Si considerábamos al hombre como animal jerárquico, como animal constructor de jerarquías, existía la misma relación entre la sociedad contemporánea y el siglo XVIII que entre la torre GAN y el Petit Trianon. Proust era radicalmente europeo; uno de los últimos europeos, junto con Thomas Mann; lo que escribía ya no tenía la más mínima relación con ninguna realidad. La frase sobre la duquesa de Guermantes seguía siendo magnífica, por supuesto. Pero todo aquello empezaba a ser un poco deprimente, y terminé por echar mano de Baudelaire. La angustia, la muerte, la vergüenza, la embriaguez, la nostalgia, la infancia perdida…, sólo temas indiscutibles, sólidos. Aun así, era raro. La primavera, el calor, todas aquellas niñas excitantes, y yo leyendo:

Ten juicio, Dolor mío, guárdate más sereno,

reclamabas la Noche; hela aquí que desciende:

un aire oscuro envuelve la ciudad

llevando paz a unos, a otros inquietud.

Mientras de los mortales la vil plebe

que espolea el Placer, verdugo sin piedad,

va a por remordimientos a la fiesta servil,

dame la mano, Dolor, ven a mi lado…

«Hice una pausa. A ellas les impresionaba este poema, lo sentía, había un silencio mortal. Era la última hora de clase; en media hora tenía que coger el tren para después encontrarme con mi mujer. De repente, desde el fondo del aula, la voz de Ben: “¡Jo, tienes el instinto de muerte metido en la cabeza, tío!…” Había hablado en voz alta pero en realidad no era una insolencia, el tono era hasta un poco admirativo. Nunca entendí si se dirigía a Baudelaire o a mí; en el fondo, como
comentario de texto
, no estaba tan mal. Aun así, yo tenía que intervenir. Simplemente dije: “Salga.” No se movió. Esperé treinta segundos, sudando de nervios, y vi que se acercaba el momento en que ya no podría hablar; pero tuve fuerzas para repetir: “Salga.” El se levantó, recogió sus cosas muy despacio y avanzó hacia mí. En cualquier confrontación violenta hay una especie de instante de gracia, un segundo mágico en el que se equilibran las fuerzas en suspenso. Él se detuvo a mi altura, me llevaba más de una cabeza, creí que iba a darme una hostia, pero al final sólo fue hacia la puerta. La victoria era mía. Una pequeña victoria: volvió a clase al día siguiente. Parecía haber comprendido algo, haber pillado alguna mirada mía, porque empezó a manosear a su novia durante las clases. Le subía la falda, ponía la mano lo más arriba posible, casi al comienzo del muslo; luego me miraba sonriendo, muy cool. Yo deseaba a aquella chica de un modo terrible. Me pasé el fin de semana redactando un panfleto racista, en un estado de erección casi constante; el lunes llamé a
L’Infini
. Esta vez, Sollers me recibió en su despacho. Era vivaracho, malicioso, como en la tele; incluso más que en la tele.»—Es usted racista de verdad, se ve, le sienta bien, es bueno. ¡Bum, bum! — Hizo un gesto muy gracioso con la mano, sacó una página, había señalado un párrafo—.
“Envidiamos y admiramos a los negros porque queremos seguir su ejemplo y convertirnos en animales, animales con una gran polla y un diminuto cerebro de reptil junto a la polla.”
—Sacudió la hoja con jovialidad—. Es fuerte, ágil, muy cortesano. Tiene usted talento. A veces cae en lo fácil, me gusta menos el subtítulo Uno no nace racista, llega a serlo. El rodeo, la segunda intención, siempre son un poco… Hmm… —Se le oscureció la cara, pero hizo una pirueta con la boquilla y volvió a sonreír. Un verdadero payaso; y de lo más amable—. Además, no hay demasiadas influencias, nada que sea aplastante. ¡Por ejemplo, no es usted antisemita! — Señaló otro párrafo—.
“Los judíos son los únicos a los que les da lo mismo no ser negros, porque hace tiempo que eligieron el camino de la inteligencia, la culpabilidad y la vergüenza. No hay nada en la cultura occidental que pueda igualar, ni siquiera de lejos, lo que los judíos han logrado hacer partiendo de la culpabilidad y de la vergüenza; y por eso los negros los odian más que a nadie.”
—Se hundió en el asiento con cara de felicidad y cruzó los brazos detrás de la cabeza; por un momento creí que iba a poner los pies sobre la mesa, pero no lo hizo. Volvió a inclinarse hacia mí, no podía estarse quieto—.

¿Qué hacemos entonces?

»—No sé, podría publicarme el texto.

»—¡Vaya, vaya! — Se partió de risa como si yo hubiera hecho una buena payasada—. ¿Publicarlo en
L’Infini
? Mi
querido amigo
, no se da usted cuenta… Ya no estamos en los tiempos de Céline, ¿sabe? Ahora ya nadie escribe lo que le da la gana sobre ciertos temas…, un texto así podría traerme muchas complicaciones. ¿Cree que no tengo ya bastantes problemas? ¿Cree que puedo hacer lo que quiera porque estoy en Gallimard? Me vigilan, ¿sabe? Esperan que meta la pata. No, no, esto va a ser muy difícil. ¿Qué más tiene?

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