Las sirenas de Titán (26 page)

Read Las sirenas de Titán Online

Authors: Kurt Vonnegut

BOOK: Las sirenas de Titán
3.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

Desde el entarimado frente a la mansión de Rumfoord corría una hilera de escalones que se arqueaba sobre lo alto de un seto de madera de boj. Del otro lado de los escalones había un pasadizo de unos tres metros que llegaba al tronco de un haya cobriza. El tronco tenía un metro veinte de diámetro. Sujetos al tronco con tornillos flojos había unos listones dorados.

Rumfoord ató a Kazak al peldaño de abajo, y después se trepó hasta perderse de vista como una araña en el follaje.

Desde lo alto del árbol habló. La voz salía no del árbol sino de los altoparlantes instalados en las paredes.

La multitud apartó los ojos de la copa frondosa para volverlos a los altoparlantes más cercanos.

Sólo Bee, Crono y el Vagabundo del Espacio seguían mirando hacia arriba, al lugar donde Rumfoord estaba realmente. No como prueba de realismo sino de turbación. Mirando hacia arriba los miembros de la pequeña familia evitaban mirarse los unos a los otros.

Ninguno de los tres tenía ninguna razón para estar contento de la reunión.

Bee no se sentía atraída por el feliz papanatas flaco y barbudo, en ropa interior de color amarillo limón.

Había soñado con un librepensador, alto, colérico.

El joven Crono odiaba al intruso barbudo que intervenía en su sublime relación con su madre. Crono besó su amuleto y deseó que su padre, si realmente lo era, cayese muerto.

Y el propio Vagabundo del Espacio, aunque lo intentara sinceramente, no veía nada que él hubiera elegido por su propia y libre voluntad, en los morenos, malévolos, madre e hijo.

Por casualidad, la mirada del Vagabundo del Espacio se encontró con el único ojo bueno de Bee. Había que decir algo.

—¿Cómo te va? —dijo el Vagabundo del Espacio.

—¿Cómo te va? —dijo Bee.

Los dos miraron de nuevo el árbol.

—Oh mis felices, desventajados hermanos —dijo la voz de Rumfoord—, demos gracias a Dios... a Dios que aprecia nuestras gracias como el poderoso Mississippi aprecia una gota de lluvia... que no somos como Malachi Constant.

Al Vagabundo del Espacio le dolía un poco la nuca. Bajó la mirada, y los ojos le quedaron atrapados en una larga, recta, dorada pista de aterrizaje a una distancia intermedia. Siguió el trayecto de la pista.

La pista terminaba en la escalerilla móvil más larga de la Tierra. La escalerilla también estaba pintada de dorado.

La mirada del Vagabundo del Espacio subió por la escalerilla hasta la minúscula puerta de la nave espacial instalada en lo alto de la columna. Se preguntó quién tendría fortaleza suficiente o suficientes motivos para subir por una escalerilla tan aterradora hasta una puerta tan minúscula.

El Vagabundo del Espacio miró de nuevo la multitud. Quizá Stony Stevenson estaba en algún punto de la multitud. Quizá esperaba a que todo el espectáculo terminara para presentarse a su mejor y único amigo en Marte.

11 - Odiamos a Malachi Constant porque...

«Díme una cosa buena que hayas hecho alguna vez en tu vida».

WINSTON NILES RUMFOORD

Y así continuó el sermón:

—Estamos
asqueados
de Malachi Constant —dijo Winston Niles Rumfoord desde lo alto del árbol— porque empleó los fantásticos frutos de su fantástica buena suerte para financiar una interminable demostración de que el hombre es un cerdo. Rodó entre parásitos. Rodó entre mujeres indignas. Rodó en entretenimientos lascivos, alcohol y drogas. Rodó en toda forma conocida de depravación voluptuosa.

«En la cima de su buena suerte, Malachi Constant valía más que los estados de Utah y North Dakota juntos. Y sin embargo, me atrevo a decir que su valor moral no llegaba a la altura del ratón más pequeño y más corrompido de cualquiera de esos dos estados.

«Estamos
enojados
con Malachi Constant —dijo Rumfoord desde lo alto del árbol—, porque no hizo nada para merecer sus miles de millones y porque no hizo nada generoso o imaginativo con sus miles de millones. Era tan benévolo como María Antonieta, tan creador como un profesor de cosmetología de un instituto de embalsamamiento.

«Odiamos
a Malachi Constant —dijo Rumfoord desde lo alto del árbol— porque aceptó los fantásticos frutos de su fantástica buena suerte sin un escrúpulo, como si la buena suerte fuese la mano de Dios. ¡Para nosotros, los de la Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente, no hay nada más cruel, más peligroso, más blasfemo que un hombre que cree que... que la suerte, buena o mala, es la mano de Dios!

«La suerte, buena o mala —dijo Rumfoord en lo alto del árbol— no es la mano de Dios.

«La suerte —dijo Rumfoord en lo alto del árboles la forma en que el viento se arremolina y el polvo se asienta después de haber pasado Dios., «¡Vagabundo del Espacio! —llamó Rumfoord desde lo alto del árbol.

El Vagabundo del Espacio no le prestaba una estricta atención. Su capacidad de concentración era escasa, posiblemente porque había estado demasiado tiempo en las cuevas, o había tomado las bolas de aire demasiado tiempo, o había estado demasiado tiempo en el Ejército de Marte.

Estaba mirando las nubes. Eran una cosa preciosa, y el cielo en que bogaban era, para el Vagabundo del Espacio hambriento de color, de un azul estremecedor.

—¡Vagabundo del Espacio! —llamó Rumfoord de nuevo.

—Tú, el del traje amarillo —dijo Bee. Le dio un codazo—. Despierta.

—¿Qué pasa? —dijo el Vagabundo del Espacio.

—¡Vagabundo del Espacio! —llamó Rumfoord.

Él Vagabundo del Espacio atendió de golpe.

—¿Sí, señor? —gritó a la bóveda de verdura. El tono era ingenuo, alegre y divertido. Un micrófono en la punta de una vara se balanceaba delante de él.

—¡Vagabundo del Espacio! —llamó Rumfoord, y estaba enojado ahora, pues el curso del ceremonial se veía perturbado.

—¡Aquí estoy, señor! —gritó el Vagabundo del Espacio. Su respuesta resonó hendiendo los oídos, resonó por los altoparlantes.

—¿Quién eres? —dijo Rumfoord—. ¿Cuál es tu verdadero nombre?

—No sé cuál es mi verdadero nombre —dijo el Vagabundo del Espacio—. Me llamaban Unk.

—¿Qué te pasó antes de que volvieras a la Tierra, Unk? —dijo Rumfoord.

El Vagabundo del Espacio se puso radiante. Lo inducían a repetir la sencilla declaración que había provocado tantas risas, danzas y cantos en Cape Cod.

—He sido víctima de una serie de accidentes, como todo el mundo —dijo.

Esta vez no hubo risas ni danzas ni cantos, pero la multitud estaba decididamente de acuerdo con lo que el Vagabundo del Espacio había dicho. Se alzaron las barbillas, se abrieron los ojos, las narices se ensancharon. No hubo gritos porque la multitud deseaba saber absolutamente todo lo que Rumfoord y el Vagabundo del Espacio podían decir.

—Víctima de una serie de accidentes, ¿verdad? —dijo Rumfoord desde lo alto del árbol—.

De todos los accidentes, ¿cuál considerarías el más importante?

El Vagabundo del Espacio levantó la cabeza.

—Tendría que pensarlo... —dijo.

—Te ahorraré el trabajo —dijo Rumfoord—. El accidente más importante que te ha sucedido es haber nacido. ¿Podrías decirme cómo te llamabas cuando naciste?

El Vagabundo del Espacio vaciló sólo un momento, y lo que le hacía vacilar era el miedo a estropear una carrera ceremonial muy satisfactoria diciendo lo que no debía.

—Hágalo usted, por favor —dijo.

—Te llamabas Malachi Constant —dijo Rumfoord desde lo alto del árbol.

En la medida en que las multitudes pueden ser algo bueno, las multitudes que atraía Winston Niles Rumfoord a Newport eran buenas. No tenían mentalidad de multitud. Sus miembros seguían siendo dueños de su propia conciencia, y Rumfoord nunca los invitaba a que participaran como una sola persona en ningún caso, menos aún en el aplauso o la reprobación.

Cuando cayó sobre la multitud el hecho de que el Vagabundo del Espacio era el repugnante, tedioso y odioso Malachi Constant, sus miembros reaccionaron con tranquilidad, lamentándolo, cada uno a su manera, que en general era compasiva. En sus conciencias por lo general honestas sabían, después de todo, que habían colgado a Constant en efigie en sus casas y lugares de trabajo. Y si bien habían colgado las efigies con bastante alegría, muy pocos pensaban que Constant en persona merecía en realidad ser colgado. Colgar a Malachi Constant en efigie era un acto de tanta violencia como adornar un árbol de Navidad o esconder huevos de Pascua.

Y Rumfoord desde lo alto del árbol no dijo nada para disuadirlos de su compasión.

—Ha tenido usted el singular accidente, Mr. Constant —dijo con simpatía—, de convertirse en un símbolo central de mala cabeza para una secta religiosa verdaderamente enorme.

«No sería atractivo para nosotros como símbolo, Mr. Constant —dijo— si nuestros corazones no lo compadecieran, hasta cierto punto. Tenemos que compadecerlo porque todos sus extravagantes errores son los que han cometido los seres humanos desde el comienzo de los tiempos.

«Dentro de unos pocos minutos, Mr. Constant —dijo Rumfoord desde lo alto del árbol— usted va a bajar por los tablados y rampas hasta aquella larga escalerilla dorada, y subirá por la escalerilla, y entrará en la nave espacial, y volará hacia Titán, una luna cálida y fecunda de Saturno. Vivirá allí con seguridad y confort, pero exiliado de su Tierra natal.

«Y lo hará voluntariamente, Mr. Constant, para que la Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente pueda contar con un drama de autosacrificio digno de recordar y meditar todo el tiempo.

«Nos imaginamos, para nuestra satisfacción espiritual —dijo Rumfoord desde lo alto del árbol—, que usted se llevará todas las ideas equivocadas sobre el significado de la suerte, toda la riqueza y el poder pervertidos, y el repugnante tiempo pasado.

El hombre que había sido Malachi Constant, que había sido Unk, que había sido el Vagabundo del Espacio, el hombre que era Malachi Constant de nuevo, ese hombre sintió muy poco al ser declarado nuevamente Malachi Constant. Posiblemente habría sentido algunas cosas interesantes si la sincronización de Rumfoord hubiera sido diferente. Pero Rumfoord le dijo cuál iba a ser su prueba sólo unos segundos después de decirle que era Malachi Constant, y la prueba era suficientemente terrible como para atraer toda la atención de Constant.

La prueba había sido prometida no para dentro de unos años o meses o días, sino minutos.

Y como cualquier criminal condenado, Malachi se puso a estudiar, con exclusión de todo lo demás, el sistema dentro del cual había de desempeñarse.

Curiosamente, su primera preocupación fue la de tropezar, la de pensar demasiado en el simple hecho de caminar y la de que sus pies dejarían de moverse con naturalidad y tropezarían en las patas de madera.

—Usted no tropezará, Mr. Constant —dijo Rumfoord en lo alto del árbol, leyendo el pensamiento de Constant—. No le queda ningún otro lugar a donde ir, ninguna otra cosa que hacer. Poniendo un pie delante del otro, mientras lo miramos en silencio, usted hará de sí mismo el ser humano más memorable, magnífico y significativo de los tiempos modernos.

Constant se volvió para mirar a sus oscuros mujer e hijo. Sus miradas eran directas. Por ellas Constant supo que Rumfoord había dicho la verdad, que no tenía por delante otra salida que no fuera la nave espacial. Beatrice y el joven Crono eran supremamente cínicos en cuanto a las festividades, pero no en cuanto al comportamiento valiente que presenciaban.

Desafiaron a Malachi Constant a comportarse bien.

Constant se frotó el pulgar y el índice izquierdos en un cuidadoso movimiento de rotación.

Contempló esta tarea sin objeto durante quizá diez segundos.

Y luego dejó caer las manos a los costados, alzó la mirada y caminó con firmeza hacia la nave espacial.

Cuando el pie izquierdo tocó la rampa, la cabeza se le llenó de un sonido que hacía tres años terrestres que no oía. El sonido venía de la antena que tenía en la coronilla. Rumfoord, en lo alto del árbol, estaba enviando señales a Constant por medio de una cajita que tenía en el bolsillo.

Estaba haciendo que la larga y solitaria marcha de Constant fuera más soportable llenándole la cabeza con el sonido de un tambor.

El tambor le decía esto:

Rataplán, plan, plan;

Rataplán, plan.

¡Plan rataplán!

¡Plan rataplán!

¡Rataplán, rataplán, plan, plan!

El tambor se calló cuando la mano de Malachi Constant se cerró por primera vez sobre el travesaño dorado de la escala más larga del mundo. Miró hacia arriba y, en la perspectiva, la cima de la escalerilla parecía minúscula como una aguja. Constant apoyó la frente un momento contra el peldaño al que se había aferrado su mano.

—¿Quisiera decir algo, Mr. Constant, antes de subir por la escala? —dijo Rumfoord en lo alto del árbol.

Un micrófono en la punta de una pértiga se balanceaba ahora delante de Constant.

Constant se lamió los labios.

—¿Va a decir algo, Mr. Constant? —dijo Rumfoord.

—Si va a hablar —dijo a Constant el técnico encargado del micrófono—, hágalo con un tono absolutamente normal y mantenga los labios a unos quince centímetros del micrófono.

—¿Va a hablarnos, Mr. Constant? —dijo Rumfoord.

—Probablemente... probablemente no vale la pena decirlo —dijo Constant tranquilamente—, pero igual me gustaría decir que no he entendido una sola cosa de lo que me ha ocurrido desde que llegué a la Tierra.

—¿No ha tenido ese sentimiento de participación? —dijo Rumfoord en lo alto del árbol—.

¿Es eso?

—No importa —dijo Constant—. Igual subiré por la escala.

—Bueno —dijo Rumfoord en lo alto del árbol—, si le parece que estamos cometiendo aquí una especie de injusticia con usted, supongamos que usted nos dice algo realmente bueno que haya hecho en algún momento de su vida, y decidamos entonces si ese acto de bondad puede librarlo de lo que hemos planeado para usted.

—¿Un acto de bondad? —dijo Constant.

—Sí —dijo Rumfoord expansivo—. Dígame una cosa buena que haya hecho alguna vez en su vida, que usted pueda recordar.

Constant pensó intensamente. Sus recuerdos principales eran de correteos por los interminables corredores de las cavernas. Había habido pocas oportunidades de lo que hubiera podido pasar por un acto de bondad con Boaz y los harmoniums. Pero Constant no podía decir honradamente que había aprovechado esas oportunidades para ser bueno.

Other books

Murder Is Private by Diane Weiner
Cargo of Coffins by L. Ron Hubbard
Love at First Glance by LeSane, Dominique
Quipu by Damien Broderick
Tigers & Devils by Sean Kennedy
The Faithful by S. M. Freedman
The Measure of a Man by Sidney Poitier
Treading Air by Ariella Van Luyn
A Chemical Fire by Martinez, Brian