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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

Las sirenas del invierno (22 page)

BOOK: Las sirenas del invierno
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El aire olía a tierra. El suelo del bosque estaba cubierto por un manto de hojas a uno y otro lado del sendero. Durante un rato, maravillada por completo ante las vistas, los sonidos y las fragancias del campo en pleno invierno, Joey se olvidó de que iba a lomos de un caballo. Comprendía lo que Ian sentía sentado allí arriba porque ella también lo sentía. Se lo habría dicho de no ser porque aquel mutuo silencio le resultaba tan agradable que no quería hablar.

Al llegar a lo alto de la colina, contemplaron la campiña que se extendía ante sus ojos, tranquila y apacible, como si de un cuadro se tratara.

—Estoy orgulloso de ti —dijo Ian al final—. Ha merecido la pena, ¿a que sí?

—Sí —contestó ella en voz baja.

El paseo de vuelta a Stanway House fue emocionante, parte terror absoluto, parte gozosa exultación. Cuando llegaron a la falda de la colina, Ian miró a Joey con picardía y espoleó a
Trueno
a un medio galope.

—¡Espera! —gritó ella—. ¡Ian!

Maggie
, tal vez al percibir que Joey o no sabía cómo ordenarle que cambiara el paso o no sabía qué quería que hiciera, se lanzó en persecución de los otros. Atónita y aterrada al principio, Joey pronto descubrió que montar a medio galope no era tan complicado. Se aferró a los costados de la yegua con las rodillas y a la silla con las manos, pero gradualmente se fue relajando hasta dejarse llevar por el ritmo que imponía el movimiento del animal. Le pareció más fácil ir a medio galope que antes, cuando, durante un rato,
Maggie
había ido al trote, haciendo que su amazona subiera y bajara de una forma muy incómoda y dolorosa, al golpearse con la silla cada vez que descendía.

Alcanzaron a Ian y a
Trueno
en un recodo del camino.

Pero al verla, él tiró de las riendas para guiar a su montura hacia el prado y reanudó el medio galope.

—¡No! —le gritó ella—. ¡Ian! ¡Ya vale!

Pero él ya estaba lejos. Joey tenía dos opciones: quedarse allí y esperar a que volviera a buscarla o seguirlo. Lo que definitivamente no podía hacer era regresar a los establos sola, pues no sabía bajarse de un caballo.

Espoleó levemente a
Maggie
y ésta pareció comprender lo que tenía que hacer. La yegua se puso en movimiento, lentamente al principio y después al trote. Joey comenzó a rebotar dolorosamente sobre la silla, con los dientes apretados. Entonces la espoleó de nuevo. Y justo cuando los saltos sobre la silla habían alcanzado ya un nivel casi insoportable,
Maggie
se lanzó a un elegante y fluido medio galope.

La sonrisa nerviosa de Joey dio paso a una sonrisa de oreja a oreja al sentir el viento en las mejillas mientras la yegua y ella volaban por el prado en pos de Ian y
Trueno
.

18

—¿Ian McCormack? —preguntó Sarah.

A Joey la sorprendió su tono de voz por teléfono. Estaba sentada en la cocina vacía de Stanway House, disfrutando de la tibieza de los últimos rayos de la tarde que se filtraban por la ventana.

—Sí —contestó con voz queda.

—Vaya —respondió Sarah.

Joey estaba confusa y aguardó un momento antes de responder. El «vaya» de Sarah no era de «¡vaya, me parece fantástico!», sino que se parecía más al «¡vaya!» que uno exclamaría al ver la desmesurada factura de la tarjeta de crédito.

—No pareces muy contenta —dijo.

—Me he quedado sorpendida, eso es todo.

—¿Por qué? Es guapo y simpático. Y está disponible.

—¿Lo está?

—No está con nadie que yo sepa.

—Pero… ¿está preparado para empezar a salir con una mujer?

—Yo no lo llamaría «salir». No hemos ido a ninguna parte.

—Entonces, ¿qué habéis hecho exactamente? —replicó Sarah con brusquedad.

Joey se la imaginó frunciendo la boca en un remilgado gesto de maternal desaprobación y Joey sintió la irrefrenable necesidad de escandalizarla. Era lo que se merecía, por mojigata.

—Qué no hemos hecho, querrás decir —susurró.

—¡Joey!

—¿Qué? Creía que te alegrarías. ¿Por qué te pones así? ¿Sabes algo que yo no sé?

—No es eso.

—Entonces, ¿qué es? —le espetó enfadada. Había llamado a Sarah porque tenía ganas de contárselo. Creía que su amiga se alegraría por ella. Desde luego, no esperaba esa reacción.

—Es un pueblo pequeño —dijo al fin.

—¿Y?

—Que la voz se corre muy de prisa.

—No tiene quince años, Sarah. Es un hombre hecho y derecho. Si no hubiera querido, no lo habría hecho. Cabría pensar que la gente se alegraría por él. Lleva mucho tiempo solo.

—¡Y volverá a quedarse solo cuando te vayas!

Joey se reclinó en el asiento. Había pasado de la decepción por la reacción de su amiga a un ataque de indignación en toda regla.

—¡Eres neoyorquina, Joey! —insistió Sarah.

—¡Igual que tú!

—Sí, pero yo tenía veintitrés años. No había construido una vida y una carrera.

—Ya entiendo. Por eso te resultó más fácil convertirte en lo que Henry quisiera. Te resultó más fácil fundirte en la vida de él que crearte una propia.

—¿Es eso lo que crees que hice? —preguntó Sarah con frialdad.

Aunque Joey estaba lo bastante enfadada como para gritarle que sí, algo en su interior hizo que se detuviera.

—No —contestó, haciendo acopio de toda su paciencia—. Creo que te enamoraste de un hombre maravilloso y decidiste que por él estabas dispuesta a hacer algunos sacrificios.

Se produjo un tenso silencio.

—Creía que te alegrarías por mí.

—Y me alegro —repuso Sarah.

—Pues tienes una curiosa manera de demostrarlo.

—No quiero que sufras —continuó su amiga.

—No, lo que no quieres es que él sufra. Eso me ha quedado absolutamente claro.

—No quiero que sufra nadie —insistió Sarah, a la defensiva.

—Estar vivo conlleva sufrimiento —respondió ella—. Eso no hay forma de evitarlo.

Las dos guardaron silencio durante un buen rato. Joey se levantó y se acercó a la ventana. Las sombras empezaban a adueñarse de todo, fuera reinaba la calma.

—Lo siento —susurró Sarah finalmente.

—Yo también —añadió ella con torpeza, con la sensación de haber pasado la mayor parte de su visita a Inglaterra disculpándose con su amiga por cosas que supuestamente había hecho mal, al menos en opinión de Sarah.

»Es sólo que te pasas todo el tiempo regañándome porque soy una cínica y por no compartir tu visión romántica de la vida y, cuando voy y te digo que creo que alguien me gusta…

—Es que me ha cogido por sorpresa.

—¡Y a mí!

—¿Y a qué crees que os puede conducir esto, Joey? Quiero decir que no te veo mudándote aquí. ¿Y tú?

—No tengo ni idea. Hace sólo una semana que lo conozco.

—Y tampoco lo veo a él viviendo en Nueva York. ¿Qué iba a hacer Ian allí?

—Ir por mí.

—Está Lily.

—Adoro a Lily. Nos llevamos muy bien. Me la llevé a Londres la semana pasada y lo pasamos en grande juntas. Sinceramente, no creo que le molestara que su padre y yo estuviéramos juntos.

—¿Viniste a Londres? ¿Por qué no me llamaste?

—Estuve en una reunión toda la mañana y se suponía que era una excursión para ella.

Sarah no dijo nada.

«Estupendo», pensó Joey. Su amiga tenía otro motivo más para sentirse herida.

—Mira —dijo—. Tú y yo no nos despedimos muy contentas la última vez que nos vimos. ¿Qué se suponía que tenía que hacer, arrastrar a Lily a tu casa para que tú y yo pasáramos la tarde buscando la manera de averiguar por qué no hacemos más que discutir todo el rato?

—No discutimos —contestó Sarah.

—¿No? Entonces, ¿qué hacemos?

Sarah no parecía tener respuesta, así que cambió de tema.

—¿Lo sabe Lily? Lo vuestro.

—No, a menos que Ian se lo haya contado. Yo desde luego no lo he hecho.

—¡No lo hagas! Depende de él, si quiere que lo sepa.

—Ya lo sé. No me paseo por su casa medio desnuda, si es lo que te preocupa.

—No me preocupa eso.

—Estoy aquí por motivos de trabajo, Sarah, no porque necesitara una escapada… romántica.

—Interesante elección de palabras.

—¿Qué palabras? —preguntó Joey.

—Escapada. Creo que la dama se queja demasiado.

—¿Y de qué exactamente crees que quiero escapar?

—¿De Nueva York?

—Adoro Nueva York.

—¿De estar sola? Porque si es eso lo que estás haciendo, no es justo. Lily e Ian lo han pasado muy mal. Lo último que necesitan es a alguien que sólo busca un interludio romántico en su vida. Alguien que desaparecerá antes de que se den cuenta.

—No voy a desaparecer.

—¿No?

—No de ellos.

—¿Y eso qué quiere decir? ¿Correo electrónico y Skype? ¡Genial!

Joey sintió que empezaba a cabrearse de nuevo y esta vez no se molestó en disimular.

—Mira, Sarah, no tiene por qué gustarte que Ian y yo…

—¡Ian y tú! —replicó su amiga con desdén.

—¡Sí! ¡Ian y yo! —Y ahora sí que Joey no tuvo fuerzas para controlarse. Las emociones se le desbordaron como un torrente—. No pretendo saber cómo terminará. No tengo ni idea de lo que nos deparará el futuro. No sé qué significa o qué podría significar para él y no sé con seguridad, aunque me hago una idea bastante clara, de lo que opinará Lily de compartir a su papá.

»Pero sí sé que Ian siente algo por mí. Y que ha pasado mucho tiempo solo y que puede que ésta sea la primera vez desde que murió su mujer que ha permitido que otra mujer entre en su vida. Si la cosa se queda ahí, por mí bien, no tengo ningún problema. Aunque termine viviendo sola en Nueva York.

—¡Yo no quiero que eso pase! —exclamó Sarah—. Yo quiero que estés con alguien. Quiero que seas feliz.

—Pero no con Ian. Y no aquí.

—¡Me encantaría tenerte aquí!

—Me parece que no, Sarah. Creo que a ti te gusta ser la mujer felizmente casada, madre de cuatro hijos que viven felices y contentos en Inglaterra. Lo contrario que yo, la mujer soltera, disfuncional y sola que lo ha dado todo por su carrera; el contraste perfecto a lo que tú tienes en la vida, la pobre amiga que nunca será feliz. Creo que a ti te gusta que sea así.

Sarah ahogó un gemido al otro lado de la línea. Cuando volvió a hablar, estaba llorando.

—Si de verdad piensas eso, es que no me conoces muy bien.

—Hubo un tiempo en que sí te conocía. Eras mi hermana.

—Antes de que dejaras de llevar la cuenta de mis hijos —le espetó la otra—. Antes de que no pudieras venir a nuestra boda, antes de que empezaras a considerarme la persona que tú nunca querrías ser.

—¡Yo nunca he pensado algo así!

—¿No?

—¡No!

—Pues lo has disimulado muy bien.

—¿Viniste a Nueva York cuando mi madre murió? No. ¿Respondiste siquiera a la invitación de boda de mi padre? Yo quería que estuvieras conmigo. Te necesitaba. Las dos estamos dolidas, Sarah.

—Lo siento —dijo ésta—. De verdad. —Guardó silencio un buen rato antes de volver a hablar—. Así que supongo que tenemos dos opciones: podemos darnos por vencidas, decidir que ha llegado el momento de que nuestra relación siga su curso y separarnos como amigas, sin resentimiento.

—¿O? —preguntó Joey.

—Olvidar las personas que fuimos hace tiempo. Olvidar el daño que nos hemos hecho desde entonces. Olvidar lo que creemos que sabemos de la otra y empezar de nuevo. De cero. Pasar página.

Joey se sintió aliviada al oír la claridad en su voz. Estaba diciendo la verdad. Podían dejar de fingir que eran amigas íntimas, que nada podría romper nunca su amistad.

—Ha pasado demasiado tiempo —susurró Sarah—. Esperaba que fuéramos capaces de retomar las cosas donde las dejamos, pero han ocurrido muchas cosas.

—Lo sé. Yo quiero intentar… seguir con nuestra amistad.

—A mí me gustaría creerlo —dijo Sarah—, pero si te soy sincera, no estoy segura. Porque no puedo conformarme con medias tintas, Joey. No lo haré. Si queremos estar presentes en la vida de la otra, tendremos que hacerlo con todas las consecuencias. Ésa es la única amistad que quiero.

—Está bien —respondió ella—. Supongo que… tendremos que pensar en ello.

—De acuerdo —convino Sarah.

19

Joey cambió de postura en la cama y estiró las piernas entre las sábanas tibias. Ian dormía a su lado, con el brazo posado suavemente sobre el estómago de ella. Un rayo de luz grisácea se colaba por la ventana.

¿Cómo había ocurrido?, se preguntaba Joey. Tenía la impresión de que hubiera pasado una eternidad desde su tensa conversación con Sarah. Ian había ido a invitarla a tomar una copa de vino mientras repasaban el informe del estado de conservación que había confeccionado Massimo. Estaban hablando de trabajo y bebiendo amistosamente y, cuando quiso darse cuenta, estaban echándose miraditas. Joey había imaginado que su siguiente encuentro sexual sería tierno y tal vez incluso conmovedor, pero en la última hora, Ian había dejado de comportarse como el frío y recto escocés que pretendía ser, para hacerlo como un hombre arrebatado por la pasión.

«¡Lily!», pensó Joey de repente.

Ian abrió los ojos cuando ella se inclinó para taparlo con el edredón.

—¿Adónde crees que vas? —le dijo en un susurro cuando Joey se agachaba a recoger la camiseta y los vaqueros.

—No me puedo quedar.

—Sí puedes.

—No puedo estar aquí cuando Lily se despierte.

—Pondré el despertador. Puedes irte a las seis. No pasará nada.

—¿Seguro?

—Cuando se duerme, no hay quien la despierte. Tengo que sacarla a rastras de la cama por las mañanas.

—¿Seguro?

—Sí. Ven aquí.

Levantó el edredón y la atrajo hacia él.

—¿Papá?

Joey abrió los ojos. Lily estaba en la puerta del dormitorio.

—¿Joey?

Ian se incorporó como un rayo y ella echó mano del edredón para cubrirse.

—¿Qué demonios…? —Ian cogió el despertador y lo agitó, como si así pudiera hacer retroceder el tiempo y deshacer la incómoda situación de tener a su hija en la puerta.

—Son las siete y media —dijo ésta con toda la calma del mundo.

—No es lo que tú crees, Lily —se excusó él en un acto reflejo.

La chica ladeó la cabeza y lo miró con gesto irónico.

—¿No? Venga ya, papá. Que no soy boba.

—¡Lo siento! —se disculpó Joey alargando el brazo para coger los vaqueros—. Ha sido todo culpa mía. Yo…

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