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Authors: Kurt Vonnegut

Las sirenas de Titán (23 page)

BOOK: Las sirenas de Titán
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Había llegado la primavera para los hombres, y los racimos de lilas en el exterior de la iglesia de Redwine colgaban gruesos, pesados como uvas.

Redwine escuchaba la lluvia y la imaginaba hablando un inglés de Chaucer. Dijo en voz alta las palabras que pronunciaría la lluvia, armoniosamente, justo con el tono de voz de la lluvia.

Cuando abril con sus chaparrones busca la sequía de marzo hasta la raíz y baña cada vena en un licor dulce cuya virtud engendrada es la flor.

Una gotita cayó tintineando desde lo alto de la viga, humedeció el cristal izquierdo de los anteojos de Redwine y su lozana mejilla.

El tiempo había sido piadoso con Redwine. Allí, de pie en el púlpito, parecía un rústico vendedor de periódicos coloradote y de anteojos, aunque tuviera cuarenta y nueve años.

Levantó la mano para secarse la humedad de la mejilla e hizo sonar la bolsita de tela azul con un peso de plomo que llevaba atada a la muñeca.

Tenía otras bolsitas similares atadas a los tobillos y a la otra muñeca, y pesadas planchas de hierro colgaban con correas de los hombros, una sobre el pecho y otra sobre la espalda.

Estos pesos eran su
handicap
en la carrera de la vida.

Cargaba veinticuatro kilos, y los cargaba alegremente. Una persona más fuerte cargaría más, una persona más débil cargaría menos. Todos los miembros fuertes de la secta de Redwine aceptaban con alegría esos
handicaps,
y los usaban con orgullo en todas partes. Los más débiles y enclenques estaban obligados a admitir, al fin, que la carrera de la vida era justa.

Las melodías líquidas de la lluvia formaban un fondo tan encantador para cualquier recitado en la iglesia vacía, que Redwine recitó algo más. Esta vez recitó algo que había escrito Winston Niles Rumfoord, el Amo de Newport.

Lo que Redwine iba a recitar con el coro de la lluvia era algo que el Amo de Newport había escrito para definir su propia posición con respecto a sus ministros, la posición de sus ministros con respecto a sus fieles, y la posición de cada uno con respecto a Dios. Redwine lo leía a sus feligreses el primer domingo de cada mes.

—No soy tu padre —dijo Redwine—. Llámame más bien hermano. Pero no soy tu hermano. Llámame más bien hijo. Pero no soy tu hijo. Llámame más bien perro. Pero no soy tu perro. Llámame más bien pulga de tu perro. Pero no soy una pulga. Llámame más bien germen de una pulga de tu perro. Como germen de una pulga de tu perro, estoy ansioso por servirte como pueda, así como tú estás dispuesto a servir a Dios Todopoderoso, Creador del Universo.

Redwine batió palmas aplastando a la pulga imaginaria infestada de gérmenes. Los domingos todos aplastaban la pulga al unísono.

Otra gotita cayó temblorosa de la viga humedeciendo de nuevo la mejilla de Redwine.

Redwine asintió con la cabeza, agradeciendo dulcemente la gota, la iglesia, la paz, el Amo de Newport, la Tierra, un Dios despreocupado, todo.

Bajó del púlpito, haciendo sonar las bolas de plomo que se balanceaban para atrás y para adelante con un majestuoso ruido.

Recorrió la nave y atravesó el arco que había bajo el campanario. Se detuvo junto al charco formado al pie de la cuerda de la campana, miró hacia arriba para adivinar el curso que había seguido el agua. Decidió que la lluvia de primavera había entrado de una manera encantadora.

Si alguna vez tenía que restaurar la iglesia, se aseguraría de que las emprendedoras gotas de la lluvia siempre pudieran entrar de ese modo.

Más allá del arco del campanario había otro, un frondoso arco de lilas.

Redwine avanzó hasta quedar debajo del segundo arco, vio la nave espacial como una gran ampolla en el bosque, vio al Vagabundo del Espacio, desnudo y con barba, en su cementerio.

Redwine gritó de alegría. Corrió a la iglesia y tironeó y sacudió la cuerda de la campana como un chimpancé borracho. En el loco repicar de las campanas, Redwine oía las palabras que según el Amo de Newport decían todas las campanas.

«¡NO HAY INFIERNO!» tañían las campanas.

«¡NO HAY INFIERNO!»

«¡NO HAY INFIERNO!»

«¡NO HAY INFIERNO!»

Unk se quedó aterrado por la campana. A él le sonaba como una campana colérica, asustada, y corrió a su nave, lastimándose bastante la espinilla al trepar la pared de piedra.

Mientras cerraba la escotilla, oyó una sirena que aullaba respuestas a la campana. Unk pensó que la Tierra seguía en guerra con Marte, y que la sirena y la campana significaban la muerte súbita para él. Apretó el botón de puesta en marcha. El piloto automático no respondió instantáneamente, sino que se empeñó en una confusa e ineficaz discusión consigo mismo. La discusión terminó cuando el piloto se desconectó a sí mismo.

Unk volvió a apretar el botón. Esta vez dejó puesto encima el talón.

El piloto discutió de nuevo estúpidamente consigo mismo, trató de desconectarse. Cuando descubrió que no podía, produjo un humo sucio y amarillo.

El humo se puso tan denso y venenoso que Unk se vio obligado a tragar una bola de aire y a practicar de nuevo la respiración Schliemann.

Entonces el piloto automático lanzó una nota de órgano profunda como un sollozo, y murió para siempre. Ahora no había posibilidad de despegar. Cuando el piloto automático moría, moría toda la nave espacial. Unk atravesó el humo en dirección a una tronera y miró hacia afuera.

Vio un camión de bomberos. El camión se abría paso a través de los matorrales hacia la nave espacial. Hombres, mujeres y niños colgaban de él, empapados por la lluvia y con aire de éxtasis.

Delante del camión de bomberos iba el Reverendo C. Horner Redwine. En una mano llevaba un traje amarillo limón en una bolsa de plástico transparente. En la otra un ramo de lilas recién cortadas.

Las mujeres enviaban besos a Unk a través de la tronera, levantaban a sus hijos para que vieran al hombre adorable que había adentro. Los hombres permanecían en el camión de bomberos, vitoreaban a Unk, se vitoreaban unos a otros, vitoreaban todo. El conductor hizo restallar el motor, sonar la sirena, repicar la campana.

Todo el mundo usaba
handicaps
de algún tipo. La mayoría eran evidentes: contrapesos, balas, viejas parrillas, con objeto de contrarrestar ventajas físicas. Pero entre los feligreses de Redwine había varios sinceros creyentes que habían elegido
handicaps
de una índole más sutil y expresiva.

Algunas mujeres habían recibido, para su torpe suerte, la ventaja terrible de la belleza.

Habían anulado esa ventaja injusta con ropas anticuadas, malas posturas, goma de mascar y horribles cosméticos.

Un hombre de edad, cuya única ventaja era una vista excelente, se la había arruinado usando los anteojos de su mujer.

Un joven moreno cuyo sinuoso y rapaz atractivo sexual no podía menoscabarse con ropas ordinarias y malas maneras, se había buscado la desventaja de una esposa a quien el sexo le daba náuseas.

La esposa del joven moreno, que tenía razones para envanecerse de sus títulos, se había buscado la desventaja de un marido que sólo leía historietas.

La congregación de Redwine no era la única. No era especialmente fanática. Había en la Tierra, literalmente, miles de millones de personas que se sometían gozosamente a diversos
handicaps.

Y lo que los hacía tan felices era que nadie se aprovechaba ya de nadie.

Los bomberos pensaron en otra manera de expresar su alegría. Había una manguera montada en mitad del camión. Se la podía hacer girar como una ametralladora. La colocaron apuntando hacia arriba y la hicieron girar. Un chorro tembloroso, inseguro, trepó al cielo; cuando no pudo trepar más el viento lo hizo trizas. El agua caía todo alrededor, ya sobre la nave espacial con porrazos y chapuzones, ya sobre las mujeres y los niños, empapándolos, sorprendiéndolos, dándoles aún más alegría que antes.

Que el agua hubiera de desempeñar una parte tan importante en la bienvenida a Unk, era un accidente encantador. Nadie lo habla planeado. Pero era perfecto que cada uno se olvidara de sí mismo en una fiesta de universal humedad.

El Reverendo C. Horner Redwine, que se sentía desnudo como un duende en un bosque pagano, en la humedad viscosa de sus ropas, sacudió un ramo de lilas sobre el vidrio de la tronera y luego apoyó su cara de adoración contra el vidrio.

La expresión de la cara que miraba a Redwine tenía un parecido sorprendente con la de un mono inteligente en el zoológico. La frente de Unk estaba profundamente arrugada, y en sus ojos líquidos había un deseo desesperado de entender.

Unk había decidido no asustarse.

Tampoco tenía prisa en dejar entrar a Redwine.

Por fin fue hasta la escotilla, abrió los cerrojos de las puertas interna y externa. Retrocedió, esperando que alguien las abriera.

—¡Primero déjenme entrar y darle el traje para que se lo ponga! —dijo Redwine a su congregación—. ¡Después podrán verlo!

Allí en la nave espacial, el traje amarillo limón le iba a Unk como una capa de pintura. Los signos de interrogación del pecho y la espalda se estiraban sin una arruga.

Unk aún no sabía que nadie en el mundo estaba vestido como él. Supuso que muchas personas llevaban trajes como el suyo, con los signos de interrogación y todo.

—¿Esta... esta es la Tierra? —dijo Unk a Redwine.

—Sí —contestó Redwine—. Cape Cod, Massachusetts, Estados Unidos de Norteamérica, Hermandad del Hombre.

—¡Gracias a Dios! —dijo Unk.

—¿Por qué agradeces a Dios? —dijo Redwine—. Él no se preocupa de lo que te ocurre.

No se tomó ninguna molestia para que llegaras aquí sano y salvo, así como no se tomó la molestia de matarte. —Alzó los brazos, demostrando la musculatura de su fe. Las balas que llevaba sujetas a la muñeca se movieron crujiendo, y atrajeron la atención de Unk. De ellas la atención de Unk dio un fácil salto a la pesada chapa de hierro que colgaba sobre el pecho de Redwine. Redwine siguió la dirección de la mirada de Unk, sopesó la chapa de hierro que le colgaba sobre el pecho—. Pesada.

—Aja —dijo Unk.

—Calculo que tendrás que llevar unos veinticinco kilos después que te hayas repuesto —dijo Redwine.

—¿Veinticinco kilos? —preguntó Unk.

—Deberías alegrarte y no entristecerte de llevar semejante
handicap
—dijo Redwine—.

Nadie podrá entonces reprocharte que hayas aprovechado las azarosas vías de la suerte. —Había en su voz un bello tono de amenaza que no usaba desde los primeros días de la Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente, desde las estremecedoras conversiones en masa que siguieron a la guerra con Marte. En aquellos días, Redwine y todos los otros jóvenes proselitistas habían amenazado a los incrédulos con el justo desagrado de las multitudes, multitudes que entonces no existían.

Esas multitudes y su justo desagrado existían ahora en todas partes del mundo. Los miembros de las Iglesias de Dios el Absolutamente Indiferente redondeaban un total de tres mil millones. Los jóvenes leones que al principio habían enseñado el credo, podían permitirse ahora ser corderos, contemplar misterios tan orientales como el agua goteando por la cuerda de la campana. El ejército disciplinario de la Iglesia estaba formado por multitudes en todas partes.

—Debo advertirte —dijo Redwine a Unk— que cuando salgas y te encuentres entre esas gentes, no debes decir nada en el sentido de que Dios se ha interesado especialmente por ti, o que puedes ser de algún modo una ayuda para Dios. Lo peor que puedes decir, por ejemplo, es algo como: «Gracias, Dios mío, por librarme de todos mis males. ¡Por alguna razón El me ha distinguido, y ahora mi único deseo es servirlo!»

«La multitud amistosa que está ahí afuera —prosiguió Redwine— podría ponerse pronto muy desagradable a pesar de los altos auspicios bajo los cuales has venido.

Unk tenía previsto decir casi exactamente lo que Redwine le advertía que no dijera. Le había parecido lo único adecuado.

—¿Y qué... qué debo decir? —dijo Unk.

—Lo que dirás, ha sido profetizado —dijo Redwine—, palabra por palabra. He pensado mucho en las palabras que vas a decir, y estoy convencido de que no pueden mejorarse.

—Pero soy incapaz de pensar en ninguna palabra como no sea hola, o gracias —dijo Unk—. ¿Qué quieres que diga?

—Lo que digas —dijo Redwine—. Esas buenas gentes han estado ensayando este momento durante mucho tiempo. Te harán dos preguntas, y tú las contestarás lo mejor que puedas.

Condujo a Unk afuera por la escotilla. El surtidor de la manguera había cesado de funcionar. Los gritos y danzas se habían detenido.

La congregación de Redwine formaba ahora un semicírculo alrededor de Unk y Redwine.

Los miembros de la congregación apretaban los labios e hinchaban los pulmones.

Redwine hizo un gesto sagrado.

La congregación habló como un solo hombre.

—¿Quién eres? —dijo.

—No... no sé mi nombre verdadero —dijo Unk—. Me llaman Unk.

—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó la congregación.

Unk meneó la cabeza vagamente. No era
capaz
de hacer un resumen adecuado de sus aventuras. Simplemente, se esperaba algo grande de él. Y él no era capaz de grandeza. Exhaló ruidosamente, para que la congregación supiera que lamentaba defraudarlos con su insipidez.

—He sido víctima de una serie de accidentes —dijo. Se encogió de hombros—. Como todo el mundo —añadió.

Los vítores y las danzas empezaron de nuevo.

Unk fue subido al camión de bomberos y llevado hasta la puerta de la iglesia.

Redwine señaló amigablemente un rollo de madera desplegado que había sobre la puerta.

Grabadas en el rollo con letras doradas había las siguientes palabras:

HE SIDO VÍCTIMA DE UNA SERIE DE ACCIDENTES. COMO TODO EL MUNDO.

Unk fue conducido en el camión de bomberos directamente de la iglesia a Newport, Rhode Island, donde debía producirse una materialización.

Con arreglo a un plan establecido años antes, se había enviado otro camión de bomberos para proteger West Barnstable, que estaría sin sus bomberos por un tiempo.

La nueva de la llegada del Vagabundo del Espacio se difundió sobre la tierra como un incendio. En cada aldea, pueblo y ciudad por la que pasaba el camión, Unk era recibido con lluvias de flores.

Unk iba sentado en el camión de bomberos, sobre una tabla colocada encima de la cabina del conductor. En la cabina iba el Reverendo C. Horner Redwine. Redwine manejaba la sirena del camión, y la hacía funcionar constantemente. Atado al badajo de la sirena había un Malachi de plástico extrafuerte. El muñeco era de un tipo especial que sólo podía venderse en Newport. Exhibir uno de esos Malachis era proclamar que uno había hecho una peregrinación a Newport.

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