Read Las sirenas de Titán Online
Authors: Kurt Vonnegut
Había sido la colcha personal de Rumfoord.
Beatrice seguía leyendo, devanando argumentos contra la importancia de las fuerzas de Tralfamadore.
Constant no escuchaba demasiado. Simplemente gozaba de la voz de Beatrice, que era fuerte y triunfante. Estaba metido en una boca de alcantarilla junto a la piscina, haciendo girar una válvula para sacar el agua. El agua de la piscina se había convertido en algo parecido a la sopa de arvejas, debido a las algas de Titán. Cada vez que Constant visitaba a Beatrice, libraba una batalla perdedora contra la prolífica espesura verde.
—Sería inútil negar —decía Beatrice, leyendo su obra en voz alta— que las fuerzas de Tralfamadore han tenido algo que ver con los asuntos de la Tierra. Pero las personas que han servido los intereses de Tralfamadore lo han hecho de una manera tan personal, que se puede decir que Tralfamadore no ha tenido prácticamente nada que ver con la cosa.
Constant, de pie en la alcantarilla, apoyó la oreja en la válvula que había abierto. A juzgar por el sonido, el agua salía lentamente.
Constant blasfemó. Uno de los elementos de información vitales que habían desaparecido con Rumfoord y muerto con Salo, era cómo se las habían arreglado, en su tiempo, para mantener cristalina el agua de la piscina. Aun desde que Constant se hiciera cargo del cuidado de la piscina, las algas habían seguido creciendo. El fondo y los lados de la piscina estaban forrados con una capa de limo, y un montículo mucilaginoso tapaba las tres estatuas del centro, las tres sirenas de Titán.
Constant sabía el significado de las tres sirenas en su vida. Lo había leído, tanto en la
Breve Historia de Marte
como en
La Biblia autorizada y revisada
de Winston Niles Rumfoord. Las tres grandes bellezas ya no le importaban tanto, como no fuese para recordarle que alguna vez el sexo lo había perturbado.
Constant emergió del agujero. —Sale cada vez más despacio —dijo a Beatrice—. Me parece que no puedo dejar pasar mucho tiempo sin destapar los caños.
—¿Ah, sí? —dijo Beatrice, levantando los ojos de su manuscrito.
—Sí —dijo Constant.
—Bueno... haz lo que haya que hacer —dijo Beatrice.
—Es la historia de mi vida —dijo Constant.
—Acaba de ocurrírseme una idea que debería figurar en el libro —dijo Beatrice—, basta que no se me escape.
—Le daré con la pala si pasa por aquí.
—No digas nada durante un minuto —dijo Beatrice—. Déjame que la atrape en mi cabeza.
—Se puso de pie y caminó hasta la entrada del palacio para huir de las distracciones de Constant y de los anillos de Saturno.
Miró largamente un gran cuadro al óleo colgado en la pared de entrada. Era la única pintura del palacio. Constant lo había traído de Newport.
Era el retrato de una niñita inmaculada, de blanco, que sostenía las riendas de su pony blanco.
Beatrice sabía quién era la niñita. El cuadro tenía un rótulo de bronce que decía
Beatrice
Rumfoord, niña.
Había un gran contraste entre la niñita de blanco y la anciana que la miraba.
De pronto Beatrice volvió la espalda al cuadro y salió de nuevo al patio. La idea que quería añadir al libro estaba ahora en su mente.
—Lo peor que le puede ocurrir posiblemente a cualquiera —dijo—, es no ser usado para nada por nadie.
El pensamiento la alivió. Se tendió en la vieja reposera de Rumfoord, miró los hermosos anillos de Saturno, el Arco Iris de Rumfoord.
—Gracias por haberme usado —dijo a Constant—, aunque yo no quisiera ser usada por nadie.
—De nada —dijo Constant.
Empezó a barrer el patio. Los desperdicios que barría estaban formados por una mezcla de arena, que venía de afuera con el viento, cascaras de semilla de margarita, cascaras de maní terrestre, latas de pollo vacías y hojas apelotonadas del manuscrito. Beatrice subsistía sobre todo a base de semillas de margarita, cacahuetes y pollo enlatado porque no tenía que cocinarlos, porque ni siquiera tenía que interrumpir su escritura para comerlos.
Podía comer con una mano y escribir con la otra, y deseaba, más que nada en la vida, que todo quedara escrito.
Cuando había barrido la mitad del patio, se detuvo para ver cómo se vaciaba la piscina.
Lentamente se desagotaba. El viscoso montículo verde que cubría las tres sirenas de Titán rompía justo la superficie descendente del agua.
Constant se inclinó sobre la alcantarilla abierta, para escuchar el sonido del agua.
Escuchó la música de los caños. Y oyó algo más.
Oyó la ausencia de un sonido familiar y amado.
Su compañera Beatrice ya no respiraba.
Constant Malachi enterró a su compañera en la turba titánica a orillas del mar Winston. La enterró donde no había estatuas.
Malachi Constant le dijo adiós cuando el cielo estaba lleno de azulejos titánicos. Debía de haber por lo menos diez mil grandes y nobles pájaros.
Convertían el día en noche, sacudían el aire con el batir de sus alas.
Ni un pájaro gritó.
Y en esa noche en mitad del día, Crono, el hijo de Beatrice y Malachi, apareció en una colina que dominaba la nueva tumba. Llevaba una capa de plumas que restallaba como si fuera un par de alas.
Era espléndido y fuerte.
—¡Gracias, Padre y Madre —gritó— por el don de la vida. ¡Adiós!
Se fue, y los pájaros partieron con él.
Cuando el viejo Malachi Constant volvió al palacio, el corazón le pesaba como una bala de cañón. Lo que lo llevaba de vuelta a aquel triste lugar era el deseo de dejarlo en buen orden.
Tarde o temprano alguien más vendría.
El palacio debía estar limpio, pulcro y listo para quien fuese. El palacio debía hablar bien de su anterior ocupante.
Alrededor de la gastada reposera de Rumfoord estaban los huevos de avefría y las fresas silvestres de Titán, la jarra de leche de margaritas fermentadas y el canasto de semillas de margarita que Constant había traído para Beatrice. No durarían hasta que llegara el próximo ocupante.
Constant lo puso todo en la piragua.
No lo necesitaba. Nadie lo necesitaba.
Al enderezar su vieja espalda, desde la canoa vio a Salo, el pequeño mensajero de Tralfamadore, caminando sobre el agua en su dirección.
—Mucho gusto —dijo Constant.
—El gusto es mío —dijo Salo—. Gracias por haberme armado de nuevo.
—Creí que no lo había hecho bien —dijo Constant—. No pude conseguir que diera señales de vida.
—Lo hizo bien —dijo Salo—. Era yo el que no me decidía a darlas. —Dejó salir el aire de sus pies con un susurro—. Supongo que tendré que irme.
—¿Va a entregar el mensaje, después de todo? —dijo Constant.
—Todo el que ha viajado hasta ahora con una misión tonta —dijo Salo—, no puede sino defender el honor de los tontos completando la misión.
—Mi compañera ha muerto hoy —dijo Constant.
—Lo siento —dijo Salo—. Yo diría: «¿No puedo hacer nada por usted?», pero Skip me dijo una vez que era la expresión más odiosa y estúpida de la lengua.
Constant se frotó las manos. La única compañía que le quedaba en Titán era la que su mano derecha podía hacerle a la izquierda.
—La echo de menos —dijo.
—Al fin usted se enamoró, por lo que veo —dijo Salo.
—Hace sólo un año —dijo Constant—. Nos llevó tanto tiempo comprender que el objeto de una vida humana, quienquiera que sea que la controle, es amar al que está cerca para ser amado.
—Si usted o su hijo quieren volver a la Tierra —dijo Salo— sepa que no me queda muy fuera de camino.
—Mi hijo se ha ido con los azulejos —dijo Constant.
—¡Suerte la de él! —dijo Salo—. Yo me iría con los azulejos si me dejaran.
—La Tierra —dijo Constant, maravillado.
—Podríamos estar allí en cosa de horas —dijo Salo—, ahora que la nave funciona bien de nuevo.
—Esto ha quedado solitario —dijo Constant— ahora que... —Sacudió la cabeza.
En el viaje de vuelta, Salo sospechó que había cometido un error trágico al aconsejar a Constant que regresara a la Tierra. Había empezado a sospecharlo cuando Constant insistió en que lo llevara a Indianápolis, Indiana, U.S.A.
La insistencia de Constant fue una revelación consternante, pues Indianápolis estaba lejos de ser un lugar ideal para un viejo sin hogar.
Salo quería dejarlo junto a una pista de juego de tejo en St. Petersburg, Florida, U.S.A., pero Constant, a la manera de los viejos, no sería disuadido de su primera decisión. Quería ir a Indianápolis, y nada más.
Salo supuso que Constant tenía parientes o posiblemente viejas relaciones de negocios en Indianápolis, pero resultó que no.
—No conozco a nadie en Indianápolis, y no conozco nada sobre Indianápolis, salvo una cosa —dijo Constant—, una cosa que leí en un libro.
—¿Qué es lo que leyó en un libro? —dijo Salo incómodo.
—Indianápolis, Indiana —dijo Constant—, es el primer lugar de los Estados Unidos donde un hombre blanco fue ahorcado por haber asesinado a un indio. El tipo de gente que cuelga a un blanco por haber asesinado a un indio... —dijo Constant—, es el tipo de gente que me viene bien.
La cabeza de Salo se sobresaltó sobre sus cojinetes a bolilla. Sus pies hicieron unos penosos sonidos en el piso de hierro. Evidentemente su pasajero no sabía casi nada sobre el planeta hacia el cual se acercaba a una velocidad próxima a la de la luz.
Por lo menos Constant tenía dinero.
Eso era una esperanza. Tenía casi tres mil dólares en diversas monedas terrestres, tomadas de los bolsillos de los trajes de Rumfoord en el Taj Mahal.
Y por lo menos estaba vestido.
Llevaba un traje terriblemente bolsudo pero de buen
tweed,
que había sido de Rumfoord, completado con una llave, símbolo estudiantil, colgando de una cadena que atravesaba la delantera de la chaqueta.
Salo le había hecho llevar la llave junto con el traje.
Constant tenía un buen abrigo, un sombrero y también galochas.
A sólo una hora de distancia de la Tierra, Salo se preguntó qué más podía hacer para que lo que le quedaba de vida a Constant fuera soportable, aun en Indianápolis.
Y decidió hipnotizar a Constant, para que los últimos segundos de la vida de Constant, por lo menos, agradaran enormemente al viejo. La vida de Constant terminaría bien.
Constant ya estaba en un estado casi hipnótico, contemplando el Cosmos a través de una tronera.
Salo se le acercó por detrás y le habló suavemente.
—Estás cansado, tan cansado, Vagabundo del Espacio, Malachi, Unk —dijo Salo—.
Contempla la estrella más débil, terráqueo, y piensa qué pesadas se te están poniendo las piernas.
—Pesadas —dijo Constant.
—Vas a morir algún día, Unk —dijo Salo—. Lo siento, pero es verdad.
—Verdad —dijo Constant—. No lo sientas.
—Cuando sepas que te estás muriendo, Vagabundo del Espacio —dijo Salo hipnóticamente—, te ocurrirá una cosa maravillosa. —Entonces describió a Constant las cosas maravillosas que Constant imaginaría antes de que su vida se extinguiera.
Sería una ilusión posthipnótica.
—¡Despierta! —dijo Salo.
Constant se estremeció, se apartó de la tronera.
—¿Dónde estoy? —dijo.
—En una nave espacial tralfamadoriana que ha salido de Titán rumbo a la Tierra —dijo Salo.
—Ah —dijo Constant—. Claro —dijo un momento después—. Debo de haberme dormido.
—Eche un sueñito —dijo Salo.
—Sí, creo que lo haré —dijo Constant. Se tendió en una litera. Se hundió en el sueño.
Salo sujetó al Vagabundo del Espacio a su litera. Luego se sujetó a su propio asiento frente a los controles. Puso los tres diales, verificó dos veces cada uno. Apretó un botón rojo brillante.
Se reclinó. No había nada más que hacer. Desde ese momento en adelante todo era automático. En treinta y seis minutos la nave aterrizaría sola cerca del final de una línea de autobuses en las afueras de Indianápolis, Indiana, U.S.A., la Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea.
Serían allí las tres de la mañana.
Además sería invierno.
La nave espacial aterrizó sobre cuatro pulgadas de nieve fresca en un terreno baldío situado al sur de Indianápolis. No había nadie despierto para verla aterrizar.
Malachi Constant salió de la nave espacial.
—Allí está la parada del autobús, viejo soldado —susurró Salo. Había que hablar en voz baja, porque a sólo diez metros de distancia había una casa de dos pisos con una ventana de dormitorio abierta. Salo señaló un banco nevado en la acera—. Tendrá que esperar unos diez minutos —susurró—. El autobús lo llevará al centro de la ciudad. Pídale al conductor que lo deje cerca de un buen hotel.
Constant asintió.
—No se preocupe —murmuró.
—¿Cómo se siente? —murmuró Salo.
—Caliente como una tostada —murmuró Constant.
La queja de alguien a quien vagamente habían molestado en el sueño salió de la ventana abierta.
—Auuu, es alguien —se quejó el hombre—, afo, aua, deyab, ummmm.
—¿Se siente bien, de veras? —susurró Salo.
—Sí. Muy bien —susurró Constant—. Caliente como una tostada.
—Buena suerte —susurró Salo.
—Aquí no decimos eso —susurró Constant.
Salo pestañeó.
—Yo no soy de aquí —susurró. Miró alrededor el mundo perfectamente blanco, sintió los besos húmedos de los copos de nieve, pensó en los ocultos significados de las pálidas luces amarillas de la calle que brillaban en un mundo tan blancamente dormido. —Hermoso —susurró.
—¿No es cierto? —susurró Constant.
—¡A ver si se callan! —gritó amenazadoramente el que quería dormir, al que pudiera amenazar su sueño—. ¿Qué pasa? Oooh.
—Mejor que se vaya —susurró Constant.
—Sí —susurró Salo.
—Adiós —susurró Constant— y gracias.
—No hay de qué, vamos —susurró Salo. Volvió a la nave, cerró la escotilla. La nave se elevó con el sonido de un hombre que sopla sobre el cuello de una botella. Salió entre los remolinos de nieve, desapareció.
—Adiós —dijo.
Los pies de Malachi Constant chirriaron en la nieve mientras caminaba hacia el banco.
Sacudió la nieve del banco y se sentó.
—¡Frooo! —gritó el hombre que quería dormir, como si de pronto hubiera entendido todo.
«¡Broo! —gritó porque no le gustaba nada lo que de pronto había comprendido.