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Authors: Nathaniel Hawthorne

Tags: #Cuento, Infantil y juvenil

Libro de maravillas para niñas y niños (20 page)

BOOK: Libro de maravillas para niñas y niños
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«Estas calamidades deben de ser obra de la Quimera —pensó Belerofonte—. ¿Dónde estará ese monstruo?».

Como he dicho, a primera vista no se advertía nada especial en ninguno de los valles y quebradas que se abrían entre los empinados cerros. Nada de nada, salvo, por cierto, tres columnas de humo negro que surgían de lo que parecía la boca de una caverna, trepaban tiñendo de color plomo la atmósfera. Antes de llegar a la cumbre, los tres penachos se fundían en uno. La caverna estaba casi directamente debajo del caballo y su jinete, a algo más de trescientas varas. El humo ascendía pesadamente con un olor desagradable, sulfuroso y asfixiante que hizo resoplar a Pegaso y estornudar a Belerofonte. Al corcel maravilloso aquel vapor pestilente le produjo tal repugnancia (pues estaba acostumbrado al aire más puro) que batió las alas y se alejó media legua disparado.

Pero al mirar hacia atrás, Belerofonte vio algo que le indujo a tirar de las riendas y dar media vuelta. Hizo una señal, que el caballo obedeció dejándose caer en el rocoso fondo del valle, muy despacio, hasta que los cascos quedaron a una distancia no mayor que la altura de un hombre. Enfrente, a tiro de piedra, estaba la entrada de la caverna de la que salían las tres columnas de humo. ¿Y qué más vio Belerofonte allí?

En la cueva parecía haber un montón de seres extraños y terribles acurrucados. Los cuerpos estaban tan apretados que Belerofonte no podía diferenciarlos, pero, a juzgar por las cabezas, una de las criaturas era una serpiente enorme, otra un feroz león y otra una cabra feísima. El león y la cabra dormían, la serpiente estaba completamente despierta y no paraba de mirar a su alrededor con un par de grandes ojos inquietos. Pero —y esto era lo más maravilloso del asunto— ¡evidentemente cada una de las tres columnas de humo salía de la nariz de una cabeza! El espectáculo era tan raro que, aunque Belerofonte lo había estado esperando, no comprendió enseguida que aquélla era la sanguinaria Quimera de tres cabezas. La serpiente, el león y la cabra no eran tres criaturas diferentes, como había supuesto, ¡sino un solo monstruo!

¡Qué bestia más malvada y despreciable! ¡Aun cuando dos terceras partes de aquel ser dormían, sujetaba entre sus abominables garras los restos de un desdichado cordero— o quizá (aunque me horroriza pensarlo) fuera un niñito— que las tres bocas habían estado masticando antes de la siesta!

De golpe, Belerofonte se sobresaltó, como si despertará de un sueño, y supo que estaba ante la Quimera. También Pegaso pareció darse cuenta, pues lanzó un relincho como una corneta llamando al combate. A1 oír este sonido las tres cabezas, irguiéndose, eructaron grandes llamaradas. Belerofonte no había pensado aún que movimiento hacer cuando el monstruo salió de la caverna para abalanzarse sobre él con las garras extendidas y agitando la cola ponzoñosa. Si Pegaso no hubiera sido ágil como un pájaro, la embestida de la Quimera hubiera derribado a jinete y montura juntos, y la batalla ni siquiera habría empezado. Pero no era tan fácil sorprender al caballo alado. En un abrir y cerrar de ojos estaba muy arriba, de camino a las nubes, resoplando de rabia. Temblaba, también, aunque no de miedo, sino de cólera por la monstruosidad del venenoso ser de las tres cabezas.

La Quimera, por su parte, se irguió piafando, toda ella sostenida en la punta de la cola, y mientras arañaba el aire con las garras empezó a escupir fuego por las tres bocas. ¡Rayos y centellas! ¡Qué bramidos, qué siseos, qué fragor! Mientras tanto, Belerofonte se ajustó el escudo al brazo y desenvainó la espada.

—Pegaso mío —susurró a la oreja del caballo alado—, es hora de que me ayudes a matar a este monstruo insoportable, pues de lo contrario volverás a tu pico solitario sin tu amigo Belerofonte. Así que, o la Quimera muere, o se zampará con sus tres bocas esta cabeza que ha dormido sobre tu cuello.

Pegaso relinchó y, volviendo la cabeza, restregó tiernamente el morro contra la mejilla del jinete. Era su forma de decirle que, aunque él fuese un caballo alado e inmortal, moriría —si un inmortal podía morir— antes que abandonarlo.

—Gracias, Pegaso —dijo Belerofonte—. Y ahora ¡a la carga contra ese monstruo!

Con estas palabras sacudió las riendas y, rápido como una flecha, Pegaso se lanzó oblicuamente hacia la Quimera de tres cabezas, que no dejaba de erguirse en el aire todo lo que podía. Cuando la tuvo al alcance del brazo, Belerofonte descargó un golpe de lado, pero el corcel pasó de largo sin darle tiempo a ver si había tenido éxito. Más o menos a la misma distancia que antes, Pegaso giró para enfrentarse de nuevo a la bestia. Belerofonte advirtió entonces que la cabeza de cabra casi se había desprendido totalmente, apenas colgaba por un trozo de piel y parecía completamente muerta.

Pero, en compensación, la cabeza de león y la de serpiente habían asimilado la ferocidad de la otra, pues ahora escupían llamas, silbaban y rugían con más furia que antes.

—¡No importa, mi valiente! —dijo Belerofonte—. ¡Otro golpe así y acabamos con uno de los dos ruidos!

Y volvió a sacudir las riendas. El caballo alado volvió a cargar oblicuamente y, al pasar junto a la Quimera como una flecha, Belerofonte blandió la espada contra una de las dos cabezas. Pero esta vez ni él ni Pegaso salieron tan enteros como la primera. Una de las garras del monstruo había ar añado profundamente la espalda del joven mientras que otra había herido levemente el ala izquierda del caballo. Por su parte, Belerofonte había herido de muerte a la cabeza de león, que ahora colgaba sin apenas ardor, extinguiéndose y despidiendo espesas bocanadas de humo negro. Pero la cabeza de serpiente (la única que quedaba ahora) se había vuelto dos veces más feroz y mortífera. Eructó cuatro borbotones de fuego de quinientas varas de longitud y emitió unos silbidos tan fuertes, hoscos y ensordecedores que a treinta leguas de distancia el rey Lobates, al oírlos, tembló tanto que hasta el trono tembló con él.

«¡Válgame el cielo! —pensó el pobre monarca—. ¡Seguro que la Quimera viene a devorarme!».

Mientras tanto, Pegaso se había detenido de nuevo en el aire, relinchaba de furia y sus ojos despedían destellos de fuego. Pero ¡qué diferentes del espeluznante fuego de la Quimera. Al corcel se le había inflamado el espíritu, y a Belerofonte también.

—¿Sangras, caballo inmortal? —preguntó el joven, menos preocupado por su herida que por la angustia de la gloriosa criatura, que nunca habría debido probar el dolor—. ¡Ese engendro pagará el daño con su última cabeza!

Tiró de las riendas, lanzó un grito y esta vez le indicó a Pegaso que embistiera de frente contra el monstruo. Tan rápido fue el arranque, que en lo que destella un relámpago ya se habían enzarzado en la lucha.

A esas alturas, la Quimera, que ya había perdido su segunda cabeza, ardía de dolor y cólera desenfrenados. Se sacudía de tal modo, a ratos deslizándose por el suelo y a ratos irguiéndose en el aire, que era imposible saber en que elemento se movía. Abría tanto las fauces de serpiente que no es exagerado decir que Pegaso habría podido entrar volando en la garganta con las alas desplegadas y el jinete a lomos. Al ver que se acercaban, disparó una llamarada formidable de fuego que los envolvió en un aire de incendio: a Pegaso se le requemaron las alas, al joven se le chamuscó todo un lado de los rizos, y los dos sintieron un calor tan abrasador que parecía estar al límite de lo soportable.

Pero esto no era nada comparado con lo que siguió.

Cuando la airosa carrera del caballo alado lo hubo llevado a cien varas de distancia, la Quimera dio un salto, arrojó el cuerpo enorme, torpe y repugnante sobre el pobre Pegaso, lo agarró con todas sus fuerzas y su inquina amarrándolo con la cola. Entonces, el corcel etéreo se elevó más, más y más arriba, por encima de las nubes, hasta perder casi de vista la tierra, pero el monstruo no aflojaba y fue también hacia arriba, agarrado a la luminosa criatura. Entretanto, Belerofonte se dio la vuelta y se encontró cara a cara con un rostro horriblemente sórdido, y sólo interponiendo el escudo evitó morir abrasado o descuartizado de una dentellada. Sin titubear, se asomó por encima del escudo para mirar los ojos salvajes del monstruo.

Pero la Quimera estaba tan arrebatada de dolor que no se defendió como le habría convenido. A fin de cuentas, tal vez la mejor forma de luchar con una Quimera sea acercársele todo lo posible. Como la criatura se afanaba por clavarle al enemigo sus implacables garras, dejó el pecho demasiado expuesto, y al darse cuenta, Belerofonte hundió la espada hasta la empuñadura en el corazón de la bestia cruel. En el acto, la cola de serpiente soltó a Pegaso, y el monstruo cayó en picado desde las alturas, mientras el fuego que ardía en su pecho, en vez de buscar salida, empezó a consumir rápidamente el cadáver. Así se precipitó al vacío la Quimera, ardiendo, y puesto que cuando el cuerpo tomó tierra era de noche, se creyó que era un cometa. Pero al rayar el alba, cuando unos aldeanos se disponían a iniciar su jornada cotidiana, descubrieron sorprendidos que varias fanegas de tierra estaban cubiertas de cenizas. En medio de un campo, había un montón de huesos blancos mucho más alto que una parva de heno. ¡Jamás volvió a saberse nada de la espantosa Quimera!

Y después de vencer el combate, Belerofonte, con lágrimas en los ojos, se inclinó a besar a Pegaso.

—Y ahora, mi adorado corcel —le dijo—, ¡regresemos a la fuente de Pirene!

Pegaso alzó el vuelo y surcando el aire, más veloz que nunca, llegó a la fuente en muy poco tiempo. Y allí estaban el anciano apoyado en su bastón, el campesino dando de beber a la vaca y la hermosa doncella llenando la jarra.

—Ahora recuerdo —dijo el anciano— que cuando era muchacho vi una vez a este caballo alado. Pero entonces tenía mucho mejor aspecto que ahora.

—El caballo de mi carrera vale por tres ponis como éste —dijo el campesino—. ¡Si fuera mío, lo primero que haría sería cortarle las alas!

Pero la pobre muchacha no dijo nada, porque tenía la mala suerte de asustarse siempre en el peor momento. Así que salió corriendo, dejó caer la jarra y la rompió.

—¿Dónde está —preguntó Belerofonte— el niño de buen corazón que me hizo compañía sin perder la fe un instante ni cansarse de vigilar la fuente?

—¡Estoy aquí, Belerofonte querido! —dijo el niño a media voz.

Porque se había pasado un día tras otro a la orilla de Pirene esperando a que volviera su amigo, pero al divisar a Belerofonte descendiendo de las nubes sobre el caballo alado, se había escondido detrás de los arbustos. Era un chico delicado y tierno, y temía que el viejo y el campesino le viesen derramar lágrimas.

—Has vencido —dijo alborozado, corriendo hacia las rodillas de Belerofonte, que seguía a lomos de Pegaso—. ¡Lo sabía!

—¡Sí, muchachito! —respondió Belerofonte desmontando—. Pero de no ser por tu fe, no habría esperado a Pegaso, ni habría volado por encima de las nubes, ni habría vencido nunca a la terrible Quimera. Así que, mi querido amiguito, todo esto lo has logrado tú. Y ahora devolvamos la libertad a Pegaso.

Y quitó el ronzal encantado de la cabeza del corcel.

—¡Sé siempre libre, Pegaso mío! —exclamó con un deje de tristeza—. ¡Sé tan libre como ligero!

Pero Pegaso apoyó la cabeza en el hombro de Belerofonte, como si no quisiera saber nada de huir.

—Está bien —dijo Belerofonte acariciándolo—. Quedate conmigo todo el tiempo que quieras. Ahora mismo iremos juntos a contarle al rey Lobates que la Quimera está muerta.

Y entonces abrazó al niño, prometió que volvería a verlo y partió. Pero al cabo de los años, aquel niño llegó a volar sobre el corcel alado, alcanzó alturas que Belerofonte no había alcanzado y llevó a cabo hazañas más honrosas que la victoria de su amigo sobre la Quimera. ¡Porque aquella afable y tierna criatura llegó a ser un gran poeta!

EN LA CIMA

DESPUÉS DE LA HISTORIA

Eustace Bright había contado la leyenda de Belerofonte con tanto fervor y tanta animación como si galopara sobre el caballo alado. A1 concluir, le complació comprobar lo mucho que les había interesado a los oyentes, a juzgar por sus rostros encendidos. Pero todos los ojos brillaban salvo los de Prímula. En los ojos de ella había lágrimas sinceras, porque había percibido en la leyenda algo que los demás eran muy pequeños para sentir. Por mucho que fuese un cuento infantil, el estudiante se las había ingeniado para insuflarle el ardor, la esperanza generosa y la apasionada imaginación de la juventud.

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