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Authors: Nathaniel Hawthorne

Tags: #Cuento, Infantil y juvenil

Libro de maravillas para niñas y niños (7 page)

BOOK: Libro de maravillas para niñas y niños
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Pero Midas conocía una forma de hacerlas mucho más preciosas, según su modo de pensar, que ninguna otra rosa que hubiera existido jamás. Así que se afanó en ir de un arbusto a otro, recurriendo infatigablemente a su don mágico, hasta que cada flor y cada capullo, e incluso los gusanos que había en el corazón de algunas, se convirtieron en oro. Cuando ya había completado su buena obra, llamaron al rey Midas a desayunar, y como el aire matutino le había abierto el apetito, se apresuró a volver a palacio.

No sé realmente en qué solía consistir entonces el desayuno de un rey, pero ahora no es el momento de averiguarlo. Sin embargo, por lo que se, aquella mañana en particular consistía en pastelillos calientes, una buena trucha de arroyo, patatas asadas, huevos duros, café para Midas y un tazón de leche con pan para su hijita Aurea. A todos los efectos, era un desayuno digno de un rey y, lo tomara o no, el rey Midas no habría podido pedir nada mejor.

Áurea aún no había aparecido. El padre mandó que la llamaran y, sentándose a la mesa, esperó a que la niña llegara para empezar a comer. Seamos justos: Midas quería de verdad a su hija, y mucho más la quería aquella mañana a causa de la buena suerte que había tenido. Poco después la oyó acercarse por el pasillo llorando amargamente. Se sorprendió, porque Áurea era una criaturita alegre como el día de verano más radiante, y apenas derramaba un dedal de lágrimas en doce meses. A1 oírla sollozar, Midas decidió levantarle el ánimo con una sorpresa agradable: inclinándose por encima de la mesa, tocó el tazón de la hija (que era de porcelana con hermosas figuritas) y lo transformó en oro resplandeciente.

Mientras, Áurea abrió la puerta lenta y desconsoladamente, entró tapándose los ojos con el delantal y sollozando como si tuviera el corazón roto.

—¿Caramba, señorita mía! —gimió Midas—. Por favor: ¿puede saberse que es lo que tanto te aflige en una mañana como ésta?

Sin apartarse el delantal de los ojos, Áurea le tendió la mano mostrándole una de las rosas que Midas acababa de transformar.

—¡Qué preciosidad! —exclamó el padre—. ¿Y que tiene esta magnífica rosa de oro que te haga llorar?

—¡Ay, mi querido padre! —respondió la niña entre sollozos—. ¡No es una preciosidad! ¡Es la rosa más fea del mundo! En cuanto me vistieron corrí al jardín a recoger unas rosas para ti, porque se que te gustan, y más cuando te las da tu hijita. Pero ¡cielos! ¿Qué crees que ha pasado? ¡Una calamidad! Todas esas rosas tan bonitas, de aroma tan dulce y colores tan delicados, ¡se han echado a perder! ¡se han puesto completamente amarillas, como ésta, y no huelen a nada! ¿Qué les habrá ocurrido?

—¡Vamos, pequeña mía! ¡No llores por eso! —dijo Midas, a quien le avergonzaba confesar que el cambio que tanto afligía a su hija lo había provocado él—. Siéntate a comer el pan con leche. No te costará nada cambiar una rosa de oro como ésta, que va a durar cien años, por una común que se marchitará en un día.

—¡Qué me importan las rosas como ésta! —gritó Áurea arrojando desdeñosamente la flor al suelo—. No huele a nada y los pétalos duros me pinchan la nariz.

Se sentó a la mesa, pero la pena la abrumaba tanto que ni siquiera advirtió la maravillosa transformación del tazón de porcelana china. Tal vez fuera mejor así, porque Áurea solía disfrutar mirando las figuras extrañas, las casas y los árboles raros pintados en la taza, y en el amarillo del metal esos ornamentos habían desaparecido totalmente.

Entretanto Midas se había servido una taza de café y, por supuesto, la cafetera, no importa de qué metal había sido antes de que él la levantara, era de oro cuando volvió a dejarla en la mesa. Se dijo que desayunar en vajilla de oro era una extravagancia para un rey de costumbres sencillas como las suyas, y empezó a preocuparse por la dificultad de mantener sus tesoros a buen recaudo. Ni el armario ni la cocina serían ya depósitos seguros para unos artículos tan valiosos como tazas y cafeteras de oro.

Mientras pensaba esto, se llevó una cucharada de café a la boca y, al sorber, notó con asombro que, no bien tocaba sus labios, el líquido se volvía oro fundido… ¡y un instante después una dura bola!

—¡Vaya! —exclamó Midas, algo perturbado.

—¿Qué sucede, padre? —preguntó la pequeña Áurea, todavía con los ojos húmedos de llanto.

—¡Nada, hija, nada! —dijo Midas—. Tómate la leche antes de que se enfríe.

Acercó el plato con la trucha y a modo de experimento tocó la cola con el dedo. Para su horror, de trucha de arroyo admirablemente frita mudó en pez dorado, pero no en uno de esos pececillos de colores que la gente tiene en peceras de vidrio para adornar la sala, sino en uno literalmente de metal: parecía la obra de las manos del orfebre más hábil del mundo. Las espinas eran hilos dorados la cola y las aletas, láminas de oro, y tanto las marcas del tenedor como el aspecto esponjoso de un pescado bien frito estaban imitados en metal con gran precisión. Una obra de peso, como ya podéis imaginar, aunque en ese momento el rey Midas habría preferido con mucho tener en el plato una trucha real.

«¡No veo nada claro —pensó— cómo podré desayunar algo!».

Cogió un bollo humeante y apenas acababa de partirlo cuando, para su cruel mortificación, lo que había sido el trigo más blanco cobró el color amarillo de una comida india. En realidad, hubiera preferido que fuera un pastelillo indio que lo que era ahora: la solidez y el mayor peso del bollo le confirmaban amargamente que era de oro. Al borde de la desesperación, se sirvió un huevo duro, que de inmediato sufrió un cambio igual al de la trucha y el bollo. El huevo, dicho sea de paso, podría haberse confundido con uno de los que solía poner la famosa gallina del cuento; pero aquí la única gallina era el rey Midas.

«¡Esto sí que es un problema! —pensó, reclinándose, y miró con envidia a Áurea, que ya comía el pan con leche con visible satisfacción—. ¡Un desayuno tan caro ante mí, y nada comestible!».

Confiando en que zamparse mucha comida de una vez le permitiera sortear lo que ya resultaba un problema considerable, el rey Midas agarró una patata caliente, se la metió en la boca y la tragó a toda prisa. Pero el toque de oro le superaba en agilidad. Se encontró la boca llena, no de una nutritiva patata, sino de un trozo de metal que le quemó la lengua de tal modo que lanzó un bramido y, levantándose de un salto, se puso a danzar y a patalear por la sala, presa tanto del dolor como del miedo.

—¡Papá, papa querido! —exclamó Áurea, que era una niña muy cariñosa—. Dime que te pasa. ¿Te has quemado la boca?

—Ay, hija mía —gruñó penosamente Midas—. ¡No sé que va a ser de tu padre!

Y, para ser francos, amigos, ¿habéis oído alguna vez un caso tan lamentable? He aquí el desayuno más rico que pueda servirse a un rey, pero por rico que sea no sirve de nada. El labriego más pobre, sentado ante una corteza de pan y un vaso de agua, estaba mucho mejor que el rey Midas, cuya exquisita comida valía realmente su peso en oro. ¿Qué hacer entonces? A la hora del desayuno, Midas ya tenía un hambre tremenda. ¿Tendría menos a la hora del almuerzo? ¡Y cuán voraz no iba a ser su apetito para la cena, que indudablemente consistiría en platos tan indigeribles como los que tenía delante ahora! Pensándolo bien, ¿cuántos días podría sobrevivir a base de esa dieta tan rica?

Estas reflexiones inquietaron tanto al sabio rey Midas que empezó a dudar de que, al fin y al cabo, las riquezas fueran lo único deseable del mundo, o ni siquiera lo más deseable. Pero fue un pensamiento fugaz. Fascinado como estaba por el centelleo del metal dorado, Midas no habría renunciado aún al toque de oro por algo tan baladí como el desayuno. ¡Figuraos, pagar ese precio por la comida! ¡Habría Significado pagar millones y millones (tantos millones que llevaría una vida calcularlos) por una trucha frita, un huevo, una patata, un bollo caliente y una taza de café!

«Demasiado caro», pensó Midas.

No obstante, tenía tanta hambre y estaba tan perplejo que volvió a gemir, y muy dolorosamente. La encantadora Áurea ya no lo soportaba más. Se quedó un momento mirando a su padre, concentrando toda su inteligencia de criatura en entender qué le ocurría. Luego, en un tierno y apenado impulso por consolarlo, saltó de la silla, corrió hasta Midas y se abrazó con ternura a sus piernas. Él se inclinó para besarla. Sintió que el amor de la hijita valía mil veces más que lo que pudiese darle el toque de oro.

—¡Áurea, tesoro mío! —exclamó.

Pero Áurea no respondía.

¡Ay, ay! ¿Qué había hecho? ¡Qué fatal era el don que le había otorgado aquel extraño! En el mismo instante en que los labios de Midas tocaron la frente de Áurea se había producido un cambio. La carita dulce, rosada y afectuosa se había vuelto de un amarillo radiante, y amarillas eran las lágrimas congeladas en las mejillas. El mismo color habían cobrado los rizos castaños. Entre los brazos del padre, el cuerpecito flexible y tierno se había vuelto rígido. ¡Terrible desgracia! ¡Áurea, víctima de su insaciable ambición de riqueza, ya no era una criatura humana sino una estatua de oro!

Allí estaba, sí, con la expresión de amor, pena y piedad petrificada en el rostro. Era lo más bello y triste que jamás haya visto un mortal. Tenía todos los rasgos y atributos de Áurea, hasta el adorable hoyuelito en la barbilla dorada. Pero cuanto mayor era el parecido, más terrible le resultaba al padre el tormento de contemplar esa imagen, porque ya no le quedaba nada más de su hija. Cuando Midas sentía un arrebato de cariño, solía decir que la niña valía su peso en oro. Pero ahora la frase se había hecho literalmente cierta. ¡Y ahora al fin, demasiado tarde, comprendía cuánto más valioso era un corazón cálido y tierno que lo amase, que toda la riqueza acumulable entre el cielo y la tierra!

Sería demasiado triste contaros cómo Midas, en el apogeo de los deseos satisfechos, empezó a clamar y retorcerse las manos; y que no soportaba ni mirar a Áurea ni dejar de mirarla. Hasta que fijaba los ojos en esa imagen, no podía creer que se hubiera transformado en oro. Pero al mirarla de reojo una vez más, veía de nuevo la preciosa figurita con una lágrima dorada en la mejilla dorada y una expresión tan compasiva y enternecedora que parecía como si la expresión fuese a ablandar el oro y volverlo carne de nuevo. Sin embargo, eso no era posible. Así que a Midas sólo le quedaba retorcerse las manos y desear ser el hombre más pobre del vasto mundo si perder todas las riquezas sirviera para devolver el rubor más tenue a la carita de su hija.

En medio de esta desesperación tumultuosa, de repente vio a un extraño junto a la puerta. Agachó la cabeza sin decir nada, porque acababa de reconocer a la figura que el día anterior, en la cámara de los tesoros, se le había aparecido para ofrecerle la calamitosa facultad del toque de oro. El extraño aún tenía una sonrisa en el semblante, que proyectaba en la habitación un lustre amarillo y relucía en la imagen de Áurea y en las demás cosas que la mano de Midas había transformado.

—Y bien, amigo Midas —dijo—. Me pregunto cómo te va con el toque de oro.

Midas meneó la cabeza.

—Soy muy desdichado —respondió.

—¿Desdichado? ¡Caramba! —exclamó el extraño—. ¿Cómo es posible? ¿No he cumplido fielmente mi promesa? ¿No tienes todo lo que deseabas de corazón?

—El oro no lo es todo —contestó Midas—. Y he perdido lo que me importaba de verdad.

—Vaya. ¿O sea que desde ayer has descubierto algo? —comentó el extraño—. Bueno, vamos a ver, ¿cuál de estas dos cosas crees tú que vale más: el don del toque de oro o una copa de agua fría?

—¡Bendita sea el agua! —exclamó Midas—. ¡Nunca volverá a mojar mi garganta reseca!

—¿E1 toque de oro —prosiguió el extraño— o un mendrugo de pan?

—¡Un pedazo de pan —respondió Midas— vale todo el oro de la tierra!

—¿E1 toque de oro —preguntó el extraño —o tu pequeña Áurea, cálida, tierna y amorosa como hace una hora?

—¡Mi hija, mi hija querida! —gimió el pobre Midas retorciéndose las manos—. ¡No habría dado ni el lunar que tiene en la barbilla por poseer el poder de convertirla tierra entera en una roca de oro!

—¡Eres más sabio que ayer, rey Midas! —dijo el extraño mirándolo con seriedad—. Veo que tu corazón no se ha transformado totalmente en oro. De lo contrario el tuyo habría sido un caso perdido. Pero aún pareces capaz de entender que las cosas más corrientes, las que todo el mundo tiene al alcance, son más valiosas que las riquezas que tantos mortales luchan por poseer. Dime entonces: ¿deseas sinceramente librarte del toque de oro?

—¡Lo detesto! —replicó Midas.

Una mosca se posó en su nariz, pero enseguida cayó al suelo, pues también ella se había convertido en oro. Midas se estremeció.

—Entonces —dijo el extraño— ve a zambullirte en el río que corre al fondo de tu casa. Llena también un vaso de esa agua y rocía con ella todo objeto de oro al que quieras restituirle su antigua materia. Si lo haces seria y sinceramente, es posible que eso repare el daño que ha ocasionado tu avaricia.

El rey Midas hizo una profunda reverencia, y cuando levantó la cabeza, el brillante extraño había desaparecido.

No os costará nada creer que Midas no perdió tiempo en agarrar una gran vasija de barro (que, lamentablemente, dejó de ser de barro en cuanto la tocó) y correr a la orilla del río. Era francamente fantástico ver cómo, a medida que avanzaba abriéndose paso entre las matas, la vegetación amarilleaba detrás de él como si el otoño hubiera llegado allí y a ninguna otra parte. Una vez al borde del río, se tiró de cabeza sin quitarse siquiera los zapatos.

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