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Authors: Nathaniel Hawthorne

Tags: #Cuento, Infantil y juvenil

Libro de maravillas para niñas y niños (18 page)

BOOK: Libro de maravillas para niñas y niños
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LA QUIMERA

U
NA vez, en tiempos muy, muy remotos (porque nadie recuerda cuándo sucedieron todas las rarezas que os cuento), en una colina de la maravillosa tierra de Grecia surgió una fuente, y hasta donde yo sé, todavía sigue manando en el mismo sitio. Sea como sea, el arroyo fresco y centelleante nacido de aquel venero agradable corría cuesta abajo, en un crepúsculo dorado, cuando se acercó a su orilla un apuesto joven llamado Belerofonte. En la mano llevaba un ronzal tachonado de gemas brillantes y con bocado de oro. Y al ver que junto a la fuente había un anciano, un hombre y un niño, y también una muchacha que recogía agua en una jarra, se detuvo a pedir que le permitieran tomar un trago para refrescarse.

—Qué agua más deliciosa —le dijo a la muchacha después de beber, mientras enjuagaba la jarra—. ¿Serás tan gentil de decirme si tiene nombre?

—Sí, se llama fuente de Pirene —respondió la muchacha, y añadió—. Mi abuela me contó que esta fuente clara fue una vez una hermosa mujer: cuando su hijo murió bajo las flechas de Diana, la cazadora, se fundió toda ella en lágrimas. Así que el agua que encuentras tan dulce y fresca ¡es la pena del corazón de una madre infeliz!

—¡Jamás habría imaginado —observó el joven forastero— que el alma de una fuente tan clara, que brota y canturrea y se desliza tan alegremente desde la sombra en busca del sol, llevara una sola gota de llanto! ¿De modo que ésta es Pirene? He venido de muy lejos en busca de este lugar.

Un campesino de mediana edad que había llevado a su vaca a abrevar en la fuente, tenía la vista clavada en Belerofonte y en el magnífico ronzal que asía con la mano.

—En tu país han de estar secándose los cursos de los ríos, amigo —señaló—, ya que has hecho un viaje tan largo en busca de la fuente de Pirene. Pero, dime, ¿has perdido un caballo? Veo que llevas un ronzal excelente, a juzgar por esa doble hilera de piedras preciosas. Si el caballo es tan bueno como la brida, es realmente lamentable que lo hayas perdido.

—No he perdido ningún caballo —sonrió Belerofonte—. Lo que ocurre es que busco uno muy famoso que, si existe, según me ha informado alguna gente sabia, sólo puede estar por aquí. ¿Sabes si Pegaso, el caballo alado, ronda todavía la fuente de Pirene como solía hacerlo en tiempos de nuestros antepasados?

Entonces el paisano se echó a reír.

Probablemente algunos de vosotros, amiguitos, habéis oído decir que este Pegaso era un corcel blanco como la nieve, con hermosas alas plateadas, que pasaba la mayor parte del tiempo en la cumbre del monte Helicón. Indómito y ligero, se precipitaba en las nubes planeando más veloz que un águila. No había nada como él en el mundo. No tenía compañero, ningún jinete lo había montado ni embridado jamás, y vivía feliz y solitario desde hacía muchos años.

¡Ah, qué magnífico ser un caballo con alas! Por la noche Pegaso dormía en la alta cumbre de una montaña y la mayor parte del día la pasaba en el aire; apenas si parecía una criatura terrenal. Al divisarlo muy por encima de las cabezas humanas, y ver sus alas plateadas al sol, uno habría dicho que aquella criatura pertenecía al cielo, que tan sólo había descendido demasiado, extraviado entre nuestras nieblas y vapores, y estaba buscando el camino de regreso. Era un primor verlo sumergirse en el regazo lanudo de una nube brillante, perderse en ella un instante y reaparecer por el otro lado. A veces también ocurría que en medio de una borrasca tenebrosa, del cielo pavimentado de nubes grises, el caballo alado abría una brecha y la alegre luz de las regiones superiores brillaba a su paso. Quien tenía la suerte de presenciar aquel espectáculo asombroso pasaba todo el día alborozado, por más que durase la tormenta.

En verano, con los días más hermosos, a menudo Pegaso aterrizaba en suelo firme y, plegando las alas plateadas, echaba a galopar ligero como el viento por colinas y praderas. Y sobretodo solía vérselo cerca de la fuente de Pirene, bebiendo el agua deliciosa o echado en la mullida hierba de la orilla. A veces, también (aunque con la comida era refinado) pacía las flores de trébol que estaban tiernas.

Así pues, a la fuente de Pirene solían ir los bisabuelos de aquella gente (mientras eran jóvenes y conservaban la fe en los caballos alados) con la esperanza de ver al bello Pegaso. Pero en los últimos años se lo había visto muy rara vez. De hecho, muchos campesinos que vivían a media hora de camino de la fuente no lo habían visto nunca y no creían que existiera semejante criatura. Daba la casualidad de que uno de esos incrédulos era el campesino con quien estaba hablando Belerofonte.

Por eso se había reído aquel hombre.

—¡Pegaso! —exclamó levantando la nariz todo lo que se podía levantar una nariz tan chata—. ¡Pegaso, caray! ¡Un caballo con alas! Vamos, amigo, ¿te has vuelto loco? ¿De qué le sirven las alas a un caballo? ¿Tiraría mejor del arado? Es verdad que sería un ahorro en herraduras, pero, a fin de cuentas ¿a quién le gusta ver a su caballo salir volando por la ventana del establo? ¿O meneando la cola en las nubes en vez de mover la noria del molino? ¡No, no! Yo no creo en Pegasos. Un caballo—pollo: nadie ha creado semejante ridiculez.

—Tengo algunas razones para creer lo contrario —dijo con calma Belerofonte.

Luego se volvió hacía un anciano de pelo gris que escuchaba atentamente apoyado en un bastón, con la cabeza hacia delante y una mano detrás de la oreja porque en los últimos veinte años se había quedado un poco sordo.

—¿Y usted qué dice, venerable? —preguntó—. ¡Imagino que en sus años mozos habrá visto a menudo al corcel alado!

—¡Ay, joven forastero, yo he perdido mucha memoria! —dijo el viejo—. Sí no recuerdo mal, cuando era muchacho creía, como todo el mundo, que existía un caballo así. Pero hoy apenas sé qué pensar, y de hecho casi nunca pienso en él. Si alguna vez vi a la criatura, fue hace mucho, mucho tiempo y, para serte franco, tengo mis dudas de haberlo visto. La verdad es que un día, siendo muy joven, encontré huellas de cascos al borde de la fuente. Podían ser huellas de Pegaso, pero también podían ser de otro caballo.

—¿Y tú nunca lo has visto, hermosa doncella? —le preguntó Belerofonte a la muchacha, que mientras escuchaba se había puesto la jarra sobre la cabeza—. Si alguien puede ver al caballo alado sin duda eres tú, con esos ojos tan claros.

—Una vez me pareció verlo —respondió la muchacha sonriendo y ruborizándose—. O era Pegaso o era un gran pájaro blanco, allá, muy arriba. Y otra vez, cuando venía a la fuente por agua, oí un relincho. ¡Y que relincho más enérgico y melodioso! ¡El corazón me dio un salto de puro deleite! Pero de todos modos me asusté, así que corría casa sin llenar la jarra.

—¡Una verdadera lástima! —dijo Belerofonte.

Y se volvió hacia el niño que mencioné al comienzo, y que lo miraba fijamente, como miran los niños a los extraños, con la sonrosada boca muy abierta.

—Y bien, pequeño amigo —dijo Belerofonte, tirándole cariñosamente de un rizo—. Supongo que tú has visto al caballo alado muchas veces.

—Por supuesto —contestó enseguida el chico—. Lo vi ayer, y muchas otras veces.

—¡Así me gusta, caballerito! —dijo Belerofonte, acercando el niño a él—. Anda, cuéntame.

—Es que yo suelo venir a echar barquitos a la fuente —respondió el niño— y a recoger chinas del fondo. Y a veces, cuando miro el agua, en el reflejo del cielo veo la imagen del caballo. ¡Me gustaría que bajase y me dejara montarlo, y que me llevase a la luna! Pero en cuanto me muevo un poco para mirarlo mejor, é1 ya ha volado hasta perderse de vista.

Y Belerofonte confió más en el niño que había visto la imagen de Pegaso en el agua, y en la doncella que lo había oído relinchar, que en el payaso adulto que sólo creía en caballos de tiro o en el anciano que había olvidado los encantos de la juventud.

Por eso durante muchos días merodeó por la fuente de Pirene. Vigilaba constantemente, alzando la vista al cielo, posándola luego en el agua, con la esperanza de atisbar, o la imagen reflejada del caballo alado, o la maravillosa realidad. Siempre llevaba consigo el ronzal de las gemas brillantes y el bocado de oro. Los rústicos lugareños, que llevaban el ganado a abrevar en la fuente, solían reírse del pobre y a veces lo reprendían severamente. Le decían que un joven bien dotado como él debería emplear su tiempo en cosas mejores que aquel absurdo propósito. Le ofrecieron un caballo, pensando que eso era lo que quería, y como Belerofonte declinó el ofrecimiento, intentaron comprarle el espléndido ronzal con regateos.

Hasta los muchachos del lugar lo consideraban tan tonto que se burlaban de él constantemente y, como eran groseros, les importaba un bledo que é1 los viese o los oyera. Un pilluelo, por ejemplo, imitaba el vuelo de Pegaso dando las volteretas más estrafalarias, mientras detrás de él correteaba un compinche blandiendo unos juncos curvados que, supuestamente, representaban el ronzal adornado. Pero el niño pacífico que había visto a Pegaso dibujado en el agua daba al joven forastero un consuelo más grande que cualquier tormento de aquellos golfos. El bondadoso niño aprovechaba sus horas de recreo para sentarse junto a él y, sin decir palabra, miraba ora la fuente, ora el cielo con una fe tan inocente que Belerofonte no podía dejar de sentirse alentado.

Supongo que a vosotros os gustaría saber por que Belerofonte se había propuesto domar al caballo alado. Pues bien, vamos a aprovechar que él espera a que Pegaso aparezca para hablar de ello.

Si me pusiera a relatar todas las aventuras previas de Belerofonte, la historia se haría muy larga. Me limitaré a deciros que en un país de Asia había aparecido un monstruo terrible llamado Quimera, y estaba causando tantos estragos que no alcanzaríamos a contarlos de ahora al anochecer. Según los datos más fidedignos que he podido obtener, la Quimera era prácticamente, por no decir realmente, la criatura más fea y venenosa que jamás haya salido de las entrañas de la tierra, la más extraña e inexplicable, la más difícil de abatir y de rechazar. Tenía cola de boa constrictor, cuerpo de no sé que y tres cabezas diferentes, una de león, otra de cabra y la tercera, espantosamente grande, de serpiente. ¡Y de cada una de las tres bocas salía una candente ráfaga de fuego! Como era un monstruo terrestre, creo que no tenía alas, pero, con alas o sin ellas, corría como un león o una cabra, y se arrastraba como una serpiente, de modo que conseguía ser más rápida que las tres bestias juntas.

¡Ay, cuánta devastación y cuántos estragos causaba esta criatura maligna! Su aliento podía dejar un bosque entero en llamas, incendiar un campo de trigo, o, para el caso, una aldea con todas sus casas y sus corrales. Sembraba la ruina en todo el país y solía comerse vivos a los humanos y los animales, que luego cocinaba en el horno de su estómago. ¡E1 cielo se apiade, pequeños! ¡Que ni yo ni vosotros topemos jamás con una Quimera!

Mientras la detestable bestia (si puede llamársela bestia) perpetraba estos horrores, quiso el azar que Belerofonte llegara a aquella región del mundo para visitar al rey. El rey se llamaba Lobates y regía un país llamado Licia. Belerofonte era uno de los jóvenes más valientes del mundo y no había nada que deseara tanto como llevar a cabo una acción heroica y beneficiosa que le granjease la estima y la admiración de la humanidad entera. En aquellos tiempos un joven sólo podía descollar librando batallas, bien contra los enemigos de su país, bien contra gigantes malvados, dragones molestos o bestias salvajes, cuando no encontraba nada más peligroso contra lo que combatir. A1 advertir el valor de su joven visitante, el rey Lobates le propuso que fuese a luchar contra la Quimera, a quien todos los demás temían y a la que había que matar pronto para evitar que Licia quedara convertida en un desierto. Sin titubear un instante, Belerofonte le aseguró al rey que él mataría a la Quimera o perecería en el intento.

Pero, puesto que el monstruo era tan prodigiosamente rápido, en primer lugar pensó que nunca obtendría la victoria si peleaba a pie. Lo más sensato, por lo tanto, era procurarse el caballo mejor y más veloz que pudiera encontrar. ¿Y qué otro caballo había en el mundo tan rápido como el sorprendente Pegaso, que además de patas tenía alas y era aún más ágil en el cielo que en la tierra? Por supuesto, mucha gente negaba que existiera un caballo así, y tachaba los relatos sobre él de poesía absurda. Pero Belerofonte creía que era real, por fabuloso que pareciese, y esperaba tener la suerte de encontrarlo. A lomos de Pegaso, podría luchar contra la Quimera en mejores condiciones.

Y con este propósito había viajado de Licia a Grecia con el hermoso ronzal ornamentado. Como era un ronzal mágico, sólo tenía que lograr que el caballo alado mordiera el bocado de oro: si lo conseguía se rendiría, tomaría a Belerofonte por amo y volaría adondequiera que el joven eligiese dirigirlo.

Pero, sin duda, el tiempo de esperar y esperar a que Pegaso fuera a beber a la fuente de Pirene fue para Belerofonte desalentador y angustioso. Temía que Lobates imaginara que había escapado de la Quimera. También le dolía pensar en todo el daño que estaba causando el monstruo mientras él, en vez de combatirlo, se veía obligado a contemplar cómo brotaban de la arena centelleante las aguas claras de Pirene. Y como en los últimos años Pegaso había ido muy poco por allí, y apenas aterrizaba más de una vez en el lapso de una vida, Belerofonte temía además hacerse viejo y quedarse sin fuerza en los brazos ni coraje en el corazón antes de que el caballo alado apareciera. ¡Ay, qué lento pasa el tiempo cuando un joven aventurero ansía cumplir su papel en la vida y recoger la cosecha de la fama! ¡Qué ardua lección es esperar! ¡Cuánto de nuestra breve vida se consume en aprender simplemente esto!

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