Las sirenas de Titán (16 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

BOOK: Las sirenas de Titán
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La tela adhesiva indicaba que había sido instalada la antena.

Los ojos de los reclutas estaban vacíos como las ventanas de una hilandería abandonada.

Lo mismo ocurría con los ojos de la instructora, pues también ella había sido sometida recientemente a un lavado de memoria.

Cuando la dieron de alta en el hospital, le dijeron cuál era su nombre, dónde vivía y cómo enseñar la respiración Schliemann; era toda la información concreta que le habían dado.

Había otra cosa: le dijeron que tenía un hijo de ocho años, llamado Crono, y que podía visitarlo en su escuela los martes por la tarde, si quería.

El nombre de la instructora, de la madre de Crono, de la compañera de Unk, era Bee.

Llevaba un traje de color verde liquen, zapatillas de gimnasia y alrededor del cuello una cadena con un silbato y un estetoscopio.

Bordadas en la camisa estaban las iniciales de su nombre.

Miró al reloj en la pared. Había pasado tiempo suficiente para que el sistema digestivo más lento hiciera llegar al intestino delgado el globo de aire.

Se puso de pie, detuvo el grabador y sopló el silbato.

—¡Formen fila! —dijo.

Los reclutas no habían recibido todavía adiestramiento militar básico, de modo que eran incapaces de alinearse con precisión. Pintados en el piso había unos cuadrados donde debían situarse los reclutas para formar filas agradables a la vista. Se desarrolló entonces un juego como el de las cuatro esquinas, en el que varios reclutas de ojos vacíos forcejeaban por el mismo cuadrado. En su debido momento, cada uno encontró un cuadrado.

—Muy bien —dijo Bee—, tomen los tapones y tápense la nariz y los oídos, por favor.

Los reclutas apretaban los tapones en las palmas húmedas. Se taponaron la nariz y las orejas.

Bee fue de recluta en recluta para cerciorarse de que todas las narices y orejas estaban taponadas.

—Muy bien —dijo, una vez terminada la inspección—. Muy bien —repitió. Tomó de la mesa el rollo de tela adhesiva—. Ahora voy a probarles que no necesitan usar los pulmones para nada mientras tengan raciones respiratorias de combate, o, como pronto las llamarán cuando estén en el ejército, bolas de aire. Pasó por las filas cortando pedazos de tela adhesiva y tapando bocas. Nadie se opuso. Cuando hubo terminado, nadie tenía un agujero adecuado para proferir una objeción.

Miró la hora y de nuevo puso la música. En los próximos veinte minutos no habría nada que hacer sino observar en los cuerpos desnudos los cambios de color, los espasmos agónicos de los pulmones sellados e inútiles. Teóricamente los cuerpos se pondrían azules, después rojos, después de color natural en el plazo de veinte minutos, y la caja de las costillas se agitaría violentamente, cedería, se aquietaría.

Transcurrida la prueba de los veinte minutos, todos los reclutas sabrían cuan innecesario era respirar. Teóricamente todos los reclutas confiarían tanto en sí mismos y en las bolas de aire, que una vez terminado el curso de adiestramiento, estarían dispuestos a saltar de una nave espacial a la luna terrestre, al fondo de un océano o donde fuera, sin dudar un segundo.

Bee se sentó en un banco.

Tenía círculos oscuros alrededor de los lindos ojos. Los círculos le habían aparecido después de salir del hospital e iban oscureciéndose a medida que pasaban los días. En el hospital le habían asegurado que iría serenándose y ganando en eficiencia con el paso de los días. Y le habían dicho que si por casualidad no era así, debía comunicarlo al hospital para que la ayudaran de nuevo.

—Todos necesitamos ayuda de vez en cuando —había dicho el doctor Morris N. Castle—.

No hay por qué avergonzarse. Algún día yo puedo necesitar de su ayuda, Bee, y no vacilaré en pedírsela.

Había sido enviada al hospital después de mostrarle a su supervisor este poema que había escrito sobre la respiración Schliemann:

Rompe todo vínculo con el aire y la niebla,

sella toda abertura;

aprieta la garganta como el puño de un avaro,

guarda la vida encerrada dentro de ti.

No más, no más aspirar, inspirar,

pues respirar es para los mansos,

y cuando en el espacio mortal nos remontemos,

ten cuidado de no hablar.

Si te arrebata la pena o la alegría

muéstralo sólo con una lágrima;

al alma y al corazón encerrados en ti

añade la palabra y el aire.

Cada hombre es una isla

mientras errarnos en el espacio.

Sí, cada hombre es una isla:

fortaleza isla, hogar isla.

Bee, que había sido enviada al hospital por haber escrito este poema, tenía una cara enérgica: pómulos altos, arrogancia. Era asombrosa su semejanza con un jefe indio. Pero el que lo dijera estaba obligado a añadir en seguida que también era muy hermosa.

En ese momento alguien golpeó bruscamente a la puerta. Bee fue y la abrió.

—¿Sí? —dijo.

En el corredor desierto había un hombre congestionado y surodoso, de uniforme. El uniforme no tenía insignias. El hombre llevaba un rifle en bandolera.

Tenía los ojos hundidos y furtivos.

—Mensajero —dijo con aspereza—. Un mensaje para Bee.

—Yo soy Bee —dijo Bee incómoda.

El mensajero la miró de arriba abajo, la hizo sentirse desnuda. Su cuerpo despedía calor, y el calor la envolvía sofocándola.

—¿No me reconoces? —murmuró.

—No —dijo ella. La pregunta del hombre la alivió un poco. Al parecer había tenido algo que ver con él antes. El hombre y su visita eran, pues, de rutina, y en el hospital había olvidado simplemente al hombre y su rutina.

—Yo tampoco me acuerdo de ti —susurró él.

—Estuve en el hospital —dijo ella—. Tuvieron que lavarme la memoria.

—¡Habla en voz baja! —dijo él bruscamente.

—¿Qué?

—¡Que hables en voz baja!

—Perdón —murmuró ella. Al parecer, el hablar en voz baja formaba parte de la rutina en el trato con este funcionario particular—. He olvidado tantas cosas.

—¡Todos hemos olvidado! —murmuró colérico. De nuevo miró de arriba abajo el corredor—. Tú eres la madre de Crono, ¿verdad? —susurró.

—Sí —susurró Bee.

Ahora el extraño mensajero concentró su mirada en la cara de ella. Respiró profundamente, suspiró, frunció el entrecejo, pestañeó frecuentemente.

—¿Cuál... cuál es el mensaje? —susurró Bee.

—El mensaje es éste —murmuró el mensajero—. Yo soy el padre de Crono. Acabo de desertar del ejército. Me llamo Unk. Voy a buscar alguna manera de que tú, yo, el chico y mi mejor amigo escapemos de aquí. Todavía no sé cómo, pero tienes que estar lista para partir en cierto momento. —Le dio una granada de mano—. Esconde esto en alguna parte —susurró—.

Cuando llegue el momento podrás necesitarlo.

Gritos excitados llegaron de la recepción, en el extremo del corredor.

—¡Dijo que era un mensajero confidencial! —gritó un hombre.

—¡Otra que mensajero! —gritó otro—. ¡Es un desertor en tiempo de guerra! ¿A quién ha venido a ver?

—No dijo. Dijo que era un secreto absoluto.

Sonó un silbato.

—¡Vengan conmigo seis de ustedes! —gritó un hombre—. Revisaremos este lugar cuarto por cuarto. Los demás lo rodearán por fuera.

Unk empujó a Bee con su granada de mano al otro cuarto y cerró la puerta. Descolgó el rifle, le quitó el seguro y apuntó a los reclutas.

—Un gesto, un movimiento, y los bajo a todos, muchachos —dijo.

Los reclutas, rígidos cada uno en su cuadrado del piso, no respondieron nada.

Estaban azul pálido.

La caja de las costillas se agitaba.

Toda la conciencia de cada hombre estaba concentrada en la región del duodeno donde se disolvía una pequeña píldora blanca, dadora de vida.

—¿Dónde puedo esconderme? —dijo Unk—. ¿Cómo puedo salir?

Era innecesario que Bee respondiera. No había dónde esconderse. No había otro camino sino la puerta que daba al corredor.

Sólo se podía hacer una cosa y Unk la hizo. Se desvistió, se quedó en ropa interior color verde liquen, escondió el rifle debajo del banco, se tapó las orejas y la nariz, se selló la boca y se paró entre los reclutas. Tenía la cabeza afeitada, como las de los otros. Y como ellos, Unk tenía una tira de tela adhesiva que le cruzaba la cabeza desde la coronilla hasta la nuca. Había sido un soldado tan pésimo que los doctores le habían abierto la cabeza en el hospital para ver si no le funcionaba mal la antena.

Bee vigilaba la sala con fascinada calma. Sostenía la granada que Unk le había dado como sí fuera un vaso con una rosa perfecta. Después se acercó al lugar donde Unk había escondido el rifle y puso la granada al lado, con cuidado, con un correcto respeto por la propiedad ajena.

Después volvió a su lugar junto a la mesa.

No miraba a Unk ni lo evitaba. Como le habían dicho en el hospital: había estado muy muy enferma, y volvería a estar muy muy enferma si no aplicaba su atención estrictamente a su trabajo, dejando a otros el trabajo de pensar y preocuparse. Tenía que mantener la calma, costara lo que costase.

La falsa alarma furiosa de los hombres que buscaban cuarto por cuarto se acercaba lentamente.

Bee se negaba a preocuparse por nada. Unk, al ocupar su lugar entre los reclutas, se había reducido a un número. Considerándolo profesionalmente, Bee vio que el cuerpo de Unk se ponía azul verdoso en lugar de azul puro. Eso podía significar que no había tomado una bola de aire para varias horas, en cuyo caso pronto caería desmayado.

El desmayo sería seguramente la solución más pacífica del problema planteado, y Bee quería paz por encima de todo.

No dudaba de que Unk fuera el padre de su hijo. La vida era así. Ella no lo recordaba y no se molestó en estudiarlo para reconocerlo la próxima vez, si es que la habría. No sabía qué uso darle.

Observó que el cuerpo de Unk era predominantemente verde. Su diagnóstico había sido correcto. Se desplomaría en cualquier momento.

Bee fantaseaba. En su fantaseo aparecía una niñita de vestido almidonado y guantes blancos, zapatos blancos y un caballito blanco que era suyo. Bee envidió a la niñita que se había mantenido tan limpia. Bee se preguntó quién sería la niñita. Unk se desplomó sin ruido, flojamente, como una bolsa de anguilas.

Unk se despertó y se encontró tendido de espaldas en una litera, en una nave espacial. Las luces de la cabina eran enceguecedoras. Unk empezó a gritar, pero un dolor de cabeza terrible lo hizo callar.

Pugnó por ponerse de pie, se arrimó como un borracho a los soportes de la litera. Estaba completamente solo. Alguien le había puesto el uniforme. Pensó al principio que lo habían lanzado al espacio eterno.

Entonces vio que la escotilla estaba abierta al exterior, y que el exterior era suelo firme.

Unk espió por la escotilla y se arrojó afuera.

Alzó los ojos húmedos y vio que al parecer seguía en Marte o en algo que se parecía mucho a Marte.

Era de noche.

La llanura de hierro estaba llena de hileras e hileras de naves espaciales.

Mientras Unk observaba, una fila de naves de cinco millas de largo despegó de la formación y se lanzó melodiosamente al espacio.

Un perro ladró, ladró con un ladrido como un gran gong de bronce.

Y el perro se precipitó en la noche, grande y terrible como un tigre.

—¡Kazak! —gritó un hombre en la oscuridad.

El perro se detuvo obedeciendo la orden, pero mantuvo a raya a Unk, aplastado contra la nave bajo la amenaza de aquellos largos y húmedos colmillos.

El dueño del perro apareció haciendo bailar el haz de una linterna delante de sus pies.

Cuando llegó a pocos metros de Unk, se puso la linterna debajo del mentón. El contraste de luces y sombras dio a su cara una apariencia demoníaca.

—Qué tal, Unk —dijo. Apagó la linterna, caminó hacia un lado para quedar iluminado por la luz que salía de la nave espacial. Era alto, vagamente suave, maravillosamente seguro de sí mismo. Usaba el uniforme azul y rojo y las botas cuadradas de los marinos esquiadores paracaidistas. No llevaba armas, salvo una daga blanca y dorada de unos treinta centímetros de largo.

—Hace tiempo que no nos vemos —dijo. Insinuó una ligera sonrisa, en forma de v. Su voz era de tenor, gutural, aguda.

Unk no recordaba al hombre, pero era evidente que el hombre lo conocía bien, lo conocía muy bien.

—¿Quién soy, Unk? —preguntó el hombre alegremente.

Unk boqueó. Tenía que ser Stony Stevenson, tenía que ser el mejor, el indómito amigo de Unk.

—¿Stony? —susurró.

—¿Stony? —dijo el hombre y lanzó una carcajada—. Ah, Dios, muchas veces he deseado ser Stony, y lo desearé muchas veces.

El suelo se sacudió. El aire se atorbellinó. Las naves espaciales vecinas saltaron en el aire, desaparecieron.

Ahora la nave de Unk tenía todo el sector de la llanura de hierro para ella sola. Las naves que estaban más cerca en el suelo se hallaban quizá a media milla de distancia.

—Allá va tu regimiento, Unk —dijo el hombre— y tú no estás con ellos. ¿No te da vergüenza?

—¿Quién es usted? —dijo Unk.

—¿Qué importan los nombres en tiempo de guerra? —dijo el hombre. Puso su gran mano en el hombro de Unk—. Ah, Unk, Unk, Unk —dijo—, qué temporada te has pasado.

—¿Quién me trajo aquí? —dijo Unk.

—La policía militar, agradécelo —dijo el hombre.

Unk sacudió la cabeza. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Estaba vencido. No había razón para seguir guardando el secreto, aun en presencia de alguien que quizá tuviera poder de vida o muerte sobre él. En cuanto a la vida y a la muerte, el pobre Unk era indiferente.

—Traté... traté de juntar a mi familia —dijo—. Eso es todo.

—Marte es un malísimo lugar para el amor, un malísimo lugar para un hombre de familia, Unk —dijo el hombre.

El hombre era, desde luego, Winston Niles Rumfoord. Era comandante en jefe de todos los marcianos. No era en realidad un marino esquiador paracaidista. Pero podía usar el uniforme que se le antojara, sin importarle cuánto le costaría a cualquier otro conseguir ese mismo privilegio.

—Unk —dijo Rumfoord—, la más triste historia de amor que jamás me haya sido dado oír ha ocurrido en Marte. ¿Te gustaría escucharla?

«Hubo una vez, dijo Rumfoord, un hombre transportado de la Tierra a Marte en un plato volador. Había sido reclutado como voluntario del Ejército de Marte y usaba el deslumbrante uniforme de teniente coronel en la Infantería de Asalto. Se sentía elegante, pues en la tierra no había sido un privilegiado, espiritualmente, y suponía, como todas las personas que no son espiritualmente privilegiadas, que el uniforme decía mucho de bueno sobre él.

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