Read Las sirenas de Titán Online
Authors: Kurt Vonnegut
El capullo verde se alzó del suelo, quedó suspendido sobre la cúpula.
—Recuérdenme como a un caballero de Newport, la Tierra y el Sistema Solar —dijo Rumfoord. Parecía sereno otra vez, en paz consigo mismo, y por lo menos igual a cualquier criatura que pudiera encontrarse en cualquier parte.
—Para decirlo de una manera puntual —se oyó que decía Rumfoord con su gorgorito de tenor desde el capullo—, adiós.
El capullo y Rumfoord desaparecieron con un
pit.
Rumfoord y su perro nunca más fueron vistos.
El viejo Salo llegó brincando al patio justo en el momento en que Rumfoord y su capullo desaparecían.
El pequeño tralfamadoriano estaba desatado. Con un pie ventosa se había arrancado el mensaje de la banda que rodeaba su garganta. Un pie seguía siendo ventosa y en él estaba el mensaje.
Miró el lugar donde el capullo se había elevado.
—¡Skip! —gritó al cielo—. ¡Skip!
Te diré el mensaje ¡El mensaje!
¡Skiiiiiiiiiiiiiiiip!
La cabeza le dio un gran salto en los bulones.
—Se fue —dijo con voz vacía. Susurró—: Se fue.
«¿Una máquina? —dijo Salo. Hablaba tartamudeando, tanto para sí mismo como para Constant, Beatrice y Crono—. Máquina soy, y también lo es mi gente —dijo—. Fui diseñado y manufacturado sin reparar en gastos ni economizar talento para hacerme digno de confianza, eficaz, predecible y duradero. Yo era la mejor máquina que podía hacer mi pueblo.
«¿Hasta dónde he demostrado ser una buena máquina? —preguntó Salo.
«¿Digna de confianza?
—dijo—. Se confiaba en que yo guardaría el mensaje sellado hasta llegar a destino, y ahora lo he abierto.
«¿Eficaz?
—dijo—. Al perder a mi mejor amigo en el Universo, me cuesta ahora más energía pisar una hoja seca de lo que me costó una vez saltar sobre el monte Rumfoord.
«¿Previsible?
—dijo—. Después de observar a los seres humanos durante doscientos mil años terrestres, me he vuelto tan caprichoso y sentimental como la más tonta de las colegialas de la Tierra.
«¿Duradera?
—dijo opacamente—. Ya lo veremos.
Dejó el mensaje que había llevado durante tanto tiempo sobre la reposera lavanda, que Rumfoord había dejado vacía.
—Aquí está... amigo —dijo en recuerdo de Rumfoord—, y ojalá te sirva de consuelo, Skip.
Mucho dolor le cuesta a tu viejo amigo Salo. Para dártelo, aunque sea demasiado tarde, tu viejo amigo Salo tiene que luchar contra el centro de su ser, contra su naturaleza misma de máquina.
«Le pediste lo imposible a una máquina —dijo Salo— y la máquina ha cumplido.
«La máquina ya no es una máquina —dijo Salo—. Los contactos de la máquina están corroídos, el alcance reducido, y sus engranajes hechos trizas. Su cerebro zumba y estalla como el cerebro de un terráqueo, chisporrotea y se recalienta con las ideas de amor, honor, dignidad, derechos, logro, integridad, independencia...
El viejo Salo recogió de nuevo el mensaje de la reposera de Rumfoord. Estaba escrito en un fino cuadrado de aluminio. El mensaje era una sola tilde.
—¿Les gustaría saber cómo he sido usado, en qué se ha consumido mi vida? —dijo—.
¿Les gustaría saber cuál es el mensaje del que he sido portador durante casi medio millón de años terrestres, el mensaje del que yo debía ser portador durante otros dieciocho millones de años?
Sostuvo el cuadrado de aluminio con un pie ventosa.
—Una tilde —dijo.
«Una sola tilde —dijo.
«El significado de una tilde en tralfamadoriano —dijo el viejo Salo— es...
«Saludos.
La maquinita de Tralfamadore, después de revelarse el mensaje a sí mismo, a Constant, a Beatrice y a Crono desde una distancia de ciento cincuenta mil años luz, de un salto brusco salió del patio y llegó a la playa.
Allí se mató. Se desmontó a sí mismo y arrojó sus piezas en todas direcciones.
Crono salió solo a la playa y erró pensativo entre los pedazos de Salo. Crono siempre había sabido que su amuleto tenía poderes extraordinarios y un significado extraordinario.
Y siempre había sabido que alguna criatura superior vendría en su momento a reclamarle el amuleto como propio. Era característico de los amuletos realmente eficaces el que los seres humanos nunca fueran sus dueños absolutos.
Simplemente se hacían cargo de ellos, se beneficiaban de ellos, hasta que llegaran los verdaderos dueños, los dueños superiores.
Crono no tenía el sentido de la futilidad y el desorden.
Todo le parecía en un orden perfecto.
Y el chico mismo participaba ajustadamente de ese orden perfecto.
Sacó el amuleto del bolsillo, lo dejó caer sin pesar en la arena, entre las partes dispersas de Salo.
Crono creía que tarde o temprano las fuerzas mágicas del Universo lo armarían todo de nuevo.
Siempre lo hacían.
«Estás cansado, tan cansado, Vagabundo del Espacio, Malachi, Unk. Contempla la estrella más débil, terráqueo, y piensa qué pesadas se te están poniendo las piernas».
SALO
No hay mucho mas que contar.
Malachi envejeció en Titán.
Beatrice Rumfoord envejeció en Titán.
Murieron apaciblemente, a veinticuatro horas el uno del otro. Murieron a los setenta y cuatro años.
Sólo los azulejos de Titán supieron lo que ocurrió, finalmente, a Crono, su hijo.
Cuando Malachi Constant llegó a los setenta y cuatro años de edad, era áspero, dulce y patituerto. Estaba totalmente calvo y andaba desnudo casi todo el tiempo, cubierto solamente por una barba blanca, bien recortada, a lo Van Dyck.
Vivía en la nave espacial de Salo; allí había vivido durante treinta años.
Constant no había intentado volar en la nave espacial. No se había atrevido a tocar un solo control. Los controles de la nave de Salo eran mucho más complejos que los de una nave marciana. El tablero de Salo presentaba doscientos setenta y tres botones, llaves y perillas, cada uno con una inscripción o calibrado tralfamadoriano. Los controles no eran sino un placer para aficionado a las charadas en un Universo compuesto de una trillonésima parte de materia contra un decillón de partes de negra y aterciopelada futilidad.
Constant había chapuceado en la nave sólo para llegar a saber cautelosamente, si, como había dicho Rumfoord, el amuleto de Crono servía realmente como parte de la central de energía.
Superficialmente, en todo caso, el amuleto servía. Había una puerta de acceso a la central de energía que evidentemente había largado humo en una ocasión. Constant la abrió y encontró en el interior un compartimiento cubierto de hollín. Y debajo del hollín había cojinetes y palancas que no se relacionaban con nada.
Constant pudo acomodar los agujeros del amuleto de Crono en los cojinetes y entre las palancas. El amuleto se adecuaba ajustadamente a los huecos y los llenos, de un modo que hubiera complacido a un relojero suizo.
Constant tenía muchos
hobbies
que lo ayudaban a pasar el tiempo apaciblemente en el clima saludable de Titán.
El más interesante consistía en pasar el rato con Salo, el mensajero desmantelado de Tralfamadore. Constant se pasó miles de horas tratando de armar de nuevo a Salo y de hacerlo funcionar.
Hasta entonces no había tenido suerte.
Cuando Constant emprendió la reconstrucción del pequeño tralfamadoriano, lo hizo con la expresa esperanza de que Salo aceptaría llevar de vuelta al joven Crono a la Tierra.
Constant no estaba ansioso por volver a la Tierra, como tampoco lo estaba su compañera Beatrice. Pero Constant y Beatrice habían convenido en que su hijo, que tenía casi toda la vida por delante, debía vivirla con los activos y alegres contemporáneos de la Tierra.
Pero cuando Constant llegó a los setenta y cuatro años, el problema de devolver al joven Crono a la Tierra ya no era apremiante. El joven Crono ya no era particularmente joven. Tenía cuarenta y dos años. Y se había adaptado de un modo tan completo y especial a Titán que hubiera sido extremadamente cruel enviarlo a otra parte.
A los diecisiete años, el joven Crono se había marchado de su hogar palaciego para unirse a los azulejos, las criaturas más admirables de Titán. Crono vivía ahora entre sus nidos, junto a los estanques Kazak. Usaba sus plumas, se sentaba sobre sus huevos, compartía sus alimentos y hablaba su idioma.
Constant nunca veía a Crono. A veces, tarde en la noche, oía sus gritos. Constant no respondía. Los gritos eran por nada y para nadie.
Eran para Febe, una luna pasajera.
A veces, cuando Constant recogía fresas de Titán, o los huevos manchados, de un kilogramo de peso, del avefría de Titán, llegaba a un pequeño santuario hecho de palos y piedras en un claro. Crono levantaba cientos de esos santuarios.
Los elementos de los santuarios eran siempre los mismos. Una gran piedra en el centro representaba a Saturno. Un aro de madera hecho con una rama verde lo rodeaba, representando los anillos de Saturno. Y más allá de los anillos había unas piedritas que representaban las nueve lunas. La más grande de esas piedras satélites era Titán. Y debajo estaba siempre la pluma de un azulejo titánico.
Las marcas en el suelo mostraban a las claras que el joven Crono, ya no tan joven, se pasaba horas haciendo girar los elementos del sistema.
Cuando el viejo Malachi Constant encontraba uno de esos extraños santuarios de su hijo en estado de abandono, lo ordenaba lo mejor que podía. Lo desyerbaba y rastrillaba, y hacía un nuevo anillo con una rama para la piedra que era Saturno. Debajo de la piedra que era Titán ponía una pluma nueva de azulejo.
Con la limpieza de los santuarios, Constant se acercaba espiritualmente lo más que podía a su hijo.
Respetaba lo que su hijo estaba tratando de hacer con la religión.
Y a veces, cuando Constant contemplaba un santuario restaurado, movía experimentalmente los elementos de su propia vida, pero en el nivel de la mente. En esas ocasiones era probable que reflexionara con melancolía en dos cosas sobre todo: el asesinato de Stony Stevenson, su mejor y único amigo, y el amor de Beatrice Rumfoord, que había conquistado tan tarde en la vida.
Constant nunca supo si Crono sabía quién ordenaba los santuarios. Quizá Crono pensara que su dios o sus dioses lo hacían.
Todo era tan triste. Pero todo era tan hermoso, también.
Beatrice Rumfoord vivía sola en el Taj Mahal de Rumfoord. Sus contactos con Crono eran mucho más perturbadores que los de Constant. Con intervalos imprevisibles, Crono nadaba hasta el palacio, se vestía con ropas de Rumfoord, anunciaba que era el cumpleaños de su madre, y se pasaba el día en una conversación indolente, triste, razonablemente civilizada.
Al final de un día así, Crono se ponía frenético contra las ropas, su madre y la civilización.
Se desgarraba el traje, chillaba como un azulejo y se zambullía en el mar Winston.
Después de soportar una de esas fiestas de cumpleaños, Beatrice clavaba un remo en la arena de la playa frente a la orilla más cercana y enarbolaba una sábana blanca.
Era una señal para Malachi Constant, rogándole por favor que fuera en seguida a ayudarla a calmarse.
Y cuando Constant llegaba en respuesta a la señal de angustia, Beatrice siempre se consolaba a sí misma con las mismas palabras.
—Por lo menos —decía— no es un nene de mamá. Y por lo menos tiene la grandeza de alma necesaria para juntarse con las más nobles, las más hermosas criaturas visibles.
La sábana blanca, la señal de angustia, estaba flotando ahora.
Malachi Constant llegó a la orilla en una piragua. La barca dorada que correspondía al palacio se había hundido hacía mucho, comida por la carcoma.
Constant usaba una vieja salida de baño azul que había pertenecido a Rumfoord. La había encontrado en el palacio y la usaba en vez del gastado traje de Vagabundo del Espacio. Era su único vestido y sólo se lo ponía cuando Beatrice lo llamaba.
Constant llevaba consigo en la piragua seis huevos de avefría, medio kilo de fresas silvestres, una jarra de turba con doce litros de leche de margaritas fermentadas, treinta y cinco litros, de semillas de margarita, ocho libros que había tomado prestados de la biblioteca de cuarenta mil volúmenes que había en el palacio, una escoba y una pala de confección casera.
Constant se bastaba a sí mismo. Cultivaba o recogía todo lo que necesitaba. Esto le daba una enorme satisfacción.
Beatrice no dependía de Constant. Rumfoord había almacenado en el Taj Mahal generosas cantidades de alimentos y bebidas terrestres. Beatrice tenía para comer y beber en abundancia, y siempre tendría.
Constant llevaba alimentos del lugar a Beatrice porque estaba muy orgulloso de sus talentos de leñador y agricultor. Le gustaba mostrar sus talentos de abastecedor.
Era compulsivo en él.
Constant llevaba la escoba y la pala en la piragua porque el palacio de Beatrice era un verdadero revoltijo. Beatrice no limpiaba, de modo que Constant sacaba lo más gordo de la suciedad cuando le hacía una visita.
Beatrice Rumfoord era una anciana elástica, tuerta, con dientes de oro, morena, derecha y flaca como una espina. Pero a pesar de su decadencia, se trasparentaba su clase.
Para cualquiera con sentido de lo poético, lo mortal y lo maravilloso, la altiva y pomulosa compañera de Malachi Constant era el ser humano más hermoso de todos.
Era probablemente un poco chiflada. En una luna donde sólo había otras dos personas, estaba escribiendo un libro titulado
El Verdadero Objeto de la Vida en el Sistema Solar.
Era una refutación de la idea de Rumfoord de que el objeto de la vida humana en el Sistema Solar era hacer que el mensajero que desembarcara de Tralfamadore siguiera de nuevo su camino.
Beatrice empezó el libro cuando su hijo la dejó para juntarse con los azulejos. Hasta este momento la obra, escrita a mano, ocupaba treinta y ocho pies cúbicos del Taj Mahal.
Cada vez que Constant la visitaba, ella le leía en voz alta los últimos añadidos al manuscrito.
Estaba haciéndolo ahora, sentada en la vieja reposera de Rumfoord mientras Constant haraganeaba en el patio. Llevaba una colcha de felpa rosa y blanca que había en el palacio.
Labrado en la guarda de la colcha se leía el mensaje,
Dios no se preocupa. A Dios no le
importa.