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Authors: Nathaniel Hawthorne

Tags: #Cuento, Infantil y juvenil

Libro de maravillas para niñas y niños (16 page)

BOOK: Libro de maravillas para niñas y niños
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Mientras Baucis preparaba la cena los dos viajeros se pusieron a conversar con Filemón afablemente. El más joven era sumamente locuaz, por cierto, y hacía comentarios tan sagaces e ingeniosos que el buen viejo, que no paraba de reír, dijo que era el individuo más gracioso que había conocido en mucho tiempo.

—Por favor, joven amigo —dijo cuando se hubieron familiarizado—, ¿cómo puedo llamarte?

—Bueno, como ves soy muy ágil —respondió el otro—. Así que Azogue es un nombre que me sienta razonablemente bien.

—¿Azogue? ¿Azogue? —repitió Filemón buscando su mirada para ver si no se burlaba—. ¡Vaya nombre más raro! ¿Y el de tu compañero? ¿También es tan extraño?

—¡Eso tienes que preguntárselo al trueno! —contestó Azogue con una mirada enigmática—. No hay otra voz suficientemente fuerte para decírtelo.

Esta observación, fuera en serio o en broma, podría haber despertado en Filemón un gran temor hacia el mayor de los viajeros si al mirarlo no hubiera encontrado tanta benevolencia en aquel rostro. Pero sin duda ante el tenía a la persona más grandiosa que se hubiera sentado humildemente a la puerta de una choza. La gravedad con que hablaba el extranjero le inspiraba a Filemón un impulso irresistible de abrirle su corazón. Esto es lo que siempre sentimos ante alguien tan sabio que es capaz de comprender todo lo bueno y lo malo que albergamos, y no despreciar nada.

Pero como Filemón era un anciano sencillo y benevolente, no tenía muchos secretos que desvelar. Sin embargo, se echó a hablar garrulamente de los acontecimientos de su vida pasada, durante la cual nunca había estado a más de diez leguas de donde estaba en aquel momento. Su esposa Baucis y él habían vivido en la cabaña desde jóvenes, ganándose el pan a fuerza de trabajar honradamente, siempre pobres y siempre contentos. Les contó que Baucis hacía una mantequilla y un queso excelentes, y que él cultivaba en el huerto unas verduras muy buenas. También les explicó que, como él y su mujer se querían tanto, los dos deseaban que la muerte no los separase: debían morir juntos como habían vivido.

A medida que el extranjero escuchaba, una sonrisa le iba iluminando el rostro y le volvía la expresión tan tierna como majestuosa.

—Eres un buen anciano —le dijo a Filemón— y tienes la buena mujer que te mereces. Es justo que se os conceda el deseo.

Y entonces a Filemón le pareció que, desde poniente, las nubes del atardecer lanzaban un rayo fulgurante y encendían en el cielo una luz repentina.

Baucis, que ya tenía la cena lista, salió a la puerta disculpándose por la pobre comida que se veía obligada a ofrecer a los huéspedes.

—De haber sabido que ibais a venir —dijo—, mi esposo y yo no habríamos probado bocado para ofreceros algo mejor. Pero usé la mayor parte de la leche de hoy para hacer queso y sólo nos queda media barra de pan. ¡Ay! Nunca me duele ser pobre, salvo cuando un viajero pobre llama a la puerta.

—Todo estará muy bien, no os aflijáis, señora —replicó amablemente el mayor de los extranjeros—. Una bienvenida sincera y entusiasta hace milagros y transforma la comida más tosca en néctar y ambrosía.

—¡Y bienvenidos sois! —exclamó Baucis—. También nos queda un poco de miel y unos racimos de uvas.

—¡Caramba, señora Baucis, si es todo un festín! —rió Azogue—. ¡Un auténtico banquete! ¡Ya veréis cómo doy buena cuenta de todo! ¡Creo que nunca he tenido más hambre en mi vida!

—¡El cielo se apiade! —susurró Baucis a su marido—. ¡Con el apetito terrible de este mozo apenas tendremos para empezar!

Entraron todos en la choza.

Y ahora, mis pequeños oyentes, ¿puedo contaros algo que os dejará boquiabiertos? En realidad, es uno de los detalles más raros de la historia. Recordaréis que el bastón de Azogue había quedado apoyado en el muro de la choza. Pues bien, cuando el dueño cruzó el umbral dejándolo atrás, ¿qué creéis que hizo? ¡Desplegó inmediatamente las alitas y, saltando y aleteando, subió los escalones! Tap, tap, entró el bastón en la cocina, y no se detuvo hasta llegar junto a la silla de Azogue, donde se detuvo con toda gravedad y decoro. Sin embargo, tanto Filemón como Baucis estaban tan ocupados en atender a los huéspedes que ninguno de ellos advirtió lo que aquel bastón acababa de hacer.

Como había dicho Baucis, la cena era escasa para dos viajeros hambrientos. En medio de la mesa había media hogaza de pan moreno, con un trozo de queso a un lado y un plato de miel al otro. También había un buen racimo de uvas para cada huésped. Y en una esquina se encontraba una jarra de barro, moderadamente grande, llena de leche, pero una vez que Baucis sirvió los dos tazones y los puso ante los forasteros, en el fondo de la jarra no quedó más que un dedo. ¡Ah, qué triste cuando un corazón dadivoso se ve hostigado y apurado por la estrechez! La pobre Baucis habría deseado desfallecer de hambre toda la semana siguiente, de ser posible, si de ese modo hubiera podido ofrecer a sus hambrientos huéspedes una cena más suculenta.

Y, como la cena era sumamente escasa, inevitablemente deseó que los viajeros no hubiesen tenido tanto apetito. Porque no bien se sentaron a la mesa cada uno vació su tazón de leche de un solo trago.

—Un poco más de leche, mi amable señora Baucis, si no es molestia —dijo Azogue—. Hoy ha hecho mucho calor y estoy muerto de sed.

—Queridos amigos… —respondió Baucis muy turbada—. ¡Lo siento, qué vergüenza! La verdad es que en la jarra quedan sólo unas gotas. ¡Ay, Filemón, Filemón! ¿Por qué no nos habremos saltado el almuerzo?

—Bueno, a mí me parece —dijo Azogue, levantándose para asir la jarra—, realmente me parece que las cosas no están tan mal como creéis. Aquí queda más leche.

Dicho lo cual, para gran perplejidad de Baucis, procedió a verter leche de la jarra supuestamente vacía, y no sólo llenó su tazón sino también el del compañero. La mujer no podía creerlo: estaba segura de haber vertido casi toda la leche y de haber visto el fondo de la jarra al apoyarla en la mesa.

«Pero yo estoy vieja —se dijo— y olvidadiza. Debo de haberme equivocado. De todos modos, después de llenar dos veces cada taza, ahora sí que la jarra estará vacía».

—¡Esta leche es exquisita! —comentó Azogue después de beberse el contenido del segundo tazón—. Amable patrona, perdonadme pero tengo que pediros un poco más.

Ahora bien, Baucis había visto claramente a Azogue inclinar la jarra hasta ponerla boca abajo, y por lo tanto verter hasta la última gota de leche. Era imposible, pues, que quedara más. No obstante, para hacérselo saber, tomó la jarra e hizo ademán de servir leche en el tazón, pero sin la más remota esperanza de que pudiera caer ni un chorrito. ¡Así que su sorpresa fue inmensa cuando se derramó una copiosa cascada burbujeante que desbordó el tazón! Las dos serpientes enroscadas en el bastón de Azogue (aunque ni Baucis ni Filemón se dieron cuenta) estiraron la cabeza para lamer los charquitos.

Y, además, ¡qué olor delicioso tenía la leche! Era como si aquel día la única vaca de Filemón hubiera pastado en la hierba más sabrosa del mundo. ¡Ojalá esta noche, mis queridas almitas, pudierais beber una leche tan sabrosa!

—Y ahora una rebanada de su pan moreno, madre Baucis —dijo Azogue—. ¡Y un poco de esa miel!

Baucis le cortó una rebanada, y aunque a mediodía el pan había estado seco, endurecido y soso, ahora lo encontró tierno y fresco como si hubiera salido del horno unas horas antes. Probó una miga que había caído en la mesa y estaba tan deliciosa que le costó creer que esa barra fuese la que había amasado y cocido ella. Pero ¿qué otra barra podía ser?

¡Ah, y la miel! Bien podría yo desistir de explicar qué perfume y aspecto exquisitos tenía. El color era el de un oro purísimo y transparente, y olía como mil flores, pero una clase de flores que nunca han crecido en un jardín terrenal y que las abejas buscan más allá de las nubes. Lo asombroso es que, después de haber aterrizado en parterres tan fragantes, esas abejas se hubieran conformado con volver al panal del jardín de Filemón. Jamás se ha saboreado, visto u olido una miel semejante. El perfume que había inundado la cocina volvía el ambiente tan agradable que bastaba cerrar los ojos para olvidar el techo bajo, las paredes tiznadas, e imaginarse en una glorieta bajo ramas de madreselvas celestiales.

Por sencilla que fuese, Baucis no dejó de pensar que estaba sucediendo algo fuera de lo común. De modo que, después de servir pan y miel a los huéspedes y poner un racimo de uvas en cada plato, se sentó al lado de Filemón y en un susurro le contó lo que acababa de ver.

—¿Alguna vez has oído algo así? —le preguntó.

—Nunca —respondió Filemón sonriendo—. Y más bien creo, mi querida esposa, que has estado soñando despierta. De haber servido la leche yo me habría dado cuenta enseguida. En la jarra quedaba algo más de lo que te parecía… Eso es todo.

—Tú di lo que quieras, querido —replicó ella—, pero esta gente es muy especial.

—Bueno, bueno, tal vez —dijo Filemón sin dejar de sonreír—. Sin duda parece que hubieran conocido días mejores, y me alegra en el alma verlos cenar con tanto gusto.

Cada huésped había tomado ya el racimo de uvas de su plato. A Baucis (que se restregaba los ojos para ver mejor) le pareció que los racimos se habían vuelto más grandes y frondosos, y que cada grano estaba tan lleno de jugo que parecía estar a punto de reventar. Consideró un completo misterio que la vieja parra raquítica del muro de la choza hubiese producido uvas semejantes.

—¡Deliciosas, las uvas! —comentó Azogue mientras se las zampaba una tras otra sin que en apariencia el racimo disminuyera—. Dime, buena patrona, ¿de dónde las sacáis?

—Son de nuestra parra —respondió Filemón—. Si miras por la ventana, verás las ramas. Pero mi ama y yo nunca hemos creído que fuesen muy buenas.

—Son las mejores que he probado —dijo el huésped—. Una taza más de esta leche deliciosa, por favor, y habré cenado como un príncipe.

Esta vez fue Filemón quien se dispuso a coger la jarra, porque le interesaba descubrir si había algo de realidad en los prodigios que le había contado Baucis. Sabía que ella era incapaz de mentir y rara vez se equivocaba en lo que suponía cierto, pero este asunto era tan singular que quería verlo con sus propios ojos. Así que echó un vistazo disimulado a la jarra y le satisfizo comprobar que no contenía ni una gota. De golpe, sin embargo, vio que del fondo brotaba un chorro blanco, que pronto llenó el tazón de leche espumosa y aromática. Fue una suerte que, con la sorpresa, la jarra milagrosa no se le cayera de la mano.

—Pero ¡quiénes sois, forasteros portentosos! —exclamó, más estupefacto que su mujer.

—Tus huéspedes y amigos, Filemón —respondió el mayor de los viajeros con esa voz mansa y grave, a medias tierna, a medias turbadora—. Sírveme una taza de leche a mí también; ¡y que esta jarra nunca esté vacía ni para la bondadosa Baucis, ni para ti, ni para el caminante necesitado!

Al terminar la cena, los forasteros pidieron que les indicasen dónde podían reposar. A los viejos bien les habría gustado hablar con ellos un poco más, expresar su asombro y su placer de que la magra cena hubiera resultado más abundante de lo que habían esperado. Pero el viajero mayor les inspiraba tal reverencia que no se atrevieron a hacerle más preguntas. Y cuando Filemón se llevó a Azogue aparte e indagó cómo podía haber una fuente de leche en una vieja jarra de barro, Azogue señaló su bastón.

—Todo el misterio está allí —dijo—, y si lo descubres, te agradeceré que me lo expliques. Yo no consigo saber qué ocurre con ese bastón. No para de gastarme bromas extrañas. A veces me procura una cena, pero más a menudo me la birla. ¡Si fuera más crédulo diría que está encantado!

Si bien no dijo una palabra más, los miró con tanta pillería que supusieron que se estaba riendo de ellos. El bastón mágico se le acercó a saltitos y Azogue salió. Una vez solos, los ancianos estuvieron un rato comentando los incidentes del día y luego se echaron en el suelo y se durmieron profundamente. Les habían cedido la habitación a los huéspedes y para sí mismos no tenían otra cama que aquellas tablas. ¡Ojalá hubieran sido tan blandas como sus corazones!

Por la mañana, temprano, el anciano y su mujer ya estaban en pie. Los forasteros también se habían levantado al alba y se preparaban para partir. Filemón, hospitalario, los invitó a demorarse un poco más, hasta que Baucis hubiera ordeñado la vaca y cocido una tarta, y tal vez podía preparar unos huevos para el desayuno. A1 parecer, sin embargo, los huéspedes preferían realizar buena parte del viaje antes de que arreciara el calor. Pero, aunque insistieron en partir enseguida, les pidieron a los esposos que los acompañaran durante un trecho para mostrarles el camino.

De modo que se alejaron de la casa los cuatro juntos, charlando como viejos amigos. De hecho, la familiaridad que la anciana pareja había entablado con el mayor de los viajeros era evidente: aquellos espíritus sencillos y bondadosos se fundieron con el del forastero igual que dos gotas de agua en el océano ilimitado. Por su parte Azogue, con su aguda y risueña perspicacia, parecía adivinar cada pensamiento que asomaba en sus cabezas antes de que ellos mismos lo advirtieran. Por momentos, es cierto, habrían deseado que fuera un poco menos perspicaz, y también que se deshiciera del bastón, tan misteriosamente travieso, y, con él, de las retorcidas serpientes. Pero luego Azogue resultaba tan gracioso que les habría encantado tenerlo en la choza cada día, el día entero, con bastón, serpientes y todo.

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