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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (9 page)

BOOK: Las partículas elementales
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No tuvimos mucho tiempo de hablar, ya eran las ocho y ella tenía que volver enseguida a casa de sus padres. Me dijo, no sé muy bien por qué, que era hija única. Parecía tan feliz, tan orgullosa de tener un motivo para llegar tarde a la cena, que estuve a punto de echarme a llorar. Nos besamos durante un buen rato en el jardín, delante de la casa. Al día siguiente regresé a París.»

Al final de este minirrelato, Bruno hacía una pausa. El terapeuta estornudaba con discreción y luego solía decir: «Bien.» Según el tiempo transcurrido pronunciaba una frase para continuar o se conformaba con añadir: «¿Lo dejamos aquí por hoy?», subiendo un poco en el
finale
para darle a la frase un matiz de interrogación. Mientras lo decía, sonreía con exquisita ligereza.

13

Ese mismo verano de 1974, Annabelle dejó que un chico la besara en una discoteca de Saint-Palais. Acababa de leer en
Estefanía
un reportaje sobre la amistad entre chicos y chicas. Al abordar la cuestión del
amigo de infancia
, la revista sostenía una tesis especialmente repugnante: era rarísimo que un amigo de infancia se transformara en
novio
; su destino natural era más bien convertirse en compañero, un
compañero fiel
; incluso podía servir de confidente y de apoyo durante los problemas emocionales provocados por los primeros flirts.

En los segundos que siguieron a ese primer beso, y a pesar de las afirmaciones de la revista, Annabelle se sintió terriblemente triste. Algo nuevo y doloroso le invadía el pecho muy deprisa. Salió del Katmandú, negándose a que el chico la acompañara. Mientras abría el antirrobo de la mobilette, temblaba un poco. Esa noche se había puesto su mejor vestido. La casa de su hermano sólo estaba a un kilómetro, apenas habían dado las once cuando llegó, todavía había luz en el salón; al ver la luz, se echó a llorar. Fue en estas circunstancias, una noche de julio de 1974, cuando Annabelle accedió a la conciencia dolorosa y definitiva de su
existencia individual
. La existencia individual, revelada al animal en forma de dolor físico, sólo llega en las sociedades humanas a la plena conciencia de sí misma gracias a la
mentira
, con la que se la puede confundir en la práctica. Hasta los dieciséis años, Annabelle no había tenido secretos para sus padres; tampoco los había tenido para Michel, y ahora se daba cuenta de lo raro y valioso que eso resultaba. Esa noche, en unas pocas horas, Annabelle se dio cuenta de que la vida de los hombres es una sucesión ininterrumpida de mentiras. A la vez, se dio cuenta de su belleza.

La existencia individual y el sentimiento de libertad que va con ella constituyen el fundamento natural de la
democracia
. En un régimen democrático, las relaciones entre los individuos están reguladas normalmente por la forma del
contrato
. Cualquier contrato que exceda los derechos naturales de uno de los contratantes, o que no esté provisto de unas cláusulas de revocación claras, puede considerarse nulo.

Si bien Bruno recordaba de buena gana y en detalle el verano de 1974, era poco locuaz sobre el año escolar que lo siguió; a decir verdad, sólo le había dejado una impresión de malestar creciente. Un intervalo temporal indefinido, pero de tonos un poco glaucos. Seguía viendo con la misma frecuencia a Annabelle y a Michel, y en principio estaban muy unidos; pero ellos iban a terminar el bachillerato y el fin de curso los iba a separar inevitablemente. Michel había cambiado: escuchaba a Jimi Hendrix y se revolcaba por la moqueta, era muy intenso; mucho después que los demás, empezaba a dar evidentes señales de
adolescencia
. Annabelle y él parecían cortados, se cogían de la mano con menos facilidad. En resumen, como Bruno le dijo una vez al psiquiatra, «todo se iba a la puta mierda».

Después de la historia con Annik, cosa que tenía tendencia a adornar en sus recuerdos (prudentemente, se había prohibido llamarla), Bruno se sentía un poco más seguro de sí mismo. Ninguna otra conquista había tomado el relevo, sin embargo, y cuando intentó besar a Sylvie, una bonita morena monísima que estaba en la clase de Annabelle, ésta lo mandó a freír espárragos. Pero si le había gustado a una chica, podía gustarle a otras; y Michel empezó a inspirarle un vago sentimiento de protección. Al fin y al cabo era su hermano, y Bruno era dos años mayor. «Tienes que hacer algo con Annabelle», repetía. «Ella no quiere otra cosa, está enamorada de ti y es la chica más guapa del liceo.» Michel se retorcía en la silla y contestaba: «Sí.» Pasaban las semanas. Michel vacilaba de modo evidente al borde de la edad adulta. Besar a Annabelle habría sido, para los dos, el único modo de escapar, pero él no se daba cuenta; se dejaba acunar por un engañoso sentimiento de eternidad. En abril, provocó la indignación de los profesores al negarse a rellenar una hoja de inscripción para las clases preparatorias. Sin embargo estaba claro que tenía más posibilidades que nadie de entrar en una buena facultad. Faltaba mes y medio para el examen de bachillerato, y él parecía flotar cada día más. A través de las ventanas enrejadas de la clase miraba las nubes, los árboles del prado, otros alumnos; parecía que ningún incidente humano podía impresionarle de verdad.

Bruno, por su parte, había decidido inscribirse en la Facultad de Letras: empezaba a estar harto de las series de Taylor-Maclaurin, y además en la Facultad de Letras había chicas, muchas chicas. Su padre no puso la menor objeción. Como todos los viejos libertinos, se estaba volviendo sentimental, y se reprochaba amargamente haber destrozado la vida de su hijo por culpa de su egoísmo, lo cual no era del todo falso. A principios de mayo se separó de Julie, su última amante, a pesar de que era una mujer espléndida; se llamaba Julie Lamour, pero su nombre escénico era Julie Love. Era actriz en las primeras películas porno a la francesa, hoy olvidadas, que rodaron gente como Burd Tranbaree o Francis Leroi. Se parecía un poco a Janine, pero era mucho más idiota. «Estoy condenado…, condenado…», se repetía el padre de Bruno al encontrar una foto de su ex mujer cuando era joven y darse cuenta del parecido. Su amante había conocido a Deleuze en una cena en casa de Bénazéraf, y desde entonces le daba por hilar justificaciones intelectuales del porno; no había quien lo aguantara. Además le salía muy cara; en los rodajes se había acostumbrado a los Rolls alquilados, a los abrigos de pieles, a toda esa chatarra erótica que a él, con la edad, le resultaba cada vez más penosa. A finales del 74 tuvo que vender la casa de Sainte-Maxime. Unos meses después, compró un estudio para su hijo cerca de los jardines del Observatorio: un estudio muy bonito, luminoso, tranquilo, sin casas enfrente. Cuando llevó a Bruno a verlo no tenía la impresión de estar haciéndole un regalo excepcional, sino más bien de intentar, en la medida de lo posible,
reparar
algo; y de todos modos era, obviamente, una buena inversión. Mirando el espacio, se animó un poco. «¡Podrás invitar chicas!», dijo sin darse cuenta. Al ver la cara de su hijo, se arrepintió en el acto.

Al final, Michel se inscribió en la facultad de Orsay, en la sección de matemáticas y física; lo que más le gustaba era estar cerca de una ciudad universitaria, se decía. A ninguno de los dos les sorprendió aprobar el examen. El día de los resultados los acompañó Annabelle; tenía la expresión grave, había madurado mucho en un año. Desgraciadamente, un poco más delgada y con una sonrisa más interior estaba aún más hermosa. Bruno decidió tomar la iniciativa: ya no había casa de vacaciones en Sainte-Maxime, pero podía ir a la finca de Di Meola, como había sugerido su madre; pidió a Michel y Annabelle que lo acompañaran. Se marcharon un mes después, a finales de julio.

14

VERANO DEL 75

Sus obras no les permiten reunirse con Dios, porque el espíritu de la prostitución está entre ellos, y porque no conocen al Eterno

OSEAS, 5, 4

Al bajar del autobús de Carpentras los recibió un hombre debilitado y enfermo. Hijo de un anarquista italiano emigrado a Estados Unidos en los años veinte, Francesco di Meola había
triunfado en la vida
; a nivel financiero, se entiende. Al final de la Segunda Guerra Mundial el joven italiano había entendido, como Serge Clément, que se enfrentaban a un mundo radicalmente nuevo, y que actividades consideradas durante mucho tiempo elitistas o marginales iban a tener un peso económico considerable. Mientras el padre de Bruno invertía en la cirugía estética, Di Meola se metió en la producción de discos; es cierto que algunos ganaron mucho más dinero que él, pero aun así consiguió quedarse con un buen pedazo del pastel. Cuando cumplió los cuarenta intuyó, como muchos californianos, una nueva moda, mucho más profunda que un simple movimiento pasajero, destinada a barrer el conjunto de la civilización occidental; así pudo relacionarse en su villa de Big Sur con Alian Watts, Paul Tillich, Carlos Castañeda, Abraham Maslow y Carl Rogers. Un poco más tarde tuvo también el privilegio de conocer a Aldous Huxley, el verdadero padre espiritual del movimiento. Envejecido y casi ciego, Huxley le prestó escasa atención; pero este encuentro causó en Di Meola una impresión decisiva.

Los motivos que le llevaron a marcharse de California en 1970 para comprar una propiedad en Haute-Provence no estaban muy claros, ni siquiera para él. Más tarde, casi al final, empezó a decirse que quería, por alguna oscura razón,
morir en Europa
; pero en aquel momento sólo tenía conciencia de otros motivos más superficiales. El movimiento de mayo del 68 le había impresionado, y cuando empezó el reflujo de la ola hippie en California, se dijo que quizá habría algo que hacer con la juventud europea. Jane lo animaba a ello. La juventud francesa estaba especialmente acorralada, sofocada por el collar paternalista del gaullismo; pero según ella bastaría con una chispa para que ardiera todo. Lo que más le gustaba a Francesco, desde hacía unos años, era fumar cigarrillos de marihuana con chicas muy jóvenes, atraídas por el aura espiritual del movimiento; y luego tirárselas entre mandalas y aromas de incienso. Por lo general, las chicas que aparecían en Big Sur eran pequeñas imbéciles protestantes; por lo menos la mitad eran vírgenes. A finales de los años sesenta, el flujo empezó a disminuir. Entonces se dijo que quizá ya era hora de regresar a Europa; incluso a él le parecía raro expresarlo así, después de haberse marchado de Italia cuando apenas tenía cinco años. Su padre no sólo había sido un militante revolucionario, sino también un hombre culto, enamorado del lenguaje; un esteta. Probablemente eso le había dejado algunas huellas. En el fondo, había considerado siempre un poco a los norteamericanos como unos cabrones.

Seguía siendo un hombre muy guapo, con un rostro esculpido, mate, y largos cabellos blancos ondulados y espesos; sin embargo, dentro de su cuerpo las células proliferaban como les daba la gana; destruían el código genético de las células vecinas y secretaban toxinas. Los especialistas que había consultado se contradecían en bastantes puntos, salvo en el esencial: iba a morir pronto. El cáncer era inoperable, la metástasis seguiría ocurriendo inexorablemente. La mayor parte de los médicos se inclinaban por una agonía tranquila e incluso, con ayuda de algunos medicamentos, exenta hasta el final de sufrimiento físico; de hecho, hasta ese momento no había sentido más que un gran cansancio general. Sin embargo no lo aceptaba; ni siquiera había conseguido imaginarse aceptándolo. Para el occidental contemporáneo, incluso cuando se encuentra bien, la idea de la muerte constituye una especie de
ruido de fondo
que invade el cerebro cuando se desdibujan los proyectos y los deseos. Con la edad, la presencia del ruido aumenta; puede compararse a un zumbido sordo, a veces acompañado de un chirrido. En otras épocas el ruido de fondo lo constituía la espera del reino del Señor; hoy lo constituye la espera de la muerte. Así son las cosas.

Nunca podía olvidar que Huxley parecía indiferente ante la perspectiva de su propia muerte; pero quizás estaba atontado, o drogado. Di Meola había leído a Platón, el Bhagavad-Gita y el Tao te-king; ninguno de ellos le había causado el menor alivio. Tenía apenas sesenta años y se estaba muriendo, ahí estaban los síntomas, no podía engañarse. Hasta empezaba a perder interés en el sexo, y tomó nota de la belleza de Annabelle de un modo bastante distraído. En cuanto a los chicos, ni los miró. Llevaba mucho tiempo rodeado de jóvenes, y tal vez fuera la costumbre lo que le hizo mostrar una vaga curiosidad ante la idea de conocer a los hijos de Jane; en el fondo, estaba claro, le daba completamente igual. Los dejó en medio de la finca, diciéndoles que podían montar la tienda donde quisieran; él tenía ganas de acostarse, preferiblemente sin encontrarse con nadie. Por su físico, seguía representando de maravilla al tipo de hombre sagaz y sensual, con la mirada chispeante de ironía y hasta de sabiduría; algunas chicas especialmente idiotas habían llegado a pensar que tenía un rostro luminoso y benévolo. Él no sentía ninguna benevolencia, y además tenía la impresión de ser un actor no demasiado bueno: ¿cómo había conseguido engañar a todo el mundo? Decididamente, se decía a veces con cierta tristeza, estos jóvenes en busca de nuevos valores espirituales son unos completos imbéciles.

Segundos después de bajar del jeep, Bruno comprendió que había cometido un error. La finca descendía en una suave pendiente hacia el sur; el terreno era ligeramente ondulado y había flores y arbustos. Una cascada caía sobre una poza de agua verde y tranquila; justo al lado, tumbada en una piedra plana, una mujer desnuda se secaba al sol, mientras otra se enjabonaba antes de zambullirse. Más cerca de ellos, arrodillado en una estera, un tipo alto y barbudo meditaba o dormía. Él también estaba desnudo, y muy moreno; el largo pelo rubio claro se destacaba violentamente sobre la piel; se parecía vagamente a Kris Kristofferson. Bruno se sentía desanimado; ¿qué esperaba en realidad? Quizá aún podían marcharse, pero tenía que ser de inmediato. Echó una mirada a sus compañeros: Annabelle estaba desplegando la tienda, con una tranquilidad sorprendente; sentado en un tocón, Michel jugueteaba con el cordón de su mochila; tenía un aire completamente ausente.

El agua fluye a lo largo de la línea de menor pendiente. El comportamiento humano, determinado por principio y casi en cada uno de sus actos, sólo admite unas pocas bifurcaciones, e incluso éstas las sigue poca gente. En 1950, Francesco di Meola tuvo un hijo con una actriz italiana, una actriz de segunda que nunca pasó de los papeles de esclava egipcia; la cima de su carrera fue conseguir dos frases en
Quo vadis?
Llamaron a su hijo David. A los quince años, David soñaba con ser rock star. No era el único. Mucho más ricos que los banqueros o los directores generales, los rock stars tenían, además, una imagen rebelde. Jóvenes, guapos, famosos, deseados por todas las mujeres y envidiados por todos los hombres, las estrellas del rock constituían la cima absoluta de la jerarquía social. No había nada en la historia de la humanidad, desde la divinización de los faraones en el antiguo Egipto, que pudiera compararse al culto de la juventud europea y norteamericana por los rock stars. Físicamente, David lo tenía todo a su favor: era increíblemente guapo, de una belleza a la vez animal y diabólica; una cara viril, pero de rasgos asombrosamente puros; largo pelo negro muy espeso, un poco rizado; grandes ojos de un azul profundo.

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