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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (5 page)

BOOK: Las partículas elementales
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Por la noche, ella repasaba indefinidamente las etapas de una vida que acababa tan mal. El techo del apartamento era bajo, y en verano hacía un calor sofocante. Ella no solía dormirse antes del alba. Durante el día se arrastraba por el apartamento en zapatillas, hablando en voz alta sin darse cuenta, repitiendo en ocasiones cincuenta veces seguidas las mismas frases. El caso de su hija le obsesionaba. «No vino al entierro de su padre…» Iba de una habitación a la otra, a veces sosteniendo una bayeta o una cacerola cuyo uso había olvidado. «El entierro de su padre…, el entierro de su padre…» Las zapatillas resbalaban chirriando sobre las baldosas. Bruno se acurrucaba en la cama, pasmado; se daba cuenta de que todo aquello acabaría mal. A veces ella empezaba desde la mañana, todavía en bata y con los rulos puestos. «Argelia es Francia…» Después venían los chirridos. Iba y venía entre las dos habitaciones, con la mirada fija en un punto invisible. «Francia… Francia…», repetía bajando lentamente la voz.

Siempre había sido buena cocinera, y fue su última alegría. Le preparaba a Bruno opíparas comidas, como si ella presidiera una mesa de diez comensales. Pimientos en aceite, anchoas, ensalada de patatas; a veces había cinco entrantes diferentes antes del plato principal: calabacines rellenos, conejo con aceitunas, cuscas en ocasiones. Lo único que no le salía bien era la repostería; pero los días en que cobraba la pensión llevaba a casa cajas de turrón, crema de castañas, pastelillos de Aix. Poco a poco, Bruno se convirtió en un niño obeso y tímido. Ella no comía casi nada. Los domingos por la mañana se levantaba un poco más tarde; Bruno iba a su cama y se acurrucaba contra aquel cuerpo descarnado. A veces imaginaba que tenía un cuchillo y que se levantaba de noche para apuñalarla en pleno corazón; después se derrumbaba bañado en lágrimas sobre su cadáver; imaginaba que él moriría poco después.

A finales de 1966 la abuela recibió una carta de su hija, que había conseguido su dirección gracias al padre de Bruno; ambos se escribían todos los años por Navidad. Janine no se lamentaba mucho por el pasado, evocado en la siguiente frase: «Me he enterado de la muerte de papá y de tu mudanza.» Anunciaba, además, que dejaba California e iba a vivir en el sur de Francia; no daba una dirección.

Una mañana de marzo de 1967, mientras intentaba preparar buñuelos de calabacín, la anciana se tiró encima una cazuela de aceite hirviendo. Tuvo fuerzas para salir al descansillo; sus gritos alertaron a los vecinos. Por la tarde, a la salida del colegio, Bruno vio a la señora Haouzi, que vivía en el piso de arriba; ella lo llevó directamente al hospital. Le dejaron ver a su abuela unos minutos; las sábanas ocultaban las heridas. Le habían dado mucha morfina; sin embargo reconoció a Bruno y le cogió la mano; luego se llevaron al niño. Esa noche le falló el corazón.

Por segunda vez, Bruno tuvo que enfrentarse a la muerte; por segunda vez se le escapó casi por completo el sentido del acontecimiento. Años más tarde, cuando le devolvían un deber de francés o una composición de historia con buenas calificaciones, seguía diciéndose que tenía que contárselo a la abuela. De inmediato, claro, se decía que estaba muerta; pero era una idea intermitente, que en realidad no interrumpía el diálogo. Cuando ganó las oposiciones como profesor de letras modernas, comentó sus notas con ella durante mucho rato; en aquella época, no obstante, sólo creía en su abuela a rachas.

Compró dos cajas de crema de castañas para la ocasión; fue su última conversación importante. Cuando acabó sus estudios y le destinaron a su primer puesto de enseñanza, se dio cuenta de que había cambiado, que ya no conseguía entrar en contacto con ella; la imagen de su abuela desaparecía lentamente tras la pared.

Al día siguiente del entierro tuvo lugar una extraña escena. Su padre y su madre, a quienes veía por primera vez, discutieron lo que iban a hacer con él. Estaban en la habitación principal del apartamento de Marsella; Bruno los escuchaba sentado en la cama. Siempre es curioso oír a los demás hablando de nosotros, sobre todo cuando no parecen darse cuenta de nuestra presencia. Se puede empezar a perder la conciencia de uno mismo, y no es desagradable. En resumen, no sentía que aquello fuera con él. Sin embargo esta conversación iba a desempeñar un papel decisivo en su vida; después la recordó muchas veces, aunque nunca logró sentir verdadera emoción. No conseguía establecer una relación directa, una relación carnal entre sí mismo y los dos adultos que ese día, en el comedor, le impresionaron sobre todo por su altura y por lo jóvenes que parecían. Bruno tenía que empezar sexto en septiembre; decidieron encontrar un internado y que su padre se lo llevaría a París los fines de semana. Su madre intentaría llevárselo de vacaciones de vez en cuando. Bruno no tenía objeciones; aquellas dos personas no parecían directamente hostiles. De todos modos, la verdadera vida era la vida con su abuela.

8

EL ANIMAL OMEGA

Bruno está apoyado en el lavabo. Se ha quitado la chaqueta del pijama. Los pliegues de su barriguita blanca caen sobre la porcelana del lavabo. Tiene once años. Quiere lavarse los dientes, como todas las noches; espera acabar de asearse sin incidentes. Pero Wilmart se acerca, al principio solo, y empuja a Bruno en el hombro. Bruno empieza a retroceder, temblando de miedo; sabe más o menos lo que viene después. «Dejadme…», dice con voz débil.

Ahora se acerca Pelé. Es bajito, recio y tremendamente fuerte. Abofetea con violencia a Bruno, que se echa a llorar. Luego le empujan al suelo, lo cogen de los pies y empiezan a arrastrarlo. Cerca de los servicios, le arrancan el pantalón del pijama. Tiene un sexo menudo, todavía infantil, sin vello. Lo cogen de los pelos entre dos, le obligan a abrir la boca. Pelé le frota una escobilla de váter por la cara. Bruno siente el sabor de la mierda. Grita.

Brasseur se une a los otros; tiene catorce años, es el mayor de sexto. Saca la polla, que a Bruno le parece enorme y gruesa. Se coloca de pie sobre él y mea en su cara. El día antes ha obligado a Bruno a chupársela, y luego a lamerle el culo; pero esta noche no tiene ganas. «Clément, no tienes pelos en el rabo; hay que ayudarlos a crecer…» A una señal, los otros le untan crema de afeitar en el sexo. Brasseur abre una navaja de afeitar y acerca la hoja. Bruno se caga de miedo.

Una noche de marzo de 1968, un vigilante lo encontró desnudo y cubierto de mierda, acurrucado en los servicios del fondo del patio. Le hizo ponerse un pijama y lo llevó a ver a Cohen, el vigilante general. Bruno tenía miedo de que le obligase a hablar; temía pronunciar 38 el nombre de Brasseur. Pero Cohen, aunque lo habían sacado de la cama en mitad de la noche, lo recibió con dulzura. Al contrario que los vigilantes que estaban a sus órdenes, él trataba de usted a los alumnos. Era su tercer internado, y no el más duro; sabía que las víctimas casi siempre se niegan a denunciar a sus verdugos. Lo único que podía hacer era sancionar al vigilante responsable del dormitorio de sexto. La mayoría de los padres tenían a aquellos niños abandonados; él representaba para ellos la única autoridad. Tendría que haberlos vigilado más de cerca, intervenir antes de las faltas; pero no era posible, sólo había cinco vigilantes por doscientos alumnos. Cuando Bruno se fue, preparó un café y hojeó las fichas de sexto. Sospechaba de Pelé y de Brasseur, pero no tenía ninguna prueba. Si conseguía arrinconarlos, estaba decidido a llegar a la expulsión; basta con unos cuantos elementos violentos y crueles para arrastrar a los demás a la ferocidad. A la mayoría de los chicos, sobre todo cuando forman pandillas, les gusta infligir humillaciones y torturas a los seres más débiles. Al principio de la adolescencia, sobre todo, el salvajismo alcanza proporciones inauditas. No se hacía la menor ilusión sobre el comportamiento del ser humano cuando no está sometido al control de la ley. Desde su llegada al internado de Meaux, había logrado hacerse temer. Sabía que, sin el último escudo de legalidad que él representaba, los malos tratos a chicos como Bruno no habrían tenido límite.

Bruno repitió sexto con alivio. Pelé, Brasseur y Wilmart pasaban a quinto, y estarían en un dormitorio diferente. Desgraciadamente, siguiendo las directivas del Ministerio tras los acontecimientos del 68, se decidió reducir los puestos de maestro de internado y sustituirlos por un sistema de autodisciplina; la medida estaba en el aire desde hacía tiempo, y además tenía la ventaja de reducir los gastos salariales. Desde entonces resultaba más fácil pasar de un dormitorio a otro; los de quinto tomaron por costumbre organizar razzias entre los más pequeños al menos una vez por semana; volvían del otro dormitorio con una o dos víctimas, y empezaba la sesión. A finales de diciembre, Jean-Michel Kempf, un chico delgado y tímido que había llegado a principios del año, se tiró por la ventana para escapar de sus verdugos. La caída pudo haber sido mortal; tuvo suerte de salvarse con fracturas múltiples. El tobillo estaba muy mal, costó trabajo recuperar las astillas de hueso; quedó claro que el chico se iba a quedar cojo. Cohen organizó un interrogatorio general que reforzó sus sospechas; a pesar de las negativas, expulsó a Pelé durante tres días. Prácticamente todas las sociedades animales funcionan gracias a un sistema de dominación vinculado a la fuerza relativa de sus miembros. Este sistema se caracteriza por una estricta jerarquía; el macho más fuerte del grupo se llama
animal alfa
; le sigue el segundo en fuerza, el
animal beta
, y así hasta el animal más bajo en la jerarquía, el
animal omega
. Por lo general, las posiciones jerárquicas se determinan en los rituales de combate; los animales de bajo rango intentan mejorar su posición provocando a los animales de rango superior, porque saben que en caso de victoria su situación mejorará. Un rango elevado va acompañado de ciertos privilegios: alimentarse primero, copular con las hembras del grupo. No obstante, el animal más débil puede evitar el combate adoptando una postura de
sumisión
(agacharse, presentar el ano). Bruno se hallaba en una situación menos favorable. La brutalidad y la dominación, corrientes en las sociedades animales, se ven acompañadas ya en los chimpancés (
Pan troglodytes
) por actos de crueldad gratuita hacia el animal más débil. Esta tendencia alcanza el máximo en las sociedades humanas primitivas, y entre los niños y adolescentes de las sociedades desarrolladas. Más tarde aparece la
piedad
, o identificación con el sufrimiento del prójimo; esta piedad se sistematiza rápidamente en forma de
ley moral
. En el internado del liceo de Meaux, Jean Cohen representaba la ley moral, y no tenía la menor intención de apartarse de ella. No le parecía abusiva en absoluto la utilización que los nazis habían hecho de Nietzsche; al negar la compasión, al situarse más allá de la ley moral, al establecer el deseo y el reino del deseo, el pensamiento de Nietzsche conducía naturalmente al nazismo, en su opinión. Teniendo en cuenta su antigüedad y su nivel de diplomas, podrían haberlo nombrado director de instituto; seguía en el puesto de vigilante general por su propia voluntad. Dirigió varias cartas a la inspección académica para quejarse de la reducción de puestos de maestro de internado; las cartas no tuvieron el menor efecto. En un zoo, un canguro macho (
macropodidés
) se comportará a menudo como si la posición vertical de su guardián fuera un desafío al combate. La agresión del canguro puede evitarse si el guardián adopta una postura inclinada, característica de los canguros apacibles. Jean Cohen no tenía ninguna gana de convertirse en un canguro apacible. La maldad de Michel Brasseur, estadio evolutivo normal de un egoísmo ya presente en animales menos evolucionados, había dejado cojo para siempre a uno de sus compañeros; en chicos como Bruno, era probable que causara daños psicológicos irreversibles. Cuando llamó a Brasseur a su despacho para interrogarle lo hizo sin la menor intención de ocultarle su desprecio, ni su propósito de conseguir que lo expulsaran.

Todos los domingos por la tarde, cuando su padre lo llevaba de vuelta en el Mercedes, Bruno empezaba a temblar según se acercaban a Nanteuil-les-Meaux. La sala de visitas del liceo estaba decorada con bajorrelieves que representaban a los antiguos alumnos más célebres:

Courteline y Moissan. Georges Courteline, escritor francés, es autor de relatos que presentan con ironía el absurdo de la vida burguesa y administrativa. Henri Moissan, químico francés (premio Nobel en 1906) desarrolló el uso del horno eléctrico y aisló el silicio y el flúor. Su padre siempre llegaba a tiempo para la cena de las siete. Por lo general, Bruno sólo conseguía comer a mediodía, en la comida con los semipensionistas; por la noche, sólo estaban los internos. Era mesas de ocho; los mayores ocupaban los primeros sitios. Se servían en abundancia y luego escupían en el plato para que los pequeños no pudieran tocar el resto.

Todos los domingos Bruno se preguntaba si debía hablar con su padre, y al final concluía que era imposible. Su padre pensaba que era bueno que un chico aprendiera a defenderse; y era verdad que algunos de su misma edad contestaban, se enfrentaban a los mayores, al final lograban hacerse respetar. A los cuarenta y dos años, Serge Clément era un hombre
de éxito
. Mientras que sus padres eran dueños de una tienda de ultramarinos en Petit-Clamart, él ya tenía tres clínicas especializadas en cirugía estética: una en Neuilly, otra en Véniset y la tercera en Suiza, cerca de Lausana. Además, cuando su mujer se fue a vivir a California, él recuperó la administración de la clínica de Cannes, enviándole la mitad de los beneficios. Hacía tiempo que había dejado de operar; pero era, como suele decirse, un buen
gestor
. No sabía muy bien cómo tratar a su hijo. Le tenía cierto cariño, a condición de que no le robara demasiado tiempo; se sentía culpable. Los fines de semana que tenía a Bruno en casa, solía abstenerse de recibir a sus amantes. Compraba platos preparados, cenaban los dos juntos; luego miraban la televisión. No sabía jugar a ningún juego. A veces Bruno se levantaba durante la noche e iba al frigorífico. Echaba cereales en un tazón, añadía leche y nata fresca; lo cubría todo con una gruesa capa de azúcar. Después se lo tomaba. Se tomaba varios tazones, hasta sentirse asqueado. Le pesaba el vientre. Eso le gustaba.

9

En lo referente a la evolución de las costumbres, 1970 fue un año marcado por la rápida expansión del consumo erótico, a pesar de las intervenciones de una censura todavía alerta. La comedia musical
Hair
, destinada a popularizar entre el gran público la «liberación sexual» de los años sesenta, tuvo mucho éxito. Los pechos desnudos se extendieron rápidamente por las playas del sur. El número de
sex-shops
en París pasó de tres a cuarenta y cinco en pocos meses.

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