Las sirenas de Titán (4 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

BOOK: Las sirenas de Titán
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—Entonces, ¿por qué hemos de gritar de sorpresa y dolor cuando Dios nos dice lo que dijo al pueblo que edificaba la Torre de Babel: «¡No! ¡Fuera de aquí! ¡No iréis al Cielo ni a parte alguna con ese artefacto! Dispersaos, ¿me oís? ¡Basta de hablar el lenguaje de la ciencia los unos con los otros! ¡Nada os apartará ahora de lo que habíais pensado hacer, si seguís hablando el lenguaje de la ciencia los unos con los otros, y Yo no lo quiero! Yo, vuestro Señor en las Alturas,
quiero
que os abstengáis de algunas cosas, de modo que os dejaréis de pensar en torres descabelladas y cohetes al Cielo, y empezaréis a pensar en cómo ser mejores vecinos, esposos y esposas, hijos e hijas. ¡No busquéis cohetes para salvaros, buscad vuestros hogares e iglesias!»

La voz de Bobby Dentón enronqueció y disminuyó.

—¿Queréis volar a través del espacio? ¡Dios os ha dado ya la nave espacial más maravillosa de toda la creación! ¡Sí! ¿Velocidad? ¿Queréis velocidad? La nave espacial que Dios os ha dado va a sesenta y seis mil millas por hora, y seguirá corriendo a esa velocidad por toda la eternidad, si Dios así lo quiere. ¿Queréis una nave espacial que transporte confortablemente a los hombres? ¡La tenéis! No transportará solamente un hombre rico y su perro, o cinco o diez hombres, ¡No, Dios no es un pobre diablo! ¡Os está dando una nave espacial que transportará a miles de millones de hombres, mujeres y niños! ¡Sí! Y no necesitan amarrarse a los asientos o usar escafandras. ¡No! ¡En la nave espacial de Dios, no!

En la nave espacial de Dios la gente puede nadar, y caminar al sol, y jugar al béisbol, y patinar sobre hielo, y dar una vuelta en coche con los parientes los domingos después del servicio religioso y comer un pollo en familia!

Bobby Dentón hizo un gesto de afirmación.

—Sí —dijo—, y si alguien piensa que Dios es ruin pues ha puesto cosas afuera en el espacio para impedirnos volar allí, recordémosle la nave espacial que Dios nos ha dado. Y no necesitamos comprar el combustible, ni preocuparnos en gastar en cualquier clase de combustible que hayamos de usar. ¡No! Dios se ocupa de todo esto.

«Dios nos ha dicho lo que debemos hacer en esta maravillosa nave espacial. Escribió las reglas de manera que cualquiera pudiese entenderlas. No hace falta ser un físico o un gran químico o un Alberto Einstein para entenderlas. ¡No! Ni tampoco formuló muchas reglas. Me han contado que si se lanza
La Ballena,
habrá que hacer once mil verificaciones distintas antes de tener la seguridad de que está en condiciones de partir: ¿Está abierta esta válvula, está cerrada aquélla, está tenso ese cable, está lleno ese tanque? y así sucesivamente hasta verificar las once mil cosas. ¡Aquí, en la nave espacial de Dios, Dios sólo nos da diez cosas que verificar, y no para cualquier viajecito a algunas de las grandes y muertas piedras venenosas que hay en el espacio, sino para un viaje al Reino de los Cielos! ¡Pensadlo! ¿Dónde os gustaría más estar mañana?: ¿en Marte o en el Reino de los Cielos?

«¿Sabéis cuál es la lista de control en la redonda y verde nave espacial de Dios? ¿Tendré que decíroslo? ¿Queréis oír la cuenta de Dios?

Los Cruzados del Amor vociferaron que sí.

—¡Diez! —dijo Bobby Dentón—. ¿Has codiciado la casa de tu vecino, o su criado, o su criada, o su zorro, o su asno, o cualquier cosa que sea de tu vecino?

—¡No! —gritaron los Cruzados del Amor.

—¡Nueve! —dijo Bobby Dentón—. ¿Has levantado falso testimonio contra tu prójimo?

—¡No! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Ocho! —dijo Bobby Dentón—. ¿Has robado?

—¡No! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Siete! —dijo Bobby Dentón—. ¿Has cometido adulterio?

—¡No! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Seis! —dijo Bobby Dentón—. ¿Has matado?

—¡No! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Cinco! —dijo Bobby Dentón—. ¿Has honrado a tu padre y a tu madre?

—¡Sí! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Cuatro! —dijo Bobby Dentón—. ¿Te has acordado del día del Señor y lo has santificado?

—¡Sí! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Tres! —dijo Bobby Dentón—. ¿Has tomado el nombre de Dios nuestro Señor en vano?

—¡No! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Dos! —dijo Bobby Dentón—. ¿Has adorado imágenes?

—¡No! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Uno! —gritó Bobby Dentón—. ¿Antepones alguna cosa al Dios único Nuestro Señor?

—¡No! —exclamaron los Cruzados del Amor.

—¡Larguen! —vociferó Bobby Dentón alegremente—.

¡Paraíso, ahí vamos! ¡Larguemos, hijos, amén!

—Bueno —murmuró Malachi Constant, en el cuarto de la chimenea, debajo de la escalera, en Newport—, parecería que por fin se empleará al mensajero.

—¿Qué es eso? —dijo Rumfoord.

—Mi nombre; quiere decir
mensajero fiel
—respondió Constant—. ¿Cuál es el mensaje?

—Lo siento —dijo Rumfoord—, no sé nada de ningún mensaje. —Alzó la cabeza burlón—. ¿Alguien le dijo algo acerca de un mensaje?

Constant mostró las palmas de las manos.

—Quiero decir, ¿para qué me voy a tomar toda esa molestia de ir a Tritón?

—Titán —lo corrigió Rumfoord.

—Titán, Tritón. ¿Para qué diablos me voy a largar allá? —Largarse era una palabra débil, delicada, casi de
boyscout
para que la usara Constant, y le llevó un momento comprender por qué la había usado. Era la que se decía por televisión cuando un meteorito se llevaba una superficie de control o cuando el astronauta se convertía en un pirata del espacio procedente del planeta Zircón. Se contuvo—. ¿Para qué diablos tengo que ir allá?

—Lo hará... se lo aseguro —dijo Rumfoord.

Constant se acercó a la ventana; le volvía algo de su fuerza arrogante. —Se lo digo francamente —aclaró—, no voy a ir.

—Lamento que lo diga —dijo Rumfoord.

—¿Se supone que haré algo por usted al llegar allí? —preguntó Constant.

—No —respondió Rumfoord.

—Entonces, ¿por qué lo lamenta? —dijo Constant—. ¿A usted qué le hace?

—Nada —dijo Rumfoord— Lo siento por usted, nada más. Realmente se lo pierde.

—¿Me pierdo qué? —preguntó Constant.

—El clima más agradable que pueda imaginarse, por ejemplo —dijo Rumfoord.

—¡Clima! —dijo Constant con desprecio—. Teniendo casa en Hollywood, el Valle de Cachemira, Acapulco, Manitoba, Tahití, París, Bermudas, Roma, Nueva York y Capetown, ¿voy a ir en busca de mejor clima?

—Titán tiene algo más que buen clima —dijo Rumfoord—. Las mujeres, por ejemplo, son las criaturas más hermosas que existen entre el Sol y Betelgeuse.

Constant soltó una risotada amarga.

—¡Mujeres! —dijo—. ¿Usted cree que me voy a tomar semejante molestia por conseguir mujeres hermosas? ¿Usted cree que estoy hambriento de amor y que la única manera que tengo de acercarme a una mujer hermosa es subirme a una nave espacial para llegar a una de las lunas de Saturno? ¿Está bromeando? He tenido mujeres tan hermosas que cualquiera entre el Sol y Betelgeuse se sentaría a llorar con sólo que una de ellas le dijera simplemente ¿qué tal?

Sacó la billetera y de ella la fotografía de su conquista más reciente. No había nada que hacerle: la muchacha de la fotografía era de una belleza pasmosa. Era Miss Zona del Canal, candidata al título de Miss Universo y en realidad mucho más hermosa que la ganadora del concurso. Su belleza había asustado a los jueces.

Constant le tendió a Rumfoord la fotografía.

—¿Tienen algo así en Titán? —preguntó.

Rumfoord estudió la foto respetuosamente y se la tendió de vuelta.

—No —dijo—, no hay nada así en Titán.

—Okey —dijo Constant, sintiéndose de nuevo mucho más dueño de su destino—, clima, hermosas mujeres, ¿qué más?

—Nada más —dijo Rumfoord mansamente. Se encogió de hombros—. Ah, obras de arte, si el arte le interesa.

—He reunido la colección privada más grande del mundo —dijo Constant.

Constant había heredado su famosa colección de obras de arte. La había formado su padre, o más bien los agentes de su padre. Estaba dispersa en museos de todo el mundo, donde en cada pieza aparecía la indicación de que era parte de la Colección Constant. La colección se había formado y después exhibido de esta manera por recomendación del Director de Relaciones Públicas de Magnum Opus, Incorporated, la sociedad cuyo único objeto era administrar los negocios de Constant.

El propósito de la colección había sido demostrar cuan generosos, útiles y sensibles podían ser los multimillonarios. Por lo demás, había resultado una inversión absolutamente magnífica.

—Con eso el asunto arte queda liquidado —dijo Rumfoord.

Constant estaba por guardar la foto de Miss Zona del Canal en su billetera, cuando se dio cuenta de que no era una fotografía sino dos. Había otra detrás de la de Miss Zona del Canal.

Supuso que era la foto de la predecesora, y pensó que también la podía mostrar a Mr.

Rumfoord, mostrarle el celestial pimpollo que le había sido dado alcanzar.

—Aquí... aquí hay otra —dijo Constant tendiendo la segunda foto a Rumfoord.

Rumfoord no hizo un movimiento para tomarla. Ni siquiera se molestó en mirarla. En cambio miró a Constant a los ojos y le sonrió burlón. Constant miró la fotografía que había sido ignorada.

Descubrió que no era la de la predecesora de Miss Zona del Canal. Era una fotografía que Rumfoord le había deslizado. No era una foto ordinaria, aunque la superficie fuera brillante y los bordes blancos.

En el interior de los bordes se extendían trémulas profundidades. El efecto era semejante al de un vidrio rectangular en la superficie de una clara, honda bahía de coral. En el fondo de esa aparente bahía de coral había tres mujeres, una blanca, una dorada y una morena. Miraban a Constant suplicándole que acudiera, que se uniese a ellas en el amor.

Comparadas con Miss Zona del Canal, su belleza era como el esplendor del Sol comparado con el de una luciérnaga.

Constant se hundió de nuevo en una silla. Tenía que apartar la mirada de toda esa belleza si no quería deshacerse en lágrimas.

—Puede guardar la foto, si quiere —dijo Rumfoord—. Es de tamaño de bolsillo.

A Constant no se le ocurrió nada que decir.

—Mi mujer todavía estará con usted cuando llegue a Titán —dijo Rumfoord—, pero no se entrometerá si usted quiere retozar con esas tres señoras. Su hijo también estará con usted pero será tan liberal como Beatrice.

—¿Mi hijo? —dijo Constant. No tenía ningún hijo.

—Sí, un lindo muchacho llamado Crono —dijo Rumfoord.

—¿Crono? —dijo Constant.

—Un nombre marciano —explicó Rumfoord—. Ha nacido en Marte, de usted y Beatrice.

—¿Beatrice? —dijo Constant.

—Mi mujer —dijo Rumfoord. Se había vuelto completamente transparente. Su voz también se había debilitado, como si saliera de una radio barata—. Las cosas son así, amigo —dijo—, con o sin mensaje. Es caos y no error, pues el Universo apenas está empezando a nacer. El gran advenimiento es lo que hace la luz, y el calor y el movimiento, lo que lo hace saltar a usted de aquí para allá.

«Predicciones, predicciones, predicciones —dijo Rumfoord pensativo—. ¿Hay algo más que deba decirle? Ohhhh, sí, sí, sí. Ese hijo suyo, el muchacho llamado Crono... Crono recogerá un pedacito de metal de Marte y lo llamará su amuleto. No pierda de vista ese amuleto, Mr. Constant. Es increíblemente importante.

Winston Niles Rumfoord se desvaneció lentamente, empezando por las puntas de los dedos y terminando por la sonrisa burlona, que perduró cierto tiempo después que el resto de su persona hubo desaparecido.

—Lo veré en Titán —dijo la sonrisa. Y después desapareció.

—¿Se ha terminado, Moncrief? —Mrs. Winston Niles Rumfoord llamó al mayordomo desde lo alto de la escalera de caracol.

—Sí, señora. Se ha ido —dijo el mayordomo—, y el perro también.

—¿Y el tal Mr. Constant? —dijo Mrs. Rumfoord, Beatrice. Se conducía como una inválida: se tambaleaba, pestañeaba constantemente, tenía la voz del viento en la cima de los árboles. Llevaba una larga bata blanca cuyos suaves pliegues formaban una espiral en sentido inverso a las agujas de un reloj, armonizando con la blanca escalera de caracol. La cola del peinador se derramaba por encima del último peldaño, estableciendo una continuidad entre Beatrice y la arquitectura de la casa.

Lo más importante del espectáculo era su figura alta, erguida. Los detalles de la cara eran insignificantes. Una bala de cañón en lugar de su cabeza hubiera convenido igualmente a la gran composición.

Pero Beatrice tenía una cara, e interesante. Se podía decir que parecía un guerrero indio de grandes dientes, pero habría que añadir rápidamente que era una maravilla. Su cara, como la de Malachi Constant, pertenecía a cierto tipo, era una variante sorprendente de un tipo familiar, una variante que hacía pensar al que miraba: sí, esta podría ser otra forma de belleza.

Lo que Beatrice había hecho con su cara era en realidad lo que cualquier muchacha común puede hacer. La había cubierto de dignidad, sufrimiento, inteligencia y un toque picante de puterío.

—Sí —dijo Constant desde abajo—, el tal Mr. Constant todavía está aquí.

—Se le podía ver, apoyado en una columna del arco que se abría al vestíbulo. Pero quedaba tan abajo en la composición, tan perdido entre detalles arquitectónicos que resultaba casi invisible.

—¡Oh! —exclamó Beatrice—. Mucho gusto. —Era un saludo muy hueco.

—El gusto es mío —dijo Constant.

—No puedo sino apelar a su caballerosidad —dijo Beatrice— para pedirle que no difunda la historia de su encuentro con mi esposo. Comprendo lo tremenda que será para usted la tentación.

—Sí —dijo Constant—. Podría vender la historia por un montón de dinero, pagar la hipoteca de la casa solariega y convertirme en una figura de fama internacional. Podría codearme con los grandes y los menos grandes, alternar con las testas coronadas de Europa.

—Discúlpeme —dijo Beatrice— si no consigo apreciar el sarcasmo y todos los otros brillantes matices de su ingenio indudablemente célebre, Mr. Constant. Estas visitas de mi esposo me ponen enferma.

—Nunca ha vuelto a verlo, ¿verdad? —dijo Constant.

—Lo vi la primera vez que se materializó —respondió Beatrice—, y bastó para enfermarme por el resto de mis días.

—A mí me gustó mucho —dijo Constant.

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