Read Lazos de amor Online

Authors: Brian Weiss

Lazos de amor (13 page)

BOOK: Lazos de amor
10.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Aquel día, al amanecer, Elizabeth tuvo uno de estos sueños.

Elizabeth irrumpió en mi despacho antes de hora, ansiosa por explicarme el sueño que había tenido la noche anterior. Parecía menos angustiada y más relajada que nunca. Me dijo que sus compañeros de trabajo le habían comentado que la veían mejor, más paciente y amable, incluso más animada que la «antigua» Elizabeth, la de antes de que muriera su madre.

—No ha sido un sueño de los habituales —recalcó—. Era mucho más vivo y real. Todavía me acuerdo de detalles, cuando normalmente me olvido muy rápidamente de los sueños, como bien sabes.

Le había propuesto que escribiera sus sueños en cuanto se despertara. Tener un diario en la mesita de noche y anotar todo lo que consideremos representativo de nuestros sueños es un buen ejercicio para agilizar la memoria. Si no, el contenido del sueño se pierde fácilmente. Pero Elizabeth siempre había sido perezosa cuando .se trataba de narrar los sueños por escrito, y cuando llegaba a mi consulta ya se había olvidado de la mayoría de detalles, si es que todavía recordaba algo.

Este sueño fue diferente, tan vívido que todos los detalles quedaron grabados en su mente.

—Al principio entraba en una habitación espaciosa, No había ventanas, lámparas, ni luces de ningún tipo. Pero, en cierto modo, las paredes resplandecían. Irradiaban suficiente luz para iluminar cada recodo de la habitación.

—¿Las paredes estaban calientes? —le pregunté.

—Creo que no. Despedían luz, pero no calor; aunque no llegué a tocarlas con las manos.

—¿Qué más advertiste en la habitación?

—Sé que había una biblioteca o algo parecido, pero no recuerdo haber visto libros ni estanterías. En una esquina del cuarto había una estatua de la Esfinge, con dos sillas de una época antigua a cada lado. No eran modernas. Eran muy parecidas a un trono de piedra o de mármol.

Se quedó callada un momento, mirando fijamente hacia arriba y a la izquierda mientras intentaba recordar cómo eran aquellas sillas antiguas.

—¿Por qué crees que había una estatua de la Esfinge? —pregunté.

—No lo sé. Quizá porque en la biblioteca era posible descifrar secretos. Recuerdo el enigma de la Esfinge: ¿Qué es lo que se sostiene sobre cuatro patas por la mañana, sobre dos durante el día y sobre tres por la noche? El hombre. Un bebé que gatea se convierte en adulto que a su vez envejece hasta que necesita un bastón para andar. Quizá la estatua de la Esfinge tenga algo que ver con el enigma, o con los enigmas en general.

—Podría ser —admití, mientras mi mente volvió al
Edipo
y a la primera vez que oí hablar del enigma—, aunque también puede significar muchas otras cosas —añadí—. Por ejemplo, ¿y si la Esfinge nos proporciona, de alguna manera, una pista sobre la naturaleza de la biblioteca,
so
bre su estructura o sobre su ubicación?

La mente que sueña puede ser muy compleja. —No estuve allí el tiempo suficiente para comprobado —respondió.

—¿Había algo más en la habitación?

—Sí —dijo sin dudado un segundo—. Había un hombre por ahí cerca vestido con una túnica blanca muy larga. Creo que era el bibliotecario. Él decidía quién podía entrar en la habitación y quién no. A mí me dejó entrar por alguna razón que desconozco.

En ese momento mi mente práctica ya no pudo soportado más.

—¿Qué sentido tiene una biblioteca sin libros? —le dije impulsivamente.

—Ésta es la parte más extraña. Lo único que tenía que hacer era extender los brazos con la palma de las manos hacia arriba y el libro que yo buscaba se iba materializando sobre mis manos. Aparecía en un instante, como si saliera directamente de la pared y se solidificara en mis manos. —¿Qué clase de libro era?

—No lo recuerdo bien. Un libro sobre mí,
so
bre mis diferentes vidas. Tenía miedo de abrirlo. —¿Por qué?

—No lo sé. Contenía algo malo, algo de lo que me avergonzaría.

—¿Te ayudó el bibliotecario? —Pues no, la verdad. Se puso a reír. Luego dijo: «La rosa, ¿tiene miedo de sus espinas?» Y se burló un poco más de mí.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Me acompañó hasta la salida. Pero tuve la sensación de que al final comprendería lo que él había querido decir y podría volver sin miedo para leer aquel libro. Se quedó en silencio, pensativa.

—¿Acaba aquí el sueño? —le pregunté.

—No. Cuando abandoné la biblioteca me dirigí a un aula donde se impartía un curso. Había allí quince o veinte estudiantes, entre ellos un hombre joven que me resultaba muy conocido; se parecía a mi hermano..., pero no lo era, no era Charles —añadió refiriéndose a su hermano en la vida actual, que reside en California.

—¿De qué trataba el curso?

—No lo sé.

—¿Pasaba algo más? —pregunté.

—.... Sí —respondió dubitativa.

Me pregunté por qué dudaba ahora después de haberme descrito con tanto detalle escenas del sueño muy insólitas.

—Apareció un profesor —continuó explicando casi en un susurro—. Sus ojos eran de un marrón intenso, pero de pronto adquirían un tono violeta y luego volvían a recuperar su color original. Era muy alto y llevaba una túnica blanca como única prenda. Iba descalzo... Se me acercó y me miró fijamente a los ojos.

—¿Y?

—Un sentimiento de amor indescriptible se apoderó de mí. Sabía que todo iba a salir bien, que todo lo que estaba experimentando formaba parte de un programa, y que ese plan era perfecto.

—¿Te lo dijo él?

—No. No hizo falta. De hecho, no dijo nada.

Simplemente sentí todas estas cosas, que parecían provenir de él. Pude sentido todo, saberlo todo. Sabía que no tenía que temer... nunca... Después, él se marchó.

—¿Qué más?

—Me sentí muy ligera. Lo último que recuerdo es que flotaba entre las nubes. Me sentía tan amada y tan segura... Después me desperté. —¿Cómo te sientes ahora?

—Bien, pero la sensación se va desvaneciendo. Recuerdo el sueño perfectamente, pero las sensaciones se van debilitando. El tráfico que me he encontrado al venir hacia aquí no ha sido lo más apropiado —añadió.

Una vez más, la vida cotidiana interfería en las experiencias trascendentales.

En una ocasión, una mujer me mandó una carta agradeciéndome que hubiera escrito mi primer libro. La información que le proporcioné la había ayudado a entender y aceptar dos sueños que había tenido, separados por más de dos décadas.

La carta quedó destrozada tras la violenta irrupción del huracán Andrew en mi despacho, pero recuerdo su contenido perfectamente.

Desde que era una niña sabía que iba a tener un hijo muy especial llamado David. Creció, se casó, tuvo dos hijas y ningún varón. En la mitad de la treintena empezó a preocuparse. ¿Y David?

En uno de sus sueños más vívidos se le acercó un ángel y le dijo: «Podrás tener a tu hijo, pero sólo se quedará contigo diecinueve años y medio. ¿Te parece bien?» Ella aceptó.

Unos meses más tarde se quedó embarazada y finalmente dio a luz a David. Efectivamente era un niño peculiar, muy afectuoso, sensible y lleno de amor. «Un ser de los que ya no existen», diría ella.

Nunca le contó a David su sueño ni el pacto que hizo con el ángel. A los diecinueve años y medio, su hijo murió a causa de un extraño cáncer cerebral. Se sintió angustiada, culpable, afligida, desesperada. ¿Por qué había aceptado la propuesta del ángel? ¿Era ella en cierto modo la responsable de la muerte de David?

Un mes más tarde tuvo un sueño muy vívido en el que aquel ángel reapareció, pero en esta ocasión iba acompañado de David, quien le dijo: «No te aflijas tanto. Te quiero. Yo te elegí; no fuiste tú quien me eligió a mí.» y ella comprendió.

Capítulo 16

Una prueba fehaciente de que los hombres conocen la mayoría de las cosas antes de nacer es el hecho de que cuando son simples niños llegan a entender innumerables
fenómenos con tal rapidez que es evidente que no los están comprendiendo por primera vez, sino que los recuerdan, los traen a la memoria...

CICERÓN

Por un momento me sentí confundido. Pedro había atravesado en su imaginación una puerta que conducía a otro tiempo y a otro lugar. Por el movimiento rápido de sus ojos, pude adivinar que en aquel instante estaba contemplando algo.

—Puedes hablar —le dije—, y al mismo tiempo permanecer en trance, observando y viviendo experiencias. ¿Qué ves?

—Me veo a mí mismo —respondió—. Estoy tumbado en un campo, de noche. El aire es frío y limpio... Hay muchas estrellas.

—¿Estás solo?

—Sí. No veo a nadie por aquí.

—¿Qué aspecto tienes? —le pregunté intentando averiguar más detalles de la época y el lugar en los que había aparecido.

—Soy yo mismo... Tengo unos doce años...

Llevó el pelo corto —añadió.

—¿Eres tú mismo? —pregunté.

Todavía no había comprendido que Pedro había retrocedido solamente hasta su infancia y no a una vida pasada.

—Sí —contestó simplemente—: He vuelto a mi niñez en México.

Enseguida lo entendí todo, y entonces centré más mi atención en los sentimientos. Quería saber por qué su mente había escogido ese recuerdo en concreto de entre la gama tan amplia de posibilidades de que disponía.

—¿Cómo te sientes?

—Soy feliz. El cielo nocturno me inspira paz.

Las estrellas siempre me han resultado entrañables y me siento muy cerca de ellas... Me gusta fijarme en las constelaciones y observar cómo recorren el cielo con el paso de las estaciones.

—¿Estudiáis las estrellas en el colegio? —En realidad no, sólo un poco. Pero yo leo libros sobre ellas por mi cuenta. Lo que más me gusta es observadas.

—¿Hay alguien más en tu familia que disfrute mirando las estrellas?

—No —contestó—. Sólo yo.

Entonces sutilmente intenté estimular su yo superior, ampliar su perspectiva, para averiguar la importancia de aquella evocación.

—¿Es muy importante este recuerdo del cielo nocturno? —le pregunté—. ¿Por qué tu mente ha escogido esta escena en concreto?

Guardó silencio. Su rostro se relajó. —Las estrellas son un regalo para mí —empezó a decir dulcemente—. Me proporcionan bienestar. Son una sinfonía que ya he oído antes, me refrescan el alma, me recuerdan lo que he olvidado... Y no sólo eso —continuó enigmático—. Son el camino que me guía hacia mi destino, de un modo lento pero seguro. Debo ser paciente y no interferir en el camino... La fecha está fijada. Se quedó callado otra vez. Le dejé descansar,

y un pensamiento me vino a la mente. El cielo , nocturno ha estado aquí desde mucho antes de que apareciera la humanidad. En cierta manera, ¿no hemos oído todos alguna vez esta antigua sinfonía? Nuestro destino,
¿no
está ya prefijado? Luego hice otra reflexión, de palabras claras y significado ambiguo. Yo también debo ser paciente y no interferir en el destino de Pedro. Este pensamiento me vino a la mente como una instrucción. Resultó ser una profecía.

Ya que pacientes como Pedro y Elizabeth desafiaban mis creencias tradicionales sobre la vida y la muerte e incluso sobre la psicoterapia, decidí empezar a meditar o por lo menos a reflexionar cada día sobre ello. En estados de profunda relajación, solían surgir de repente en mi conciencia una diversidad de ideas, imágenes y conceptos.

Un día, me sobresaltó un pensamiento que acudió a mí como un mensaje urgente. Era necesario que observara muy de cerca a aquellos pacientes a los que hacía largo tiempo que trataba, mis pacientes crónicos. Entonces los vería más claramente, y así no sólo aprendería más cosas sobre ellos, sino también sobre mí mismo.

Los pacientes que estaba tratando en esos momentos mediante la terapia de regresión, los métodos de visualización y la orientación espiritual obtenían muy buenos resultados. Pero ¿qué ocurría con el resto de pacientes, muchos de los cuales se sometieron a terapia conmigo antes de que publicara mis libros? ¿Qué es lo que me faltaba saber de mí mismo?

Tal y como comprobé: un montón de cosas.

Había dejado de ser un profesor para muchos de estos pacientes crónicos; yo era simplemente una costumbre para ellos, una muleta. La mayoría dependía de mí, y yo, en lugar de retarles a obtener su independencia, me conformé con desempeñar el papel habitual.

Yo también dependía de ellos. Me pagaban, me halagaban, me hacían sentir indispensable, lo cual reforzaba el estereotipo del médico como un semidiós en nuestra sociedad. Tenía que enfrentarme a mi ego.

Afronté mis miedos uno por uno. La seguridad fue el primero. El dinero no es bueno ni malo; aunque a veces sea importante, no proporciona una verdadera seguridad. Necesitaba creer más en mí. Para p0der correr riesgos y comprometerme a llevar a cabo la acción correcta, tenía que saber por adelantado que todo iría bien. Examiné mis valores: qué era importante en mi vida y qué no. Conforme repasaba mis creencias y valores y los ponía en orden, mis preocupaciones acerca del dinero y de la seguridad fueron desapareciendo como la niebla se esfuma con la luz del sol. Me sentí seguro.

Después abordé mi necesidad de sentirme indispensable e importante. Esto es otra ilusión del ego. Recordé que somos seres espirituales. En el fondo todos somos iguales. Todos somos importantes.

Mi necesidad de ser especial, de ser querido, sólo podía satisfacerse de verdad a un nivel espiritual, desde lo más profundo de mi interior, desde la divinidad que hay dentro de mí.

Mi familia podría ayudarme, pero sólo hasta cierto punto. Mis pacientes, evidentemente no. Yo podía enseñarles y ellos podían enseñarme a mí. Podíamos ayudarnos mutuamente, pero no satisfacer nuestras necesidades más profundas, porque eso sólo se obtiene mediante una búsqueda espiritual.

Los médicos somos maestros y terapeutas muy preparados, pero no semidioses. Simplemente somos personas expertas en nuestro campo. Somos eslabones de la misma cadena, como todos aquellos que ayudan en nuestra sociedad.

Las personas suelen ocultarse detrás de sus etiquetas y máscaras profesionales (médico, abogado, senador, etc.), la mayoría de las cuales ni siquiera existían antes, de los años veinte o treinta. Hemos de recordar quiénes éramos antes de que nos concedieran nuestros títulos.

No se trata solamente de que todos seamos capaces de convertirnos en seres afectuosos y espirituales, en personas compasivas, buenas y pacíficas, llenas de alegría y de serenidad. Ya lo somos. Lo que pasa es que lo hemos olvidado, y nuestro ego, por lo visto, intenta evitar que lo recordemos.

BOOK: Lazos de amor
10.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Neon Mirage by Collins, Max Allan
The Chamber of Ten by Christopher Golden
Book of Dreams by Traci Harding
Tara Road by Maeve Binchy
The '85 Bears: We Were the Greatest by Ditka, Mike, Telander, Rick
Theodore Roethke by Jay Parini
Operation Eiffel Tower by Elen Caldecott