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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

Las sirenas del invierno (9 page)

BOOK: Las sirenas del invierno
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La mujer sonrió y le dio una palmadita en el brazo.

—Ha sido muy noble por tu parte. Ni una palabra más.

Las dos continuaron andando en silencio un par de minutos más, mientras Joey se devanaba los sesos en busca de algún tema de conversación, deseando no tener la ropa completamente chorreando. ¿De qué se podía hablar con una dama de la nobleza? ¿Había temas que no se podían tocar? ¿Qué normas había que seguir?

Tomaron entonces la carretera que conducía al pueblo y una vaca les bloqueó el paso. Una vaca con más amigas. De hecho, eran tantas que ocupaban toda la carretera, impidiéndoles avanzar o ir hacia los lados. En medio del rebaño había un granjero de rostro rubicundo, con un palo en la mano.

—Oh, Dios —murmuró Aggie.

El hombre señaló a Joey con el palo, acusadoramente.

—¡Tú! —aulló por encima del caótico concierto de mugidos—. Te he visto pasar antes corriendo. Has abierto la cerca de mi prado y has entrado tranquilamente, dejándola abierta sin pensar en el desastre. Mira… —gesticuló con el palo en dirección a los animales—. ¡Esto ha sido culpa tuya!

Joey trató de mantenerse erguida mientras se pegaba al muro que flanqueaba la carretera, intentando apartarse del camino de los animales al tiempo que se preguntaba si las vacas darían coces, como los caballos. Todo era posible.

—Gordon —se oyó la voz de Aggie por encima del escándalo animal—. La culpa ha sido mía. Le he dicho a Joey que viniera al lago a nadar conmigo y se me ha olvidado advertirle que cerrara la cerca. Lo lamento muchísimo, no sé en qué estaría pensando, pero ella acaba de llegar al pueblo y no podía saberlo.

La cara del granjero pasó del rojo al morado.

—Pero ¡si es de sentido común! Sentido común puro y simple.

—Lo lamento —se disculpó Joey, sinceramente avergonzada. ¿Cuántas normas sociales podían incumplirse en un solo día?—. De verdad que no lo sabía —añadió.

El pastor hizo pasar a las vacas a uno de los prados más cercanos y Aggie aprovechó para coger a Joey del brazo y guiarla entre los animales rezagados.

—Gordon —dijo—, deja que te compense por la molestia. Tengo unas orquídeas nuevas. Te daré unas pocas. Me pasaré mañana a dejártelas.

Para sorpresa de Joey, el granjero pareció relajarse.

—No hace falta —replicó despacio, espoleando con el palo a la última vaca hacia el prado.

Joey se fijó en que eran unos animales grandes y recios y tomó nota mentalmente de que no parecía importarles que los pincharan con un palo para guiarlos, por si volvía a encontrarse con ellos en el futuro.

—Aunque el lunes es el cumpleaños de Tillie —prosiguió el granjero— y la verdad es que me vendrían muy bien —concluyó, cerrando la cerca con un pasador en forma de aro metálico.

—Entonces, todo arreglado —concluyó Aggie—. Te las dejaré en el cobertizo de las herramientas de jardinería. Dale una sorpresa con ellas. Buenas tardes, Gordon.

Aggie no había perdido en ningún momento su aire de solemne elegancia, pese a llevar el pelo chorreando y la ropa húmeda y arrugada.

—Buenas tardes.

—Gordon es un encanto —susurró la anciana cuando el hombre ya no las podía oír—, aunque no creo que sea de los que se acuerdan del cumpleaños de su mujer. Tal vez gane puntos con ella.

Instó a Joey a avanzar más de prisa hasta que, finalmente, llegaron a un imponente edificio de piedra, ubicado en la espesura de una arboleda formada por ejemplares antiguos.

—Benbrough House —tanteó ella.

Aggie sonrió.

—Pasa y caliéntate un poco, querida. No puedo permitir que pilles un resfriado por mi culpa.

—Estoy bien, no se preocupe.

—Pasa. No quiero que tengas que guardar cama por una hipotermia. Tienes mucho trabajo por delante y yo me muero de ganas de saber qué tienes en mente —dijo. A continuación, explicó que iba a pedirle a Anna que les preparase el té y les llevara ropa seca para que Joey se cambiara y, señalando un pasillo largo envuelto en sombras, añadió—: Espérame en la biblioteca.

—De acuerdo.

Se alejó por el pasillo y se detuvo ante una puerta de madera maciza tallada. Los goznes chirriaron cuando la abrió, y se encontró en una enorme habitación cuadrada, decorada con un esplendor de mundo antiguo reservado habitualmente a los museos. Los techos eran altos y estaban adornados con molduras. El suelo, de madera oscura barnizada, estaba cubierto aquí y allí por alfombras orientales de intenso colorido. Joey vio con alivio que la chimenea estaba encendida. Se había quedado helada.

Pero lo más asombroso de todo eran las librerías que cubrían las paredes desde el suelo hasta las vigas del techo, llenas a rebosar de libros viejos y nuevos: ediciones en rústica y tapa dura, algunos con el lomo quebrado y despellejado. Joey recorrió toda la estancia, contemplando libros de viaje de diversas épocas y lugares. Libros sobre Egipto, las pirámides y los desiertos; libros sobre las junglas africanas y la selva tropical de Borneo, y libros sobre la historia de China y más allá.

No se imaginaba en todos esos lugares. ¡Si casi no había salido de Nueva York!

Había también estantes y estantes cargados de literatura: novelas de Austen, Wilde y Hemingway; novelas de misterio, enciclopedias y diccionarios en numerosos idiomas. El número de libros era sencillamente mareante y Joey decidió absorber tanta información poco a poco. Alargó la mano y cogió un tomo encuadernado en piel.

—Son bonitos, ¿verdad? —Aggie entró como si nada en la habitación, con un montón de prendas en los brazos—. Toma. Ponte esto. Tienes un cuarto de baño nada más salir al pasillo.

Joey entró en el cuarto de baño que le había indicado, se quitó las zapatillas de correr empapadas y se puso unos pantalones de deporte y un jersey de cachemir con pinta de ser de Aggie. Cuando regresó a la biblioteca, la mujer había acercado dos sillones al crepitante fuego de la chimenea.

—Anna nos está preparando el té —expuso—, pero mientras, podemos ir entrando en calor con esto —agregó, echando mano de un vaso ancho de los muchos que había en una bandeja cercana; tras verter en él el contenido de un decantador, se lo pasó a Joey.

—Salud —dijo.

Ella olió el líquido y dio un sorbo.

—Increíble.

—Es un Cockburn reserva especial de 1963, pero no se lo digas a Henry. Cree que lo estoy reservando para él —comentó Aggie, con ojos chispeantes.

«Y yo preocupada por las patas de gallo. Esta mujer no podría ser más hermosa», pensó Joey.

Aggie bebió un sorbo de su oporto y, de repente, se levantó de un salto, excitada como una niña pequeña.

—¿Sabes algo de ordenadores, querida?

—Supongo que lo que cualquiera en estos días.

—Éste fue mi regalo de Navidad. ¿No es precioso? —comentó Aggie, cogiendo un reluciente portátil.

—Me encantan los Mac —contestó Joey.

—Y a mí. Henry me ha ayudado a instalar cosas. Lo mejor es que puedo meter en él todas mis fotos —explicó la anciana, llena de emoción, abriendo su álbum para enseñarle a Joey las fotos de sus nietos—. Me encanta ver cómo crecen los niños. Los adoro. Pero quiero enseñarte otra cosa.

Aggie tecleaba despacio, como alguien que está acostumbrándose a un instrumento nuevo. Por fin, abrió una foto de un paisaje nevado y rodeado de árboles, con las ramas heladas. En el centro había un lago gris, de aguas claras y tranquilas. Ella supo al instante que tenía que ser el lago, el del vergonzoso incidente de esa misma tarde.

En la foto, en fila en un embarcadero cubierto de hielo, con los ojos resplandecientes y gorros de baño calados hasta las orejas, había cinco mujeres de bastante edad, todas ellas mojadas como si se hubieran bañado.

—Lilia, Viv, Gala y Meg —dijo Aggie.

—Son tus compañeras de baño en invierno, ¿no?

—Desde hace más de cincuenta años. —La presencia de Aggie en el agua comenzaba a tener sentido—. Tienes que venir un día con nosotras.

—Me encantaría —respondió Joey educadamente, pensando al mismo tiempo «Ni soñarlo».

Aun así, era impresionante: una amistad que duraba más de cincuenta años, basada en parte en un ritual compartido que la gran mayoría de la gente consideraría una locura. Joey se preguntó si Sarah y ella seguirían siendo amigas cuarenta años más tarde. Su amistad parecía haber sobrevivido por los pelos a casi diez años de dejadez, pero uno no podía ignorar a sus amigos eternamente, no si se buscaba tener una relación profunda. Y teniendo en cuenta su historial de amistad con sus compañeras de la universidad, Eva, Susan y Martina, tendría que reconsiderar sus prioridades si quería hacerse mayor en compañía de sus personas más cercanas.

—Qué suerte contar con tan buenas amigas —dijo con voz queda.

—No tiene nada que ver con la suerte, querida. Decidimos hacernos amigas y seguir siéndolo en lo bueno y en lo malo, con todos nuestros defectos. Estoy segura de que las vas a conocer a todas ellas muy pronto. Ésta es Lilia, la suegra de Ian McCormack, el guardés de Stanway House. Ya lo conoces, ¿no es así?

—Sí —contestó ella.

—Un hombre encantador. Qué triste.

—¿Triste? —repitió Joey mirándola.

—Su mujer Cait, la hija de Lilia, murió en un accidente de coche. —Aggie pasó a la siguiente foto—. Ocurrió hace seis o siete años. La dejó solo con una niña pequeña. —Calló un momento y negó con la cabeza con tristeza—. Fue muy duro.

—¿La madre de Lily? Pero eso es terrible.

—Lilia nunca habla de Cait. Nada para calmar su dolor. Esta de aquí es Meg Rowland. Una gran escritora e historiadora. —Aggie se volvió y sacó un volumen de color oscuro de la librería que tenía detrás—. Escribió esto.

Joey cogió el libro y miró la portada: una fotografía en color sepia en la que aparecían cinco niños disfrazados de aventureros.

—¿De qué va? —preguntó.

—De J. M. Barrie.

—Será una broma. Lo he leído todo sobre él. Qué vida tan fascinante.

—Entonces sabrás que veraneaba en Stanway.

—Por eso he realizado un estudio tan detallado. Queremos que la obra sea una especie de homenaje a él.

—¿Un homenaje? ¿Y cómo lo vas a hacer?

—Diseñaremos una habitación especial que llevará su nombre, algo que evoque su espíritu.

—Me parece una idea… estupenda. Seguro que habrá gente en el pueblo que se alegrará…

—¿Este libro es una biografía? —preguntó Joey.

—Barrie tenía amistad con los Asquith, con Cynthia y su familia —explicó Aggie—. Meg tuvo acceso a su correspondencia y escribió una historia fascinante de aquella época. A Barrie también le gustaba nadar, hasta que el pobre Michael se ahogó.

—¿Michael? —Joey parecía confusa. ¿No era Michael uno de los personajes de
Peter Pan
?—. ¿El Michael del libro?

Aggie se encogió de hombros con gesto enigmático.

—Ése es uno de los puntos en común que hay entre los «niños perdidos» de
Peter Pan
y los cinco chicos de Llewelyn Davies. Barrie fue como un padre para ellos cuando su padre murió. Sobre todo para Michael, que se ahogó en Oxford nada más cumplir los veintiún años. Una tragedia.

—Entonces, ¿el libro va de eso? —preguntó ella.

—En parte —contestó Aggie—. Llévatelo y échale un vistazo.

—¿Y ésta quién es? —preguntó Joey bebiendo un sorbo de oporto y señalando otra imagen en el ordenador.

—Gala Goldstein.

—Menudo nombre. Gala Goldstein. Suena a un nuevo híbrido de manzana.

Aggie se echó a reír.

—¿A que sí? —exclamó, pero rápidamente su expresión se tornó grave y lo que añadió a continuación hizo que Joey lamentara haber bromeado con su nombre—. Gala estuvo en Auschwitz. Mataron a toda su familia delante de ella. Tenía sólo ocho años. Una persona extraordinaria.

—Todas lo sois —dijo Joey con voz queda.

—¡Extraordinariamente viejas! —bromeó la otra. En ese momento, apareció por la puerta una mujer con la bandeja del té. Aggie se levantó para dejar el ordenador en la mesa y Joey cogió el libro para hacer sitio para la bandeja. Lo abrió por la primera página, la de la dedicatoria:

«Dedicado al Club Femenino de Natación J. M. Barrie».

Lily debió de oír el Bentley de Aggie sobre la grava, porque la anciana no había hecho más que dejar a Joey delante de la verja de entrada y dar media vuelta cuando la chica apareció en la puerta de la casa del guardés. Joey observó con nueva fascinación el color de los ojos de Lily, a pesar de la desaprobación que mostraban.

—Tu perra estaba llorando —dijo.

—¿Sí?

—La he oído al pasar junto a la casa.

Joey se desató la llave de los cordones de la zapatilla y la metió en la cerradura mientras la chica avanzaba por la grava hacia ella.

—¿Estaba llorando o aullando? —quiso saber.

—Más bien lo segundo —aclaró Lily.

Ella asintió y sonrió de oreja a oreja.

—Está enfadada conmigo. Y quiere que todo el mundo sepa lo cruel y negligente que es su dueña.

—¿Por qué? —preguntó la chica en tono seco.

—Por qué ¿qué? —preguntó Joey, empujando la puerta.

—¿Por qué está enfadada contigo?

—Porque no me la he llevado a correr conmigo.

—¿Normalmente te la llevas?

—Sí, pero anoche estaba mal del estómago. Quizá fue por un plato de huevos y salchichas que le di, así que decidí que sería mejor dejarla dormir.

Lily asintió, pero no se movió, como si quisiera alargar la conversación.

—¿Puedo pasar? —preguntó cuando Joey entró en la casa.

Ella se paró y dio media vuelta.

—Claro que sí, siempre y cuando no le importe a tu padre.

—¿Y por qué habría de importarle? No tengo cinco años. Además, no creo que seas una pervertida o una asesina, ¿no?

—No —contestó.

Lily se encogió de hombros.

—Entonces, ¿puedo pasar?

—Puedes pasar —respondió, entrando con la chica y cerrando tras de sí—. Seguro que conoces este sitio mejor que yo.

—Pues sí.

Lily entró en el vestíbulo detrás de Joey y entonces se detuvo y miró a su alrededor. Se le demudó el semblante y negó con la cabeza.

—No queda nada.

—Los Tracy se lo llevaron casi todo.

—Ya lo sé. Yo estaba aquí —respondió la chica, mirándola.

Joey se mordió la lengua. Por mucho que a Ian le costara aprender a vivir con los cambios producidos, tenía que ser peor para Lily. A juzgar por el tono que ésta empleaba, estaba claro que no le gustaba que la trataran como si fuera una niña pequeña, pero también percibió dolor bajo la intratabilidad adolescente.

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