Read Las sirenas de Titán Online
Authors: Kurt Vonnegut
La antena le daría además órdenes y le proporcionaría música de tambores para marchar. Le dijeron que no sólo él, Unk, sino también todos los demás tenían una antena así, incluidos los médicos, las enfermeras y los generales de cuatro estrellas. Era un ejército muy democrático, dijeron.
Unk sospechó que era bueno que un ejército fuese así.
En el hospital le dieron un pequeño ejemplo del dolor que le produciría la antena si alguna vez hacía algo malo.
El dolor era horrible.
Unk se vio obligado a admitir que un soldado tenía que estar loco para no cumplir siempre con su deber.
En el hospital habían dicho que la regla más importante de todas era ésta: obedece siempre una orden directa, sin un momento de vacilación.
Allí, en formación, en la pista de hierro, Unk comprendió que tenía mucho que reaprender.
En el hospital no le habían enseñado todo lo que se podía saber sobre la vida.
En la cabeza de Unk la antena dio de nuevo una señal de atención y la mente le quedó en blanco. Luego la antena volvió a ordenarle descanso, luego de nuevo firme, luego presentar armas, luego descanso de nuevo.
Empezó a pensar otra vez. Tuvo otro atisbo del mundo que lo rodeaba.
La vida era así, se dijo Unk cautelosamente: blancos y atisbos, y de vez en cuando quizá ese terrible relámpago de dolor por haber hecho algo malo.
Una pequeña luna baja se movió rápidamente en el cielo violeta. Unk no sabía por qué, pero pensó que la luna se movía demasiado rápido. No parecía correcto. Y el cielo, pensó, debería ser azul y no violeta.
Unk sintió frío, también, y deseó que hiciera más calor. El frío interminable parecía tan equivocado, tan injusto en cierto modo como la rápida luna y el cielo violeta.
El comandante de división de Unk hablaba ahora con el comandante del regimiento. El comandante del regimiento de Unk se dirigió al comandante del batallón. El comandante del batallón de Unk se dirigió al comandante de la compañía. El comandante de la compañía de Unk se dirigió al jefe del pelotón, que era el sargento Brackman.
Brackman se acercó a Unk y le ordenó que marchara militarmente hasta el hombre sujeto a la picota y lo estrangulara hasta matarlo.
Brackman le dijo a Unk que era una orden directa. Entonces Unk la cumplió.
Caminó hasta el hombre sujeto al poste. Caminó al ritmo de la musiquita seca de un tambor. El sonido del tambor estaba realmente dentro de su cabeza, saliendo de la antena:
Rataplán, plan, plan;
Rataplán, plan, plan,
¡Plan, rataplán!
¡Plan, rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, rataplán.
Cuando Unk llegó hasta el hombre en la picota, vaciló justo un segundo, porque el hombre pelirrojo en la picota parecía muy desdichado. Entonces hubo una leve advertencia dolorosa en la cabeza de Unk, como el primer arañazo de un torno de dentista.
Unk apoyó los pulgares en la tráquea del hombre pelirrojo, y el dolor se detuvo en seco.
Unk no apretaba porque el hombre estaba tratando de decirle algo. Unk estaba desconcertado por el silencio del hombre, y entonces comprendió que la antena del hombre debía ordenarle silencio, así como las antenas ordenaban silencio a todos los soldados.
Heroicamente, el hombre en la picota venciendo la voluntad de su antena, habló rápidamente, retorciéndose.
—Unk... Unk... Unk... —dijo, y los espasmos de la lucha entre su propia voluntad y la voluntad de la antena le hacían repetir estúpidamente el nombre—.
Piedra azul,
Unk —dijo—.
Barraca doce... carta.
Unk sintió de nuevo machacar en su cabeza la advertencia dolorosa. Unk estranguló al hombre en la picota, apretó hasta que la cara del hombre se puso violeta y se le salió afuera la lengua.
Unk retrocedió, se puso en posición de firme, dio una elegante media vuelta y volvió a su lugar en las filas, acompañado de nuevo por el tambor en su cabeza:
Rataplán, plan, plan;
Rataplán, plan, plan,
¡Plan, rataplán!
¡Plan, rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, rataplán.
El sargento Brackman le hizo un gesto con la cabeza a Unk, y un guiño afectuoso.
De nuevo los diez mil se pusieron en posición de firmes.
Horriblemente, el hombre muerto en el poste luchó por llamar la atención, demasiado, arrastrando las cadenas. Fracasó —no logró ser un perfecto soldado— no porque no quisiera serlo, sino porque estaba muerto.
Ahora la gran formación se dividió en sectores rectangulares. Caminaron, sin pensarlo, cada uno con el sonido del tambor en la cabeza. Un observador no hubiera oído nada salvo las pisadas de las botas.
Un observador se hubiera quedado perplejo sin saber quién era el responsable, porque hasta los generales se movían como marionetas, siguiendo el ritmo estúpido del:
5 - Carta de un héroe desconocidoRataplán, plan, plan;
Rataplán, plan, plan,
¡Plan, rataplán!
¡Plan, rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, rataplán.
«Podemos conseguir que el centro de la memoria del hombre sea virtualmente tan estéril como un escalpelo recién salido del autoclave. Pero las semillas de la nueva experiencia empiezan a acumularse en él en seguida. Esas semillas a su vez se constituyen en estructuras que no son necesariamente favorables al pensamiento militar. Por desgracia, este problema de la recontaminación parece insoluble».
DR. MORRIS N. CASTLE
Director de Salud Mental, Marte
La formación de Unk hizo alto delante de una barraca de granito, en una perspectiva de miles de barracas iguales que parecían perderse hasta el infinito en la llanura de hierro. Cada diez barracas había un mástil con un estandarte que restallaba al viento vivo.
El que flotaba como un ángel guardián sobre el sector de la compañía de Unk era muy alegre: franjas rojas y blancas, y muchas estrellas blancas en un campo azul. Era la Vieja Gloria, la bandera de los Estados Unidos de Norteamérica en la Tierra.
Más allá estaba el estandarte rojo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Después había un maravilloso estandarte verde, naranja, amarillo y púrpura, con un león que sostenía una espada. Era la bandera de Ceilán.
Y después de ésta había una bola roja en un campo blanco, la bandera de Japón.
Los estandartes representaban a los países que las diversas unidades marcianas atacarían y paralizarían cuando comenzara la guerra entre Marte y la Tierra.
Unk no vio ningún estandarte hasta que su antena le permitió aflojar los hombros, soltar las articulaciones, salirse de la fila. Miró boquiabierto la perspectiva de barracas y mástiles. La barraca que tenía delante mostraba un gran número pintado sobre la puerta. El número era 576.
Algo en Unk encontró el número fascinante, lo movió a estudiarlo. Después recordó la ejecución, recordó que el hombre pelirrojo a quien había matado le había dicho algo sobre una piedra azul y la barraca doce.
En el interior de la barraca 576, Unk limpió su rifle y encontró la tarea sumamente agradable. Descubrió, además, que aún sabía cómo se desmontaba el arma. En todo caso, no le habían borrado eso en el hospital. Le hizo particularmente feliz sospechar que probablemente otras partes de su memoria también habían sido pasadas por alto. Por qué podía hacerlo furtivamente feliz esta sospecha, no lo sabía.
Limpió el cañón del rifle. El arma era un máuser alemán de 11 milímetros, de un solo tiro, ese tipo de rifle que se había ganado su reputación cuando lo usaron los españoles en la guerra hispanoamericana, en la Tierra. Todos los rifles del ejército marciano eran aproximadamente de la misma cosecha. Los agentes marcianos, en su tranquila labor sobre la Tierra, habían podido comprar por poco menos que nada enormes cantidades de máusers, Enfields ingleses y Springfields norteamericanos.
Los camaradas de pelotón de Unk también estaban limpiando los cañones de los rifles. El aceite olía bien, y el trapo aceitado, enroscándose en el interior del arma, obligaba a hacer fuerza, justo lo suficiente para que la tarea fuera interesante. Casi nadie hablaba.
Nadie parecía haberse fijado especialmente en la ejecución. Si para los camaradas de Unk había sido una lección, la encontraban fácil de digerir.
Había habido un solo comentario sobre la participación de Unk en la ejecución, de parte del sargento Brackman.
—Estuviste muy bien —le dijo.
—Gracias —respondió Unk.
—El tipo estuvo muy bien, ¿verdad? —preguntó Brackman a los camaradas de Unk.
Algunos hicieron un gesto de asentimiento, pero Unk tuvo la impresión de que sus camaradas hubieran asentido a cualquier pregunta positiva, y hubieran sacudido negativamente la cabeza en respuesta a una negativa.
Unk retiró el trapo y la varilla, deslizó el pulgar por debajo de la recámara abierta y la luz llegó a su uña aceitada. La uña del pulgar envió la luz a través del cañón. Unk aplicó el ojo a la boca del arma y quedó estremecido por su perfecta belleza. Podía haber contemplado con felicidad, durante horas, la inmaculada espiral del rifle, soñando con el feliz país cuya redonda puerta veía en el otro extremo del cañón. Algún día se arrastraría por el caño hasta aquel paraíso.
Allí haría calor y habría una sola luna, pensó Unk, y la luna sería gorda, tranquila y lenta.
Algo más le llegó del paraíso rosado que estaba al final del cañón, y Unk se quedó pasmado por la claridad de la visión. Había tres hermosas mujeres en aquel paraíso, y Unk sabía perfectamente a qué se parecían. Una era blanca, otra dorada, la otra morena. La dorada fumaba un cigarrillo en la visión de Unk. Unk se quedó más sorprendido aún al descubrir que sabía la marca de cigarrillos que fumaba la muchacha. Era un cigarrillo MoonMist.
—Venda MoonMist —dijo Unk en voz alta. Hacía bien decir aquello, hacía sentirse con autoridad, astuto.
—¿Eh? —dijo un joven soldado de color que limpiaba su rifle junto a Unk—. ¿Qué estás diciendo? —preguntó. Tenía veintitrés años. Su nombre estaba bordado en amarillo sobre una franja negra en el bolsillo izquierdo de la camisa.
Se llamaba
Boaz.
Si las sospechas hubieran estado permitidas en el Ejército de Marte, Boaz habría sido una persona sospechosa. Era sólo un soldado raso, de primera clase, pero su uniforme, aunque de color verde liquen reglamentario, era de una tela mucho más fina y estaba mucho mejor cortado que el de todos los que lo rodeaban, incluyendo el sargento Brackman.
Los uniformes de todos los demás eran ordinarios, mal cortados, cosidos con torpes puntadas de hilo grueso. Y los uniformes de todos los demás sólo parecían buenos cuando quienes los llevaban estaban en posición de firmes. En cualquier otra posición un soldado corriente encontraba que su uniforme tendía a hacer bollos y a crujir como si fuera de papel.
El uniforme de Boaz seguía cada uno de sus movimientos con una gracia sedosa. Las puntadas eran menudas y numerosas. Y lo más sorprendente de todo es que los zapatos de Boaz tenían un lustre profundo, rico, rojizo, un lustre que los otros soldados no podían conseguir por más que se lustraran los zapatos. A diferencia de los zapatos de todos los otros miembros de la compañía, los de Boaz eran de auténtico cuero de la Tierra.
—¿Hablabas, de vender algo, Unk? —dijo Boaz.
—Liquide MoonMist. Sáqueselo de encima —murmuró Unk. Las palabras no tenían sentido para él. Las había dejado salir simplemente porque se habían empeñado en hacerlo—.
Venda —dijo.
Boaz sonrió, tristemente divertido.
—Que venda, ¿eh? —dijo—. Okey, Unk, venderemos. —Alzó una ceja—. ¿Qué vamos a vender, Unk? —Había algo particularmente brillante, penetrante en sus pupilas.
Unk encontró intranquilizador ese brillo amarillo, esa agudeza de los ojos de Boaz, y cada vez más, pues Boaz seguía mirándolo fijo. Unk apartó los ojos, miró al azar los ojos de otros de sus camaradas, los encontró uniformemente apagados. Hasta los ojos del sargento Brackman estaban apagados.
Los ojos de Boaz continuaban mordiendo en Unk. Unk se sintió forzado a buscar otra vez su mirada. Las pupilas parecían diamantes.
—¿No te acuerdas de mí, Unk? —dijo Boaz.
La pregunta alarmó a Unk. Por alguna razón era importante que no se acordara de Boaz.
Estaba agradecido de no recordarlo realmente.
—Boaz, Unk —dijo el hombre de color—. Soy Boaz.
Unk asintió con un gesto.
—¿Cómo estás? —dijo.
—Oh, no estoy lo que se dice mal —dijo Boaz. Sacudió la cabeza—. ¿No recuerdas nada de mí, Unk?
—No —dijo Unk. La memoria lo estaba inquietando un poco ahora, diciéndole que podía recordar algo sobre Boaz si hacía todo lo posible. Silenció la memoria—. Lo siento —dijo Unk—. Tengo la mente en blanco.
—Tú y yo éramos compadres —dijo Boaz—. Boaz y Unk.
—Aja —dijo Unk.
—¿Recuerdas lo que es el sistema de compadres, Unk? —preguntó Boaz.
—No —contestó Unk.
—Cada hombre en cada sección tiene un compadre —dijo Boaz—. Los compadres comparten la misma casamata, son como carne y uña en los ataques, se cubren el uno al otro.
Si uno de los compadres se las ve feas en un cuerpo a cuerpo, el otro viene, lo ayuda, le tiende un cuchillo.
—Aja —dijo Unk.
—Curioso —dijo Boaz—, lo que un hombre olvida en el hospital, y lo que sigue recordando, le hagan lo que le hagan. A ti y a mí nos entrenaron como compadres durante un año, y te has olvidado. Y ahora dices eso sobre cigarrillos. ¿Qué clase de cigarrillos, Unk?
—Me... me he olvidado —dijo Unk.
—Trata de acordarte —dijo Boaz—. Lo tenías hace un rato. —Frunció el entrecejo y bizqueó, como tratando de ayudar a Unk a acordarse—. Me parece tan interesante lo que un hombre puede recordar después de haber estado en el hospital. Trata de recordar todo lo que puedas.
Había cierto afeminamiento en Boaz, a la manera de un matón astuto que hace arrumacos a un marica, hablándole como a un nene.
Pero a Boaz le gustaba Unk, eso también correspondía a su manera de ser.
Unk tenía el inexplicable sentimiento de que él y Boaz eran las únicas personas reales en el edificio de piedra, que todos los demás eran robots con ojos de vidrio y no muy bien pergeñados. El sargento Brackman, que se suponía que mandaba, no parecía más vivaz, ni más responsable, ni con más autoridad que una bolsa de plumas mojadas.