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Authors: Nathaniel Hawthorne

Tags: #Cuento, Infantil y juvenil

Libro de maravillas para niñas y niños (10 page)

BOOK: Libro de maravillas para niñas y niños
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—¡En mi vida he visto algo tan raro! —exclamó Pandora—. ¿Qué va a decir Epimeteo? Y ¿seré capaz de atarla de nuevo?

Intentó un par de veces recomponer el nudo pero pronto comprobó que aquello superaba su habilidad. Se había deshecho tan repentinamente que no recordaba cómo estaban enlazadas las puntas, y cuando intentó reconstruir la forma y el aspecto, descubrió que se le había ido por completo de la cabeza. No había nada que hacer, por lo tanto, sino dejar la caja así hasta que volviese Epimeteo.

—Pero —dijo Pandora— cuando vea el nudo deshecho sabrá que he sido yo. ¿Cómo va a creerse que no he mirado en el interior de la caja?

Y entonces, cabecita loca, se le ocurrió que, puesto que iba a ser sospechosa de haber espiado, más valía hacerlo cuanto antes. ¡Tonta y alocada Pandora! Habría debido evitar lo malo y hacer simplemente lo correcto, con independencia de lo que hubiera dicho o creído su amigo Epimeteo. Y así habría actuado, tal vez, si el rostro mágico de la tapa de la caja no le hubiese resultado tan embriagador y seductor, si no le hubiera parecido oír dentro, con más claridad que antes, un rumor de voces. No sabía si lo estaba imaginando o no, pero sentía en el oído un tumulto de susurros…, o tal vez el murmullo de su curiosidad…

—Déjanos salir, Pandora… ¡Déjanos salir, por favor! ¡No sabes lo bien que jugaremos contigo! ¡Sólo déjanos salir!

«¿Qué será? —pensó Pandora—. ¿Habrá algo vivo dentro? Bueno, ¡pues sí! Estoy decidida a echar un vistazo. ¡Sólo uno, y luego la dejaré mejor cerrada que nunca! ¿Que tiene de malo espiar un poquito?».

Pero es hora de ver qué hacía mientras tanto Epimeteo.

Desde que su amiguita había ido a vivir con él, era la primera vez que intentaba disfrutar de algo en que no participara ella. Pero nada le salía bien y estaba lejos de sentirse tan contento como otras veces. N o lograba encontrar una uva dulce ni un higo maduro (si un defecto tenía Epimeteo era un entusiasmo algo desmedido por los higos); o, si los había, estaban casi pasados o tan dulces que empalagaban. Faltaba en su corazón esa dicha que le hacía hablar por los codos espontáneamente, y aumentar la alegría de sus compañeros. En resumen, Epimeteo se había ido inquietando y disgustando tanto que los otros niños no entendían qué le ocurría. Tampoco él lo sabía, pues debéis recordar que, en los tiempos de que hablamos, ser feliz estaba en la naturaleza y era costumbre de todos. El mundo aún no había aprendido otra cosa. Como aquellos niños eran los primeros enviados y estaban en la hermosa tierra para gozar, nunca habían existido un alma ni un cuerpo enfermos, ni siquiera pachuchos.

A1 cabo, Epimeteo comprendió que, de un modo u otro, todo el juego había terminado para él, así que consideró que lo mejor sería regresar a casa con Pandora, que estaba de un humor más parecido al suyo. Pero, con la esperanza de complacerla, recogió una flores para hacerle con ellas una guirnalda. Las flores —rosas, lirios, azahares y muchas más— eran un primor que dejaba al paso de Epimeteo una estela fragante, y la guirnalda que hizo con ellas era lo más primoroso que cabía esperar de un muchacho. Siempre he considerado que los dedos de las niñas son los más aptos para entretejer flores, pero en aquel entonces los chicos se daban mucha más maña que hoy.

Pero, en este punto del relato, debo deciros que desde hacía un rato se había ido formando una enorme nube negra en el cielo, aunque todavía no lo cubría todo, justo cuando Epimeteo llegaba a la cabaña la nube empezó a ocultar el sol provocando de repente una triste oscuridad.

Epimeteo entró con sigilo porque confiaba en poder deslizarse hasta Pandora y ponerle la corona de flores antes de que ella notara su presencia. El caso es que no le hubiera hecho falta ir con tanto cuidado: podría haber hecho el ruido que quisiera —haber pisado con la fuerza de un adulto e incluso diría que con la fuerza de un elefante—, pues era improbable que Pandora lo oyese. Ella estaba demasiado enfrascada en su propósito. En el momento en que él entró en la cabaña, la traviesa niña llevaba la mano a la tapa y estaba a punto de abrir la caja misteriosa. Epimeteo se quedó mirándola. Si le hubiera gritado, probablemente Pandora habría retirado la mano y acaso el misterio de la caja no se hubiera conocido nunca.

Pero también Epimeteo, aunque apenas mencionaba el asunto, tenía alguna curiosidad por saber qué había dentro. Al darse cuenta de que Pandora había resuelto descubrir el secreto, decidió que su compañera no fuese la única persona espabilada de la cabaña, y que, si en la caja había algo bonito o valioso, él quería la mitad. Así que, después de tanto sermonearla para que reprimiera su curiosidad, Epimeteo resultó igual de imprudente que Pandora y casi tan culpable como ella. De modo que cada vez que acusemos a Pandora de lo que pasó, también habrá que censurar a Epimeteo.

Tan pronto como Pandora levantó la tapa, en la cabaña se hizo una oscuridad tétrica, porque la nube acababa de ocultar completamente el sol, como si lo hubiera enterrado vivo. Desde hacía unos instantes se oía un gruñido grave, un rumor que de golpe estalló en un trueno violento. Sin embargo, Pandora, impávida, alzó la tapa casi hasta la vertical y miró dentro. Sintió como si súbitamente un enjambre de criaturas aladas la rozara al huir de la caja, mientras en el mismo instante oía a Epimeteo quejarse como si le doliera algo.

—¡Ah, me han picado! —gritó—. ¡Me han picado! ¡Mira que eres terca, Pandora! ¡Para qué habrás abierto esa caja nefasta!

Pandora dejó caer la tapa y, sobresaltada, se volvió para ver qué le había pasado a Epimeteo. La nube había oscurecido tanto la habitación que no se distinguía nada. Pero oyó un zumbido desagradable, como si hubiera un revuelo frenético de moscas enormes, o de mosquitos gigantes, o de esos insectos llamados libélulas, O de avispones. Y cuando sus ojos se habituaron a la falta de luz, vio una multitud de pequeños seres con un aspecto abominable, con alas de murciélago y colas provistas de aguijones terriblemente largos. Uno de ellos había picado a Epimeteo. Apenas un momento después Pandora también se echó a gritar, no menos dolorida y asustada que su compañero y alborotando mucho más. Uno de aquellos monstruitos odiosos se le había posado en la frente, y si Epimeteo no se hubiera apresurado a ahuyentarlo, le habría picado, y quién sabe cuál habría sido la suerte de Pandora.

Pues bien, como supongo que queréis saber qué eran esos feos seres que habían escapado de la caja, debo deciros que se trataba de la familia de los Males terrenales al completo. Había bajas Pasiones; había muchas especies de Zozobras; había más de ciento cincuenta Pesares; había una variedad inmensa de Enfermedades miserables y dolorosas; había tantas clases de Necedad que de nada serviría examinarlas. En suma: en la misteriosa caja había estado encerrado todo lo que desde entonces ha afligido a las almas y a los cuerpos de la humanidad. Se había encomendado a Epimeteo y Pandora que lo mantuvieran guardado para que no molestase a los niños felices del mundo, y si ellos hubieran sido fieles al pacto, todo habría ido bien: desde aquel día hasta hoy jamás habría habido un adulto triste ni un niño con motivos para llorar.

Pero —ya veis que la mala acción de un solo mortal es una calamidad para el mundo entero— cuando Pandora abrió la caja y Epimeteo permitió que lo hiciera, los Males pudieron instalarse entre nosotros y no parece probable que seamos capaces de expulsarlos pronto. Porque, como ya imaginaréis, era imposible que los dos niños mantuvieran aquel feo enjambre encerrado en su casita. Al contrario, para librarse de él, lo primero que hicieron fue abrir puertas y ventanas de par en par; y naturalmente los Males volaron en todas direcciones, causando tanto fastidio y dolor que durante mucho tiempo no hubo personita que sonriera. Y, cosa muy singular, al cabo de uno o dos días todas las flores y los brotes cubiertos de rocío de la tierra, todo lo que hasta entonces no se había marchitado, empezó a mustiarse y a perder las hojas. Y los niños, que hasta entonces habían parecido inmortales en su infancia, empezaron a crecer día a día y, antes de soñarlo siquiera, se convirtieron en jóvenes y muchachas, y poco a poco en hombres y mujeres, y después en ancianos.

Mientras, la imprudente Pandora y Epimeteo, que apenas era menos imprudente, permanecían en la cabaña. Los dos habían sufrido serias picaduras y tenían fuertes dolores, que les resultaban más insoportables porque eran los primeros que alguien sentía desde que comenzara el mundo. Evidentemente, no estaban en modo alguno habituados al dolor y no tenían idea de que significaba. Y además estaban de un humor de perros, cada uno consigo mismo y con el otro. Epimeteo se entregó a su pésimo humor sentándose hurañamente en un rincón de espaldas a Pandora, mientras que ella, tumbada en el suelo, apoyaba la cabeza en la caja fatal llorando amargamente, y cada sollozo parecía partirle el corazón.

De pronto se oyó un golpecito en el interior de la tapa.

—¿Qué será? —dijo Pandora levantando la cabeza.

Pero, tal vez porque Epimeteo no había oído el golpe, o tal vez porque el enfado le impedía oírlo, en cualquier caso no contestó.

—¿Serás tan malo para no hablarme? —dijo ella empezando a sollozar de nuevo.

¡Otro golpecito! Parecían los nudillos de un duende ligero y juguetón llamando desde dentro de la caja.

—¿Quién eres? —preguntó Pandora, en parte con la misma curiosidad de antes—. ¡Eh, oye, el de la caja traicionera!

Una vocecita dulce le respondió:

—Levanta la tapa y veras.

—No, no —sollozó una vez más Pandora—. ¡Ya he tenido bastante levantándola una vez! ¡Te quedas donde estás, criatura traicionera! Hay un montón de hermanas y hermanos tuyos volando por el mundo. ¡No me creerás tan boba como para dejarte salir!

Mientras hablaba miró a Epimeteo, quizá esperando que elogiase su buen juicio. Pero el hosco muchacho sólo murmuró que había entrado en juicio un poco tarde.

—Escucha —insistió la dulce vocecita—, más te vale dejarme salir. Yo no soy como esas criaturas traicioneras con aguijones. No son hermanas y hermanos míos, en cuanto me veas lo entenderás. ¡Vamos, Pandora, vamos! ¡Seguro que me dejarás salir!

Y efectivamente había en el tono una suerte de intenso embrujo que hacía casi imposible rehusarle nada a aquella voz. Sin darse cuenta, Pandora había sentido que su corazón se aliviaba con cada palabra que salía de la caja. También Epimeteo, aunque seguía en su rincón, se había dado la vuelta a medias y parecía algo más animado.

—¿Has oído la vocecita, querido Epimeteo? —preguntó Pandora.

—Sí, claro —respondió él, aunque aún no estuviera de mejor humor—. ¿Y qué?

—¿Vuelvo a levantar la tapa?

—Tú misma —dijo Epimeteo—. Con todo el daño que has hecho, bien puedes hacer un poco más. Añadir un nuevo Mal al enjambre que has esparcido por el mundo no va a cambiar mucho las cosas.

—¡Podrías ser un poco más amable! —murmuró Pandora secándose los ojos.

—¡Qué malandrín! —exclamó la vocecita de la caja, pícara y risueña—. Se muere de ganas de verme y lo sabe. Anda, Pandora, levanta la tapa. No veo la hora de consolarte. Déjame nada más tomar un poco de aire fresco, y enseguida verás que las cosas no son tan desoladoras como piensas.

—Epimeteo —exclamó Pandora—, ¡pase lo que pase, estoy decidida a abrir la caja!

—¡Y como parece un trabajo duro —dijo Epimeteo corriendo hacia ella— yo voy a ayudarte!

Así pues, de común acuerdo los niños levantaron la tapa. Un personajillo radiante y sonriente salió volando en el acto y se puso a aletear por la sala, dejando un rastro de luz a su paso. ¿Nunca habéis hecho bailar al sol en rincones oscuros reflejándolo en un espejo? Pues bien, aquella extraña criaturita fantástica inundaba de la misma alegría la oscuridad de la cabaña. Volando hasta Epimeteo, posó un dedo, muy suavemente, en la picadura que le había dejado un Mal y de inmediato la angustia desapareció. Luego, con un beso, también curó la herida en la frente de Pandora.

Tras realizar estos buenos oficios, la radiante criatura se divirtió aleteando sobre las cabezas de los niños, y los miraba con tal ternura que ellos empezaron a considerar que no había estado tan mal haber abierto la caja, ya que de otro modo aquella jovial criatura habría quedado prisionera entre aquellos diablillos con aguijones.

—¿Quién eres, criatura preciosa? —preguntó Pandora.

—¡Me llaman Esperanza! —respondió la figurita radiante—. Y como soy una criaturita tan alegre, me metieron en la caja para compensar a los humanos por el enjambre de Males destinados a vagar entre ellos. ¡No temáis nada! Nos las arreglaremos muy bien a pesar de ellos.

—¡Tienes las alas de color arcoiris!— exclamó Pandora—. ¡Qué hermosura!

—Sí, son irisadas —dijo Esperanza—. Porque, aunque mi carácter es alegre, estoy hecha en parte de sonrisas y en parte de lágrimas.

—¿Y te quedarás con nosotros para siempre? —preguntó Epimeteo.

—Prometo que mientras me necesitéis —dijo Esperanza—, y esto significa que mientras viváis en el mundo, no os abandonará nunca. De vez en cuando habrá tiempos y períodos en que os parecerá que he desaparecido totalmente. Pero una y otra vez, y siempre de nuevo, acaso cuando menos confiéis en que ocurra, veréis relucir mis alas en el techo de esta cabaña. Así es, queridos niños, y existe algo muy bueno y muy bello que os será dado de ahora en adelante.

—¡Uy, dínoslo! —exclamaron ellos—. ¡Dinos que es!

—No me preguntéis —replico Esperanza llevándose un dedo a la boca rosada—. Pero, por más que no suceda mientras estéis en esta tierra, no desesperéis. Confiad en mi promesa, que es sincera.

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