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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

Las sirenas del invierno (21 page)

BOOK: Las sirenas del invierno
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—Lo siento —se disculpó ésta—. Me tengo que ir.

Y dicho esto, cruzó la habitación para darle un beso a Meg y se fue con cajas destempladas, cerrando de un portazo.

—Lo siento —susurró Joey.

—No es culpa tuya —la tranquilizó Meg—. Y no tiene nada que ver contigo. Ni con Londres.

—La semana que viene sería el cumpleaños de Cait —explicó Aggie—. Habría cumplido cuarenta años el próximo viernes.

—Lo siento —repitió Joey—. Lo he estropeado todo.

—En absoluto, querida —repuso Aggie con ternura—. A veces, Lilia necesita su espacio.

La canción más conocida de Edith Piaf empezó justo en ese momento. Su voz rotunda y descarnada salía de los altavoces con el ruido de fondo de grabación antigua.


Je ne regrette rien
—cantó Aggie.

—Ni lo bueno —añadió Gala—, ni lo malo.

Una a una, Meg, Viv y Gala empezaron a cantar también, cogiéndose de la mano con Joey por encima de la mesa, mientras sus bellos rostros resplandecían a la luz del fuego.

Non, rien de rien

Non, je ne regrette rien

Ni le bien qu’on m’a fait

Ni le mal, tout ça m’est bien égal

Non, rien de rien

Non, je ne regrette rien

C’est payé, balayé, oublié

Je me fous du passé

17

Cuando Joey sacó a
Tink
a primera hora de la mañana, descubrió que la noche había traído consigo un frente cálido. El aire olía a primavera y se preguntó si allí se produciría el «deshielo de enero», como en la costa noreste de Estados Unidos. No había nevado desde que llegó a Inglaterra, aunque el aire era húmedo y el frío calaba los huesos. Pero ese día olía a marga y a hierba y no sólo al humo de las chimeneas. Se preguntó de dónde saldría aquel aire cálido. ¿Del Mediterráneo? ¿Del mar Céltico quizá? Le pareció detectar incluso un matiz salado en el ambiente, aunque no podía ser, teniendo en cuenta lo muy al interior del país que estaban.

Tink
reaccionó al deshielo como siempre hacía cuando llegaba la primavera en Nueva York: impaciente por olisquearlo todo, se volvía hiperactiva. Tiró de la correa en un intento de arrastrar a su dueña al carnaval de olores que la llamaban desde el fondo del bosque. Joey respondió tirando de ella a su vez y guiándola hacia una especie de laguna llamada Gravity Pool, situada en lo alto de una cascada que alimentaba una fuente. Justo en la desembocadura de la laguna, se alzaba una estructura de piedra de una sola estancia. Acababa en un tejado picudo al cual debía su nombre —La Pirámide— y tenía unas vistas exquisitas de los prados circundantes; desde allí, se experimentaba la curiosa sensación de estar en lo alto de una torre.

—Hola.

Joey giró sobre sus talones. Ian se encontraba en el extremo más alejado de la laguna. Con unas botas altas de goma para pescar, vadeaba el río que alimentaba la laguna tanteando el fondo con una larga vara.

Ella sonrió y echó a andar hacia él.

—¡Hola! ¿Qué haces?

—Intentar desatascar el desagüe. Está bloqueado con ramas y hojas.

El terreno estaba más blando conforme se acercaba, por lo que Joey se alegró de haberse puesto unas botas impermeables. Se detuvo a poca distancia de Ian. Lo que más deseaba del mundo era arrojarse en sus brazos, pero se contuvo.

—¿Cómo sabías que estaba atascado? —preguntó.

—Me fijé ayer, cuando estuve por aquí con Massimo.

Ella asintió.

—¿Qué tal os fue? Ayer, quiero decir.

—Ah, bien.

—Pensaba pasarme por tu casa luego, para hablar contigo antes de llamar a Massimo.

Ian sonrió.

—Hazlo.

—¿A qué hora?

—Dímelo tú. Trabajo para ti.

—¡No es verdad! —protestó Joey—. Los dos trabajamos para… ellos.

Él sonrió cálidamente.

—Como quieras. Si te sientes mejor pensándolo así…

—¡Es cierto!

Los dos estaban sonriendo y se tomaron un momento para estudiar los ojos del otro.

—¿Cómo estás? —susurró ella finalmente.

Ian asintió con la cabeza. Su expresión era abierta y confiada.

—¿Y tú?

—No podría estar mejor —respondió.

—Eso es bueno.

—Iré a dejar a
Tink
y me pasaré por tu casa.

—Te espero, pues —dijo Ian.

Joey regresó al apartamento como si flotara y, cuando llegó, se encontró un mensaje en la BlackBerry. Era de Sarah, pero ella no quería llamarla en ese momento. Dio de comer a
Tink
, se peinó un poco y se pintó los labios antes de ir a casa de Ian. Llamó suavemente con los nudillos y abrió directamente.

—¿Hola? ¿Ian?

—¡Estoy aquí! —respondió una voz desde la cocina. Olía a pan tostado, café y naranjas. Atravesó la casa y se quedó parada un momento a la entrada de la cocina, de repente nerviosa. Encontrárselo fuera, en los terrenos que circundaban la mansión, le había parecido normal, sobre todo porque se estaba ocupando de una de las tareas que le correspondían como guardés, pero aquello era totalmente diferente. Estaban los dos en su casa, a solas por primera vez después de haber pasado una noche de ensueño junto a la chimenea. Joey sentía una timidez inexplicable, lo cual no tenía sentido. O tal vez sólo fueran los nervios. Si Ian estaba arrepentido y no quería tener nada más que ver con ella, lo averiguaría en seguida.

Él estaba sentado a la mesa de la cocina, pero al verla se levantó, le sirvió un café y se lo dio.

—Gracias.

—¿Tostadas?

—Claro.

Ian se volvió y cortó dos gruesas rebanadas de pan sobre la tabla. Las puso en el tostador y a continuación partió tres naranjas por la mitad, las exprimió en un elegante exprimidor situado al fondo de la encimera y le dio el vaso de zumo.

—Recién exprimido. Qué lujo.

Él asintió y volvió a sentarse.

Joey se echó crema en el café y escudriñó la expresión de Ian en busca de alguna pista sobre lo que estaría sintiendo. Decidió que tal vez fuera mejor hablar primero de trabajo y dejar el aspecto personal para después.

—¿Qué tal con Massimo?

—Es un buen hombre. Sabe lo que hace.

—¿Crees que te gustará trabajar con él?

—No veo por qué no.

—¿Pudisteis revisarlo todo?

Las tostadas saltaron. Ian las sirvió en un plato y se lo pasó a Joey. Ésta se alegró de tener algo que hacer, aunque no fuera más que untar el pan con mantequilla y mermelada. Se dio cuenta de que estaba evitando mirarlo a él.

—Tenemos dudas, pero al parecer conoce a gente especializada en prácticamente cualquier cosa. Hizo unas llamadas y todos pasarán por aquí en los próximos siete o diez días.

—Eso está bien, ¿no? —dijo ella, mordiendo la tostada.

Ian asintió.

—Entonces, a finales de la próxima semana deberíamos tener una idea bastante clara de la situación.

—Yo diría que sí. —Se produjo un silencio.

Ian la miró a los ojos.

—¿Cuándo te vas?

Joey dejó la tostada y suspiró.

—No lo sé. Dentro de las próximas dos semanas.

Él asintió.

—Entonces, probablemente sea una mala idea.

—¿El qué?

Ian la señaló con el dedo y después se señaló a sí mismo.

—Me gustan las malas ideas —dijo Joey con picardía.

Él carraspeó y negó con la cabeza.

—Ya he sufrido bastante tiempo por alguien que no está aquí.

—Pero ¡yo sí estoy!

—Temporalmente. Además, que yo sepa, es posible que tengas a alguien esperándote en casa.

—¡No tengo a nadie!

—¿Un ex?

—Bueno, ¡todo el mundo tiene algún ex! Venga ya. Lo preocupante sería que alguien de mi edad no tuviera…

—¿Y qué edad es ésa, señorita Rubin?

—¿Tú qué crees? —preguntó ella con una sonrisa.

—Ah, no, ni hablar. Sé que nunca se debe responder a esa pregunta. Y que tampoco hay que hacer demasiadas preguntas.

—Puedes preguntarme lo que quieras. ¿Qué quieres saber?

—Algunas cosas —respondió él con una sonrisa.

Tal vez fuera por el café, pero el caso era que se le había acelerado el corazón.

—Pregúntame, va. Pregúntame lo que quieres saber.

—¿Cinco cosas? —sugirió él con una traviesa sonrisa—. ¿Yo pregunto, tú respondes?

—Los dos preguntamos, los dos respondemos —afirmó Joey.

Ian se recostó y pareció meditar lo que iba a decir. Finalmente preguntó:

—¿Vives sola?

—Sí. Pero eso no es justo, porque a esto yo ya sé lo que tú me vas a responder.

—Está bien, puedes preguntarme otra cosa —dijo él, sirviéndose otro café, solo, fuerte.

—¿Tienes hermanos?

—Una hermana. Vive en las islas Shetland.

—¿A qué se dedica? —preguntó Joey.

—¿Ésa es tu segunda pregunta?

Ella se encogió de hombros.

—A criar ovejas. Y niños. Seis, la última vez que los conté.

—¡Vaya, cuántos! Está bien, tercera pregunta: ¿cuál es tu canción favorita?

Ian sonrió.

—No lo adivinarías nunca.

—A ver, ponme a prueba.

—Es una vieja tonada escocesa:
Kinrara
. —Y empezó a recitar los primeros versos de la letra.

Rojos rayos de sol sobre la cima de la colina.

El rocío blanquea las margaritas.

El hondo murmullo del Spey recorre los valles de Kinrara rodeada de serbales.

¿Dónde estás, preciosa y tierna muchacha?

¡Ay de mí! Si estuvieras cerca de mí, tu alma dulce, tus ojos cálidos, me alegrarían.

Una expresión de melancolía se adueñó del rostro de él y Joey se preguntó si la canción le habría recordado a Cait.

—¿No vas a cantármela? —bromeó, en un intento de animarlo.

—Yo no canto.

—¿Nunca?

—Nunca. Y si me oyeras cantar, sabrías por qué.

—Está bien, así que tú no cantas.

—Sólo cuando estoy solo.

Joey sonrió y siguió preguntando.

—Entonces, ¿cómo te gusta relajarte?

Ian le dirigió una sugerente mirada.

—¡Además de eso! —exclamó ella.

—Me gusta montar a caballo por el bosque. ¿Y a ti?

—¿Montar a caballo? ¡No! —contestó Joey, negando con la cabeza—. Yo soy una chica urbanita.

—¿Lo has probado? —insistió él.

—Una vez, en un campamento de verano. El caballo salió disparado conmigo encima.

—Es evidente que sobreviviste.

—Sí, pero tuve pesadillas con caballos durante años.

—Ya es hora de superarlo, ¿no te parece?

—¿Es una pregunta oficial?

—Creo que es más bien una respuesta.

Joey no habría accedido de no ser porque hacía un día muy bueno y porque era Ian quien se lo pedía; el caso es que no supo cómo negarse. Así que un rato después de su conversación en la cocina, casi temblando de nervios, se encontró en el patio trasero, apoyando el pie izquierdo en las manos enlazadas de Ian para ayudarla a montar sobre una yegua enorme llamada
Maggie
.

—¡No! No quiero hacerlo. Bájame.

—No se va a ir a ninguna parte —contestó él con calma, sujetando las riendas con una mano.

—No sirve de nada —arguyó Joey, tratando de controlar la imperiosa necesidad de desmontar y alejarse de allí—. Yo vivo en la ciudad. No pienso volver a montar a caballo en mi vida.

—Razón de más para hacerlo ahora.

—Pero es que soy muy… gallina.

—Es una jaca, Joey. Tiene veintidós años. No va muy de prisa a ningún sitio.

Ella tomó una profunda bocanada de aire.

—¡No la sueltes! Agarra las riendas.

—No pasa nada. No te voy a soltar.

Ella notó que se le tensaban los músculos del estómago cuando el animal comenzó a moverse.

—Ay, Dios, ay, Dios.

—Lo vas a hacer bien —la animó Ian, sacando a la yegua del patio—. Daremos un paseo por el camino, ¿vale?

Joey no respondió. Bastante tenía con aferrarse a la montura como si le fuera la vida en ello.

—¿Te parece bien, Joey? —insistió él.

Ella asintió, agarrándose al pomo de la silla con fuerza. Tomó una profunda bocanada de aire tratando de relajarse un poco. Si Sarah y los niños podían hacerlo, ella también.

—Eso es —la animó Ian—. Lo estás haciendo muy bien.

Al cabo de un rato, a Joey la sorprendió comprobar que se estaba relajando.
Maggie
iba despacio y parecía fuerte y, meciéndose al ritmo de su suave caminar, se sintió capaz de mirar hacia adelante, hacia los árboles y los prados que rodeaban el camino rural. «Lo estoy haciendo, lo estoy haciendo», pensó.

El siguiente paso era que Ian montara en su propio caballo y, para ello, trató de que Joey cogiera las riendas de
Maggie
.

—¡No, me da mucho miedo!

—Pero tengo que ir a por
Trueno
.

—¿Se llama
Trueno
? Vale, creo que he tenido suficiente. Ha estado muy bien, pero…

—Le dan miedo los truenos, por eso lo llamamos así. Mira, ataré a
Maggie
a la valla. No se irá a ninguna parte.

—¿Estás seguro?

—Seguro. Es lenta y perezosa. No se mueve más de lo estrictamente necesario.

Ató las riendas a la valla y se metió en el establo.

—Hola,
Maggie
—susurró Joey. La yegua la ignoró por completo—. Qué buena chica eres. Muy buena.

Soltó el pomo de la silla, al que se había estado aferrando con fuerza hasta ese momento y le puso la mano en el cuello a la yegua. Le sorprendió mucho la calidez que emanaba de ella. Le dio unas cariñosas palmaditas y
Maggie
volvió la cabeza en respuesta. Ver sus pestañas y sus enormes y límpidos ojos hizo que Joey se tranquilizara. La yegua era un animal tranquilo de verdad. Estaba consintiendo apaciblemente llevar sobre el lomo a una absoluta desconocida, y Joey sintió un afecto y una ternura repentinos.

Ian salió del establo montado sobre
Trueno
, un caballo castaño de gran tamaño y porte regio, se dirigió hacia la valla y soltó las riendas de
Maggie
.

—Puedo llevarlas yo —sugirió Joey, un tanto vacilante.

Por dentro seguía estando nerviosa, pero también decidida a ser valiente. Se dio cuenta de que aquello a él le gustó cuando lo vio responder con un sorprendido asentimiento de la cabeza y ponérselas en las manos.

—Buena chica —dijo—. Aquí tienes.

Salieron al camino, dejaron atrás el cementerio con sus viejas lápidas cubiertas de liquen, los densos setos y las colinas sembradas de diminutas casitas bajas, construidas con la misma piedra amarilla que Stanway House. A menos de un kilómetro más adelante, se apartaron del camino principal para tomar un sendero de suelo regular que serpenteaba entre los prados, subiendo hacia un claro que se abría en la margen del bosque. Joey montaba ya con más seguridad comenzando a comprender que
Maggie
no tenía intención de salir corriendo hacia su libertad.

BOOK: Las sirenas del invierno
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