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Authors: Nathaniel Hawthorne

Tags: #Cuento, Infantil y juvenil

Libro de maravillas para niñas y niños (2 page)

BOOK: Libro de maravillas para niñas y niños
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No penséis que los cuidadosos padres y madres, tíos, tías o abuelos permitían a los pequeños adentrasen en el bosque y los campos sin la tutela de alguien particularmente serio y más experimentado. ¡Desde luego que no! Recordaréis que en la primera frase de este libro mencioné que entre los niños había un joven espigado. Se llamaba —en este caso sí os diré su nombre verdadero, porque él considera un gran honor haber contado las historias que van a publicarse ahora— Eustace Bright. Era estudiante del Williams College y creo que por entonces había alcanzado la venerable edad de dieciocho años, de modo que se sentía poco menos que el abuelo de Prímula, Vinca, Salvinio, Dienteleón, Jacinta, Trébol y los demás, que apenas eran la mitad o la tercera parte de venerables que él. Un problema de la vista (como el que tantos alumnos creen necesario tener hoy en día para demostrar su diligencia con los libros) lo había mantenido alejado de la universidad una o dos semanas después de que comenzara el curso. Pero, por mi parte, rara vez me ha parecido encontrar un par de ojos capaces de ver más lejos o mejor que los de Eustace Bright.

El docto estudiante era delgado y algo pálido como todos los estudiantes yanquis, pero de aspecto saludable, ligero y ágil, como si llevara alas en los zapatos. A la sazón, como era muy aficionado a vadear arroyuelos y atravesar prados, se había puesto botas de cuero para la excursión. Llevaba camisa de lino, gorra de lona y unas gafas de sol que, probablemente, había incorporado no tanto para protegerse los ojos como por la dignidad que conferían a su semblante. Sea como fuere, bien habría podido dejarlas, porque mientras Eustace estaba en los escalones del porche, Arándano, un elfo travieso, se deslizó por detrás de él, le birló las gafas de la nariz y las acomodó en la suya; y como el estudiante olvidó recuperarlas, las gafas cayeron a la hierba y allí quedaron hasta la primavera siguiente.

En todo caso, debéis saber que Eustace Bright había cosechado entre los niños gran fama de narrador de historias maravillosas, y aunque a veces fingía disgustarse cuando le pinchaban sin parar para que prosiguiese con sus relatos, yo dudo seriamente que algo le gustara tanto como contarlos. De modo que si hubierais estado allí, habríais visto cómo le brillaron los ojos cuando Arándano, Alfalfa, Borraja, Almendro y la mayoría de sus compañeros de juegos le rogaron que les contara un cuento mientras esperaban que se disipara la niebla.

—Sí, primo Eustace —dijo Prímula, una espabilada chica de doce años, ojos risueños y nariz un poquito respingona—. La mañana es el mejor momento para las historias con que sueles agotarnos la paciencia. Correremos menor riesgo de herir tus sentimientos al quedarnos dormidos en los momentos más interesantes… ¡como le pasó anoche a Alfalfa!

—¡Qué mala eres, Prímula! —chilló Alfalfa, una criatura de seis años—. No me quedé dormida. Sólo cerré los ojos para imaginarme lo que estaba contando primo Eustace. Es agradable oír sus cuentos por la noche, porque podemos soñar con ellos cuando dormimos; y es agradable oírlos por la mañana, para soñar con ellos despiertos. Así que espero que nos cuente uno ahora mismo.

—Gracias, pequeña —dijo Eustace—. Te aseguro que tendrás la mejor historia que se me ocurra, te lo has ganado por defenderme tan bien de la mala de Prímula. Pero, niños, ya os he contado tantos cuentos de hadas que dudo que quede alguno que no hayáis oído al menos dos veces. Y me temo que si repito alguno sí que os quedaréis dormidos.

—¡No, no, no! —exclamaron Almendro, Prímula, Llantén y otra media docena—. ¡Los cuentos nos gustan más cuando ya los hemos oído dos o tres veces!

Y, en el caso de los niños, es cierto que un cuento suele dejar una impronta más honda en su interés no sólo al cabo de dos o tres, sino de innumerables repeticiones. Pero Eustace Bright, fecundo en recursos, desdeñaba sacar provecho de una ventaja que un narrador más adulto se habría alegrado de utilizar.

—Sería una lástima —dijo— que alguien con mis conocimientos (por no hablar de la originalidad de mi imaginación) no pudiese, de año en año, encontrar una historia nueva para pequeños como vosotros. Así que os voy a contar uno de los cuentos infantiles que se crearon para entretener a nuestra anciana abuela, la Tierra, cuando era una niña y llevaba blusa y vestidito sin mangas. Hay cientos de ellos, y me asombra que hasta hace tan poco no se hayan convertido en libros ilustrados para niñas y niños. Durante muchísimo tiempo, en vez de publicarlos, unos viejos señores de barba gris se inclinaban sobre rancios volúmenes en griego, y se embrollaban tratando de descubrir cuándo, cómo y para que fueron escritos.

—¡Venga, venga, primo Eustace!— gritaron todos los niños a una—. Deja de hablar de los cuentos y empieza ya.

—Pues sentaos todos, no quiero ver a un alma de pie —dijo Eustace Bright—, y quedaos quietecitos como ratones. A la menor interrupción, sea de la mayor y traviesa Prímula, del pequeño Dienteleón, o de cualquiera, corto la historia con los dientes y me trago la parte que falte. Pero antes que nada, ¿alguno sabe qué es una Gorgona?

—Yo —dijo Prímula.

—¡Pues entonces muérdete la lengua! —repuso Eustace, que habría preferido que la niña no supiera nada—. Y todos los demás cerrad la boca, que os contaré la bonita historia de la cabeza de una Gorgona.

Y así comenzó, como podréis leer en la página siguiente. Y aunque recurrió a su erudición de segundo curso con un tacto considerable, y asumió un firme compromiso con el profesor Anthon, ignoró a todas las autoridades clásicas cada vez que la audacia de su imaginación errante lo impelía a hacerlo.

LA CABEZA

DE LA GORGONA

P
ERSEO era hijo de Dánae, que a su vez era hija de un rey. Y cuando Perseo era pequeño, unos malvados los metieron a él y a su madre en un arcón y los echaron al mar. De pronto se levantó un viento que alejó el arcón de la costa, y las olas inquietas empezaron a zarandearlo. Dánae apretó el niño contra su pecho, temiendo que una gran ola arrojara sobre los dos la cresta espumosa. Sin embargo, el arcón siguió navegando, Sin zozobrar ni volcar, hasta que, al llegar la noche, se acercó tanto a una isla que quedó atrapado en la red de un pescador y fue arrastrado un largo trecho hasta descansar en arena seca. La isla se llamaba Serifos, y reinaba allí Polidectes, que resultó ser hermano del pescador.

Este pescador, por suerte, era un hombre enormemente humano y honesto. Fue muy bondadoso con Dánae y su criatura, y su amistad perduraba cuando Perseo llegó a ser un joven apuesto, fortísimo, activo y hábil con las armas. Pero, mucho antes de esto, el rey Polidectes había visto a los dos extranjeros —madre e hijo— que habían llegado a sus dominios flotando en un arcón. Y puesto que no era bueno ni justo como su hermano el pescador, sino maligno a más no poder, resolvió asignar a Perseo una misión peligrosa, en cuyo desempeño probablemente moriría, con lo cual conseguiría a su vez hacerle mucho daño a Dánae. Así pues, caviló detenidamente cuál era la aventura más arriesgada que podía emprender un joven, y cuando por fin dio con una que prometía ser tan fatal como quería, mandó llamar a Perseo.

El muchacho fue al palacio y encontró al rey sentado en el trono.

—Perseo —dijo el rey Polidectes con una taimada sonrisa, te has vuelto un joven magnífico. Tú y tu madre habéis sido objeto de gran benevolencia, tanto por mi parte como por parte de mi digno hermano el pescador, y supongo que no lamentaras retribuirme de algún modo.

—Por favor, majestad —respondió Perseo—. Arriesgaría la vida de buena gana con tal de hacerlo.

—Bien —prosiguió el rey sin abandonar la maliciosa sonrisa—, pues tengo una pequeña misión que proponerte, y como eres valeroso y emprendedor, sin duda te considerarás muy afortunado de tener una oportunidad tan excepcional para distinguirte. Debo decirte, mi buen Perseo, que pienso desposar a la hermosa princesa Hipodamía, y en estas ocasiones la costumbre recomienda obsequiar a la novia con alguna curiosidad o algún capricho elegante. Te confieso francamente que el interrogante de dónde obtener algo que pueda agradar a una princesa de gusto tan exquisito me ha tenido un poco inquieto. Pero estoy orgulloso, porque finalmente esta mañana se me ha ocurrido el objeto preciso.

—¿Y puedo yo ayudar a que vuestra majestad lo obtenga? —preguntó Perseo con vehemencia.

—Así es, si eres tan valiente como te considero —replicó el rey Polidectes con un ademán de una cortesía extrema—. El regalo de boda que me he propuesto hacer a la hermosa Hipodamía es la cabeza de la Gorgona Medusa, la de la cabellera de serpientes, y en ti confío, querido Perseo, para que me la traigas. De modo que, como no veo la hora de sellar mi alianza con la princesa, cuanto antes partas en busca de la Gorgona, más complacido estaré.

—Partiré mañana por la mañana —dijo Perseo.

—Te ruego que así sea, mi valiente muchacho —repuso el rey—. Y por cierto, Perseo: cuando le cortes la cabeza a la Gorgona, procura que sea de un tajo limpio, para no estropearle el aspecto. Para satisfacer el gusto exquisito de la princesa Hipodamía debes traerla en el mejor estado posible.

Perseo abandonó el palacio, y apenas se había alejado cuando Polidectes rompió a reír, pues, como era un rey pérfido, le divertía comprobar que fácilmente había caído aquel joven en la red. No tardó en propagarse la nueva de que Perseo se encargaría de decapitar a Medusa, la de la cabellera de serpientes. El regocijo fue general, porque la mayoría de los habitantes de la isla eran tan malvados como el rey, y nada les habría gustado tanto como ver a Dánae y a su hijo sufrir una desgracia tremenda. Al parecer, el único hombre bueno de la infortunada Serifos era el pescador. De modo que, al ver pasar a Perseo, la gente lo señalaba haciendo muecas, guiñándose un ojo unos a otros y ridiculizándolo en voz tan alta como podían.

—¡Jajay! —exclamaban—. ¡Ya verás cómo le muerden las serpientes!

En aquel tiempo vivían tres Gorgonas; y eran los monstruos más terribles y extraños que se han conocido desde que el mundo es mundo, o que se han visto desde entonces, o que probablemente vayan a verse en el porvenir. No se me ocurre con que nombre, de criatura o de trasgo, llamarlas. Las tres eran hermanas y, aunque al parecer su aspecto se asemejaba vagamente al de una mujer, realmente eran una especie de dragones horrorosos y malignos. La verdad, es difícil imaginar hasta que punto eran seres odiosos estas hermanas. Creedme si os digo que, en vez de cabello, ¡en la cabeza les crecían cientos de serpientes enormes, todas vivas, que se retorcían, se rizaban, se enroscaban y sacaban unas lenguas venenosas con forma de horquilla! Además, los dientes de las Gorgonas eran unos colmillos terriblemente afilados, las manos eran de bronce, y tenían el cuerpo cubierto de escamas de hierro, o al menos de algo duro e impenetrable. También tenían alas, y os aseguro que eran espléndidas, porque hasta la última pluma era de reluciente oro pulido, de modo que cuando las Gorgonas volaban al sol el aspecto de las alas era deslumbrante.

Sin embargo, cuando los humanos veían por azar un destello de ese resplandor en el cielo, en vez de pararse a mirar corrían a esconderse lo antes posible. Quizá pensareis que temían que las Gorgonas les picaran con las serpientes que tenían por cabellera, o que les arrancaran la cabeza con sus feos colmillos, o que los despedazaran con las garras de bronce. Pues sí, efectivamente estos peligros existían, pero en modo alguno eran el mayor o el más difícil de evitar. Porque lo peor era que, en cuanto un mortal posaba los ojos en el rostro de alguna de las abominables Gorgonas, ¡al instante la carne y la sangre cálidas mudaban en fría piedra sin vida!

Dicho esto, comprenderéis bien que peligrosa era la aventura que el maligno rey Polidectes había urdido para aquel joven inocente. El mismo Perseo, tras haber meditado la cuestión, comprendió claramente que tenía muy pocas posibilidades de salir sano y salvo, y que tenía muchas menos posibilidades de hacerse con la cabeza de Medusa que de convertirse en estatua. Y es que había una dificultad, por no hablar de todas las demás, que habría desvelado a un hombre mayor que Perseo: no sólo debía matar a aquel monstruo de alas de oro, escamas de latón, colmillos letales y cabellera de serpientes, sino que tendría que hacerlo con los ojos cerrados, o al menos sin echar ni siquiera una mirada al enemigo con el cual estaría luchando. De lo contrario, mientras alzara el brazo para golpear, se quedaría petrificado, y así seguiría durante siglos, con el brazo en alto, hasta que el tiempo, el viento y el clima lo abatieran tranquilamente. Algo muy triste para un joven que quería llevar a cabo muchas hazañas y disfrutar de un buen caudal de felicidad en este mundo bello y radiante.

A1 pensar en estas cosas, Perseo sintió tal desconsuelo que no pudo contarle a su madre lo que se había comprometido a hacer. De modo que tomó su escudo, se ciñó la espada y cruzó de la isla al continente, donde se sentó en un sitio apartado y a duras penas pudo contener el llanto.

Pero cuando estaba sumido en sus pesares oyó una voz cerca de él.

—Perseo, ¿por qué estás triste?

Aunque Perseo creía estar completamente solo, cuando alzó la cabeza descubriéndose el rostro que había escondido entre las manos… ¡había un extraño en aquel lugar solitario! Era un joven de aspecto vivaz, inteligente y astuto, con una capa a los hombros, un curioso casco en la cabeza, una extraña vara sinuosa en la mano y una espada muy corta y curva colgando de la cintura. Su silueta era extraordinariamente ligera y ágil, como si fuera alguien acostumbrado al ejercicio gimnástico o muy hábil para saltar o correr. Pero sobre todo, el desconocido tenía un aspecto tan alegre, perspicaz y servicial (aunque, sin duda, también algo pícaro), que, mirándolo, Perseo no pudo evitar sentir que se animaba. Por otra parte, como era verdaderamente valeroso, le daba mucha vergüenza que alguien lo encontrase al borde de las lágrimas como un párvulo asustado, cuando al fin y al cabo quizá no hubiera motivo para desesperarse. De modo que se secó los ojos y le respondió al extraño con bastante vivacidad y fingiendo tanta entereza como pudo.

—No estoy tan triste —dijo—. Sólo meditaba sobre una aventura en que me he embarcado.

—¡Ajá! —replicó el extraño—. Bien, cuéntame un poco y tal vez pueda serte útil. He ayudado a unos cuantos jóvenes en aventuras que de antemano parecían difíciles. Tal vez hayas oído hablar de mí. Tengo más de un nombre, pero el de Azogue me va tan bien como cualquier otro. Tú cuéntame cual es el problema, charlamos y vemos que se puede hacer.

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