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Authors: Kurt Vonnegut

Las sirenas de Titán (30 page)

BOOK: Las sirenas de Titán
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A primera vista uno pensaba que estaba tan por encima de las preocupaciones bestiales de la humanidad como los harmoniums en las cuevas de Mercurio. Allí, a primera vista, había un joven sin vanidad, sin codicia, y uno aceptaba al pie de la letra el título que Salo había grabado en la estatua:
Descubrimiento de la Energía Atómica.

Y entonces uno advertía que el joven buscador de la verdad estaba en erección de una manera chocante. Beatrice todavía no se había dado cuenta. El joven Crono, moreno y peligroso como su madre, ya estaba cometiendo o intentando su primer acto de vandalismo.

Estaba tratando de inscribir una mala palabra terrena en la base de la estatua en la cual se había apoyado. Intentaba hacerlo con la punta aguda de su amuleto.

La turba titánica estacionada, casi tan dura como el diamante, fue la que en cambio melló la punta. La estatua en la que Crono estaba trabajando era un grupo familiar, un hombre de Neanderthal, su compañera y su hijo. Era una obra muy conmovedora. Las criaturas achaparradas, andrajosas y desvalidas eran tan feas que resultaban hermosas.

Su importancia y universalidad no quedaba menoscabada por el título satírico que Salo había dado a la obra. Había puesto títulos terribles a todas sus estatuas, como para proclamar desesperadamente que no se tomaba en serio, ni un solo instante, como artista. El título de la familia de Neanderthal derivaba del hecho de que el niño estaba contemplando un pie humano asándose en un tosco asador. El título era
Este lechan chiquitito.

—Ocurra lo que ocurra, sea hermoso, o triste, o feliz, o aterrador —decía Malachi Constant a su familia allí en Titán—, que me cuelguen si respondo. Cuando parece que algo o alguien quiere que yo actúe de una manera determinada, me echo a temblar. —Lanzó una mirada a los anillos de Saturno. Frunció los labios—. ¿No es demasiado hermoso para decirlo con palabras? —Escupió en el suelo.

«Si alguien espera alguna vez utilizarme de nuevo en algún plan tremendo —dijo Constant—, que se prepare para una gran decepción. Será mucho mejor que trate de despertar a una de esas estatuas.

Escupió de nuevo.

—Por lo que a mí se refiere —dijo Constant—, el Universo es un depósito de chatarra, en el que todo está sobrevalorado. Yo voy hurgando entre los montones de trastos, buscando una ganga. Todas las llamadas gangas —dijo Constant— han sido conectadas con finos cables a un ramillete de dinamita.

Escupió de nuevo.

—Renuncio —dijo Constant.

«Me retiro —dijo Constant.

«Abandono —dijo Constant.

La pequeña familia de Constant asintió sin entusiasmo. El buen discurso de Constant era mercadería rancia. Lo había pronunciado varias veces durante los diecisiete meses de viaje de la Tierra a Titán, y era, al fin y al cabo, una filosofía de rutina para todos los veteranos de Marte.

En realidad Constant no hablaba para su familia. Lo hacía en voz alta, de modo que su voz llegara a cierta distancia del bosque de estatuas y del mar Winston. Estaba pronunciando una declaración política para beneficio de Rumfoord o de cualquier otro que anduviera por allí cerca espiando.

—¡Hemos participado por última vez —dijo Constant en voz alta— en experimentos, peleas y festivales que no nos gustan o no entendemos!

«¡Entendemos!»
dijo el eco que devolvió la pared de un palacio construido en una isla, a cien metros de la costa. El palacio era, desde luego, Dun Roamin, el Taj Mahal de Rumfoord.

A Constant no le sorprendió verlo allí. Lo había descubierto al desembarcar de su nave espacial, brillando como la Ciudad de Dios de San Agustín.

—¿Qué sucede a continuación? —preguntó Constant al eco—. ¿Todas las estatuas empiezan a vivir?

«¿Vivir?»
dijo el eco.

—Es el eco —dijo Beatrice.

—Ya sé que es el eco —dijo Constant.

—Yo no sabía si tú sabías que era el eco o no —dijo Beatrice. Era distante y cortés. Había sido extremadamente correcta con Constant, no lo criticaba nunca, no esperaba nada de él.

Una mujer menos aristocrática podía haberle hecho la vida imposible, criticándolo por todo y pidiendo milagros.

Durante el viaje no habían hecho el amor. Ni a Constant ni a Beatrice les había interesado.

A los veteranos de Marte nunca les interesaba eso.

Inevitablemente, el largo viaje había hecho que Constant se acercara a su mujer y a su hijo más de lo que habían estado en el dorado sistema de tablados, rampas, escalas, púlpitos, gradas y escenarios en Newport. Pero el único amor en la unidad familiar seguía siendo el del joven Crono y Beatrice. Aparte del amor entre madre e hijo, sólo había cortesía, compasión malhumorada y una indignación contenida por haberse visto obligados a formar una familia.

—Ah, diablos —dijo Constant—, la vida es divertida cuando uno deja de pensarlo.

El joven Crono no sonrió cuando su padre dijo que la vida era divertida.

El joven Crono era el miembro de la familia menos indicado para pensar que la vida era divertida. Beatrice y Constant, después de todo, podían reírse amargamente de los feroces incidentes a los que habían sobrevivido. Pero el joven Crono no podía reírse con ellos, porque él mismo era un feroz incidente.

No es de sorprender que los principales tesoros de Crono fueran un amuleto y una navaja automática.

El joven Crono sacó su navaja automática, abrió como al descuido la hoja. Entrecerró los ojos. Se preparaba para matar, si matar fuera necesario. Miraba en dirección a una barca de remos dorada que salía del palacio de la isla.

La que remaba era una criatura de color mandarina. El remero era, naturalmente, Salo.

Acercaba el bote para transportar a la familia hasta el palacio. Salo era un mal remero, nunca había remado. Tomó los remos con las ventosas de los pies.

Tenía una ventaja con respecto a los remeros humanos: el ojo en la parte posterior de la cabeza.

El joven Crono hizo espejear la luz en el ojo del viejo Salo, la hizo relampaguear con la brillante hoja de la navaja.

El ojo posterior de Salo pestañeó.

Lo que Crono hacía no era cosa de broma. Era una artimaña de la selva, una artimaña calculada para poner incómoda a cualquier criatura con ojos. Era una de las miles de artimañas que el joven Crono y su madre habían aprendido en el año que pasaran juntos en la Selva Amazónica Húmeda.

La mano morena de Beatrice tomó una piedra.

—Moléstalo de nuevo —dijo suavemente a Crono.

El joven Crono mandó de nuevo la luz al ojo del viejo Salo.

—Su cuerpo parece la única parte blanda —dijo Beatrice sin mover los labios—. Si no puedes dar en el cuerpo, procura que sea en un ojo.

Crono asintió.

Constant se quedó helado viendo la eficiente, unidad defensiva que formaban su mujer y su hijo. El no estaba incluido en sus planes. No lo necesitaban.

—¿Qué debo hacer? —murmuró Constant.

—¡Shh! —dijo Beatrice bruscamente.

Salo desembarcó en la playa con su barca dorada. Hizo rápidamente un torpe nudo marinero en la muñeca de una estatua junto al agua. La estatua era una mujer desnuda tocando el trombón. Se titulaba, enigmáticamente,
Evelyn y su violín mágico.

Salo estaba demasiado perturbado por la pena para preocuparse de su propia seguridad, para entender incluso que alguien podía darle un susto. Se paró un momento en un bloque de turba titánica estacionada, cerca del lugar de desembarco. Sus molestos pies succionaron la piedra húmeda. Los levantó con un tremendo esfuerzo.

En ese momento los relámpagos del cuchillo de Crono lo deslumbraron.

—Por favor... —dijo.

Una piedra voló del resplandor del cuchillo.

Salo bajó la cabeza. Una mano lo atrapó por el cuello delgado y lo derribó.

El joven Crono estaba ahora montado en el viejo Salo, la punta de su cuchillo apuntando al pecho de Salo. Beatrice se arrodilló junto a la cabeza, suspendiendo sobre ella una piedra capaz de deshacerla.

—Adelante... mátenme —dijo Salo roncamente—. Me harán un favor. Desearía estar muerto. Ojalá nunca me hubieran fabricado y puesto en funcionamiento, ante todo. Mátenme, acaben con mi desdicha y después vayan a verlo. Quiere que usted vaya.

—¿Quién? —dijo Beatrice.

—Su pobre marido, el que fue mi amigo, Winston Niles Rumfoord —dijo Salo.

—¿Dónde está? —dijo Beatrice.

—En ese palacio de la isla —dijo Salo—. Se está muriendo, solo, salvo su fiel perro. La está llamando... —dijo Salo—, los llama a todos. Y dice que no quiere volver a poner los ojos en mí.

Malachi Constant vio que los labios plomizos besaban silenciosamente el aire tenue.

Detrás de los labios la lengua hizo un chasquido infinitesimal. De pronto los labios se contrajeron, mostrando los dientes perfectos de Winston Niles Rumfoord.

Constant a su vez mostraba los dientes, preparándose a hacerlos crujir convenientemente a la vista de este hombre que le había hecho tanto daño. No los hizo crujir. En primer lugar, nadie estaba mirando, nadie lo vería hacerlo y lo entendería. Por otra parte, Constant descubrió que no tenía odio.

Sus preparativos para hacer rechinar los dientes terminaron en un abrir la boca como un papanatas, el gesto del que está en presencia de una espectacular enfermedad mortal.

Winston Niles Rumfoord yacía, completamente materializado, de espaldas en la reposera lavanda junto al estanque. Sus ojos se dirigían al cielo, sin pestañear y como ciegos. Una hermosa mano colgaba junto a la silla, los esbeltos dedos enroscados en la ajustada cadena de Kazak, el sabueso del espacio.

No había nada en el extremo de la cadena.

Una explosión del Sol había separado al hombre de su perro. Un Universo planeado con misericordia los hubiera mantenido juntos.

El Universo habitado por Winston Niles Rumfoord y su perro no estaba planeado con misericordia. Kazak había sido enviado antes que su amo a la gran misión a nada y ninguna parte.

Kazak había partido aullando en una bocanada de ozono y luz pálida, en un zumbido como de enjambre de abejas.

Rumfoord dejó que la cadena se le deslizara de los dedos. La cadena expresaba muerte, hizo un sonido informe y un montón informe; era una despreciable esclava de la gravedad, nacida con la espina dorsal rota.

Los labios plomizos de Rumfoord se movieron.

—Hola, Beatrice, mujer —dijo sepulcralmente.

«Hola, Vagabundo del Espacio —dijo. Esta vez su voz era afectuosa—. Muy amable de tu parte haber venido, Vagabundo del Espacio, a aceptar una
chance
más conmigo.

«Hola, joven e ilustre portador del ilustre nombre de Crono —dijo Rumfoord—. Salve, estrella del béisbol alemán, salve, dueño del amuleto.

Los tres a quienes hablaba estaban justo pegados a la pared. Entre ellos y Rumfoord se encontraba el estanque.

El viejo Salo, a quien no se le había concedido la gracia de morir, penaba en el timón de la barca dorada, en la orilla, del otro lado de la pared.

—No me estoy muriendo —dijo Rumfoord—, simplemente me despido del Sistema Solar.

Y ni siquiera eso. De acuerdo con el criterio grande, intemporal, infundibulado cronosinclásticamente, siempre estaré aquí. Siempre estaré allí donde haya estado.

«Estoy pasando la luna de miel contigo, Beatrice —dijo—. Lo estoy llevando todavía al cuartito debajo de la caja de la escalera en Newport, Mr. Constant. Sí, y jugando al escondite en las cavernas de Mercurio con usted y con Boaz. Y Crono... —dijo—, te estoy observando mientras juegas tan bien al béisbol alemán en la cancha de hierro, en Marte.

Gimió. Fue un gemido muy leve, y tan triste.

El aire dulce, suave de Titán se llevó el leve gemido.

—Todo lo que hayamos dicho, amigos, todo lo que estamos diciendo, tal como fue, tal como es, tal como será —dijo Rumfoord.

El leve gemido volvió de nuevo.

Rumfoord lo miraba irse como si fuera un anillo de humo.

—Hay algo que deben saber sobre la vida en el Sistema Solar —dijo—. Por haber sido infundibulado cronosinclásticamente, lo he sabido todo el tiempo. Sin embargo, es algo tan nauseabundo que he pensado en ello lo menos posible.

«Esa cosa nauseabunda es la siguiente:

«Todo lo que cada terráqueo ha hecho siempre ha sido urdido por criaturas de un planeta situado a ciento cincuenta mil años luz de distancia. El nombre del planeta es Tralfamadore.

«Cómo nos controlan los tralfamadorianos, no lo sé. Pero sí con qué fin nos controlan. Nos controlan de modo tal para hacernos entregar una pieza de repuesto a un mensajero tralfamadoriano que se estableció aquí en Titán.

Rumfoord señaló con el dedo al joven Crono.

—Tú, muchacho... —dijo—. Tú la tienes en el bolsillo. En tu bolsillo está la culminación de toda la historia terrestre. En tu bolsillo está ese algo misterioso que todo terráqueo ha tratado con tanta desesperación, con tanto fervor, tan a tientas, con tanta fatiga, producir y entregar.

Una ramita chisporroteante de electricidad brotó de la punta del dedo acusador de Rumfoord.

—¡Eso que tú llamas tu amuleto —dijo Rumfoord— es la pieza de repuesto por la cual ha estado esperando tanto tiempo el mensajero tralfamadoriano!

«El mensajero —dijo Rumfoord— es la criatura color mandarina que está ahora acurrucada ahí afuera. Su nombre es Salo. Yo había confiado en que el mensajero daría a la humanidad un atisbo del mensaje que llevaba, puesto que la humanidad le daba un buen impulso en el camino. Por desgracia, tiene órdenes de no mostrar el mensaje a nadie. Es una máquina, y como tal no puede sino considerar que las órdenes son órdenes.

«Le pedí cortésmente que me mostrara el mensaje —dijo Rumfoord—. Desesperadamente se negó.

La ramita de electricidad del dedo de Rumfoord creció formando una espiral alrededor de su figura. Rumfoord contempló la espiral con triste desprecio.

—Pienso que quizá es esto —dijo de la espiral.

Y lo era. La espiral se condensó ligeramente, haciendo una reverencia. Y entonces empezó a girar alrededor de Rumfoord, hilando un capullo continuo de luz verde, susurrando.

—Todo lo que puedo decir —dijo Rumfoord desde el interior del capullo— es que he hecho todo lo que he podido para bien de mi Tierra natal mientras servía a los irresistibles deseos de Tralfamadore.

«Quizá ahora que la pieza de repuesto ha sido entregada al mensajero tralfamadoriano, Tralfamadore abandone el Sistema Solar a sí mismo. Quizá los terráqueos sean ahora libres de desarrollar y seguir sus propias inclinaciones como no lo han sido durante miles de años. —Estornudó—. La maravilla es que los terráqueos hayan sido capaces de lograr tanta coherencia como lo han hecho —dijo.

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