Las sirenas de Titán (24 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

BOOK: Las sirenas de Titán
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Todo el cuerpo de Bomberos Voluntarios de West Barnstable, con excepción de dos no conformistas, había hecho esa peregrinación a Newport. El Malachi del camión de incendios había sido comprado con fondos del Cuerpo de Bomberos.

En la jerga de los mercachifles de recuerdos de Newport, el Malachi de plástico extraduro del Cuerpo de Bomberos, era un «Malachi auténtico, autorizado, oficial».

Unk se sentía feliz; era tan bueno estar de nuevo entre personas, respirar de nuevo el aire.

Y todo el mundo parecía adorarlo.

Había tanto ruido bueno. Había tanto bueno de todo. Unk confió en que lo bueno de todo seguiría siempre.

—¿Qué te ha ocurrido? —le gritaba toda la gente, y después reía.

Para la información colectiva, Unk abrevió la respuesta que tanto había gustado a la pequeña multitud reunida delante de la Iglesia del Vagabundo del Espacio.

—¡Accidentes! —gritaba. Se reía.

Qué cosa, viejo.

Qué maravilla. Y se reía.

En Newport, hacía ocho horas que la propiedad de Rumfoord estaba atestada. Los guardias apartaban a miles de personas de la puertita abierta en la pared. En realidad los guardias no eran necesarios, pues en el interior la multitud era monolítica.

Una anguila engrasada no se hubiera podido escurrir en ella.

Afuera miles de peregrinos se empujaban piadosamente para acercarse a los altoparlantes montados en los ángulos de las paredes.

De ellos saldría la voz de Rumfoord. La multitud era numerosísima y estaba sumamente excitada, pues había llegado el tan prometido Gran Día del Vagabundo del Espacio.

Por todas partes se desplegaban los más fantasiosos y eficaces tipos de
handicaps.
La multitud estaba maravillosamente trabada.

Bee, que había sido la pareja de Unk en Marte, también estaba en Newport, También estaba Crono, el hijo de Bee y Unk.

—¡Vamos, compren los Malachis auténticos, autorizados y oficiales! —decía Bee roncamente—. Vamos, compren aquí los Malachis. Cómprese un Malachi para saludar al Vagabundo del Espacio —decía Bee—. Cómprese un Malachi, para que el Vagabundo del Espacio lo bendiga cuando llegue.

Tenía un puesto de venta frente a la puertecita de hierro de la propiedad de los Rumfoord, en Newport. El puesto de Bee era el primero de una hilera de veinte instalados frente a la puerta. Los veinte puestos estaban cubiertos por un solo techo continuo, y separados uno de otro por tabiques que llegaban a la cintura.

Los Malachis que pregonaba eran muñecos de plástico articulados y con ojos de
strass.

Bee los compraba en una santería por veintisiete centavos cada uno y los vendía a tres dólares.

Era una excelente mujer de negocios. Y mientras Bee mostraba al mundo un exterior eficiente y llamativo, tenía en su interior la grandeza que le daba vender más que nadie.. El brillo carnavalesco de Bee atraía la mirada de los peregrinos. Pero lo que los llevaba a su puesto y a comprarle, era su aura. El aura decía inequívocamente que Bee estaba destinada a una posición más noble en la vida, que era una broma buenísima el que estuviera allí donde estaba.

—Vamos, compren Malachis mientras hay tiempo —decía Bee—. ¡No se puede comprar un Malachi durante una materialización!

Era cierto. La norma era que los concesionarios debían cerrar sus postigos cinco minutos antes de que Winston Niles Rumfoord y su perro se materializaran, Y debían mantener los postigos cerrados hasta diez minutos después que hubiera desaparecido la última huella de Rumfoord y Kazak.

Bee se volvió hacia su hijo, Crono, que estaba abriendo una nueva caja de Malachis.

—¿Cuánto falta para el silbido? —le preguntó. Lo producía un gran silbato a vapor instalado dentro de la propiedad. Sonaba cinco minutos antes de la materialización.

Las materializaciones propiamente dichas eran anunciadas por un cañonazo de un arma de quince centímetros.

Las desmaterializaciones se anunciaban soltando mil globos de juguete.

—Ocho minutos —dijo Crono mirando su reloj. Tenía ahora once años terrestres. Era moreno y ardiente. Experto para trampear en el vuelto, era malhablado y usaba una navaja de treinta centímetros. Crono no tenía trato con otros niños y su fama de afrontar la vida con coraje y franqueza era tan mala que sólo atraía a unas pocas niñas muy alocadas y muy bonitas.

Crono estaba catalogado por el Departamento de Policía de Newport como delincuente juvenil. Conocía por lo menos a cincuenta funcionarios de justicia por su nombre de pila, y era veterano en catorce tests para detectar mentiras.

Si Crono no estaba recluido era gracias al excelente personal de justicia de la Tierra y al personal jurídico de la Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente.

Bajo la dirección de Rumfoord, el personal defendía a Crono contra todas las acusaciones.

Las acusaciones más corrientes contra Crono eran escamoteo, portación de armas, posesión de pistolas no declaradas, disparos de armas de fuego dentro de los límites de la ciudad, venta de imágenes y artículos obscenos y carácter difícil.

Las autoridades se quejaban amargamente de que el peor inconveniente del niño era su madre. Su madre lo amaba así como era.

—Sólo ocho minutos para comprar un Malachi, señores —decía Bee—. Rápido, rápido, rápido.

Los dientes superiores de Bee eran de oro y su piel, como la de su hijo, era del color de una encina dorada.

Bee había perdido los dientes superiores cuando la nave espacial en que ella y Crono venían de Marte se estrelló en la región de Gumbo, en la Selva Amazónica Húmeda. Ella y Crono habían sido los únicos sobrevivientes del accidente, y habían vagado por la selva durante un año.

El color de la piel de Bee y de Crono era permanente porque provenía de una modificación del hígado. Se les había modificado el hígado debido a una dieta de tres meses consistente en agua y raíces de salpa-salpa o álamo azul amazónico. La dieta había sido parte de la iniciación de Bee y Crono en la tribu Gumbo.

Durante la iniciación madre e hijo habían sido atados con cuerdas largas a una estaca, en el medio de la aldea; Crono representaba al Sol y Bee representaba a la Luna, tal como el pueblo Gumbo entendía al Sol y a la Luna.

Como resultado de estas experiencias, Bee y Crono estaban más cerca el uno del otro que la mayoría de las madres y los hijos.

Habían sido rescatados al final por un helicóptero. Winston Niles Rumfoord lo había enviado al lugar justo en el momento justo.

Winston Niles Rumfoord había dado a Bee y Crono la lucrativa concesión de venta de Malachis frente a la puerta de Alicia en el País de las Maravillas. Había pagado también la cuenta de dentista de Bee y había sugerido que los dientes postizos fueran de oro.

El hombre que tenía el puesto junto al de Bee era Harry Brackman. Había sido sargento del pelotón de Unk en Marte. Brackman se había vuelto corpulento y estaba casi calvo. Tenía una pierna de madera y la mano derecha de acero inoxidable. Había perdido la pierna y la mano en la batalla de Boca Ratón. Era el único sobreviviente de la batalla, y de no haber estado tan horriblemente herido, seguramente habría sido linchado junto con los demás sobrevivientes de su pelotón.

Brackman vendía modelos en plástico de la fuente que había del otro lado de la pared. Eran de unos treinta centímetros de alto. Tenían un sistema de surtidores en la base. El agua subía desde el gran tazón de la base a los pequeños tazones de la punta. Entonces el contenido de los pequeños se iba derramando en los más grandes y así sucesivamente...

Brackman tenía tres funcionando al mismo tiempo sobre el mostrador.

—Exactamente como la de adentro, señores —decía—. Y ustedes se pueden llevar uno a casa. Pónganlo en el marco de la ventana para que todos los vecinos sepan que han estado en Newport. Pónganlo en el medio de la mesa de la cocina, en las fiestas de los chicos, y llénenla con gaseosa rosada.

—¿Cuánto? —dijo un paisano.

—Diecisiete dólares —dijo Brackman.

—¡Caracoles! —dijo el paisano.

—Es una reliquia sagrada, hermano —dijo Brackman, mirando al paisano despectivamente— No es un juguete. —Se agachó para mirar debajo del mostrador, sacó un modelo de nave espacial marciana—. ¿Quiere un juguete? Aquí lo tiene. Cuarenta y nueve centavos. Sólo gano dos centavos.

El paisano se comportó como un comprador juicioso. Comparó el juguete con el artículo real que pretendía representar. El artículo real era una nave espacial marciana instalada en lo alto de una columna de treinta metros de alto. La columna y la nave espacial se hallaban del otro lado de los muros de la propiedad de Rumfoord, en el ángulo donde habían estado una vez las canchas de tenis.

Rumfoord aún tenía que explicar el propósito de la nave espacial, cuya columna de apoyo había sido construida con monedas de los escolares de todo el mundo. La nave estaba permanentemente preparada. Apoyada contra la columna una escala desmontable, considerada la más larga de la historia, llevaba vertiginosamente a la puerta de la nave.

En el tanque de combustible de la nave espacial quedaba la última huella del abastecimiento bélico marciano de la Voluntad Universal de Llegar a Ser.

—Aja —dijo el paisano. Dejó el modelo sobre el mostrador—. Si no le molesta, seguiré mirando los otros puestos un poco más. —Hasta ese momento, lo único que había comprado era un sombrero de Robin Hood con un retrato de Rumfoord en un lado, la figura de un velero en el otro, y su propio nombre cosido en la pluma. Se llamaba
Delbert,
según la pluma.

—Gracias igual —dijo Delbert—, quizá vuelva.

—Claro que sí, Delbert —dijo Brackman.

—¿Cómo supo que me llamo Delbert? —preguntó Delbert, agradado y suspicaz.

—¿Usted cree que Winston Niles Rumfoord es el único hombre de estos pagos que tiene poderes sobrenaturales?

Un chorro de vapor subió del otro lado de las paredes. Un instante después, la voz del gran silbato rodó sobre los puestos, poderosa, lúgubre y triunfante. Era la señal de que Rumfoord y su perro se materializarían dentro de cinco minutos.

Era la señal para que los concesionarios interrumpieran su irreverente pregoneo de artículos de pacotilla y cerraran los postigos.

Los postigos se cerraron de golpe y a un tiempo.

Al cerrarse, el interior de los puestos se convertía en una hilera de concesiones dentro de un túnel a media luz.

El aislamiento de los concesionarios en el túnel añadía un toque fantasmagórico más, pues en el túnel sólo había sobrevivientes de Marte. Rumfoord había insistido en eso: en que los marcianos tuvieran prioridad para las concesiones de Newport. Era su manera de dar las gracias.

No había muchos sobrevivientes: sólo cincuenta y ocho en los Estados Unidos, y trescientos dieciséis en el mundo entero.

De los cincuenta y ocho que había en los Estados Unidos, veintiuno eran concesionarios en Newport.

—Ahí va de nuevo, chicos —dijo alguien, lejos, lejos, lejos. Era la voz del ciego que vendía los sombreros Robin Hood con un retrato de Rumfoord en un lado y la figura de un velero en el otro.

El sargento Brackman apoyó los brazos doblados en el medio tabique entre su puesto y el de Bee. Le hizo una guiñada al joven Crono, que estaba tendido sobre un cajón de Malachis sin abrir.

—Al carajo, ¿eh, Crono? —le dijo Brackman.

—Al carajo —convino Crono. Se estaba limpiando las uñas con el pedazo de metal extrañamente doblado, perforado y dentado que había sido su amuleto en Marte. Seguía siendo su amuleto en la Tierra.

El amuleto había salvado probablemente las vidas de Crono y Bee en la selva. Los hombres de la tribu Gumbo habían reconocido en el pedazo de metal un objeto de tremendo poder. El respeto por él los había movido a iniciar a sus poseedores antes que a comerlos.

Brackman se rió cariñosamente.

—Sí señor, hay un marciano para ti —dijo—. Ni siquiera quiere salir de su cajón de Malachis para echar una mirada al Vagabundo del Espacio.

Crono no era el único en mostrar apatía con respecto al Vagabundo del Espacio. Era orgullosa y descarada costumbre de todos los concesionarios mantenerse apartados de las ceremonias, permanecer a media luz en el túnel hasta que Rumfoord y el perro hubiesen llegado y se marcharan.

No era que los concesionarios sintiesen un verdadero desprecio por la religión de Rumfoord. La mayoría pensaba que la nueva religión era probablemente bastante buena. Lo que recalcaban permaneciendo en sus puestos cerrados era que ellos, como marcianos veteranos, ya habían hecho más que suficiente por poner en pie la Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente.

Recalcaban el hecho de haber sido todos usados hasta el agotamiento.

Rumfoord alentaba en ellos esa actitud, los mencionaba afectuosamente como sus... santos soldados del otro lado de la puertecita. Su apatía —había dicho Rumfoord una vez— es una gran herida que los afecta, para que podamos ser más vivientes, más sensibles y más libres.

La tentación de los concesionarios marcianos de echar un vistazo al Vagabundo del Espacio era grande. Había altoparlantes en las paredes de la propiedad Rumfoord, y cada palabra que Rumfoord decía adentro resonaba en los oídos de todos los que estuvieran a medio kilómetro de distancia. Las palabras habían hablado una y otra vez del glorioso momento de verdad que advendría cuando llegase el Vagabundo del Espacio.

Era un gran momento que hacía estremecer a los verdaderos creyentes, el gran momento en que los verdaderos creyentes sentirían diez veces más amplias, claras y vivientes sus creencias. Ahora había llegado el momento. El camión de bomberos que trasladaba al Vagabundo del Espacio desde la Iglesia del Vagabundo del Espacio, hasta Cape Cod, resonaba y aullaba fuera de los puestos.

Los duendes en la media luz de los puestos se negaban a atisbar.

El cañón atronó dentro de las paredes.

Rumfoord y su perro se habían materializado, y el Vagabundo del Espacio pasaba a través de la puerta de Alicia en el País de las Maravillas.

—Probablemente algún actor de mala muerte que contrató en Nueva York —dijo Brackman.

Nadie le contestó, ni siquiera Crono, que se veía a sí mismo como el cínico más grande de los puestos. Brackman no tomó en serio su propia sugerencia, la de que el Vagabundo del Espacio fuera un fraude. Los concesionarios conocían demasiado bien la inclinación realista de Rumfoord. Cuando Rumfoord ponía en escena una pasión, utilizaba gente de verdad en infiernos de verdad.

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