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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (3 page)

BOOK: Las partículas elementales
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El destino singular de Martin Ceccaldi es, en realidad, perfectamente sintomático del papel de integración en la sociedad francesa y en la promoción del progreso técnico que tuvo la escuela laica durante toda la Tercera República. Su profesor comprendió con rapidez que se enfrentaba a un alumno excepcional, dotado de un espíritu de abstracción y una inventiva formal que difícilmente encontrarían expresión en su medio de origen. Plenamente consciente de que su papel no se limitaba a proporcionar a cada ciudadano unos conocimientos elementales, sino que también era cosa suya detectar a los elementos de élite llamados a integrarse en las capas dirigentes de la República, consiguió convencer a los padres de Martin de que el destino de su hijo se hallaba forzosamente fuera de Córcega. En 1894, provisto de una beca, un joven entró como interno en el liceo Thiers de Marsella (bien descrito en los recuerdos de infancia de Marcel Pagnol, que iban a ser hasta el final la lectura favorita de Martin Ceccaldi por la excelente reconstrucción realista de los ideales fundadores de una época, a través de la trayectoria de un joven dotado que viene de un medio desfavorecido). En 1902, haciendo plenamente realidad las esperanzas que en él había depositado su antiguo profesor, le admitieron en la Escuela Politécnica.

En 1911, le destinaron al puesto que iba a decidir el resto de su vida. Se trataba de crear, sobre el conjunto del territorio argelino, una red eficaz de canalización de aguas. Se dedicó a ello durante más de veinticinco años, calculando la curvatura de los acueductos y el diámetro de las canalizaciones. En 1923 se casó con Geneviève July, una estanquera de remotos orígenes languedocianos cuya familia llevaba dos generaciones instalada en Argelia. En 1928 tuvieron una hija, Janine.

El relato de una vida humana puede ser tan largo o tan breve como uno quiera. Naturalmente se recomienda, por su extrema brevedad, la opción metafísica o trágica, que se limita al fin y al cabo a las fechas de nacimiento y muerte grabadas clásicamente en una lápida. En el caso de Martin Ceccaldi, parece oportuno invocar una dimensión histórica y social, poniendo el acento no tanto en las características personales del individuo como en la evolución de la sociedad de la cual es elemento sintomático. Arrastrados por la evolución histórica de su época y, a la vez, habiendo decidido formar parte de ella, los individuos sintomáticos llevan, por lo general, una vida simple y feliz; el relato clásico de sus vidas puede ocupar una o dos páginas. Janine Ceccaldi, por su parte, pertenecía a la desalentadora categoría de los precursores. Muy bien adaptados, por una parte, al modo de vida mayoritario de su época, intentando a la vez sobrepasarlo «por arriba» a base de preconizar nuevos comportamientos o de popularizar comportamientos todavía poco practicados, los precursores necesitan, por lo general, una descripción algo más larga, puesto que su recorrido suele ser más atormentado y confuso. Empero sólo tienen un papel de acelerador histórico —normalmente, acelerador de una descomposición histórica— y nunca pueden imprimir una nueva dirección a los acontecimientos; ese papel está reservado a los revolucionarios o a los profetas.

Muy pronto la hija de Martin y Geneviève Ceccaldi manifestó aptitudes intelectuales fuera de lo común, que por lo menos igualaban las de su padre, junto con los signos de un carácter muy independiente. Perdió la virginidad a la edad de trece años (cosa excepcional en su época y entorno), antes de dedicar los años de guerra (más bien tranquilos en Argelia) a asistir a los principales bailes que tenían lugar cada fin de semana, primero en Constantina y luego en Argel; todo ello sin dejar de acumular, trimestre tras trimestre, impresionantes resultados escolares. Así pues, provista de un bachillerato con mención honorífica y una experiencia sexual ya sólida, dejó a sus padres en 1945 para estudiar medicina en París.

Los años de la posguerra inmediata fueron laboriosos y violentos; el índice de producción industrial estaba en su punto más bajo, y hasta 1948 no fue abolido el racionamiento de alimentos. Sin embargo, en el seno de una encopetada franja de la población aparecían ya los primeros signos de un consumo lúdico-libidinal de masas, que venía de Estados Unidos, y que se iba a extender al resto de la población en el curso de las décadas posteriores. Como estudiante en la facultad de medicina de París, Janine Ceccaldi pudo vivir de bastante cerca los años «existencialistas», e incluso tuvo ocasión de bailar un be-bop en el Tabou con Jean-Paul Sartre. La obra del filósofo le impresionó poco, pero en cambio se quedó estupefacta ante la fealdad del hombre, que rozaba la minusvalía, y el incidente no tuvo consecuencias. Ella era muy hermosa, de acusado tipo mediterráneo, y tuvo numerosas aventuras antes de conocer en 1952 a Serge Clément, que estaba terminando la especialidad de cirugía.

«¿Quiere un retrato de mi padre?», solía decir Bruno años después.

«Coja un mono y déle un teléfono portátil; se hará una idea del personaje.» En aquella época, Serge Clément no tenía teléfono portátil, pero sí que era bastante peludo. En resumen, no era nada guapo; pero se desprendía de su persona una virilidad poderosa y sin complicaciones que iba a seducir a la joven interna. Además, tenía proyectos. Un viaje a Estados Unidos le había convencido de que la cirugía estética ofrecía posibilidades considerables para un facultativo ambicioso. La progresiva ampliación del mercado de la seducción, la subsecuente desintegración de la pareja tradicional, el probable despegue económico de Europa occidental; todo coincidía para prometer excelentes posibilidades de expansión en el sector, y Serge Clément tuvo el mérito de ser uno de los primeros en Europa —y desde luego el primero en Francia— que lo entendió; el problema es que carecía de los fondos necesarios para iniciar la actividad. Martin Ceccaldi, favorablemente impresionado por el espíritu emprendedor de su futuro yerno, consintió en prestarle dinero, y así pudo abrirse la primera clínica en Neuilly, en 1953. El éxito, recogido en las páginas de información de las revistas femeninas, que por entonces estaban en pleno desarrollo, fue fulminante, y en 1955 se inauguró una nueva clínica en las colinas de Cannes.

Ambos esposos formaban lo que después dio en llamarse una «pareja moderna», y Janine se quedó embarazada de su marido más bien por descuido. Decidió, sin embargo, tener al niño; pensaba que la maternidad era una de esas experiencias que una mujer debe vivir; el embarazo, por otra parte, fue bastante agradable, y Bruno nació en marzo de 1956. Los fastidiosos cuidados que reclama un niño pequeño pronto les parecieron a la pareja poco compatibles con su ideal de libertad personal, y en 1958, de común acuerdo, mandaron a Bruno con sus abuelos maternos a Argel. En ese momento, Janine estaba embarazada otra vez; pero en esta ocasión el padre era Marc Djerzinski.

Empujado por una miseria atroz que rayaba con la hambruna, Lucien Djerzinski abandonó en 1919 la cuenca minera de Katowice, donde había nacido veinte años antes, con la esperanza de encontrar trabajo en Francia. Entró como obrero en los ferrocarriles, primero en la construcción y luego en el mantenimiento de las vías, y se casó con Marie Le Roux, hija de obreros nativos de Borgoña y empleada también en los ferrocarriles. Tuvieron cuatro hijos antes de que él muriese en 1944 durante un bombardeo aliado.

El tercer hijo, Marc, tenía catorce años cuando murió su padre. Era un chico inteligente, serio, un poco triste. Gracias a un vecino, entró en 1946 como aprendiz de electricista en los estudios Pathé de Joinville. Enseguida se vio que estaba muy dotado para ese trabajo: a partir de instrucciones sumarias, preparaba excelentes fondos de iluminación antes de la llegada del operador jefe. Henri Alekan le apreciaba mucho y quería convertirlo en su ayudante, pero en 1951 decidió entrar en la ORTF
[1]
, que acababa de empezar a emitir.

Cuando conoció a Janine, a principios de 1957, estaba haciendo un reportaje para la televisión sobre Saint Tropez y su ambiente. Su investigación se centraba sobre todo en el personaje de Brigitte Bardot (Y Dios creó a la mujer, de 1956, fue el verdadero lanzamiento de Brigitte Bardot), pero también se extendía a ciertos medios artísticos y literarios, especialmente a lo que después se llamó «la pandilla de Sagan». Este mundo, prohibido para ella a pesar de su dinero, fascinaba a Janine, y parece que realmente se enamoró de Marc. Estaba convencida de que tenía madera de gran cineasta, lo cual probablemente era verdad. Trabajando en las condiciones impuestas por el reportaje, con poco material de iluminación, componía escenas perturbadoras moviendo algunos objetos, escenas realistas, tranquilas y a la vez perfectamente desesperadas, que recordaban el trabajo de Edward Hopper. Miraba con indiferencia a las celebridades con las que se codeaba, y filmaba a Bardot o a Sagan con la misma consideración que si hubieran sido calamares o cangrejos de río. No hablaba con nadie, no simpatizaba con nadie; era realmente fascinante.

Janine se divorció de su marido en 1958, poco después de haber mandado a Bruno con sus padres. Fue un divorcio amistoso, con daños y perjuicios compartidos. Serge, generoso, le cedió su parte de la clínica de Cannes, con la que podía asegurarse un cómodo futuro. Tras instalarse con Janine en una villa de Sainte-Maxime, Marc no cambió en absoluto sus costumbres solitarias. Ella le presionaba para que se ocupase de su carrera cinematográfica; él asentía pero no hacía nada, y se conformaba con esperar el siguiente tema de reportaje. Cuando ella organizaba una cena, lo normal era que él cenase solo y un poco antes en la cocina; después iba a dar un paseo por la orilla del mar. Volvía justo antes de que se fueran los invitados, con el pretexto de que tenía que acabar un montaje. El nacimiento de su hijo, en junio de 1958, le provocó una evidente turbación. Se pasaba minutos enteros mirando al niño, que se le parecía de un modo increíble: la misma cara de rasgos afilados, con pómulos salientes; los mismos grandes ojos verdes. Poco después, Janine empezó a engañarle. Es probable que él sufriera, pero resulta difícil saberlo, porque hablaba cada vez menos. Construía pequeños altares con guijarros, ramitas y caparazones de crustáceos; luego los fotografiaba bajo una luz rasante.

Su reportaje sobre Saint Tropez tuvo mucho éxito en el medio, pero se negó a conceder una entrevista a Cahiers du cinéma. Su fama aumentó todavía más con la difusión de un breve documental, muy ácido, que rodó en la primavera de 1959 sobre Salut les copains y el nacimiento del fenómeno yeyé. Decididamente, el cine de ficción no le interesaba, y se negó dos veces a trabajar con Godard. En la misma época, Janine empezó a frecuentar norteamericanos de paso por la Costa Azul. En Estados Unidos, en California, estaba ocurriendo algo radicalmente nuevo. En Esalen, cerca de Big Sur, se estaban creando comunidades basadas en la libertad sexual y el consumo de drogas psicodélicas que, se suponía, provocaban la ampliación del campo de conciencia. Janine se convirtió en la amante de Francesco di Meola, un norteamericano de origen italiano que conocía a Ginsberg y a Aldous Huxley, y que formaba parte de los fundadores de una de las comunidades de Esalen.

En enero de I960, Marc se fue a hacer un reportaje sobre la nueva sociedad comunista que se estaba estableciendo en la República Popular de China. Volvió a Saint-Maxime el 23 de junio, a mitad de la tarde. La casa parecía desierta. Sin embargo había una chica de unos quince años, completamente desnuda, sentada en la alfombra del salón con las piernas cruzadas. «Gone to the beach…», fue la contestación a sus preguntas antes de que volviera a caer en la apatía. Un hombre grande y barbudo, visiblemente borracho, roncaba atravesado en la cama de la habitación de Janine. Marc aguzó el oído; creía percibir gemidos o jadeos.

En el dormitorio del primer piso había una peste insoportable; el sol que entraba por el ventanal iluminaba con violencia las baldosas negras y blancas. Su hijo reptaba torpemente por el suelo, resbalando de vez en cuando en un charco de orina o de excrementos. Guiñaba los ojos y gemía sin parar. Al percibir una presencia humana, intentó huir. Marc lo cogió en brazos; aterrorizada, la criatura temblaba en sus manos.

Marc volvió a salir; en una tienda cercana compró un asiento para el bebé. Redactó una breve nota para Janine, subió al coche, sujetó al niño en el asiento y arrancó en dirección norte. A la altura de Valence, giró hacia el Macizo Central. Caía la noche. De vez en cuando, entre dos curvas, le echaba una mirada a su hijo, que estaba adormilado en la parte de atrás; se sentía invadido por una extraña emoción.

Desde ese día, Michel vivió con su abuela, que se había jubilado en Yonne, su región natal. Poco después su madre se fue a vivir a la comunidad de Di Meola en California. Michel no volvió a verla hasta los quince años. Tampoco volvió a ver mucho a su padre. En 1964, éste se fue a hacer un reportaje sobre el Tibet, por entonces sometido a la ocupación militar china. En una carta a su madre afirmaba estar bien y se declaraba enamorado del budismo tibetano, que China intentaba erradicar violentamente; luego dejó de haber noticias. La protesta francesa al gobierno chino no tuvo efecto, y aunque no encontraron su cuerpo, lo declararon oficialmente desaparecido un año después.

5

Estamos en el verano de 1968, y Michel tiene diez años. Desde los dos vive solo con su abuela. Viven en Charny, en Yonne, cerca de la frontera del Loiret. Por las mañanas se levanta pronto para preparar el desayuno de su abuela; se ha hecho una ficha especial donde ha apuntado el tiempo de infusión del té y el número de rebanadas de pan con mantequilla y de otras cosas.

A menudo se queda en su habitación hasta la comida de mediodía. Lee a Julio Verne, El
perro Pif
o
El Club de los Cinco
; pero sobre todo se sumerge en su colección de
Todo el Universo
. Allí hablan de la resistencia de los materiales, de la forma de las nubes, del baile de las abejas. Hablan del Taj Mahal, un palacio construido por un rey muy antiguo en homenaje a su reina muerta; de la muerte de Sócrates; o de Euclides, que inventó la geometría hace tres mil años.

Por la tarde, se sienta en el jardín. Apoyado en el cerezo, en pantalón corto, siente la masa elástica de la hierba. Siente el calor del sol.

Las lechugas absorben el calor del sol; también absorben el agua, y sabe que tiene que regarlas al caer la tarde. Sigue leyendo
Todo el Universo
, o un libro de la colección
Cien preguntas sobre
; absorbe conocimientos.

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