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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (8 page)

BOOK: Las partículas elementales
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—Me gustaría creer que el yo es una ilusión; pero eso no impide que sea una ilusión dolorosa… —dijo Bruno con suavidad; pero Michel no supo qué contestarle, no sabía nada de budismo. La conversación no era fácil; se veían, como mucho, dos veces al año. De jóvenes, habían tenido discusiones apasionantes; pero ese tiempo había pasado para siempre. En septiembre de 1973, entraron juntos en primero C; durante dos años asistieron juntos a las clases de matemáticas y física. Michel estaba muy por encima del nivel de la clase. El universo humano —empezaba a darse cuenta— era decepcionante, lleno de angustia y de amargura. Las ecuaciones matemáticas le daban una íntima y serena alegría. Avanzaba en penumbra, y de pronto encontraba una salida. Con unas cuantas fórmulas, con unas cuantas factorizaciones audaces, se elevaba a un nivel de luminosa serenidad. La primera ecuación de la demostración era la más emocionante, porque la verdad que revoloteaba a media distancia era todavía incierta; la última ecuación era la más deslumbrante, la más alegre. Ese mismo año, Annabelle empezó segundo en el liceo de Meaux. Solían reunirse los tres al acabar las clases. Luego Bruno regresaba al internado; Annabelle y Michel iban a la estación. La situación cobraba un cariz extraño y triste. A principios de 1974, Michel se dedicó a los espacios de Hilbert; después se inició en la teoría de la medida, descubrió las integrales de Riemann, de Lebesgue y de Stieltjes. Mientras tanto, Bruno leía a Kafka y se masturbaba en el tren. Una tarde de mayo, en la piscina que acababan de abrir en La Chapelle-sur-Crécy, tuvo la suerte de apartarse la toalla para enseñarles la polla a dos chicas de doce años; tuvo la suerte, sobre todo, de que ellas se dieran un codazo y se interesaran en el espectáculo; intercambió una larga mirada con una de ellas, morena y con gafas. A pesar de ser demasiado desgraciado y de estar demasiado frustrado como para interesarse de verdad por la psicología ajena, Bruno se daba cuenta de que la situación de su hermano era peor que la suya. A menudo iban juntos al café; Michel llevaba anoraks y gorros ridículos, no sabía jugar al futbolín; casi siempre era Bruno el que hablaba. Michel no se movía, hablaba cada vez menos; miraba a Annabelle con ojos atentos e inertes. Annabelle no renunciaba; para ella, el rostro de Michel se parecía al comentario de otro mundo. Por aquel entonces Annabelle leyó la
Sonata a Kreutzer
, y por un momento creyó entender a Michel a través del libro. Veinticinco años más tarde, a Bruno le parecía evidente que se habían encontrado en una situación desequilibrada, anormal, sin futuro; al considerar el pasado siempre se tiene la impresión —probablemente falsa— de un cierto determinismo.

12

RÉGIMEN TÍPICO

En las épocas revolucionarias, los que se atribuyen con tan extraño orgullo el fácil mérito de haber incitado a sus contemporáneos a las pasiones anárquicas, no se dan cuenta de que su lamentable triunfo aparente se debe, sobre todo, a una disposición espontánea, determinada por el conjunto de la situación social correspondiente.

AUGUSTE COMTE,

Curso de filosofía positiva
, Lección 48

La mitad de la década de los setenta estuvo marcada, en Francia, por el éxito escandaloso de
El fantasma del paraíso
,
La naranja mecánica
y
Los rompepelotas
: tres películas completamente diferentes, cuyo común éxito dejó clara la pertinencia comercial de una cultura «joven», esencialmente basada en el sexo y la violencia, que iba a seguir ganando importancia en el mercado durante las décadas posteriores. Los treintañeros enriquecidos de los años sesenta, por su parte, se vieron perfectamente reflejados en
Emmanuelle
, que se estrenó en 1974: al proponer cómo entretenerse a base de lugares exóticos y fantasías, la película de Just Jaeckin fue con toda justicia, en el seno de una cultura que seguía siendo profundamente judeocristiana, un manifiesto a favor de la civilización del ocio.

En un sentido más general, el movimiento favorable a la liberación de las costumbres contó con éxitos importantes en 1974. El 20 de marzo se inauguró en París el primer club Vitatop, que tuvo un papel pionero en el ámbito de la forma física y el culto al cuerpo. El 5 de julio se adoptó la ley sobre la mayoría de edad civil a los dieciocho años, el 11 la del divorcio por consentimiento mutuo; el adulterio desapareció del Código Penal. Finalmente, el 28 de noviembre se aprobó la ley Veil que autorizaba el aborto, gracias al apoyo de la izquierda y tras un debate tumultuoso que la mayor parte de los comentaristas calificaron de «histórico». La antropología cristiana, mayoritaria durante mucho tiempo en los países occidentales, concedía una ilimitada importancia a la vida humana, desde la concepción hasta la muerte; esta importancia se relaciona con el hecho de que los cristianos creen que en el interior del cuerpo humano hay un
alma
, en principio inmortal, y destinada a reunirse finalmente con Dios. En los siglos XIX y XX, gracias a los avances de la biología, se desarrolló poco a poco una antropología materialista, basada en presupuestos radicalmente distintos y de recomendaciones éticas mucho más modestas. Por una parte al feto, pequeño amasijo de células en estado de diferenciación progresiva, no se le atribuía existencia individual autónoma hasta que no reuniese un cierto consenso social (ausencia de taras genéticas que la anularan, acuerdo de los padres). Por otra parte el anciano, amasijo de órganos en estado de continuo desmembramiento, sólo podía valerse de su derecho a sobrevivir a condición de una coordinación suficiente de sus funciones orgánicas: se introdujo el concepto de
dignidad humana
. Los problemas éticos planteados por las edades extremas de la vida (el aborto y, algunos años más tarde, la eutanasia) constituyeron desde entonces factores de oposición insuperables entre dos visiones del mundo, dos antropologías radicalmente opuestas en el fondo.

El agnosticismo por principio de la República Francesa facilitó el triunfo hipócrita, progresivo y hasta ligeramente insidioso de la antropología materialista. Los problemas de
valores
de la vida humana, de los que nunca se hablaba abiertamente, siguieron dando vueltas en todas las cabezas; se puede afirmar sin la menor duda que en parte contribuyeron, en el curso de las últimas décadas de la civilización occidental, al establecimiento de un clima general depresivo e incluso masoquista.

Para Bruno, que acababa de cumplir dieciocho años, el verano de 1974 fue un período importante y hasta crucial. Muchos años después, cuando decidió consultar con un psiquiatra, tuvo que recordarlo muchas veces, modificando tal o cual detalle; el psiquiatra, de hecho, parecía apreciar muchísimo ese relato. Ésta es la versión canónica que a Bruno le gustaba contar:

«Sucedió a finales de julio. Yo había ido a pasar una semana a casa de mi madre en la Costa Azul. Siempre había mucha gente de paso.

Aquel verano ella se acostaba con un canadiense, un joven muy fuerte, un verdadero físico de carnicero. La mañana de mi regreso, me desperté muy temprano. El sol ya calentaba. Entré en su habitación: los dos estaban durmiendo. Dudé unos segundos y luego tiré de la sábana. Mi madre se movió y por un momento creí que iba a despertarse; entreabrió ligeramente los muslos. Me arrodillé delante de su vulva. Acerqué la mano a pocos centímetros, pero no me atreví a tocarla. Volví a salir para hacerme una paja. Ella recogía a muchos gatos, todos más o menos salvajes. Me acerqué a un joven gato negro que se calentaba sobre una piedra. El suelo en torno a la casa era de guijarros, muy blanco, de un blanco despiadado. El gato me miró varias veces mientras me hacía la paja, pero cerró los ojos antes de que eyaculase. Me agaché y cogí una piedra grande. El cráneo del gato estalló, los sesos salpicaron un poco. Tapé el cadáver con piedras y volví a entrar en la casa; nadie se había despertado todavía. Esa mañana mi madre me llevó a casa de mi padre, a unos cincuenta kilómetros por carretera. En el coche, por primera vez, me habló de Di Meola. Él también se había marchado de California cuatro años antes; había comprado una gran finca cerca de Avignon, en las laderas del Ventoux. En verano recibía jóvenes de todos los países de Europa y de Norteamérica. Pensaba que yo debía ir algún verano, que eso me abriría horizontes. Las enseñanzas de Di Meola se basaban en la tradición brahmánica pero, según ella, sin fanatismos ni exclusiones. También tenía en cuenta los avances de la cibernética, de la psiconeurolingüística y de las técnicas de desprogramación concebidas en Esalen. Se trataba, sobre todo, de liberar al individuo, de liberar su potencial creativo profundo. “Sólo utilizamos el diez por ciento de nuestras neuronas.”

»“Además”, añadió Jane (estaban atravesando un bosque de pinos), “allí podrás conocer chicas de tu edad. Mientras estabas con nosotros, a todos nos ha dado la impresión de que tienes problemas sexuales.” Añadió que la forma occidental de vivir la sexualidad estaba completamente desviada y pervertida. En muchas sociedades primitivas la iniciación ocurría naturalmente, al principio de la adolescencia, bajo el control de los adultos de la tribu. “Yo soy tu madre”, precisó. No añadió que ella misma había iniciado a David, el hijo de Di Meola, en 1963. David tenía entonces trece años. La primera tarde, se había desnudado delante de él y le había animado a masturbarse. La segunda tarde, ella misma le había masturbado y se la había chupado. Al final, el tercer día, él pudo penetrarla. Para Jane era un recuerdo muy agradable; la polla del chico estaba rígida y parecía indefinidamente disponible en su rigidez, incluso después de varias eyaculaciones; no hay duda de que a partir de ese momento le dio definitivamente por los hombres jóvenes. “Sin embargo”, continuó ella, “la iniciación siempre tiene lugar fuera del sistema familiar directo. Es indispensable para poder abrirse al mundo.”» Bruno se sobresaltó, se preguntó si ella no se habría despertado esa misma mañana cuando él le estaba mirando la vulva. Las palabras de su madre, sin embargo, no eran nada sorprendentes; el tabú del incesto ya se observa en el ganso ceniciento y el mandril. El coche se acercaba a Sainte-Maxime.»

«Al llegar a casa de mi padre, continuaba Bruno, «me di cuenta de que no se encontraba muy bien. Ese verano sólo había tenido dos semanas de vacaciones. En aquella época no me daba cuenta, pero tenía problemas de dinero; por primera vez le iban mal los negocios. Pasado un tiempo me lo contó todo. Se le había escapado por completo el mercado emergente de los implantes de silicona. Para él era una moda pasajera que no iba a rebasar el mercado norteamericano. Obviamente, había sido un idiota. No hay ninguna moda venida de Estados Unidos que no haya logrado inundar Europa occidental unos años más tarde; ninguna. Uno de sus socios jóvenes aprovechó la oportunidad, se instaló por su cuenta y se llevó a gran parte de la clientela utilizando como gancho los implantes de silicona en los senos.»

Cuando hizo esta confesión, el padre de Bruno tenía setenta años, y pronto iba a morir de un ataque de cirrosis. «La historia se repite», añadía sombríamente, haciendo tintinear el hielo en el vaso. «El imbécil de Poncet (el mismo joven cirujano lleno de iniciativa que veinte años antes había sido la causa de su ruina) acaba de negarse a invertir en el alargamiento del pene. Le parece cosa de carniceros, no cree que el mercado masculino vaya a seguir la moda en Europa. El muy imbécil. Tan imbécil como yo en aquella época. ¡Si tuviera treinta años, me lanzaría de cabeza a alargar penes!» Dicho esto solía recaer en una oscura ensoñación, en los límites de la duermevela. A su edad, era normal que la conversación se estancara un poco.

En aquel julio de 1974, el padre de Bruno sólo estaba en la primera fase de su decadencia. Por las tardes se encerraba en su habitación con un montón de novelas eróticas de la colección San Antonio y una botella de bourbon. Salía a eso de las siete y calentaba un plato preparado con manos temblorosas. No había renunciado del todo a hablar con su hijo, pero no lo conseguía, de verdad que no lo conseguía. Al cabo de dos días, la atmósfera se volvió realmente oprimente. Bruno empezó a pasar las tardes enteras fuera; iba a la playa como un idiota.

Al psiquiatra le interesaba menos la continuación del relato, pero a Bruno le importaba mucho, no tenía ganas de callársela. Al fin y al cabo aquel cabrón estaba allí para escuchar, era un empleado, ¿no?

«Estaba sola», seguía Bruno, «estaba sola en la playa todas las tardes. Una pobre niñita rica, como yo; tenía diecisiete años. Era muy rechoncha, una bolita con una cara tímida, la piel muy blanca y granos. La cuarta tarde, justo la víspera del día en que me marchaba, cogí la toalla y me senté a su lado. Estaba tumbada boca abajo, se había soltado la parte de arriba del biquini. Recuerdo que lo único que se me ocurrió decirle fue: “¿Estás de vacaciones?” Ella alzó la mirada: seguro que no esperaba nada brillante, pero tampoco algo tan estúpido. Luego nos presentamos; ella se llamaba Annick. En algún momento tenía que sentarse, y yo me preguntaba: ¿Intentará abrocharse el sujetador del bikini? ¿Se sentará enseñándome el pecho? Hizo algo a medio camino: se dio la vuelta sosteniendo las puntas del sujetador. En la posición final, las copas se quedaron un poco torcidas y no la tapaban del todo. Tenía mucho pecho; incluso lo tenía ya un poco flaccido, cosa que sin duda se agravó después. Me dije que era una chica muy valiente. Acerqué la mano y la metí por debajo de la copa, descubriendo poco a poco el seno. Ella no se movió, pero se puso un poco rígida y cerró los ojos. Yo seguí metiendo la mano; ella tenía los pezones duros. Ése sigue siendo uno de los momentos más hermosos de mi vida.

Después fue más difícil. La llevé a mi casa, y subimos directamente a mi habitación. Tenía miedo de que mi padre la viera; era un hombre que había tenido mujeres muy guapas en su vida. Pero dormía; de hecho, aquella tarde estaba completamente borracho y no se despertó hasta las diez de la noche. Cosa rara, ella no quiso que le quitara las bragas. Nunca lo había hecho, me dijo; a decir verdad, nunca había hecho nada con un chico. Pero me hizo una paja sin vacilar, con mucho entusiasmo; recuerdo que sonreía. Luego le acerqué la polla a la boca; la probó un poco, pero no le gustó demasiado. No insistí, me puse a horcajadas sobre ella. Cuando apreté el pene entre sus pechos me di cuenta de que ella era realmente feliz; dejó escapar un leve gemido. Eso me excitó muchísimo; me enderecé y le bajé las bragas. Entonces no protestó; incluso levantó las piernas para ayudarme. No era nada bonita, pero tenía un bonito coño, tan bonito como el de cualquier otra. Había cerrado los ojos. Cuando le pasé las manos por debajo de las nalgas, abrió los muslos de par en par. Eso me produjo tal efecto que eyaculé de inmediato, antes de haber podido entrar en ella. Había un poco de esperma en su vello púbico. Yo lo sentía muchísimo, pero ella me dijo que no pasaba nada, que estaba contenta.

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