Lazos de amor (9 page)

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Authors: Brian Weiss

BOOK: Lazos de amor
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Luego, como si les volviera a tocar el turno, los mensajes son de nuevo más psicológicos y adquieren la forma de impresiones que se suceden una detrás de otra, como centelleos.

—Dios perdona, pero también debes ser perdonado por los demás, y tienes que perdonados a ellos. El perdón también es una responsabilidad tuya. Debes perdonar y ser perdonado. El psicoanálisis no repara los daños. Tienes que ir más allá del entendimiento y realizar cambios, mejorar el mundo, arreglar las relaciones, perdonar a los demás y aceptar su perdón. Es sumamente importante perseguir la virtud sin descanso. Solamente hablar de ella no es suficiente. Entender con el intelecto y no aplicar un remedio tampoco es suficiente. Pero expresar el amor sí lo es.

Capítulo 10

He estado antes aquí,

pero no sabría decir cuándo,

conozco la hierba que hay más allá de la [puerta,

el aroma sano y penetrante,

el rumor acompasado, las luces de la costa. Habías sido mía antes,

no puedo decir cuánto tiempo hace de ello; pero justo cuando te giraste

para ver volar la golondrina,

un velo cayó y lo supe todo de los tiempos pasados]

DANTE GABRIEL ROSSETTI

Pedro estaba recordando una vida anterior llena de complicaciones. A veces, las vidas más difíciles son las que nos brindan más posibilidades de aprender, de recorrer nuestro camino con mayor rapidez.

Las vidas más llevaderas suelen ofrecemos menos posibilidades para progresar que las difíciles. Son momentos para descansar. Pero estaba claro que la vida que Pedro recordaba aquel día no era de las más fáciles.

De repente él se enfureció y apretó con fuerza los dientes.

—Me obligan a irme, y yo no quiero... ¡no deseo esta clase de vida!

—¿Adónde te obligan a ir? —le pedí que me aclarara.

—Quieren que tome los hábitos, que me haga monje iY yo no lo quiero! —repitió.

Se quedó en silencio un minuto, pero seguía enfadado. Después empezó a explicarse.

—Soy el hijo menor. Mis padres esperan esto de mí —continuó—. Pero yo no quiero dejarla, estamos enamorados. Si me voy, alguien ocupará mi lugar... y yo no podría soportado. ¡Antes prefiero morir!

Pero no murió. Lo que ocurrió fue que poco a poco se fue resignando hasta conformarse con la única opción que tenía. Tuvo que separarse de su amada. Con el corazón desgarrado, continuó viviendo. Pasaron unos años.

—Ahora ya no es tan terrible. Llevo una vida pacífica. Me siento muy cerca del abad y he decidido permanecer a su lado.

Después de otro silencio, se produjo un reconocimiento.

—Él es mi hermano... mi hermano. Estoy convencido. Estamos muy unidos. ¡Reconozco sus ojos!

Finalmente Pedro se había reencontrado con su hermano fallecido.

Su dolor empezaba a aliviarse, porque si ambos habían estado juntos anteriormente, podían estado otra vez.

Transcurrieron unos años. El abad envejeció.

—Pronto me abandonará —pronosticó Pedro—, pero nos reuniremos otra vez, en el cielo... Hemos rezado para que así sea.

El abad murió y Pedro lamentó su pérdida.

Rezó y meditó. Pronto le llegaría su hora.

Enfermó de tuberculosis y tosía constantemente. Le costaba respirar. Sus hermanos espirituales le hacían compañía alrededor de su lecho.

Le dejé que pasara rápidamente al otro lado. No era necesario que sufriera otra vez.

—Ahora sé lo que es la ira y el perdón —empezó a decirme sin dejar que le preguntara lo que había aprendido de aquella vida—. He aprendido que sentir rabia es estúpido. Corroe el alma. Mis padres hicieron lo que creyeron más apropiado, tanto para mí como para ellos. No comprendieron la intensidad de la pasión que yo sentía, ni tampoco que era yo quien tenía el derecho de decidir el camino de mi vida, y no ellos. Su intención era buena, pero no comprendieron. Fueron unos ignorantes; pero yo también lo he sido. He intentado dominar las vidas de otras personas. Entonces, ¿por qué juzgarles o reprocharles algo cuando yo me he comportado como ellos? Se calló y luego prosiguió:

—Por eso es tan importante perdonar. Todos hemos hecho cosas por las cuales condenamos a otros. Si deseamos que se nos perdone, debemos perdonar. Dios nos perdona. Nosotros también deberíamos hacerla.

Pedro seguía repasando lo que había aprendido.

—Si yo hubiera tenido claro mi camino, no me habría encontrado con el abad —concluyó—. Siempre que busquemos compensación, gracia y bondad, las encontraremos. Si yo hubiera estado resentido por la vida que llevaba y hubiera seguido viviendo con rabia y amargura, habría perdido la oportunidad de encontrar el amor y la bondad que me brindaron en el monasterio.

Todavía quedaban algunas lecciones de menor importancia.

—Me he dado cuenta de lo importante que es rezar y meditar —añadió.

Después permaneció en silencio reflexionando sobre lo que había aprendido durante su vida piadosa y lo que esto significaba.

—Quizá fue mejor sacrificar el amor de la pareja por el inmenso amor de Dios y de mis hermanos —conjeturó.

Yo no estaba seguro de ello y Pedro tampoco. Cientos de años después, él escogió un camino muy diferente en su vida como Magda.

El siguiente paso en su viaje para verificar dónde se unían el amor espiritual y el humano se produjo inmediatamente después del recuerdo de su vida como monje. .

—Alguien me arrastra hacia otra vida –dijo con brusquedad—. ¡Mi deber es ir!

—¡Adelante! —le insté—. ¿Qué ocurre?

—Estoy tumbado en el suelo, herido de gravedad... Hay unos soldados por aquí cerca. Me han arrastrado por el suelo y las rocas... ¡Me estoy muriendo! —dijo jadeando—. Me duelen mucho la cabeza y un costado —murmuró con un hilo de voz—. Ya nadie se interesa por mí.

Poco a poco fui conociendo el final de la malograda historia de este hombre.

Cuando dejó de reaccionar, los soldados se marcharon. Los veía por encima de su cuerpo con sus cortos uniformes de piel y sus botas. No parecían muy contentos, pues sólo habían querido divertirse a costa de él sin llegar a matado. No es que se arrepintieran, ya que para ellos la vida de los demás no valía gran cosa; pero el juego no había terminado como ellos pensaban.

La hija acudió en busca de su padre. Triste y llorosa, le mecía suavemente la cabeza en su regazo. Él sentía que la vida se iba escapando de su cuerpo. Debía de tener las costillas rotas, porque cada vez que respiraba sentía un dolor agudo en el torso. En la boca sentía el sabor de la sangre.

Casi no le quedaban fuerzas. Intentó decirle algo a su hija, pero no logró pronunciar ni una sola palabra. Se oyó un lejano gorgoteo que provenía de algún profundo lugar de su cuerpo.

—Te quiero, padre... —oyó que su hija le susurraba.

No podía responder. Él la quería mucho. Iba , a añorarla más de lo que un ser humano es capaz de soportar. .

Cerró los ojos por última vez y aquel intenso dolor desapareció. Pero, de algún modo, todavía podía ver. Se sentía más libre y ligero que nunca.

Se vio a sí mismo mirando hacia abajo y contemplando su cuerpo deshecho, y observó cómo su hija acunaba sobre su regazo la cabeza y los hombros relajados de aquel cuerpo. La niña sollozaba y no era consciente de que su padre estaba en paz, de que ya no sufría. Mientras lo mecía suavemente, tenía los ojos clavados en el cuerpo de su padre, un cuerpo que ya no albergaba su espíritu.

Él ya estaba preparado para abandonarles. También ellos gozarían de este bienestar. Sólo tenían que recordar que, cuando les llegara la hora, abandonarían su cuerpo.

Percibió una luz deslumbrante, más reluciente y maravillosa que la que producirían mil soles juntos.

Sin embargo, podía mirarla directamente. Alguien que se hallaba cerca de aquella luz o dentro de ella le estaba haciendo señas. ¡SU abuela! Tenía un aspecto joven, radiante y saludable. Tuvo la necesidad de ir a su encuentro y se desplazó hacia la luz sin dudado un segundo.

Alcanzó a leer un mensaje en los pensamientos de su abuela: «Me alegro de volver a verte, pequeño. Ha pasado mucho tiempo.»

Lo abrazó espiritualmente y juntos se encaminaron hacia el interior de la luz.

Mi mente me llevó hasta mi primer hijo, Adam, que vivió una vida muy breve. Creo que fue aquella imagen de la afligida hija de Pedro mientras acunaba a su padre moribundo entre el polvo la que despertó en mí este recuerdo.

Carol y yo nos abrazamos consolándonos mutuamente después de una llamada telefónica del hospital. Adam había muerto a los veintitrés días. Aquella arriesgada operación a corazón abierto no consiguió salvarle la vida. Lloramos juntos, pues era lo único que podíamos hacer.

El dolor físico y psíquico que nos invadió era insoportable. Nos costaba respirar. Si inspirábamos profundamente, nos dolía el corazón; el aire no llegaba a nuestros pulmones. Parecía como si llevásemos un corsé apretado que no podíamos aflojar de ninguna manera.

Con el tiempo, aquella profunda tristeza fue suavizándose, pero el vacío en el' corazón seguía intacto. Tuvimos a Jordan y a Amy, que son unos hijos fenomenales, pero no podían remplazar a Adam.

El paso del tiempo nos ayudó. Las olas de dolor se van diluyendo al igual que las ondas sobre la superficie de un lago cuando se arroja una piedra. Pero todo en nuestra vida estaba conectado con Adam, como las ondas alrededor del lugar en que se hundió la piedra.

Poco a poco, fuimos rehaciendo nuestra vida con nuevas amistades y experiencias, que no estaban tan directamente conectadas con Adam y nuestro sufrimiento. Las ondas se iban alejando del centro. Más acontecimientos, más novedades, más personas en nuestra vida. Nuestro espacio se llenaba de oxígeno. Ya podíamos inspirar profundamente otra vez. El dolor nunca se olvida; pero, a medida que el tiempo va pasando, se puede vivir con él.

Diez años después, en Miami, nos reencontramos con Adam. Nos habló a través de Catherine, la paciente que aparece en
Muchas vidas, muchos maestros,
y, después de aquello, nuestra vida cambió radicalmente. Tras una década de sufrimiento, empezamos a entender la inmortalidad del alma.

Capítulo 11

El hombre vive y muere muchas veces entre sus dos eternidades,

la de la estirpe y la del alma,

y la vieja Irlanda lo sabía.

Muera el hombre en su lecho

bien caiga por arma de fuego,

una breve separación de los suyos

es lo único que debe temer.

Aunque es larga la tarea de los sepultureros, sus palas son resistentes y sus músculos

fuertes. No hacen sino devolver a los que entierran a la mente de los hombres.

W. B. YEATS

Elizabeth sollozaba silenciosamente sentada en el sillón abatible. Como el rímel dibujaba cercos alrededor de sus ojos, le ofrecí un pañuelo y ella se limpió la cara sin poner demasiada atención mientras las _ oscuras lágrimas —descendían a toda prisa hacia el mentón. .

Acababa de recordar una vida anterior en la que era una mujer irlandesa cuya existencia había terminado felizmente y en paz. Pero el gran contraste entre esa vida pasada y la actual, llena de ausencias y desesperación, le causó mucho dolor. Por eso lloraba, a pesar del final feliz. Eran lágrimas de tristeza, no de alegría.

La sesión se había iniciado de un modo tranquilo. Elizabeth hacía muy poco tiempo que había recuperado la energía y la suficiente confianza en sí misma como para entablar una relación de pareja, en este caso con un hombre mayor.

Elizabeth se sintió atraída inicialmente por su posición social y su dinero, pero no había química entre ellos, por 10 menos por parte de ella. La razón le decía a gritos que se asentara, que aceptara que él era un hombre que le iba a proporcionar seguridad; además, parecía que él la quería bastante.

El corazón, sin embargo, le decía que no. «No sigas adelante. No le quieres; y sin amor, ¿qué queda?»

Finalmente, su corazón ganó la batalla. Aquel hombre la presionaba para que profundizaran sus relaciones, tuvieran contactos sexuales y se comprometieran.

Elizabeth decidió romper. Se sintió aliviada por un lado y triste por estar sola otra vez, pero no se deprimió. Consiguió encajar muy bien la ruptura. Sin embargo, allí estaba, con los ojos hinchados, la nariz tapada y el rímel corrido.

Cuando empecé el proceso de regresión entró en un estado de trance profundo y empezamos el viaje retrospectivo. Esta vez el lugar era Irlanda, varios siglos atrás.

—Soy muy bonita —dijo, describiéndose a sí misma—. Tengo los ojos azules y el pelo oscuro. Voy vestida modestamente y no estoy maquillada ni llevo joyas_ Parece que quiero esconderme. Tengo la piel blanca como la nieve.

—¿De qué quieres esconderte? —le pregunté para no perder el hilo. Se quedó callada unos segundos buscando la

respuesta. —De mi marido.;. sí, de él. ¡Oh, es un patán! No deja de beber y se vuelve agresivo. Es tan egoísta... ¡Maldito el día en que me casé con él!

—¿Por qué le escogiste? —le pregunté inocentemente.

—Yo no lo escogí, nunca le hubiera escogido. Mis padres lo decidieron, y ahora están muertos. Ellos ya se han ido, pero yo todavía tengo que convivir con él. No tengo a nadie más —dijo

añadiendo un tono de tristeza y fragilidad a la cólera que había en su voz.

—¿Tienes hijos? ¿Vivís con alguien más? —le pregunté.

—No —dijo. Su ira se iba calmando y cada vez parecía más triste—. N o puedo... Tuve un... un aborto. Una hemorragia, una infección. Me han dicho que no puedo tener hijos. Él está enfadado conmigo por esto. Me echa la culpa porque no puedo darle hijos. ¡Como si yo lo hubiera deseado! —dijo enfadada otra vez—. Me pega —añadió bajando el tono de voz—. Me pega y me trata como a un perro. Lo odio.

Se calló y empezaron a brotar lágrimas de sus Ojos.

—¿Te pega? —repetí.

—Sí —contestó simplemente.

Esperé a que continuara, pero no tenía ganas de explicar los detalles.

—¿Dónde te pega? —insistí.

—En la espalda, en los brazos, en la cara. En todas partes.

—¿Puedes detenerle? .

—A veces. Solía defenderme, pero era peor, porque me hacía más daño. Bebe demasiado. No me queda más remedio que aguantar los golpes. Al final se cansa y para... hasta la vez siguiente.

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