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Authors: Brian Weiss

Lazos de amor (11 page)

BOOK: Lazos de amor
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—He reconocido a mi hijo. Es mi hermano. ¡Oh, sí! Es Juan. ¡Qué maravilloso!

Ya había encontrado a su hermano anteriormente, encarnado en el cuerpo del abad, cuando Pedro era monje. Aunque en ninguna de sus vidas les habíamos encontrado como amantes, Juan era .una alma gemela que perduraba en el tiempo. El vínculo que existía entre ambas almas era muy fuerte.

Se mostró indiferente ante su madre y se concentró por completo en su joven esposa.

—Nos amamos profundamente —comentó—, pero no la identifico con ninguna mujer de mi vida actual. Nuestro amor es fuerte.

Permaneció en silencio durante un rato, disfrutando del recuerdo de su joven mujer y del profundo amor que habían compartido hacía cuatrocientos o quinientos años en una España muy diferente de la actual.

¿Podría Pedro experimentar un amor semejante en el futuro? ¿Acaso el alma de la esposa de Francisco también había atravesado los siglos hasta llegar al presente? Y suponiendo que así fuera, ¿se encontrarían alguna vez?

Trasladé de nuevo a Francisco al Nuevo Mundo
y
a la búsqueda de
oro.

—Regresa al puerto donde descargabas el barco —le indiqué—. Ahora ve hacia delante hasta el siguiente acontecimiento importante en tu vida de marinero. A medida que
voy
tocándote la frente
y
contando hacia atrás desde tres hasta uno, concentra tus evocaciones en el hecho más importante que recuerdes. Tres... dos... uno. Ya estás allí.

Francisco empezó a temblar.

—Tengo tanto
frío...
—dijo quejándose—,

pero sé que esta fiebre infernal va a volver.

Tal como predijo, unos segundos más tarde empezó a sudar mucho otra vez.

—¡Maldición! —exclamó—. Vaya morir... ¡Condenada enfermedad! Y los demás me han abandonado. Saben que no podré resistir, que ya no tengo salvación. Estoy sentenciado a morir en este miserable lugar. Ni siquiera hemos encontrado los tesoros que todos juran que hay aquí.

—¿Sobrevives a la enfermedad? —pregunté. Él se quedó en silencio, y yo esperé a que contestara..

—La enfermedad me ha matado. No he logrado abandonar la selva. La fiebre ha acabado conmigo y nunca más vuelvo a ver a mi familia. Van a sufrir mucho. Mi hijo es tan pequeño...

El sudor se entremezclaba con las lágrimas. Pedro lamentaba haber muerto joven, completamente solo y en una tierra extraña, a causa de una rara enfermedad que ni siquiera un hábil marinero podía vencer.

Hice que abandonara el cuerpo de Francisco y entonces empezó a flotar tranquilo y relajado, libre de la fiebre y del dolor, más allá del sufrimiento y la aflicción. .

Su rostro reflejaba paz y tranquilidad. Le dejé descansar.

Empecé a recapacitar sobre las pérdidas que Pedro había sufrido en sus diferentes vidas. Se había tenido que separar tantas veces de sus seres queridos... Había padecido tanto... A medida que iba abriéndose camino entre las inciertas y oscuras nubes del tiempo, ¿podría llegar a reunirse con ellos? ¿Iba a encontrados a todos?

Las vidas de Pedro se caracterizaban por diferentes patrones que se repetían y no se limitaban únicamente a las pérdidas. En esta regresión recordó que era español, pero también había sido un soldado inglés que fue muerto por sus enemigos españoles cuando los ingleses invadieron su fortaleza. Recordó vidas como hombre y como mujer. Vivió vidas como guerrero y como clérigo. Había perdido a seres queridos y también los había encontrado.

Después de su muerte como monje, rodeado de su familia espiritual, Pedro había repasado las lecciones que había aprendido de aquella existencia.

«.. Perdonar es muy importante —me había dicho—. Todos hemos cometido errores por los cuales condenamos a otros... Debemos perdonarlos.»

Todas sus vidas ilustraban este mensaje. Había tenido que aprender todas las facetas para conseguir una comprensión global. Yeso es lo que hacemos todos. Cambiamos de religión, de raza y de nacionalidad. Vivimos vidas de una riqueza esplendorosa y otras en la mayor miseria. En unas padecemos enfermedades y en otras disfrutamos de buena salud. Debemos aprender a desechar los prejuicios y el odio. Los que no lo consigan, simplemente cambiarán de bando y regresarán en el cuerpo de su enemigo.

«¿Sabrías mi nombre... —le pregunta Eric Clapton a su hijo, que murió trágicamente en un accidente— si te viera en el cielo? ¿Sería lo mismo si te viera en el cielo?»

Su pregunta es universal y eterna. ¿Cómo sabremos reconocer a nuestros seres queridos? Si nos encontramos otra vez, sea en el cielo o de vuelta en la tierra, ¿los reconoceremos y nos reconocerán en otro cuerpo?

Muchos de mis pacientes reconocen a sus seres queridos así, sin más. Cuando recuerdan sus vidas pasadas, miran a los ojos de su alma gemela y saben quién es. Sea en el cielo o en la tierra, perciben una vibración o una energía característica de sus seres amados. Vislumbran la personalidad más profunda que hay en su interior, y surge de ellos un conocimiento interno, que proviene del corazón. Se produce una conexión.

Puesto que los ojos del corazón son los prime
ros
que ven, las palabras no pueden transmitir por sí solas la seguridad del reconocimiento del alma. No existe duda ni confusión. Aunque él cuerpo sea posiblemente muy diferente del actual, el alma es la misma y se reconoce. Este reconocimiento es completo y queda fuera de toda duda.

Algunas veces el reconocimiento del alma puede tener lugar en la mente antes que en el corazón. Este tipo de reconocimiento suele producirse con bebés o niños pequeños que muestran unas peculiaridades físicas o comportamientos muy concretos; pronuncian una palabra o una frase e instantáneamente se reconoce en ellos a un padre, una madre o un abuelo queridos. Pueden tener una cicatriz o marca de nacimiento idéntica a la de nuestro ser querido, o quizá nos cogen de la mano o nos miran de la misma manera. El caso es que nosotros los reconocemos.

«¿Me cogerías de la mano si te viera en el cielo? ¿Me ayudarías a ponerme de pie si te viera en el cielo?»

En el cielo, un lugar que no requiere del cuerpo físico, el reconocimiento del alma puede producirse a través de un conocimiento interior: una percepción de la energía, la luz o la vibración específica del ser amado. Las sientes en el corazón. Se trata de una sabiduría intuitiva y profunda, y entonces reconocemos a nuestros seres queridos de un modo completo e inmediato. Incluso pueden ayudamos adoptando el cuerpo que tenían en la última encarnación que compartieron con nosotros. Los vemos tal como se nos aparecieron en la tierra, a menudo con un aspecto más joven y saludable.

«Al otro lado de la puerta... estoy seguro de que hay paz.»

Puede que sea al otro lado de la puerta del cielo, la que nos lleva a recordar las vidas pasadas que hemos compartido, o la que conduce a las vidas futuras que pasaremos junto a nuestros seres queridos, pero nunca estaremos solos. Ellos sabrán cuál es nuestro nombre. Nos darán la mano, llenarán de paz y reconfortarán nuestro corazón.

Mis pacientes, en estado de hipnosis profunda, me dicen repetidamente que la muerte no es un accidente. Cuando mueren bebés y niños pequeños, se nos brinda la oportunidad de aprender nuevas lecciones.

Ellos son nuestros maestros, nos enseñan mucho sobre valores y prioridades, y, por encima de todo, sobre el amor.

Las lecciones más importantes suelen aprenderse en los momentos más difíciles.

Capítulo 13

Nuestro nacimiento es un sueno y un olvido;

el alma que amanece con nosotros, nuestra estrella,

tuvo su lugar en otra parte,

y viene de muy lejos,

aunque no en un olvido absoluto

ni en completa desnudez,

pues llegamos arrastrando nubes de gloria desde Dios, nuestra morada.

El cielo nos rodea en nuestra infancia.

WILLIAM WORDSWORTH

A pesar de haber conseguido recordar con éxito varias vidas anteriores, Elizabeth seguía sufriendo. Había empezado a aceptar intelectualmente el concepto de continuidad del alma y de reaparición de la conciencia en las consecutivas re encarnaciones físicas. Se había reencontrado con almas gemelas a lo largo de este viaje. Pero los recuerdos no le devolvieron a su madre, al menos físicamente. No podía abrazada ni tampoco hablar con ella. La añoraba muchísimo.

Esta vez, cuando Elizabeth entró en mi consulta para iniciar la sesión, decidí intentar algo diferente, un método que ya había aplicado a otros pacientes con diversos resultados. Como de costumbre, mi intención era ayudada a conseguir un estado de relajación profunda. Quería guiada para que visualizara un bello jardín, paseara por él y descansara. Mientras descansaba, la invitaría a imaginar que se le acercaba un visitante, y que se comunicaba con él con pensamientos, palabras, imágenes, sentimientos y de cualqUier otra manera.

Todo lo que experimentó Elizabeth a partir de aquel momento surgió de su propia mente y no de mis indicaciones.

Se hundió profundamente en el sillón abatible de cuero y enseguida entró en un estado hipnótico. Conté de diez a uno para hacer más profundo su trance. Se imaginó a sí misma bajando una escalera de caracol. Cuando llegó al último peldaño, visualizó el jardín. Empezó a pasear y después se detuvo para descansar. Le indiqué que iba a acercársele un visitante y aguardamos juntos su llegada. Unos segundos más tarde, advirtió una hermosa luz que se aproximaba a ella. El suave llanto de Elizabeth rompió el silencio que imperaba en la consulta.

—¿Por qué lloras? —le pregunté.

—Es mi madre... La puedo ver inmersa en la luz. Está tan joven, tan guapa... Me alegro de verte —añadió, esta vez comunicándose con su madre directamente.

Elizabeth sonreía y lloraba al mismo tiempo. —Puedes decide cosas, hablar con ella —le recordé.

A partir de entonces no dije nada más, pues no quería interferir en aquel encuentro. Elizabeth no estaba evocando un recuerdo, tampoco estaba volviendo a experimentar algo que ya había ocurrido: estaba viviendo un acontecimiento.

El encuentro con su madre tenía lugar intensa y emotivamente en la mente de Elizabeth. El hecho de que aquella reunión se celebrara de un modo tan convincente en su mente confería un grado considerable de realidad a la experiencia. Las posibilidades de aliviar su aflicción eran ahora palpables.

Permanecimos sentados durante unos minutos en un silencio total interrumpido ocasionalmente por algunos suspiros. De vez en cuando se deslizaba una lágrima por la mejilla de Elizabeth, que, a la vez, mostraba una constante sonrisa. Finalmente, empezó a hablar.

—Se ha ido —dijo con calma—. Tenía que irse, pero volverá.

Elizabeth seguía hablando y contestando a mis preguntas muy relajada y con los ojos cerrados.

—¿Se ha comunicado contigo? —le pregunté.

—Sí. Me ha dicho muchas cosas. Que debo confiar en mí misma. Me ha dicho: «Confía en ti. ¡Te he enseñado todo lo que necesitabas saber!»

—¿Qué significa esto para ti?

—Que debo creer en mis propios sentimientos y no dejar que los demás influyan siempre en mis decisiones... especialmente los hombres —añadió haciendo hincapié en ello—. Me ha dicho que los hombres se han aprovechado de mí porque yo no creía lo suficiente en mí misma y les he dejado que lo hicieran. Les he dado demasiado poder quitándomelo a mí misma. Debo dejar de comportarme así. También me ha dicho: «Somos todos iguales. Las almas no son femeninas ni masculinas. Eres tan bella y poderosa como cualquier otra alma del universo. No lo olvides; no dejes que te confundan sus distintas formas físicas.»

—¿Te ha dicho algo más?

—Sí. Todavía hay más —contestó sin especificar.

Sentado en el camerino de televisión antes de intervenir en
El show de Donahue,
fui testigo de una escena increíblemente surrealista. Jenny Cockell, una mujer inglesa de cuarenta y un años, estaba con su hijo Sonny, de setenta años, y su hija Phyllis, de sesenta y nueve. La historia de esta familia es infinitamente más interesante y convincente que la de Bridey Murphy, un famoso caso en la historia de las reencarnaciones.

Desde que Jenny era pequeña, siempre supo que en una vida anterior reciente había muerto repentinamente dejando huérfanos a sus ocho hijos. Conocía con detalle algunos hechos de su vida a principios del siglo xx en la Irlanda rural. Su nombre en aquella vida era Mary.

La familia de Jenny le seguía la corriente, pero no tenían suficientes medios ni interés para investigar las historias' fantásticas que explicaba la niña sobre su trágica vida anterior en la más abrumadora pobreza en la Irlanda de principios de siglo. Jenny creció sin saber si sus vívidos recuerdos eran reales o no.

Finalmente logró disponer de los medios necesarios para iniciar la investigación. Encontró a cinco de los ocho hijos de Mary Sutton, una mujer irlandesa que murió en 1932 durante el parto de su octavo hijo. Los hijos de Mary Sutton confirmaron muchos de los recuerdos increíblemente detallados de Jenny. Parecían convencidos de que ella era en efecto Mary, su madre «muerta».

Allí, en el camerino de televisión, yo observaba cómo se desarrollaba aquella reunión.

El rumbo de mis pensamientos cambió y en un instante me encontré viendo la primera secuencia del viejo programa de televisión
El show de Ben Casey.
Era un programa sobre medicina de finales de los años cincuenta o principios de los sesenta. Mi madre me recomendaba sutilmente, como quien no quiere la cosa, que viera el programa, intentando convencerme de que estudiara la carrera de medicina.

El show de Ben Casey
empezaba mostrando unos símbolos universales mientras el neurocirujano de avanzada edad que era el mentor del joven doctor Ben Casey, coreaba: «Nacimiento... Muerte... Hombre... Mujer... Infinitud.» O algo muy parecido. Misterios universales, enigmas sin solución. Sólo sentarme en el camerino, ; justo antes de intervenir en
El show de Donahue
como especialista en recuerdos de vidas pasadas, _ ya estaba contestando las preguntas que no habían sabido responder Ben Casey y todos los demás.

¿Nacimiento? Si en verdad nunca morimos, entonces no llegamos realmente a nacer. Somos r inmortales, divinos e indestructibles. La muerte : no es nada más que cambiar de habitación atravesando el umbral de una puerta. ¿Hombre? ¿Mujer?

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