Libro de maravillas para niñas y niños (6 page)

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Authors: Nathaniel Hawthorne

Tags: #Cuento, Infantil y juvenil

BOOK: Libro de maravillas para niñas y niños
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—¡Eh, tú, briboncilla! ¡No te he prometido ni siquiera una! —dijo Eustace con algo de malhumor—. Pero supongo que debo hacerlo. Ojalá fuera más soso o no tuviera la mitad de cualidades que me ha dado la naturaleza, ¡podría dormir la siesta cómodamente y en paz!

Pero creo que ya os he dicho que al primo Eustace le gustaba tanto contar historias como a los niños escucharlas. Su mente se sentía libre y feliz, le encantaba la actividad y apenas necesitaba estímulos externos para ponerse en marcha.

¡Qué diferente es este juego intelectual espontáneo de la adiestrada diligencia de la edad madura! Entonces, tal vez la larga costumbre facilita el esfuerzo y el trabajo cotidiano se ha vuelto esencial para vivir cómodamente, pero ¡todo lo demás se ha evaporado! Claro que este comentario no deberían oírlo los niños.

Sin que tuvieran que rogárselo más, Eustace Bright procedió a contar la siguiente historia, realmente espléndida. La había recordado mientras contemplaba la tupida copa de un árbol y advertía cómo el otoño transformaba todas sus verdes hojas en algo semejante al oro más puro. Este cambio, que todos hemos presenciado, es aún más maravilloso que lo que narró Eustace en el cuento del rey Midas.

EL TOQUE DE ORO

É
RASE una vez un hombre muy rico, por añadidura rey, que se llamaba Midas y tenía una hijita de quien nadie más que yo ha oído hablar. Nunca he sabido cómo se llamaba la niña, o tal vez lo he olvidado por completo. Pero, puesto que me encantan las niñas con nombres raros, he decidido llamarla Áurea.

Lo que más le gustaba en el mundo al rey Midas era el oro. Apreciaba la corona real sobre todo porque estaba hecha de ese metal precioso. Si había algo que amara más, o que amara la mitad, era el retoño único que jugaba alegremente alrededor de su escabel. Pero cuanto más quería Midas a su hija, más deseaba y perseguía la riqueza. El muy necio pensaba que lo mejor que podía hacer por la niña era legarle el mayor montón de monedas refulgentes que se hubiera acumulado desde que existía el mundo. En consecuencia, dedicaba todos sus pensamientos y su tiempo a ese solo propósito. Si por casualidad se paraba un instante a mirar las nubes doradas del crepúsculo, deseaba que fuesen de oro verdadero y poder guardarlas en la caja de seguridad. Cuando la pequeña Áurea corría a su encuentro con un ramo de crisantemos y narcisos amarillos, él solía decirle:

—¡Bah, niña! Si estas flores fueran de oro, en vez de parecerlo, ¡sí que valdría la pena recogerlas!

Y sin embargo, en sus años mozos, antes de que el desenfrenado deseo de riquezas lo poseyera completamente, el rey Midas había tenido muy buen gusto para las flores. Había plantado un jardín donde cultivaba las rosas más bellas, grandes y dulces que un mortal hubiera visto u olido. Esas rosas seguían creciendo, igual de enormes y fragantes, en el jardín de Midas, como cuando pasaba horas contemplándolas y aspirando su perfume. Pero ahora, si alguna vez las miraba, era para calcular cuánto habría valido el conjunto si cada uno de los innumerables pétalos hubiera sido una fina lámina de oro. Y aunque en un tiempo había amado la música (a despecho de una habladuría sobre sus orejas, según la cual parecían de asno), la única música que existía ahora para Midas era el tintineo de las monedas.

A la larga (pues los hombres suelen volverse más y más necios, salvo si se esfuerzan en hacerse cada vez más sabios), Midas había llegado a ser tan terriblemente insensato que casi no podía oír ni tocar un objeto que no fuese de oro. De modo que había tomado la costumbre de pasar gran parte del día en una cámara oscura y lúgubre de los sótanos del palacio. Allí guardaba sus riquezas. A aquel tenebroso agujero —poco más que una mazmorra— acudía Midas cada vez que quería sentirse especialmente feliz: echaba rigurosamente el cerrojo a la puerta, tomaba una bolsa de monedas de oro, una copa de oro grande como una jofaina, un lingote bien pesado o una pizca de oro en polvo, y desde alguno de los rincones oscuros lo llevaba hasta el angosto rayo brillante de sol que entraba por el ventanuco carcelario. La única razón de que apreciara el rayo de luz era que el tesoro sólo podía relucir con su ayuda. Y luego se ponía a contar las monedas, a arrojar el lingote al aire y atraparlo cuando caía, a dejar que el oro en polvo se deslizara entre sus dedos, a observar el curioso reflejo de su rostro en la circunferencia bruñida de la copa susurrando para sí: «¡Ah, Midas, rey Midas el rico, qué hombre tan feliz eres!». Pero el reflejo de su rostro en la superficie de la copa sonriéndole resultaba cómico. Se diría que aquel reflejo era consciente de la fatuidad de Midas y tenía la maliciosa inclinación de burlarse de él.

Aunque se declarase feliz, Midas no se sentía todo lo feliz que habría podido ser. El colmo del gozo no iba a alcanzarlo nunca mientras el mundo entero no se transformase en su habitación de los tesoros llena de metal dorado, que le perteneciera íntegramente.

Ahora bien, a personitas sensatas como vosotros huelga recordaros que en los tiempos antiguos, remotos, de Midas sucedían muchas cosas que si ocurrieran aquí y ahora nos parecerían prodigios. Por otro lado, hoy suceden muchas cosas que, además de parecernos prodigios a nosotros, les harían abrir los ojos como platos a las gentes de antaño. Si comparamos las dos épocas, me parece que en general la nuestra es la más extraña. Pero ya basta; sea como fuere, sigamos con mi historia.

Un día Midas se estaba regocijando en la cámara de los tesoros, como de costumbre, cuando advirtió una sombra proyectada sobre los montones de oro, y al levantar de pronto la vista, ¡vio nada menos que a un extraño bajo el angosto y claro rayo de sol! Era un joven de cara alegre y rubicunda. Tal vez porque su imaginación daba a todo un tinte amarillo, o por cualquier otra causa, el rey no pudo evitar la impresión de que la sonrisa del desconocido tenía una especie de fulgor dorado. Sin duda, aunque la silueta obstaculizaba el rayo de sol, los tesoros apilados desprendían ahora un brillo más intenso. Y cuando aquel extraño sonreía, irradiaba incluso los rincones más alejados, que se iluminaban como con las llamas o el chisporroteo de un fuego.

Como Midas sabía que había echado el cerrojo, y que no había ser humano capaz de derribar la puerta de la cámara, concluyó, evidentemente, que el visitante no debía de ser un simple mortal. No importa de quién se trataba. Se supone que en aquellos tiempos, cuando la tierra era cosa relativamente nueva, solían morar en ella seres dotados de poderes sobrenaturales que, un poco por diversión y un poco por vocación, se interesaban por las penas y alegrías de hombres, mujeres y niños. Midas ya había topado con seres así y no lamentaba ver uno más. Por lo demás, el extraño parecía tan jovial y amable, por no decir caritativo, que habría sido una locura sospechar alguna mala intención. Mucho más probablemente había acudido para hacerle un favor a Midas. ¿Y de qué otro favor podía tratarse sino de multiplicar sus montones de tesoros?

El extraño paseó la mirada por la habitación, y cuando la reluciente sonrisa hubo resplandecido en los objetos de oro, se volvió de nuevo hacia Midas.

—¡Eres un hombre realmente rico, Midas! —observó—. Dudo que exista en la tierra ningún otro lugar donde quepa tanto oro como el que has conseguido acumular aquí.

—Me ha ido bastante bien… Bastante bien —respondió Midas en un tono insatisfecho—. Claro que a fin de cuentas es una bagatela si piensas que acumular esto me ha llevado toda la vida. ¡Quizá si uno viviera mil años tendría tiempo de hacerse rico!

—¡Cómo! —exclamó el extraño—. ¿No estás satisfecho?

Midas meneó la cabeza.

—¿Puedo preguntarte qué te satisfaría? —preguntó el extraño—. Me gustaría saberlo. Es simple curiosidad.

Midas se quedó en silencio y reflexionó. Tenía el presentimiento de que el extraño, que poseía aquel lustre dorado en la sonrisa jovial, también poseía el poder y el propósito de cumplir sus mayores deseos. Había llegado pues el momento afortunado en que bastaría que él hablase para obtener cualquier cosa posible, o aparentemente imposible, que se le ocurriera pedir. De modo que pensó, pensó, pensó, e imaginó que reunía una montaña de oro tras otra, pero ninguna le parecía suficientemente grande. Y finalmente se le ocurrió una idea brillante.

Alzando la cabeza, miró al radiante desconocido a la cara.

—Bueno, Midas —le oyó comentar—. Veo que por fin has dado con algo que te dejará satisfecho. Dime qué deseas.

—Sólo una cosa —repuso Midas—. Estoy cansado de trabajar tanto para reunir mis tesoros, de estar mirando un montón minúsculo después de desvivirme. ¡Quiero que todo lo que toque se transforme en oro!

La sonrisa del extraño se ensanchó de tal modo que pareció llenar la cámara como un repentino rayo de sol inundando un barranco sombrío donde las hojas de otoño (eso parecían los montones y las partículas de oro) formaran una brillante alfombra de luz.

—¡El «toque de oro»! —exclamó—. Amigo Midas, una ocurrencia tan brillante debería valerte la fama. Pero ¿estás seguro de que eso te satisfará?

—No puede fallar —dijo Midas.

—¿Y nunca te arrepentirás de tenerlo?

—¿Por qué iba a arrepentirme? —dijo Midas—. No pido nada más para ser completamente feliz.

—Hágase tu voluntad, pues —respondió el extranjero, y agitó la mano en gesto de despedida—. Mañana al amanecer poseerás el don del toque de oro.

Entonces la figura del extraño cobró un brillo insoportable, e involuntariamente Midas cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos sólo vio en la cámara un rayo de sol amarillo y, a su alrededor, el resplandor del metal precioso que se había pasado la vida amontonando.

El cuento no explica si aquella noche Midas durmió como de costumbre. Dormido o despierto, sin embargo, es probable que su estado mental fuera el de un niño a quien han prometido un juguete nuevo a la mañana siguiente. Fuera como fuese, el día apenas había despuntado en las colinas cuando Midas ya estaba bien despierto y, alargando los brazos fuera de la cama, empezaba a tocar los objetos que tenía a su alcance. Ansiaba comprobar si la promesa del extraño se había cumplido realmente. Así que pasó el dedo por encima de una silla que había junto a la cama, y también por algunos otros objetos, pero sintió una lamentable desilusión al ver que seguían siendo exactamente de la misma sustancia que antes. La verdad, tenía mucho miedo de que la visita hubiera sido un sueño o el visitante se hubiera estado burlando de él. ¡Qué desgracia para Midas, después de todas las esperanzas, tener que conformarse con el poco oro que podía reunir penosamente por medios corrientes en vez de crearlo con el tacto!

A todo esto el alba era sólo un pálido presagio de la mañana, pero con una franja brillante en el confín del cielo que Midas no podía ver. Él yacía desconsolado, penando el derrumbe de las ilusiones, y se fue poniendo cada vez más triste hasta que el primer rayo de sol, entrando por la ventana, doró el techo por encima de su cabeza. A Midas le pareció que ese intenso rayo amarillo se reflejaba en la colcha de un modo bastante extraño. Entonces se fijó ben y ¡cuáles no serían su asombro y su deleite al descubrir que la tela de hilo se había transmutado en lo que parecía un tejido del oro más puro y resplandeciente!

Saltó de la cama y, en un arrebato de alegría, corrió por la habitación aferrando todo lo que encontraba a su paso. Apretó una de las varas de la cama y al instante la convirtió en pilar acanalado de oro. Descorrió la cortina de una ventana, para permitir una visión clara de los portentos que estaba obrando, y la borla cobró en su mano el peso de una masa de oro. Cogió de la mesa un libro, que al primer contacto cobró la apariencia de uno de esos volúmenes de encuadernación espléndida y bordes dorados que suelen verse hoy en día; pero cuando empezó a pasar las hojas, se convirtieron en un fajo de láminas de oro en que toda sabiduría se había vuelto ilegible. Se apresuró a vestirse y lo extasió verse las magníficas ropas de tela de oro, que seguían siendo flexibles y suaves aunque de peso un poco agobiante. Sacó el pañuelo que Áurea había cosido para él: también era ahora de oro, y de hilo de oro eran las primorosas puntadas que había dado la pequeña en el dobladillo.

Por algún motivo, a Midas esta transformación no acabó de gustarle. Habría preferido que la obra de su hija se conservase como cuando ella se sentó en sus rodillas para entregársela.

Pero no valía la pena mortificarse por una insignificancia. Midas sacó las gafas del bolsillo y se las puso para ver mejor lo que estaba ocurriendo. En aquella época aún no se habían inventado las gafas para gente corriente, pero los reyes ya las usaban; ¿cómo, si no, habría tenido Midas un par? Sin embargo, por excelentes que fueran sus gafas y por asombroso que le pareciese, descubrió que no le permitían ver nada. No era extraño, porque al cogerlas los cristales se habían vuelto discos de metal amarillo y eran inútiles como lentes, claro está, aunque valiosas como pieza de oro. A Midas le pareció un poco inoportuno que, con toda su riqueza, ya nunca fuera a ser tan rico como para tener un par de gafas útiles.

«De todos modos no es grave —se dijo filosóficamente—. No hay gran beneficio que no vaya acompañado de un pequeño inconveniente. El toque de oro bien vale sacrificar al menos un par de gafas, ya que no la propia vista. A fines corrientes servirán mis ojos, y no falta mucho para que mi hija Áurea este en edad de leer para mí».

El sabio rey Midas estaba tan exaltado por su buena suerte que tenía la sensación de no caber en el palacio. Así que bajó la escalera y sonrió al observar que el pasamanos se iba volviendo una barra de oro a medida que el deslizaba la palma. Quitó el cerrojo (de cobre hasta un momento antes, pero dorado cuando retiró los dedos) y salió al jardín. Había allí muchísimas hermosas rosas en toda su plenitud y otras en diversas fases de la yema y del capullo. En la brisa matinal olían deliciosamente. Aquel delicado rubor era una de las visiones más bellas del mundo: las rosas parecían suaves, pudorosas y llenas de plácida serenidad.

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