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Authors: Nathaniel Hawthorne

Tags: #Cuento, Infantil y juvenil

Libro de maravillas para niñas y niños (8 page)

BOOK: Libro de maravillas para niñas y niños
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—¡Buf! ¡Buf! ¡Buf! —resopló Midas al sacar la cabeza fuera del agua—. Vaya, este baño sí que refresca, y creo que tiene que haberme quitado el toque de oro. ¡Ahora a llenar la vasija!

Al hundir la vasija en el agua, sintió llenársele el corazón de alegría al comprobar que se transformaba de nuevo en el noble recipiente de barro que había sido antes de que él lo tocara. También tuvo conciencia de que algo cambiaba en él, como si el pecho se le aliviase de una carga pesada, fría y dura. Sin duda su corazón había ido perdiendo paulatinamente la sustancia humana, transformándose en metal insensible, pero ahora volvía a la blandura de la carne. Midas vio una violeta que crecía en la orilla, la tocó con un dedo y, alborozado, descubrió que la delicada flor conservaba el color púrpura en vez de virar al amarillo. La maldición del toque de oro había desaparecido.

El rey Midas se apresuró a regresar a palacio, y supongo que los criados no supieron cómo interpretar que su real señor transportara tan cuidadosamente una vasija con agua. El caso es que aquella agua, que iba a remediar todo el daño que había causado su locura, era para él más preciosa que un mar de oro fundido. Lo primero que hizo fue rociar el cuerpo dorado de la pequeña Áurea.

Creo que os hubiera resultado muy gracioso ver cómo le fue volviendo a la niña el color a las mejillas en cuanto recibió la lluvia, y cómo empezaba a estornudar, a toser, y se asombraba de que, a pesar de estar empapada, el padre no parase de salpicarla.

—¡Basta, padre querido, por favor! —exclamó—. Mira cómo has dejado este vestido tan bonito, y eso que me lo he puesto por la mañana.

Porque Áurea ignoraba que había sido una estatua de oro y tampoco recordaba nada que hubiera sucedido desde el momento en que había corrido con los brazos abiertos a consolar al pobre Midas.

El padre no creyó necesario contarle a su querida hija su rapto de insensatez, así que se conformó con mostrarle cuán juicioso se había vuelto ahora: llevó a Áurea al jardín, donde roció los rosales con el resto del agua, con tan buen resultado que más de cinco mil rosas recobraron sus hermosos colores. No obstante, hubo dos circunstancias que siguieron recordándole al rey, durante el resto de su vida, el episodio del toque de oro. Una era que las arenas del río resplandecían como el oro; y la otra era que el pelo de Áurea había adquirido un tono dorado que él nunca le había visto antes de transformar a la niña con un beso. El cambio de color fue una auténtica mejora, y dio al pelo de Áurea un brillo que no tenía al nacer.

Ya de anciano, cuando los hijos de Áurea se sentaban en sus rodillas para jugar al caballito, al rey Midas le gustaba contarles esta historia fabulosa de modo muy parecido a como yo os la he contado a vosotros. Luego, acariciándoles el pelo, les explicaba que el intenso color dorado de sus rizos lo habían heredado de la madre.

—Y a decir verdad, tesoros míos —agregaba meciéndolos diligentemente—, ¡desde aquella mañana no puedo ver otro oro que no sea éste!

EL ARROYO

DE LA SOMBRA

DESPUÉS DEL CUENTO

—Y bien, niños —preguntó Eustace, a quien le gustaba que su audiencia le diera una opinión categórica— ¿habéis oído alguna vez una historia mejor que la del toque de oro?

—Hombre —respondió la insolente Prímula—, la historia del rey Midas ya era famosa mil años antes de que Eustace Bright viniera al mundo, y lo seguirá siendo después de que el se haya ido. Pero hay algunos que tienen una especie de toque de plomo y en cuanto ponen los dedos en algo lo vuelven gris y pesado.

—Sí que eres lista, Prímula, para ser una chiquilla —­dijo Eustace, atónito por la mordacidad de la crítica—. Pero en el fondo de tu corazoncito malo sabes que he pulido tanto el viejo oro de Midas que lo he dejado como nuevo y que brilla como nunca. ¡Y qué me dices del personaje de Áurea! ¿Acaso no es una pieza de artesanía? ¡Y cómo he elaborado la moraleja para que sea más profunda! ¿Qué decís vosotros, Salvinio, Trébol, Dienteleón, Vinca? Después de oír este cuento, ¿quién sería tan tonto como para desear el don de transformar las cosas en oro?

—A mí me gustaría —dijo Vinca, que tenía diez años— poder transformarlo todo en oro con el índice derecho, pero con el índice izquierdo quisiera poder deshacerlo si el cambio no me gusta. ¡Y ya sé lo que haría esta misma tarde!

—Anda, dímelo —pidió Eustace.

—Mira —respondió Vinca—, tocaría con mi índice izquierdo cada una de estas hojas doradas para dejarlas verdes, así volvería a ser verano enseguida, sin el fastidio del invierno en medio.

—¡Te equivocas, Vinca —exclamó Eustace Bright—, y harías mucho daño! Si yo fuera Midas, no haría otra cosa que días y más días dorados como éstos todo el año. Las mejores ideas siempre se me ocurren un poco tarde. ¿Cómo no os he contado que el rey Midas vino a América y transformó un otoño oscuro, como el de otros países, en la belleza deslumbrante que reina aquí? Ese hombre doró las hojas del gran libro de la naturaleza.

—Primo Eustace —dijo Salvinio, un chiquillo bueno que siempre hacía preguntas sobre la altura precisa de los gigantes y la pequeñez de los duendes—, ¿cómo era de alta Áurea? ¿Y cuánto pesaba cuando se transformó en oro?

—Era más o menos de tu altura —respondió Eustace— y, como el oro es muy pesado, llegó al menos a los ochocientos kilos. Habrían podido acuñar con ella treinta o cuarenta mil dólares de oro. Ojalá Prímula valiera la mitad. Pero venid, pequeños, salgamos de esta hondonada y contemplemos el entorno.

Y así lo hicieron. El sol había alcanzado su cenit una o dos horas antes y su oblicuo resplandor llenaba la gran cima que formaba el valle de tal modo que parecía rebosar de una luz suave y verterse por las laderas circundantes como un vino dorado desbordando un cuenco. Era inevitable exclamar que uno nunca había visto un día como aquél, aunque el anterior había sido igual de pleno y el siguiente volvería a serlo. ¡Ah, pero hay tan pocos de esos días en el ciclo de doce meses! Una peculiaridad notable de los días de octubre es que cada uno parece ocupar mucho espacio, aun si en otoño el sol tarda un poco en alzarse y se va a la cama, como deberían hacer los niños, a una hora tan sobria como las seis de la tarde o incluso más temprano. De modo que, aunque no podemos decir que son días largos, sin embargo, por algún motivo, parecen compensar la brevedad con su profusión, y cuando cae la fría noche nos damos cuenta de que, desde la mañana, hemos disfrutado de una infinidad de vida.

—¡Vamos, niños, vamos! —llamó Eustace Bright—. ¡Más nueces, más nueces! Llenad las cestas, que en Navidad las partiré para vosotros mientras os cuento historias maravillosas.

Marcharon, pues, todos de un humor excelente salvo el pequeño Dienteleón, quien lamento deciros que se había sentado sobre una castaña y estaba tan lleno de pinchos como un alfiletero de agujas. ¡Pobrecillo, que incómodo debió de sentirse!

EL PARAÍSO
DE LOS NIÑOS

EL CUARTO DE LOS

JUGUETES DE TANGLEWOOD

INTRODUCCIÓN A

«EL PARAÍSO DE LOS NIÑOS»

Los días dorados de octubre pasaron, como tantos otros octubres, y también pasaron los parduscos días de noviembre, y después la mayor parte del frío diciembre. Al fin llegó la alegre Navidad, y con ella Eustace Bright regresó, dándole más alegría con su presencia. La víspera de su llegada desde la universidad hubo una intensa tormenta de nieve. Hasta aquel momento el invierno se había contenido y nos había dado un buen número de días afables como sonrisas en su rostro ceñudo. En lugares protegidos como los barrancos de las laderas del sur, o al socaire de los muros de piedra, la hierba seguía estando verde. Apenas una o dos semanas atrás, cerca de comienzos de mes, los niños habían encontrado a orillas del Arroyo de la Sombra, donde su curso se aleja de la hondonada, un diente de león en flor.

Pero ya se habían acabado la hierba verde y los dientes de león. ¡Qué tormenta aquélla! Se había avistado de golpe a cinco leguas a la redonda, entre las ventanas de Tanglewood y las cumbres de la cordillera de las Taconic, si hubiera sido posible ver tan lejos entre la ventisca que se arremolinaba y blanqueaba la atmósfera. Las colinas parecían gigantes jugando a arrojarse descomunales puñados de nieve unos a otros. Los copos eran tan gruesos que la mayor parte del tiempo ni siquiera era posible ver los árboles, a medio camino valle abajo. Aunque de vez en cuando los pequeños prisioneros de Tanglewood alcanzaban a distinguir la tenue silueta del monte Monument y la blancura inmóvil del lago helado a sus pies, y más cerca las negras o grises extensiones de bosque. Pero eran meros atisbos en la tempestad. De todos modos la nieve regocijaba a los niños. Ya habían tomado contacto con ella dando volteretas en los montones más altos, lanzándose bolas como acabamos de imaginar que hacían los montes de Berkshire. Y ahora habían regresado a su amplio cuarto de juegos, tan grande como la sala de la casa y abarrotado de toda clase de juguetes grandes y pequeños. El más grande era un caballito de balancín casi del mismo tamaño que un poni de verdad, pero también había toda una familia de muñecas de madera, de cera, de yeso y de porcelana, además de bebés de trapo, y suficientes bloques para construir el monumento de Bunker Hill, y bolos, pelotas, peonzas, raquetas, palos, cuerdas de saltar y más tesoros de este tipo que los que caben en una página impresa. Pero a los niños nada les gustaba tanto como la tormenta de nieve; sugería un sinfín de nuevas diversiones para el día siguiente y el resto del invierno. El trineo, la carrera hacia el valle colina abajo, la construcción de la fortaleza de nieve y ¡la guerra de bolas! Así que los críos bendecían el mal tiempo, observaban con euforia la tempestad y admiraban con esperanza cómo iban creciendo más y más los montones de nieve en la avenida, hasta superarla altura de cualquiera de ellos.

—¡Jo, estaremos cercados hasta la primavera! —decían con el mayor deleite—. ¡Lástima que la casa es muy alta para quedar enterrada! La casita roja de allá abajo va a quedar cubierta hasta el techo.

—Tontos, ¿para que queréis más nieve? —preguntó Eustace, que, cansado de una novela que estaba hojeando, había entrado en el cuarto de repente—. A mí ya me ha chafado el plan, adiós a la única posibilidad de patinar en todo el invierno. Hasta abril no volveremos a ver el lago; ¡y yo iba a ir hoy por primera vez! ¿No te doy pena, Prímula?

—¡Desde luego! —rió Prímula—. Pero para consolarte escucharemos otra de esas historias que nos contaste en el porche, o allá en la hondonada del arroyo. Como no hay nada que hacer, quizá me guste más oír una ahora que cuando hace buen tiempo y se pueden recoger nueces.

A lo cual Vinca, Trébol, Salvinio y muchos otros de la pequeña comunidad de hermanos y primos que permanecía en Tanglewood rodearon a Eustace pidiéndole vivamente que les contara un cuento. El estudiante bostezó, se desperezó y, para gran admiración de los críos, saltó tres veces por encima de la silla con el fin, según les dijo, de estimular su ingenio.

—Bueno, vale —dijo tras los preliminares—. Puesto que insistís y Prímula ha sido tan entusiasta, veré qué puedo hacer por vosotros. Y para que descubráis los días felices de antes de la moda de las tormentas, os contaré una historia de la antigüedad más remota, cuando el mundo era nuevo como la peonza de Salvinio. Entonces existía una sola estación en el año, el delicioso verano, y una sola época de la vida para los mortales, la infancia.

—Nunca lo había oído —dijo Prímula.

—Claro que no —contestó Eustace—. Será una historia sobre algo que sólo yo he soñado… Un paraíso de los niños… Y sobre cómo todo se echó a perder por las diabluras de una pícara como Prímula…

Así que Eustace Bright se sentó en la silla que poco antes le había servido para realizar sus piruetas, se puso a Alfalfa en las rodillas, ordenó al público que callara y comenzó a contar un cuento sobre una niña traviesa llamada Pandora y su compinche Epimeteo. En las páginas que siguen podéis leerla palabra por palabra.

EL PARAÍSO

DE LOS NIÑOS

H
ACE mucho, mucho tiempo, cuando nuestro mundo estaba en su tierna infancia, hubo un niño llamado Epimeteo que no tenía padre ni madre, y para que no estuviera solo, desde un país lejano le enviaron una niña, también huérfana de padre y madre, que viviría con él y sería su compañera de juegos y amiga. Se llamaba Pandora.

Cuando entró en la cabaña donde vivía Epimeteo, lo primero que vio Pandora fue una gran caja. Y casi la primera pregunta que le hizo tras haber cruzado el umbral fue:

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