Authors: Brian Weiss
Danny era un niño maravilloso, pero el vínculo que me unía a él era todavía más fuerte y especial por el hecho de ser mi primer paciente.
Danny luchó heroicamente. Había perdido el pelo debido a la quimioterapia, tan potente como tóxica, y tenía el vientre muy hinchado. A pesar de todo, se iba recuperando y sus padres y yo no perdíamos la esperanza. Por aquel entonces, un alto porcentaje de niños superaba esta clase de dolencia.
Yo era el miembro más joven del equipo. Como es normal, los estudiantes de medicina tienen menos conocimientos prácticos que los residentes internistas o asistentes que están continuamente ocupándose de enfermos; sin embargo, los estudiantes tienen más tiempo para dedicar al paciente y a su familia. En general, ésta es su principal tarea. Normalmente nos tocaba a nosotros hablar con la familia o transmitir los mensajes al paciente. .
Danny era mi paciente más importante y sentía mucho afecto por él. Pasaba muchas horas sentado en su cama, hablando o jugando con él, o leyéndole cuentos. Admiraba su valentía. También solía pasar horas con sus padres en aquella triste y oscura habitación de hospital. A veces incluso comíamos juntos en la cafetería. Estaban asustados, pero se animaban cuando veían a su hijo mejorar.
De repente, Danny empeoró radicalmente.
Una peligrosa infección respiratoria atacó a su debilitado sistema inmunitario: le costaba respirar y sus ojos perdieron la vivacidad habitual y se volvieron vidriosos y apagados. Los miembros más veteranos del equipo médico me relegaron.
Empezaron a administrarle antibióticos, luego interrumpieron el tratamiento y a continuación le recetaron otros antibióticos, pero todo fue en vano. Danny se iba apagando por momentos. Permanecí junto a sus padres, compartiendo su sufrimiento y su terror. La enfermedad ganó la batalla. Danny murió.
Yo estaba demasiado abatido para seguir junto a sus padres; lo único que hice fue abrazarles y decirles algunas palabras de consuelo. Me identifiqué totalmente con el dolor que sufrieron en aquel momento. Tres años más tarde, cuando mi propio hijo murió en un hospital, lo comprendí todavía más. Pero en aquel momento, me sentía un poco responsable de la muerte de Danny, como si hubiera debido hacer algo, cualquier cosa, para evitarlo.
El «fracaso» o la imposibilidad de curar es algo que hace mella en lo más hondo del alma de un médico. Entendía perfectamente la desesperación que sentía Thomas.
Son pocos los pacientes de psiquiatría que mueren debido a su enfermedad. Sin embargo, la incapacidad de ayudar a un paciente que sufre trastornos agudos causa una frustración y un sentimiento de impotencia similares.
Cuando era presidente del Departamento de Psiquiatría del Mount Sinai Hospital, traté a una mujer muy bella e inteligente de unos treinta años. Era una mujer brillante en su profesión, y acababa de contraer felizmente matrimonio. Pero poco a poco se fue volviendo paranoica, y cada vez empeoraba más a pesar de los medicamentos, la terapia y otros tipos de intervenciones. Ni yo ni ninguno de los especialistas que me asesoraron pudimos determinar por qué no mejoraba, ya que el curso de su enfermedad, sus síntomas y el resultado de las pruebas no se relacionaban con la esquizofrenia
—ni con ninguna de las manías y psicosis comunes. Su deterioro había empezado justo después de un viaje al Lejano Oriente y una de las pruebas mostraba un nivel muy alto de anticuerpos provocados por un parásito en concreto.,Aun así, no existía tratamiento médico o psiquiátrico que pudiera ayudada y poco a poco fue empeorando.
Una vez más sentí las punzadas de la impotencia, la frustración que siente el sanador cuando no es capaz de curar.
Tender una mano con amor, dar lo mejor de nosotros y no preocupamos tanto de los resultados o consecuencias, ésta es la respuesta. Este simple concepto, una verdad que resuena dentro de mí, es el bálsamo de comprensión que necesitan los sanadores. En cierto sentido, yo le había tendido una mano con amor a Danny y él me había devuelto el gesto.
O acaso los años caballerescos acabaron en la tumba junto con el viejo mundo,
yo era rey en Babilonia
y tú eras una esclava cristiana.
Te vi, te tomé y te dejé,
sometí tu orgullo y acabé con él...
y una mirada de soles se había puesto y
había brillado desde entonces sobre la tumba decretada por el rey de Babilonia para ella, la que había sido su esclava. El orgullo que pisoteé es ahora mi cruz, porque ahora soy yo el pisoteado. El viejo resentimiento dura tanto como la muerte; porque amas, pero te reprimes. M e parto el corazón contra tu dura infidelidad, y me lo parto en vano.
Elizabeth se sentía frustrada y desalentada. Su nueva relación había durado tan sólo dos citas. Bob la evitaba. Ella lo había conocido hacía más de un año en su trabajo. Bob era un hombre guapo y triunfador, y compartían muchas aficiones. Le había contado que su largo romance con una mujer casada acababa de finalizar. Había tenido varias relaciones cortas con otras mujeres, pero por alguna razón sentía que siempre les faltaba algo. A su modo de ver, eran mujeres superficiales, poco inteligentes o que no tenían los mismos principios que él. Dada la situación, las dejaba y regresaba en busca de su amante casada, que siempre lo aceptaba de nuevo. El marido de ésta era rico, así que ella no se decidía a separarse y abandonar aquella vida tan opulenta, aunque la relación matrimonial carecía en absoluto de pasión.
—Eres distinta a las demás —le juró Bob a Elizabeth—. Compartimos tantas cosas. Le dijo que era la más inteligente de todas y la más guapa, y que sabía que su relación podía durar.
Elizabeth se convenció de que Bob verdaderamente tenía razón: «Siempre estuvo allí, y yo, en realidad, nunca me di cuenta —pensó—. A veces los árboles no te dejan ver el bosque.» Pero se olvidó de que el motivo por el cual nunca había reparado en Bob ni en sus atractivos físicos era que no había química entre ellos. Estaban sola y desesperada por encontrar un hombre. Se guiaba por la mente y no hizo caso del aviso de su corazón.
El primer encuentro fue muy prometedor. .Salieron a tomar algo, fueron a ver una buena película y después mantuvieron una conversación íntima mientras contemplaban las olas agitadas por el viento bajo la luz de una luna casi llena.
—Podría enamorarme de ti —le dijo él, tomándole el pelo con una promesa que nunca iba a cumplirse.
La mente de Elizabeth registraba cada palabra sin inmutarse por su vacío emocional.
La segunda cita fue bien. Ella se divirtió y tuvo la sensación de que él también. El afecto que, Bob demostró parecía verdadero y daba a entender que tendrían relaciones más íntimas en el futuro. Pero no la volvió a llamar.
Fue Elizabeth quien finalmente lo llamó. Bob estuvo de acuerdo en volverla a ver, pero le dijo que estaba muy ocupado y que no sabía cuándo podría disponer de un momento. Le aseguró que nada había cambiado en sus sentimientos, que quería verla, pero que no podía precisarle cuándo. —¿Por qué siempre elijo él perdedores? –me preguntó—. ¿Qué me ocurre? —No eliges a perdedores —le respondí—. Bob es un hombre guapo y triunfador que te dijo que tenía interés por ti y que estaba disponible. No te culpes a ti misma.
Algo en mí me decía que Elizabeth tenía razón, pero no se lo confesé. Ciertamente escogía a perdedores, en este caso un fracasado emocional que no era capaz de abandonar la seguridad que le proporcionaba su amante casada. Decidió seguir dependiendo de ella y «a salvo». Elizabeth se convirtió en la víctima de sus temores y de su falta de valor. «Es mejor ahora que más tarde», pensé. Elizabeth era una mujer fuerte; se recuperaría.
Me preguntó si quedaba tiempo para intentar una regresión. Sentía que había algo importante cerca de la superficie y estaba ansiosa por averiguar qué era, así que nos pusimos manos a la obra.
Cuando ella emergió en una vida pasada muy lejana, no estuve del todo seguro de haber tomado la decisión correcta.
Elizabeth veía unas extensas llanuras onduladas y unas colinas chatas y uniformes. Era una tierra poblada de animales parecidos al yak y de caballos pequeños y ágiles, de grandes carpas y de nómadas. Era una tierra de pasión y también de violencia. Mientras su marido estaba cazando o haciendo incursiones con otros hombres del lugar, los enemigos irrumpieron inesperadamente con sus caballos al galope y atacaron a los reducidos defensores del poblado. Los padres de su marido fueron los primeros en morir, despedazados por unas grandes y afiladas espadas. Seguidamente destriparon a su hijo con una lanza. Su estremecido espíritu se retorcía. Elizabeth también deseaba morir, pero ése no fue su destino. Era tan bella que fue capturada por unos guerreros jóvenes y puesta en manos del más fuerte de los invasores. A otras pocas mujeres jóvenes también se les perdonó la vida.
—¡Déjame morir! —rogaba, pero él no la complació.
—Ahora eres mía —dijo sin remilgos—. Vivirás en mi tienda y serás mi esposa.
A excepción de su marido, a quien no volvió a ver nunca más, todos sus seres queridos estaban muertos. No tenía otra opción. Intentó escapar varias veces, pero enseguida daban con ella. Asimismo, le impidieron cualquier intento de suicidio.
Se fue insensibilizando poco a poco y su depresión desembocó en una constante furia corrosiva que devoraba su capacidad de amar. Su espíritu se marchitaba y casi dejó de existir; era un corazón endurecido atrapado en un cuerpo. N o había en el mundo una cárcel tan restrictiva y cruel como aquélla.
—Retrocedamos un poco más en el tiempo —le indiqué—. Trasladémonos justo al momento antes de que tu poblado fuera asaltado.
Empecé a contar hacia atrás de tres a uno. — ¿Qué ves? —le pregunté.
Su rostro reflejaba paz y serenidad; recordaba sus primeros años, su crecimiento. Reía y jugaba con el hombre que más adelante sería su esposo. Ella quería mucho a este amigo de la infancia y él le devolvió más tarde su amor. Estaba a gusto.
— ¿Reconoces al hombre con quien te casaste? Mírale a los ojos.
—No, no lo reconozco —respondió.
— Fíjate en el resto de personas que viven en tu pueblo. ¿Puedes reconocer a alguien?
Ella observó detenidamente a los parientes y amigos que tenía en aquella vida.
—Sí... sí, ¡ahí está mi madre! —dijo Elizabeth con un grito ahogado—. Es la madre de mi esposo. Estamos muy unidas. Cuando mi madre murió me trató como a una hija. ¡La reconozco!
— ¿Reconoces a alguien más? —le pregunté. — Vive en la tienda más grande, en la de las banderas y las plumas blancas —contestó sin hacer el menor caso a mi pregunta.
Se le ensombreció la mirada.
— ¡También la han matado! —exclamó apesadumbrada volviendo a la masacre.
— ¿Quién la ha matado? ¿De dónde vienen? — Del este, del otro lado del muro... Es el mismo lugar donde estoy cautiva.
—¿Sabes cómo se llama este lugar? Ella pensó un poco.
—No. Creo que podría tratarse de Asia, de algún lugar del norte, quizá del oeste de China... Tenemos rasgos orientales.
—Está bien —dije—. Avancemos en el tiempo dentro de esta misma vida. ¿Qué te ocurrió?
— Finalmente, cuando me hice mayor y ya no era tan atractiva, dejaron que me suicidara —contestó sin grandes aspavientos—. Creo que acabaron cansándose de mí — añadió.
Ahora estaba flotando, después de haber salido de su cuerpo. Le pedí que hiciera un repaso de su vida.
— ¿Qué puedes decirme? ¿Qué lecciones has aprendido?
Al principio Elizabeth se quedó callada, pero al poco tiempo respondió:
— He aprendido muchas cosas. Sé lo que es la ira y lo insensato que es aferrarse a ella. Hubiera podido trabajar para los niños, para los viejos, para los enfermos del pueblo enemigo. Podría haberles enseñado cosas... haberles amado... pero nunca me permití volver a amar. No dejé que mi furia se desvaneciera. Impedí que mi corazón se abriera otra vez. Yesos niños, por lo menos, eran inocentes. Eran almas que estaban entrando en este mundo y no tenían nada que ver con el ataque ni con la muerte de mis seres queridos. Aun así, también les culpé. Mi cólera se extendió incluso a las nuevas generaciones. Es ridículo. Seguramente les herí, pero sobre todo me herí a mí misma... Nunca me permití volver a amar.
Hizo una pausa y añadió:
— y tenía mucho amor que ofrecer.
Volvió a guardar silencio y de repente habló otra vez, pero desde una dimensión superior.
—El amor es como un fluido que inunda hasta el último resquicio. Llena los espacios vacíos espontáneamente. Somos nosotros, la gente, los que obstaculizamos su paso levantando falsas barreras. y cuando el amor no puede llenar nuestro corazón y nuestra mente, cuando nos desconectamos del alma, que a su vez está compuesta de amor, nos volvemos todos locos.
Pensé en sus palabras. Sabía que el amor era importante, tal vez lo más importante del mundo, pero nunca había caído en la cuenta de que la ausencia de amor podía hacemos perder la cordura.
Recordé los famosos experimentos con monos del psicólogo Harry Harlow. Los monos que no podían tocar a otros, que estaban privados del afecto y el amor, se volvían totalmente insociables, se ponían enfermos e incluso llegaban a morir. No podían sobrevivir de un modo sano sin amor. Amar no es una opción, es una necesidad.
Mi mente volvió a Elizabeth. — Mira más adelante en el tiempo. ¿En qué medida te afecta lo que has aprendido? ¿De qué manera puede ayudarte actualmente a sentirte más feliz y tranquila y a
ser
más afectuosa?
— Debo aprender a soltar mi furia en lugar de agarrarme a ella, a aceptarla, reconocer su origen y dejarla marchar. Debo sentirme libre para amar en vez de contenerme, y sin embargo sigo buscando. N o he encontrado a nadie a quien amar íntegra e incondicionalmente. Siempre acaban surgiendo problemas.
Guardó silencio durante medio minuto. De pronto se puso a hablar lentamente con una voz mucho más profunda. En la habitación se respiraba un aire frío.
—Dios es uno —empezó diciendo. Le costaba articular las palabras—. Todo él es una vibración, una energía. Lo único que varía es la velocidad de la vibración.
Por
lo tanto, Dios, las personas y las rocas tienen la misma relación que el vapor, el agua y el hielo. Todo, todo lo que I existe, está hecho de una sola cosa. El amor rompe las barreras y crea la unidad. Todo lo que levanta barreras y produce separaciones es ignorancia. Debes enseñarles todo esto.