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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (7 page)

BOOK: Las partículas elementales
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Michel conservaba una fotografía de esa época, tomada en el jardín de los padres de Annabelle en las vacaciones de Pascua de 1971; su padre había escondido huevos de chocolate en los bosquecillos y los macizos de flores. En la foto, Annabelle estaba en medio de un macizo de forsythias; apartaba las ramas absorta en la búsqueda, con la gravedad de la infancia. La cara se le empezaba a afinar, y ya podía adivinarse que iba a ser excepcionalmente hermosa. Bajo el suéter se le dibujaba un poco el pecho. Fue la última vez que hubo huevos de chocolate el día de Pascua; al año siguiente ya eran demasiado mayores para aquellos juegos. A partir de los trece años, bajo la influencia de la progesterona y del estradiol que secretaban los ovarios, la muchacha empezó a acumular grasa en los senos y las nalgas. En el mejor de los casos, estos órganos adquieren un aspecto lleno, armonioso y redondeado; su contemplación despierta un violento deseo en el hombre. Annabelle tenía un cuerpo muy bonito, como su madre a la misma edad. Pero el rostro de su madre había sido afable, agradable sin más. Nada hacía presagiar la dolorosa impresión de la belleza de Annabelle, y su madre empezó a tener miedo. Sin duda, los grandes ojos azules y la deslumbrante melena de cabello rubio claro venía de su padre, de la rama holandesa de la familia; pero sólo una casualidad morfogenética podía explicar la desgarradora pureza de la cara. Las chicas sin belleza son desgraciadas, porque pierden cualquier posibilidad de que las amen. A decir verdad, nadie se burla de ellas ni las trata con crueldad; pero parecen transparentes y nadie las mira al pasar. Todo el mundo se siente molesto en su presencia y prefiere ignorarlas. Por el contrario, una belleza extrema, una belleza que sobrepasa por mucho la seductora frescura habitual de las adolescentes, produce un efecto sobrenatural y parece presagiar invariablemente un destino trágico. A los quince años, Annabelle era de esas raras chicas ante las cuales se quedan parados todos los hombres, sin distinción de edad ni condición; de esas chicas cuyo simple paso a lo largo de la calle comercial de una ciudad medianamente importante acelera el ritmo cardíaco de los jóvenes y de los hombres maduros, y hace que los ancianos gruñan de nostalgia. Ella se dio cuenta muy deprisa del silencio que acompañaba cada una de sus apariciones en un café o una clase; pero necesitó años para comprender del todo los motivos. En el instituto de Crécy-en-Brie todo el mundo admitía que ella «estaba con» Michel; pero si no hubiera sido así, ningún chico se habría atrevido a intentar algo con ella. Éste es uno de los principales inconvenientes de la extrema belleza en las chicas: sólo los ligones experimentados, cínicos y sin escrúpulos se sienten a su altura; así que los seres más viles son los que suelen conseguir el tesoro de su virginidad, lo cual supone para ellas el primer grado de una irremediable derrota.

En septiembre de 1972, Michel empezó segundo en el liceo de Meaux. Annabelle entró en tercero; ella seguiría en el instituto un año más. Él volvía del liceo en tren, y cambiaba en Esbly para coger el automotor. Por lo general llegaba a Crécy en el tren de las 18.33; Annabelle le esperaba en la estación. Paseaban juntos a lo largo de los canales de la pequeña ciudad. A veces —en realidad muy pocas— iban al café. Annabelle ya sabía que un día u otro a Michel le entrarían ganas de besarla, de acariciar ese cuerpo cuya metamorfosis empezaba a sentir. Esperaba el momento sin impaciencia, pero también sin demasiado miedo; confiaba en él.

Si bien los aspectos fundamentales de la conducta sexual son innatos, la historia de los primeros años de la vida ocupa un lugar importante en los mecanismos que los desencadenan, sobre todo en los pájaros y en los mamíferos. El contacto táctil precoz con los miembros de la especie parece vital en perros, gatos, ratas, conejillos de Indias y macacos rhésus (
Macaca mulatta
). La privación del contacto con la madre durante la infancia produce perturbaciones muy graves del comportamiento sexual en la rata macho, provocando en particular la inhibición del cortejo. Aunque su vida hubiera dependido de ello (y en gran medida dependía), Michel habría sido incapaz de besar a Annabelle. A veces, por la tarde, ella se alegraba tanto de verle bajar del tren con la carpeta en la mano que se arrojaba literalmente en sus brazos. Se quedaban abrazados unos segundos, en un estado de feliz parálisis; sólo después se dirigían la palabra.

Bruno también estaba en segundo en el liceo de Meaux, aunque en otra clase; sabía que su madre había tenido otro hijo con un padre distinto; no sabía más. Veía muy poco a su madre. Había ido dos veces de vacaciones a la villa donde vivía, en Cassis. Ella recibía a muchos jóvenes que iban de paso. Esos jóvenes eran lo que la prensa popular llamaba hippies. De hecho, no trabajaban; mientras estaban allí los mantenía Janine, que ahora se hacía llamar Jane. Así que vivían de los beneficios de la clínica de cirugía estética fundada por el ex marido o, al fin y al cabo, del deseo de ciertas mujeres acomodadas de luchar contra la degradación del tiempo o de corregir algunas imperfecciones naturales. Se bañaban desnudos en las calas. Bruno se negaba a quitarse el bañador. Se sentía blanquecino, minúsculo, repugnante, obeso. A veces su madre se llevaba a uno de los chicos a la cama. Ella tenía ya cuarenta y cinco años; tenía la vulva más delgada, y un poco flaccida, pero sus rasgos seguían siendo magníficos. Bruno se masturbaba tres veces al día. Las vulvas de las chicas eran accesibles, a veces estaban a menos de un metro; pero Bruno comprendía muy bien que estaban cerradas para él: los demás chicos estaban más bronceados y eran más altos, más fuertes. Muchos años después, Bruno se dio cuenta de que el universo pequeñoburgués, el universo de los empleados y los ejecutivos de nivel medio, era más tolerante, acogedor y abierto que el universo de los jóvenes marginales cuyos representantes eran, en aquella época, los hippies. «Si me disfrazo de ejecutivo respetable, me aceptan», solía decir Bruno. «Basta con que me compre un traje, una corbata y una camisa, 800 francos por todo en las rebajas de C prácticamente basta con que aprenda a hacerme el nudo de la corbata. Cierto que el coche es un problema; en el fondo, es la única dificultad del ejecutivo de nivel medio; pero se puede hacer, uno pide un crédito, trabaja unos años y lo consigue. Sin embargo, disfrazarme de marginal no me serviría de nada: no soy ni lo bastante joven ni lo bastante guapo ni lo bastante
cool
. Se me cae el pelo, tengo tendencia a engordar, y cuanto más envejezco más sensible y angustiado me vuelvo, y más me hacen sufrir los gestos de rechazo y desprecio. En una palabra, no soy lo bastante natural, es decir, lo bastante
animal
, y eso es una tara irremediable; haga lo que haga, diga lo que diga, compre lo que compre, nunca conseguiré superar esa desventaja, porque tiene toda la fuerza de una desventaja
natural
.» Desde la primera vez que estuvo en casa de su madre, Bruno se dio cuenta de que los hippies nunca le aceptarían; él no era ni sería nunca un animal hermoso. Por la noche, soñaba con vulvas abiertas. Por esa misma época empezó a leer a Kafka. La primera vez sintió frío, una insidiosa helada; horas después de terminar
El proceso
todavía estaba aturdido, sin vigor.

Supo de inmediato que ese universo lento, marcado por la culpa, donde los seres se cruzaban en un vacío sideral sin que nunca pareciera posible la menor relación entre ellos, correspondía exactamente a su universo mental. El mundo era lento y frío. Sin embargo existía una cosa cálida que las mujeres tenían entre las piernas; pero él no tenía acceso a ella.

Cada vez era más evidente que Bruno iba de mal en peor, que no tenía amigos, que le aterrorizaban las chicas y que su adolescencia, en general, era un fracaso lamentable. Su padre se daba cuenta y experimentaba un creciente sentimiento de culpa. En la Navidad de 1972 exigió la presencia de su ex mujer para discutir el asunto. Al filo de la conversación surgió que el hermanastro de Bruno estaba en el mismo liceo, también en segundo (aunque en otra clase) y que Bruno y él no se conocían; aquello impresionó vivamente a su padre como símbolo de una dislocación familiar vergonzosa, de la que padre y madre eran responsables. Se puso autoritario por primera vez y le exigió a Janine que reanudara el contacto con su segundo hijo, para salvar lo que pudiera.

Janine se hacía pocas ilusiones sobre los sentimientos de la abuela de Michel por ella; pero fue un poco peor de lo que había imaginado.

Mientras aparcaba el Porsche delante del pabellón de Crécy-en-Brie, la anciana salió con la cesta en la mano. «No puedo impedir que lo vea, es hijo suyo», dijo abruptamente. «Voy a hacer la compra, vuelvo en dos horas; y para entonces no quiero verla aquí.» Y le dio la espalda.

Michel estaba en su habitación; ella empujó la puerta y entró. Había pensado darle un beso, pero cuando esbozó el gesto, él retrocedió cosa de un metro. Al crecer, empezaba a parecerse a su padre de un modo impresionante: el mismo pelo rubio y fino, la misma cara afilada, de pómulos salientes. Ella había llevado un tocadiscos y varios álbumes de los Rolling Stones de regalo. Él lo cogió todo sin decir una palabra (se quedó con el aparato, pero destruyó los discos unos días después). Su habitación era sobria, no había ningún poster en la pared. Había un libro de matemáticas abierto encima de la mesa de trabajo. «¿Qué es eso?», preguntó ella. «Ecuaciones diferenciales», fue la reticente contestación. Ella había pensado hablarle de su vida, invitarlo en vacaciones; obviamente, no era posible. Se conformó con anunciarle la próxima visita de su hermano; él asintió. Llevaba allí casi una hora y los silencios se estaba haciendo eternos, cuando sonó en el jardín la voz de Annabelle. Michel se precipitó a la ventana y le gritó que entrase. Janine le echó una ojeada a la chica mientras ésta abría la puerta del jardín. «Qué guapa es tu novia…», dijo con una leve torsión de la boca. Michel recibió la frase como si fuera un latigazo, se le alteró la cara. Al volver al Porsche Janine se cruzó con Annabelle y la miró a los ojos; había odio en su mirada.

La abuela de Michel no sentía la menor aversión por Bruno; él también había sido víctima de aquella madre desnaturalizada, ésta era su visión de las cosas; sumaria, pero exacta al fin y al cabo. Así que Bruno se acostumbró a visitar a Michel todos los jueves por la tarde. Cogía el tren de Crécy-la-Chapelle. Si podía (y casi siempre podía) se sentaba enfrente de una chica sola. La mayoría cruzaban las piernas, llevaban una blusa transparente o algo por el estilo. En realidad no se sentaba enfrente, sino más bien en diagonal, pero casi siempre en el mismo asiento, a menos de dos metros. Se le ponía dura en cuanto veía la larga melena morena o rubia; mientras elegía un sitio entre las filas, aumentaba el dolor en sus calzoncillos. Cuando se sentaba, ya se había sacado un pañuelo del bolsillo. Bastaba con abrir una carpeta y apoyársela en los muslos; en unos instantes ya estaba hecho. A veces, si la chica descruzaba las piernas justo cuando él se sacaba la polla, ni siquiera le hacía falta tocarse; se corría de golpe al verle las bragas. El pañuelo le daba seguridad, pero solía eyacular sobre las páginas de la carpeta: sobre las ecuaciones de segundo grado, sobre la producción de carbón de la URSS. La chica seguía leyendo una revista.

Muchos años después, Bruno seguía en la duda. Aquellas cosas habían pasado; tenían relación directa con un chico tímido y obeso, cuyas fotos guardaba. Ese chico estaba relacionado con el adulto devorado por el deseo en que se había convertido. Había tenido una infancia penosa, una adolescencia atroz; a los cuarenta y dos años todavía estaba, objetivamente, lejos de la muerte. ¿Qué le quedaba por vivir? Quizá algunas mamadas por las cuales, bien lo sabía, pagaría cada vez con más facilidad. Una vida volcada hacia una meta deja poco sitio para el recuerdo. A medida que sus erecciones se volvían más difíciles y cortas, Bruno se dejaba vencer por un triste alivio. La meta principal de su vida había sido sexual; ya no podía cambiarla, lo sabía. En esto, Bruno era un buen representante de su época. Durante su adolescencia, la feroz competencia económica que había en la sociedad francesa desde hacía dos siglos se había atenuado un poco. El imaginario social admitía cada vez más que, normalmente, las condiciones económicas deben tender hacia una cierta igualdad. Tanto los políticos como los empresarios citaban con frecuencia el modelo socialdemócrata sueco. Así que Bruno no se veía muy empujado a dominar a sus contemporáneos gracias al éxito económico. A nivel profesional, su único objetivo era —muy sensatamente— identificarse con esa «gran clase media de límites poco definidos» que más tarde describió el presidente Giscard d’Estaing. Pero el ser humano tiene tendencia a establecer jerarquías, y aspira con entusiasmo a sentirse superior a sus semejantes. Dinamarca y Suecia, cuyo igualitarismo económico servía de modelo a las democracias europeas, también dieron ejemplo de libertad sexual. Inesperadamente, en el seno de esa clase media a la que se sumaban poco a poco los obreros y los ejecutivos —o, para ser más exactos, entre los hijos de esa clase media— se abrió un nuevo campo para la competencia narcisista. En julio de 1972, durante su estancia en la pequeña ciudad bávara de Traunstein, cerca de la frontera austríaca, para aprender idiomas, su compañero de clase Patrick Castelli consiguió tirarse a treinta y dos tías en tres semanas. Bruno llevaba, por entonces, cero puntos. Terminó por enseñarle la polla a una vendedora de supermercado; afortunadamente, ella se echó a reír a carcajadas y no lo denunció. Como Bruno, Patrick Castelli venía de una familia burguesa y sacaba buenas notas; sus destinos económicos prometían ser semejantes. La mayoría de los recuerdos de adolescencia de Bruno eran así.

Más tarde, la globalización económica dio paso a una competencia mucho más dura, que hizo añicos los sueños de integrar al conjunto de la población en una clase media generalizada con capacidad adquisitiva en constante aumento; capas sociales cada vez más amplias se hundieron en la precariedad y el desempleo. Sin embargo, la aspereza de la competencia sexual no disminuyó; todo lo contrario.

Ya hacía veinticinco años que Bruno conocía a Michel. Durante este terrible intervalo de tiempo, el primero tenía la sensación de no haber cambiado; la hipótesis de un núcleo de identidad personal, de un núcleo de características principales inamovibles, le parecía evidente. Sin embargo, largos períodos de su propia historia habían caído en un olvido definitivo. Tenía la impresión de no haber vivido meses y años enteros. No era el caso de los dos últimos años de adolescencia, llenos de recuerdos, de experiencias educativas. La memoria de una vida humana, le explicó su hermanastro mucho después, se parece a una historia coherente de Griffiths. Era una tarde de mayo y estaban en el apartamento de Michel, bebiendo Campari. Lo más normal era que hablaran sobre la actualidad política o social, rara vez recordaban el pasado; pero aquella tarde lo hicieron. — Tienes recuerdos de distintos momentos de tu vida —resumió Michel—, y estos recuerdos se presentan bajo diversos aspectos; vuelves a ver ideas, motivos o caras. A veces te acuerdas sencillamente de un nombre, como el de esa Patricia Hohweiller de la que me acabas de hablar y a la que ahora no serías capaz de reconocer. A veces te acuerdas de una cara sin poder asociarle ni siquiera un recuerdo. En el caso de Caroline Yessayan, todo lo que sabes de ella se concentra en esos pocos segundos de precisión total en los que tenías la mano en su muslo. Las historias coherentes de Griffiths se introdujeron en 1984 para reunir las medidas cuánticas en narraciones verosímiles. Una historia de Griffiths se construye a partir de una serie de medidas tomadas más o menos al azar en momentos diferentes. Cada medida expresa que una determinada cantidad física, diferente de una medida a otra, se encuentra comprendida, en un momento dado, dentro de una determinada escala de valores. Por ejemplo, en el momento t1, un electrón tiene cierta velocidad, determinada con una aproximación que depende del modo de medida; en el momento t2, el electrón está situado en cierto sector del espacio; en el momento t3, tiene cierto valor de espín. A partir de un subconjunto de medidas se puede definir una
historia
, lógicamente coherente, de la que en cambio no puede afirmarse que sea
verdadera
; simplemente, puede sostenerse sin contradicción. Entre las historias del mundo que son posibles en un marco experimental determinado, algunas pueden reescribirse en la forma normalizada de Griffiths; se llaman, entonces,
historias coherentes de Griffiths
, y en ellas es como si el mundo se compusiera de objetos aislados, dotados de propiedades intrínsecas y estables. No obstante, el número de historias coherentes de Griffiths que pueden reescribirse a partir de una serie de medidas es, por lo general, bastante superior a 1. Tú tienes conciencia de tu yo; esta conciencia te permite emitir una hipótesis: la historia que eres capaz de reconstruir a partir de tus propios recuerdos es una historia coherente, que justifica el principio de narración unívoca. Como individuo aislado, empeñado en existir durante cierto lapso de tiempo, sometido a una ontología de objetos y propiedades, no te cabe la menor duda sobre este punto: se te puede asociar, necesariamente, una historia coherente de Griffiths. Esta hipótesis a priori te sirve para la vida real, pero no para el mundo de los sueños.

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