Las violetas del Círculo Sherlock (40 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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—Yo no me preocuparía tanto por lo que digan —gruñó Morante—. ¡Mírame a mí! Una parte de la ciudad me odia porque he decidido jugar a un juego en el que algunos creen que solo pueden participar ellos. Y otros me temen, lo cual no te voy a negar que me resulta agradable. —Trazó una sonrisa torcida con la boca antes de dar una palmada en la rodilla de Tomás Bullón—. ¡Así que anímate, joder! ¡Que les den por culo a todos! Además, ¿quién te dice que no puede haber más muertes? —El político rio como si aquello tuviera muchísima gracia.

Toño Velarde estalló en una carcajada epiléptica, como si interpretara la segunda voz en un dueto con su líder político. También Velarde, como el chófer de Morante, había adquirido la costumbre de reír sacando la lengua. En la comisura de su boca había saliva seca, y su rostro estaba congestionado por la risa.

—No te burles, joder —protestó Bullón—. ¿No te das cuenta de que había construido una teoría que ahora se cae a pedazos? Les prometí a los lectores un caso de
copycat
, y ahora resulta que no pasa nada de nada. ¡Ya tenía que haberse cometido otro crimen!

—¿Por qué? —Morante adoptó una expresión severa, la misma que mostraba a sus alumnos durante sus brillantes clases de matemáticas—. ¿Cuáles son los datos del problema? —La pregunta retórica no buscaba la respuesta de Bullón, al que no permitió hablar—. Tu teoría se ha estructurado sobre una base que parece sólida, pero luego has elucubrado por tu cuenta, y eso es peligroso. Veamos: el día 31 de agosto de 1888 nuestro admirado y escurridizo Jack asesina en Buck's Row a Mary Ann Nichols. El día 31 de agosto de este año, alguien tiene la estrambótica idea de matar a una de esas extranjeras aquí mismo. Las heridas que presentan los cadáveres se parecen demasiado como para no establecer relaciones y, por otro lado, están esos detalles que tú aireaste: el sombrero de paja, los intestinos al aire y todo el resto. Hasta ahí todo correcto, ¿no es cierto?

Bullón bebió un trago de whisky y asintió. Se pasó un pañuelo por la frente. Estaba sudoroso.

—De manera que tú llegas a la conclusión de que alguien está imitando a Jack, y te sacas de la manga todos esos artículos muy bien traídos en los que comparas Whitechapel con el barrio norte, algo que, por otra parte, a mí me viene estupendamente. —En la cara de Morante se dibujó una sonrisa torcida—. De modo que te animo a que sigas haciéndolo. Cuanto más irritada esté la gente contra las autoridades y contra los inmigrantes, más pescaremos nosotros, ¿verdad, Toño? —añadió, volviéndose hacia Velarde.

«Un tonto útil», pensó Morante mientras miraba a aquel bruto que reía sacando la lengua. «O, tal vez, dos tontos útiles», se dijo al posar la vista sobre el gordinflón Bullón.

—Los datos son reales, pero tú comienzas a elucubrar, amigo mío, con demasiada alegría. Deduces que, si hay un tipo que mata como Jack y que comete un asesinato el 31 de agosto (el mismo día en que lo hizo Jack por primera vez), deberá volver a matar el 8 de septiembre, fecha en la que el Destripador dio buena cuenta de Annie Chapman. Pero ¿por qué? ¿Qué razón hay para que la pauta se mantenga? ¿En qué se basa el
copycat
? ¿En el modo en el que se cometen los crímenes o en algo, a mi juicio, más anecdótico como es la fecha en que tienen lugar?

Bullón miró a su amigo por encima del vaso que sostenía en alto. Entornó los ojillos y sintió cómo el aire fresco de la esperanza entraba por sus enormes fosas nasales.

—¿Cómo puedes exigir a quienquiera que matara a esa hondureña que cumpla al dedillo el calendario de Jack? —preguntó Morante—. ¡Joder, eso es imposible! La policía ronda el barrio más que las moscas a la miel, y tus artículos precisamente han conseguido ponerles aún más en guardia.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Bullón, que seguía con la máxima atención el razonamiento de su amigo.

—Pues que, si hay alguien lo suficientemente loco como para matar a una mujer como si fuera Jack, debe de ser sumamente inteligente, frío y calculador como para no dejar la más mínima pista. No creo que improvise, y no va a ser tan estúpido de jugarse el pellejo el día en el que todo el mundo está pensando que va a actuar, ¿no te parece?

—¿Crees que habrá más crímenes?

Morante se pasó la mano por el mentón. Sus ojeras parecieron acentuarse aún más mientras sopesaba lo que debía contestar. Sus ojos se cruzaron con los de Toño Velarde antes de que se decidiera por una respuesta.

—No tengo ni idea, pero te voy a ser sincero: no serías tú el único que sacaría provecho de la muerte de otra de esas putas inmigrantes en ese barrio.

La cena con Cristina había sido tan especial que, al final de la velada, después de acompañarla hasta el portal de su casa, en pleno distrito norte, Sergio se atrevió a preguntar si le apetecería cenar de nuevo al día siguiente.

Cristina miró a los ojos a aquel hombre alto, que transitaba por la cuarentena y que parecía salido de algún libro de otra época. Debía reconocer que aquel traje negro le sentaba muy bien, y que el abrigo le daba una pincelada gótica inquietante y atractiva. Todo era demasiado negro en su atuendo y, sin embargo, Sergio parecía tener luz propia.

No tardó en decirle que sí, que estaría encantada de volver a cenar con él al día siguiente.

De modo que, aquel viernes desapacible y húmedo, estaban sentados a la mesa de uno de los restaurantes más conocidos de la ciudad. La calidad de la cocina del local era de sobra conocida, pero Sergio no podía saber que aquel había sido exactamente el restaurante en el que Clara y los demás miembros del Círculo Sherlock habían cenado la noche anterior. Y, por lo que enseguida descubrió, Clara había quedado prendada de la cocina del local, razón por la cual había decidido repetir la noche siguiente.

Cuando las miradas de Sergio y de Clara se encontraron, el mundo guardó silencio. Fueron unos segundos densos e infinitamente largos. Sergio dudó sobre lo que debía hacer, pero Clara le tomó la delantera.

Sergio la vio dejar atrás a Enrique Sigler y dirigirse sin vacilar a la mesa que él ocupaba en compañía de Cristina. A pesar de todo cuanto la odiaba, no pudo evitar recordarla desnuda, en su cama. Seguía igual de hermosa que cuando la conoció en sus tiempos universitarios. Tal vez su cuerpo se había ensanchado levemente, pero eso no le restaba ni un ápice de encanto. Estaba radiante.

—Buenas noches, Sergio. —Clara sonrió y miró a Cristina—. Soy su expareja y, como supongo que te contará muchas cosas de mí, quería decirte que no todas serán ciertas.

—¡Clara, por favor! —Sergio se levantó de la silla, visiblemente incómodo.

—No he venido a armar una escena —repuso Clara—, tan solo a saludarte, y a ti también, quienquiera que seas. —Miró a Cristina unos segundos y luego dedicó de nuevo toda su atención a Sergio—. Y también quiero decirte que no tengo nada que ver con la nota de la que me ha hablado la policía.

—Pero tú eres la única que conoce la clave de acceso a mi ordenador —protestó Sergio.

—Ya sé que la conozco, pero no puedo garantizar que tú no se la hayas dicho a alguien más —replicó Clara.

—Yo no se la he dicho a nadie. Solo confié en ti, y ya he visto el resultado.

—Como ya te dije —Clara miró a Cristina de nuevo—, no todo lo que te cuente es cierto. De todos modos —dijo a Sergio—, Enrique y yo estuvimos en Italia los últimos quince días de agosto, así que me puedes borrar de tu lista de sospechosos.

Clara se dio la vuelta y se dirigió hacia Sigler, quien saludó con un movimiento de cabeza a Sergio. De pronto, Clara se detuvo, se volvió hacia la mesa de su expareja y dijo:

—Nos iremos en un par de días. Por cierto, espero que te sintieras pagado con la fotografía.

Sus ojos sonrieron. Estaba verdaderamente bella, pensó Sergio.

7

Sábado, 12 de septiembre de 2009

D
urante más de cuarenta años Socorro Sisniega se había levantado a desayunar con su esposo, Damián, antes de que él se fuera a trabajar. Incluso lo había hecho en las mañanas de invierno más crudas, cuando él debía acudir al relevo de las seis de la mañana en la fábrica. Después, lo despedía con un beso en el umbral de la casa de su humilde piso en la calle de Marqueses de Valdecilla.

Mientras los tres hijos del matrimonio fueron pequeños, Socorro regresaba a la cama tras despedir a su marido y remoloneaba entre las sábanas durante hora y media. Una hora más tarde, se levantaba y comenzaba a adelantar trabajo antes de que los tres pequeños —dos niñas y un niño —saltaran de la cama y comenzara el gran jaleo: supervisar el baño, el desayuno, el vestido, los útiles para el colegio…

Los años pasaron con extraordinaria rapidez. Casi todo cambió alrededor de Socorro, salvo su amor por Damián. Los niños se hicieron mayores, se casaron y se fueron de la ciudad. Damián y ella envejecieron juntos, pero la salud de él se había visto deteriorada mucho más de lo que los dos hubieran deseado. Socorro, en cambio, conservaba aquel cuerpo delgado y fibroso, aunque las carnes habían caído y estaba surcado por mil arrugas, que había enamorado a Damián hacía muchos años.

Socorro Sisniega mantenía la costumbre de madrugar. Era cierto que ya no se levantaba a las cinco de la mañana, pero nunca se la encontraría en la cama después de las seis. Damián le reñía por aquel hábito que consideraba absurdo.

—¿Se puede saber qué tienes que hacer tú a esas horas? —gruñía el viejo.

Pero ella no le hacía caso. Le gustaba el silencio del amanecer. Tomaba el café y regaba las plantas del patio trasero, un espacio con suelo de hormigón de unos cuarenta metros cuadrados tapiado con bloques y al que se accedía desde la calle por una puerta de metal. La vivienda de Socorro y Damián estaba en la planta baja del número 11 de aquella calle. Se trataba de un edificio que incluía los números 5, 7 y 9, además del 11.

En el portal de Damián y Socorro vivían doce familias. En cada uno de los cinco pisos, a los que se debía añadir el bajo en el que habitaban ellos, había dos puertas. Las dos viviendas del bajo tenían el patio al alcance de la mano, puesto que algunas de sus ventanas miraban hacia allí y estaban cerca del suelo.

Aquel sábado, Socorro abrió una de las ventanas que miraban al patio. El agua de la lluvia repiqueteaba en los cristales, de modo que se había ahorrado el trabajo de regar las plantas. Pero, a pesar de todo, le gustaba respirar el aire frío del amanecer.

Su patio estaba oscuro. Pero aún lo estaban más los patios contiguos, que se extendían a lo largo de toda la parte trasera del bloque de viviendas. El suyo se hallaba más cerca de una farola que iluminaba los callejones próximos. Lejos estaba Socorro de imaginar que aquella maldita luz cambiaría los últimos años de su vida de un modo irreparable. Lo que vio bajo la luz mortecina de la farola heló su sangre.

Minutos más tarde, el amanecer de aquella zona del barrio se vio transformado radicalmente. La zona comprendida entre la calle Marqueses de Valdecilla con la calle Juan de Herrera habían quedado acordonada. Los policías parecían brotar de un modo instantáneo por todas partes. Se estaba tomando declaración a todos los vecinos de la zona. Uno de aquellos hombres no tardó en llevar la voz cantante.

—¿Quién la encontró? —preguntó Diego Bedia a uno de los agentes.

—Se llama Socorro Sisniega —respondió el policía—. Vive en uno de los dos pisos de la planta baja. Tiene setenta y nueve años. Con ella solo vive su marido, Damián, que tiene un año más que ella.

Diego asintió mientras contemplaba aquella escena dantesca y los primeros efectivos de la policía científica comenzaban a hacer su trabajo. El inspector Bedia, que no acostumbraba a rezar, lo hizo en aquella ocasión ansiando que apareciera alguna pista que condujera hasta el loco que había llevado a cabo la barbaridad que estaba contemplando.

Junto a una de las paredes del patio, cerca de la ventana de Socorro Sisniega, el cadáver de una mujer mostraba al mundo la obra de un demente. El cuerpo había sido cubierto cuando llegó Diego. Al contemplar aquel horror estuvo a punto de vomitar.

Se trataba de una mujer alta y robusta, mulata, a la que alguien había cortado el cuello de forma salvaje. Sus ojos sin vida miraban hacia el lado derecho, las piernas estaban separadas. La mano izquierda estaba colocada sobre el pecho izquierdo, mientras que el brazo derecho se hallaba extendido. Sobre el hombro izquierdo se había dispuesto de un modo macabro parte del abdomen y de los intestinos. La cara de la desdichada estaba abotargada, y entre los dientes asomaba la lengua. Parecía que la hubieran asfixiado antes de cortarle el cuello.

En la garganta le habían practicado un tajo tan violento que la cabeza apenas se sostenía unida al cuerpo. Daba la impresión de que, incluso después de haberla cortado de ese modo, el asesino había intentado separarla aún más.

—¡Joder, qué horror! —exclamó una voz detrás de Diego.

El inspector jefe Tomás Herrera acababa de llegar. El minúsculo patio ya había sido tomado por los técnicos de la policía científica. Solo Herrera y Diego Bedia se encontraban en ese momento junto al cadáver. La lluvia había cesado.

—Mira esto. —Diego señaló un grupo de objetos que se encontraban a los pies del cadáver.

—¿Qué coño significa?

—No lo sé —reconoció Diego. De pronto, tuvo una intuición—. No me extrañaría que tuviera que ver con los crímenes de Jack.

—¡No me jodas! —exclamó Herrera.

La mirada de los dos policías se dirigió de nuevo a los pies de la mujer asesinada. Junto a ellos, ejecutando una caprichosa coreografía, había un trozo de tela muy fina —parecida a la muselina—, un peine y un sobre. Después de que la policía científica tomara innumerables fotografías del escenario y de la disposición de aquellos objetos, descubrieron que dentro del sobre había dos aspirinas normales y corrientes. En el sobre, escrito en tinta azul, se leía: «Sussex Regiment». Además, en letras rojas: «London Aug. 23, 1888». Al dorso, aparecía escrita una letra «M», un «2», y las letras «Sp».

—Si la hubieran matado aquí, debería haber mucha sangre —dijo Herrera—. Alguien la trajo hasta aquí ya muerta, rompió el candado de la puerta de entrada —añadió, señalando con la mirada la puerta que daba acceso al patio— y la dejó aquí tirada.

Diego no dijo nada. Una mezcla de irritación y náusea se había apoderado de él. Le habían arruinado el sábado que pensaba disfrutar en compañía de su hija Ainoa. Afortunadamente, Marja libraba aquel fin de semana en el hotel y había dormido en casa de Diego. Marja se había quedado con la niña.

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