Las sirenas de Titán (9 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

BOOK: Las sirenas de Titán
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El detalle del cuarto 223 que había interesado al joven Malachi era una fotografía suya. Era una fotografía suya a los tres años, la foto de un chiquillo dulce, agradable, juguetón, en una playa oceánica.

Estaba clavada con chinches en la pared. Era la única imagen que había en el cuarto.

El viejo Noel vio que el joven Malachi miraba la foto y se quedó confuso y turbado por todo lo que significa la relación padre-hijo. Rebuscó en su cabeza algo agradable que decir, pero no encontró casi nada.

—Mi padre me dio solamente dos consejos —dijo— y sólo uno ha resistido a la prueba del tiempo. Eran: «No toques a tu superior» y «Guarda la botella fuera del dormitorio». —Su turbación y confusión eran demasiado grandes para soportarlas—. Adiós —dijo bruscamente.

—¿Adiós? —repitió el joven Malachi, desconcertado. Se dirigió hacia la puerta.

—Guarda la botella fuera del dormitorio —dijo el viejo, y volvió la espalda.

—Sí, señor, lo haré —dijo el joven Malachi—. Adiós, señor —dijo, y salió.

Fue la primera y última vez que Malachi Constant vio a su padre.

Noel Constant vivió cinco años más, y la Biblia nunca le falló.

Murió justo cuando llegaba al final de esta frase:

«And God made two great lights: the greater light to rule the day, and the lesser light to rule the night: he made the stars also».

(E hizo Dios las dos grandes lumbres; la lumbrera mayor para que señorease en el día, y la lumbrera menor para que señorease en la noche; e hizo también las estrellas)

Su última inversión fue en Sonny Oil a 17 1/4.

El hijo se hizo cargo de las cosas donde las había dejado el padre, aunque Malachi Constant no se mudó a la habitación 223 del Wilburhampton Hotel.

Y durante cinco años la suerte del hijo fue tan sensacional como lo había sido la del padre.

Ahora, de pronto, Magnum Opus yacía en ruinas.

Allí, en su oficina, con los muebles flotantes y la alfombra de césped, Malachi Constant no podía creer que su buena suerte se hubiera acabado.

—¿No ha quedado nada? —dijo débilmente. Se las arregló para sonreír a Ransom K.

Fern—. Vamos, viejo, tiene que haber quedado algo.

—Yo también lo creía a las diez de esta mañana —dijo Fern—. Me felicitaba de haber sostenido a Magnum Opus contra todo golpe posible. íbamos capeando bastante bien la depresión, sí, y los errores suyos también.

«Y entonces, a las diez y cuarto, me visitó un abogado que al parecer había estado anoche en su fiesta. Parece ser que usted estuvo distribuyendo pozos petrolíferos la última noche y el abogado fue lo bastante precavido como para preparar documentos que una vez firmados lo obligarían a usted. Usted los había firmado. Anoche usted distribuyó quinientos treinta y un pozos petrolíferos, con lo que borró del mapa Fandango Petroleum.

«A las once —continuó Fern—, el presidente de los Estados Unidos anunció que la Galactic Spacecraft, que nosotros habíamos vendido, recibiría un contrato de tres mil millones de dólares para la Nueva Era Espacial.

«A las once y media —dijo Fern— me dieron un ejemplar de la
Revista de la Asociación
Médica Norteamericana,
marcada por nuestro director de relaciones públicas con las letras 'PSI'. Estas tres letras, como usted sabría si hubiera dedicado algún tiempo a su oficina, significan 'para su información'. Busqué la página marcada y me enteré, para mi información, de que los cigarrillos MoonMist eran, no
una
causa, sino
la causa principal
de esterilidad en ambos sexos, allí donde se hubieran vendido cigarrillos MoonMist. Esto fue descubierto no por seres humanos sino por una calculadora electrónica. Cuando se la alimentaba con datos sobre humo de cigarrillos, la calculadora se excitaba muchísimo, y nadie podía imaginar por qué.

Evidentemente la máquina estaba tratando de decir algo a sus operadores. Hacía todo lo que podía por expresarse, y al fin se las arregló para que los operadores le hicieran las preguntas correctas.

«Las preguntas correctas se referían a la relación de los cigarrillos MoonMist con la reproducción humana. La relación era la siguiente:

«Las personas que fuman cigarrillos MoonMist no pueden tener hijos, aunque quieran.

«No cabe duda —dijo Fern— que hay gígolos, bailarinas y neoyorkinos que agradecen esta liberación de la biología. Pero a juicio del Departamento Jurídico de Magnum Opus, antes de que dicho Departamento quedara liquidado, hay varios millones de personas que pueden demandar con éxito a la Compañía, alegando que los cigarrillos MoonMist los han privado de algo bastante importante. Placer en profundidad, nada menos.

«Hay aproximadamente diez millones de ex fumadores de MoonMist en este país —dijo Fern—, todos estériles. Si uno de cada diez lo demanda a usted por daños y perjuicios incalculables, aunque sea por la modesta suma de cinco mil dólares, la cuenta será de cinco mil millones de dólares, excluyendo los derechos legales. Y usted no tiene cinco mil millones de dólares. Desde la quiebra del mercado de valores y su compra de bienes tales como la American Levitation, usted no tiene ni siquiera quinientos millones.

«MoonMist Tobacco —dijo Fern— es usted. Magnum Opus —dijo Fern— también es usted. Motivos todos por los que usted será demandado, y demandado con éxito. Y si bien los demandantes no conseguirán sacarle peras al olmo, seguramente podrán secar el olmo entre tanto.

Fern volvió a inclinarse. —Cumplo ahora mi último deber oficial, que es el de informarle que su padre le escribió a usted una carta que había de serle entregada sólo si su suerte empeoraba de verdad. Mis instrucciones eran poner esa carta debajo de la almohada de la habitación 223 del Wilburhampton Hotel, si su suerte era verdaderamente mala. He puesto la carta debajo de la almohada hace una hora.

«Y ahora, como humilde y leal servidor de la compañía, le pido un pequeño favor —dijo Fern—. Si la carta arroja la más leve luz sobre lo que puede significar la vida, le rogaría que me telefoneara a mi casa.

Ransom K. Fern saludó tocándose con el bastón el ala del sombrero Homburg. —Adiós, Mr. Magnum Opus, hijo, adiós.

El Wilburhampton Hotel era una anticuada construcción de tres pisos, de estilo Tudor, situada frente al edificio de Magnum Opus, en relación con el cual parecía una cama sin hacer a los pies del Arcángel Gabriel. El revoque exterior del hotel estaba revestido de planchas de pino, simulando una construcción de madera. La arista del tejado había sido quebrada intencionalmente, para simular vejez. Los aleros eran pesados y bajos, abrumados de falsa paja. Las ventanas eran minúsculas, con cristales facetados.

En el pequeño bar del hotel había tres personas, un barman y dos clientes. Los dos clientes eran una mujer delgada y un hombre gordo, los dos aparentemente viejos. En el Wilburhampton nadie los había visto hasta ese momento, pero era como si hiciera años que estaban sentados allí. Su asimilación al medio era perfecta, porque parecían también revestidos de madera, con la arista dorsal quebrada y las ventanas pequeñas.

Se decían profesores jubilados de la misma escuela secundaria del Medio Oeste. El hombre gordo se presentó como George M. Helmholtz, ex director de orquesta. La mujer delgada se presentó como Roberta Wiley, ex profesora de álgebra.

Evidentemente, los dos habían descubierto tarde en la vida los consuelos del alcohol y del cinismo. Nunca pedían la misma bebida dos veces, estaban ávidos por saber qué había en esta botella y qué en aquélla, qué era un «punch alba de oro», y un «Helen Twelve-trees» y un «pluie d'or», y un «fizz viuda alegre».

El barman sabía que no eran alcoholistas. Conocía bien el tipo y le gustaba: eran simplemente dos personajes del
Saturday Evening Post
al final del camino.

Mientras no hacían preguntas sobre las diferentes bebidas, no se diferenciaban de los millones de norteamericanos frecuentadores de bares el primer día de la Nueva Era Espacial.

Estaban sólidamente sentados en sus taburetes, mirando fijo las filas de botellas. Movían los labios constantemente, probando, desanimados, con importantes muecas de asco, de burla, de desprecio.

La imagen del evangelista Bobby Dentón sobre la Tierra como la nave espacial de Dios se aplicaba especialmente a los frecuentadores de bares. Helmholtz y Miss Wiley se comportaban como el piloto y el copiloto de un enorme viaje sin objeto a través del espacio, que habría de durar siempre. Era fácil creer que habían empezado el viaje con alegría, llenos de juventud y capacitación técnica, y que las botellas que tenían delante eran los instrumentos que habían estado vigilando durante años y años y años.

Era fácil creer que cada día el muchacho y la muchacha del espacio eran microscópicamente más negligentes que el día anterior, hasta hoy, en que constituían la vergüenza del Servicio Pan-Galáctico del Espacio.

Helmholtz tenía desabrochados dos botones de la bragueta, y un poco de crema de afeitar en la oreja izquierda. Los calcetines de Helmholtz eran desparejos.

Miss Wiley era una viejecita de cara enjuta, con aire de loca. Llevaba una peluca negra y rizada que parecía haber estado clavada durante años en la puerta de un granero.

—Parece que el presidente ha ordenado el comienzo de una Nueva Era Espacial para ver si se arregla un poco la desocupación —dijo el barman.

—Aja —dijeron Helmholtz y Miss Wiley al mismo tiempo.

Sólo una persona observadora y suspicaz hubiera advertido una nota falsa en el comportamiento de los dos: Helmholtz y Miss Wiley estaban
demasiado interesados en la
hora.
Para ser gentes que no tenían gran cosa que hacer ni adonde ir, les importaban extraordinariamente sus relojes, Miss Wiley su reloj pulsera de hombre, Mr. Helmholtz su reloj de oro de bolsillo.

La verdad es que Helmholtz y Miss Wiley no eran profesores jubilados. Nada de eso. Eran hombres los dos, maestros en el disfraz los dos. Eran agentes del Ejército de Marte en misión, ojos y oídos de una banda marciana que flotaba en un plato volador a unos trescientos kilómetros de altura.

Malachi Constant no lo sabía, pero estaban esperándolo.

Helmholtz y Wiley no abordaron a Malachi Constant mientras cruzaba la calle en dirección al Wilbur-hampton. No dieron muestras de interesarse en él. Lo dejaron cruzar el vestíbulo y subir al ascensor sin echarle una mirada.

Pero echaron nuevamente una mirada a sus relojes y una persona observadora y suspicaz hubiera notado que Miss Wiley apretaba un botón de su reloj que puso en marcha un cronógrafo.

Helmholtz y Miss Wiley no tenían intención de emplear la violencia con Malachi Constant.

Nunca habían empleado la violencia con nadie, y sin embargo habían contratado a catorce mil personas para Marte.

La técnica habitual era vestirse como ingenieros civiles y ofrecer a hombres y mujeres no demasiado brillantes nueve dólares por hora, libres de impuestos, más casa, comida y transportes, para trabajar en un proyecto secreto del Gobierno en una parte remota del mundo, durante tres años. Era una broma entre Helmholtz y Miss Wiley él que nunca hubieran especificado
qué
gobierno organizaba el proyecto, y el que ninguno de los contratados lo hubiese preguntado jamás.

Al noventa y nueve por ciento de los contratados se les provocaba amnesia apenas llegaban a Marte. Expertos en salud mental les hacían un lavado de memoria y los cirujanos marcianos les instalaban una antena radial en el cráneo para poder controlarlos por ese medio.

Entonces se les ponían nuevos nombres elegidos al puro azar y se los destinaba a las fábricas, las cuadrillas de construcción, al personal administrativo o al Ejército de Marte.

No sucedía lo mismo con los que demostraban ardientemente que servirían con heroísmo a Marte, sin haber sido sometidos a tratamiento médico. Esa minoría afortunadamente ingresaba en el círculo secreto de los que mandaban.

Los agentes secretos Helmholtz y Wiley pertenecían a ese círculo. Gozaban de la plena posesión de sus recuerdos y no eran controlados por radio. Adoraban su trabajo.

—¿Cómo es ese Slivovitz? —preguntó Helmholtz al barman, echando una mirada de soslayo a una botella polvorienta de la fila del fondo. Acababa de terminar un jarabe de endrina con soda.

—Ni siquiera sabía que lo teníamos —dijo el barman. Puso la botella en el mostrador, inclinándola a cierta distancia para poder leer el rótulo—. Aguardiente de ciruela —dijo.

—Creo que probaré eso después —dijo Helmholtz.

Desde la muerte de Noel Constant, la habitación 223 del Wilburhampton Hotel había quedado vacía, como recuerdo.

Malachi Constant entró en la habitación 223. No había estado en el cuarto desde la muerte de su padre. Cerró la puerta y encontró la carta debajo de la almohada.

Nada en la habitación había sido cambiado, salvo la ropa de cama. La fotografía de Malachi niño en la playa seguía siendo la única figura en la pared.

La carta decía:

Querido hijo: Algo malo e importante te ha ocurrido, si no no estarías leyendo esta carta.

Te escribo para decirte que te tranquilices por las cosas malas y eches una mirada a tu alrededor para ver si no ha ocurrido algo bueno o importante debido a que llegamos a ser tan ricos y después lo perdimos todo. Lo que quiero es que trates de ver si está ocurriendo algo especial o si todo sigue siendo tan descabellado como me parecía a mí.

Si no fui un padre muy bueno, ni muy bueno en nada, fue porque estaba ya muerto mucho antes de morir. Nadie me quería, yo no servía mucho para nada, no podía encontrar nada que me gustara y estaba harto y cansado de vender ollas y sartenes y de mirar la televisión, y me sentía como si estuviera muerto y había ido demasiado lejos para poder retroceder...

En ésas andaba cuando empecé los negocios con la Biblia y tú sabes lo que ocurrió después. Parecía como si alguien o algo deseara que yo poseyese todo el planeta aunque fuera como si estuviese muerto. Tuve los ojos abiertos por si aparecía alguna señal que me indicara qué era todo eso, pero no apareció. Simplemente me hice cada vez más rico.

Entonces tu madre me mandó esa foto tuya en la playa y por la forma en que me mirabas desde la foto pensé que quizá para ti se estaba juntando ese montón de dinero. Decidí que me moriría sin ver el sentido de todo eso y que quizá tú serias el que de pronto lo viera todo claro como el agua. Te digo que hasta un hombre medio muerto detesta estar vivo y no ser capaz de ver un sentido en nada.

La razón por la que le dije a Ransom K. Fern que te diera esta carta sólo si se te daba vuelta la suerte es porque nadie piensa ni advierte nada mientras tiene buena suerte. ¿De qué serviría?

Echa una mirada por mi, hijo. Y si te fundes y viene alguien a hacerte una propuesta descabellada, mi consejo es que la aceptes. Podrías aprender algo si estás con ánimo para eso. Lo único que he aprendido es que algunos tienen suerte y otros no, y ni siquiera un graduado de la Facultad Comercial de Harvard puede decir por qué.

Cariñosamente. Tu papá.

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